Lecturas: Del espacio íntimo al espacio público
Por Michéle Petit
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Lecturas - Michéle Petit
Michèle Petit, antropóloga y nove lista francesa, realizó estudios en sociología, lenguas orientales y psicoanálisis. Es investigadora del Centro Nacional para la Investigación Científica de la Universidad de París i, en Francia.
Después de investigar las diásporas china y griega, desde 1992 trabaja el tema de la lectura y la relación de distintos sujetos con los libros, desde una perspectiva cualitativa. Sus investigaciones han tenido una gran importancia en los estudios sobre la lectura en el medio rural y sobre el papel de las bibliotecas públicas en la lucha contra los procesos de exclusión. En esta misma línea, coordinó una investigación fundada en las entrevistas a jóvenes de barrios urbanos desfavorecidos, cuyas vidas habían sido modifi cadas por la lectura.
En esta misma colección, el
FCE
publicó su libro Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura.
Como fuente primaria de información, instrumento básico de comunicación y herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades, la palabra escrita ocupa un papel central en el mundo contemporáneo. Sin embargo, la reflexión sobre la lectura y escritura generalmente está reservada al ámbito de la didáctica o de la investigación universitaria.
La colección Espacios para la Lectura quiere tender un puente entre el campo pedagógico y la investigación multidisciplinaria actual en materia de cultura escrita, para que maestros y otros profesionales dedicados a la formación de lectores perciban las imbricaciones de su tarea en el tejido social y, simultáneamente, para que los investigadores se acerquen a campos relacionados con el suyo desde otra perspectiva.
Pero –en congruencia con el planteamiento de la centralidad que ocupa la palabra escrita en nuestra cultura– también pretende abrir un espacio en donde el público en general pueda acercarse a las cuestiones relacionadas con la lectura, la escritura y la formación de usuarios activos de la lengua escrita.
Espacios para la Lectura es pues un lugar de confluencia –de distintos intereses y perspectivas– y un espacio para hacer públicas realidades que no deben permanecer sólo en el interés de unos cuantos. Es, también, una apuesta abierta en favor de la palabra.
Lecturas:
del espacio íntimo al espacio público
E
SPACIOS PARA LA
L
ECTURA
Lecturas: del espacio íntimo al espacio público
Michèle Petit
Traducción de Miguel y Malou Paleo,
y Diana Luz Sánchez
Fondo de Cultura EconómicaPrimera edición, 2001
Quinta reimpresión, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2024]
Distribución mundial
D. R. © 2001, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
www.fondodeculturaeconomica.comComentarios: librosparaninos@fondodeculturaeconomica.com
Tel.: 55-5449-1871
Traducción del capítulo La cultura se hurta
: Alberto Cue
Traducción del capítulo "Del Pato Donald a Thomas
Bernhard": Claudia Méndez
Editor: Daniel Goldin
Diseño: Joaquín Sierra Escalante
Ilustración de portada: Mauricio Gómez Morin
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-968-16-6379-7 (rústica)
ISBN 978-607-16-8256-7 (epub)
ISBN 978-607-16-8250-5 (mobi)
Impreso en México • Printed in Mexico
¡Nunca iré a América Latina!
A
MANERA DE PRÓLOGO
Para Daniel
Un día de junio de 1940, un muchacho de dieciocho años montó en su bicicleta, abandonó París a toda carrera y se precipitó hacia el sur de Francia. El ejército alemán acababa de invadir el norte del país. Como él, millones de personas huían por las carreteras llevando consigo lo que podían.
El muchacho se detuvo en Rodez, una aldea del centro-oeste. Allí se informó acerca de la posibilidad de presentar su examen de fin de bachillerato. Durmió en una banca pública. Luego volvió a montar en su bicicleta y pedaleó hasta una granja donde le habían dicho que podría dormir en el granero. Allí pasó el verano. En el granero vivía un grupo de refugiados políticos españoles. Juntos segaron el heno, cantaron las canciones de la República española y se enamoraron de las hijas del granjero. Los españoles aprendieron el francés y el francés aprendió el español.
El muchacho se convertiría después en mi padre. Si no hubiera dormido en ese granero, tal vez no habría aprendido elespañol y probablemente yo nunca habría ido a América Latina.
En las conferencias que aquí se reúnen hago el elogio del encuentro. Al inicio de mi historia con América Latina se halla, pues, el encuentro de ese muchacho que huía del nazismo con otros jóvenes que huían del franquismo. De esa época mi padre conservó algunos amigos de por vida, una guitarra adornada con listones con los colores de la España republicana, y una familiaridad con el castellano que hizo que un día, mucho más tarde, le propusieran partir hacia América Latina para dar clases de matemáticas en un centro universitario.
¡Nunca! ¿Me oyen? ¡Nunca! ¡Tendrían que llevarme amarrada y a la fuerza al aeropuerto!
Tenía trece años. Acababan de avisarme que nos íbamos a Colombia a vivir por tiempo indeterminado. En estos casos no se tiene en cuenta la opinión de los niños. A nadie le preocupó arrancarme de amores, amistades, trayectos que me gustaba recorrer, objetos que había acomodado en mi recámara y que velaban mi sueño. Dos meses más tarde rendí las armas sin que tuvieran que amarrarme. Subí al avión llevando en el bolsillo un minúsculo oso de peluche que ya no encontré al llegar: mi infancia había quedado atrás.
Al inicio de mi historia con América Latina hay pues un rechazo tajante. Durante toda mi vida, frente a numerosas cosas que me fueron dadas, opuse al principio un no
categórico. Fue incluso por el vigor de ese no
como aprendí, con el tiempo, a darme cuenta de que el asunto no estaba tan claro y que tal vez decía no
para poder decir sí
.
Es cierto que un país o un ser al que uno descubre son algo demasiado novedoso. O un libro. Porque en el fondo todo es lo mismo: el viaje, el amor, la lectura: una misma aventura donde nuestro paisaje interior se trastorna.
Yo rechacé a América Latina con todo mi ser y ella me dio mucho. No es éste el lugar para decirlo: sólo mencionaré uno o dos recuerdos que no dejan de tener relación con el objeto de este libro.
Dos veces por semana, mi madre se sentaba en su mesa y escribía extensas cartas para su familia. En ellas contaba cómo eran el patio del hotel de Pacho y el pájaro que cantaba, los caballos que nos llevaban de paseo por los Andes, los colores de las orquídeas, los naranjales, las casas rurales sin chimenea y el humo que escapaba bajo el techo, las hormigas atravesando la carretera bajo grandes hojas triangulares, los tablares de bananos, las galerías de color azul marchito del teatro Colón, y Bogotá de noche, los gamines que dormían amontonados, envueltos en periódicos bajo los portales, el supermercado –que todavía no existía en Europa– y la brazada de retama verde del barrendero entre las casuchas del pequeño mercado de frutas. Mil cosas. Antes de que las enviara, yo leía sus cartas, como quien no quiere la cosa. Descubría todo lo que no había visto a pesar de haber atravesado los mismos barrios, los mismos paisajes que ella. Volcada en mis tormentos sentimentales, vestimentarios y existenciales, no tenía ojos más que para mí misma.
Un país producía bellas historias, y las historias de mi madre me revelaban ese país. Cuando las leía, un mundo pintado por un miniaturista sustituía al flujo en el que yo avanzaba. Los días siguientes me fijaba: es cierto, hay naranjales; casas de las que escapa el humo; hormigas que atraviesan la carretera; faltan tapas de coladeras en las calles.
Y se me hizo costumbre: pronto observé por mi cuenta. Empezó a gustarme hacer también mis pequeños reportajes, de otra manera, en algunas tareas de geografía que le entregaba a un profesor atento, lo que quizá contribuyó a mi destino de antropóloga. Esto lo relato en la autobiografía de lectora
que figura al final de este libro. También hablo allí del placer que sentía al hacer mis primeras investigaciones en una biblioteca en medio de las plantas tropicales. Y evoco la Alianza Colombo-Francesa de Bogotá, en la que ahora quisiera extenderme un poco.
Tres semanas después de nuestra llegada, mi padre, que era de naturaleza emprendedora, había organizado allí un cineclub en sus ratos libres. Luego propuso encargarse de la iluminación para el grupo de teatro, mientras que mi madre la haría de apuntadora con los actores o diseñaría su vestuario. El grupo se reunía dos o tres veces por semana –jóvenes colombianos, algunos franceses y tres uruguayos–. Yo era la única niña del grupo mientras los adultos jugaban con la cultura. Me aburría, mascaba chicle y asistía a los ensayos con un vago sentimiento de exclusión. ¡Es tan largo crecer!
Pronto se presentó la oportunidad de salir de mi marginalidad, de esa posición molesta de relativa invisibilidad. Cierta noche en que la compañía inicia la preparación de una nueva obra para el festival internacional de teatro, falta al ensayo una muchacha. El director está inquieto, camina de un lado para otro y pronto se da cuenta de mi existencia; él, cuya mirada barría a todos sin detenerse jamás ni un instante en mí, me pide que diga la réplica para que los demás no pierdan su tiempo. Conozco bien la obra. La vi en Francia, en la televisión. Le agrego el tono, pongo empeño. Ríe. Me mira sorprendido. Me descubre, tal como yo descubro las orquídeas, los tablares de bananos. Mira a los demás. Murmuran entre sí. Tres días más tarde el papel es mío.
Así pues, tendré un papel con todas las de la ley. Mi nombre figurará en el programa. Diseñarán un traje especialmente para mí. Seré tan importante como los demás.
Sin embargo, lo recíproco no era tan cierto: me concedía más interés a mí misma que a los demás. Las noches en que se ensayaban escenas en las que yo no participaba adopté la costumbre de pedir prestadas las llaves para abrir los libreros con vitrinas de la biblioteca. En esa época, en las bibliotecas francesas no se permitía curiosear libremente. Siempre había alguien que se interponía entre los libros y uno, y peor aún si ese uno era menor. Pero yo era de casa y me tenían confianza, así que me daban las llaves y se olvidaban de mí. Y yo rebuscaba y sacaba cantidad de libros, los hojeaba. Tumbada en el suelo entre dos cojines, leía. Si llegado el momento de irnos, aún no había terminado el libro, me lo llevaba a casa para devolverlo dos noches más tarde. En unos meses leí todo el teatro que pude encontrar allí, de todas las épocas, y algunas novelas. A la bibliotecaria le maravillaba que me gustaran las obras de la alta cultura. No era exactamente eso: en realidad buscaba un papel, un papel que me quedara. Me probaba roles como si fueran sombreros, trataba de ajustar a mí tal o cual personaje, me construía mi pequeño teatro. En especial, buscaba con pasión una obra que me permitiera, en el escenario, encontrarme al fin en brazos del ser del que había quedado prendada, el cual cambiaba de rostro a lo largo de los meses.
Al llegar el verano, durante dos noches seguidas representamos ante más de mil personas en el teatro Colón la obra que habíamos ensayado. Estaba muerta de pánico, pero descubría el placer del público, la alegría de oírlo reír en eco con mis réplicas. En esos momentos soñé con convertirme en actriz. Nunca me permití confesarlo durante los años que siguieron, en los que regresé a una vida mucho más gris, en Europa. Por una ironía del destino –o más bien por las artimañas del deseo– he vuelto a encontrar ese placer –y ese pánico– mucho más tarde, por caminos muy indirectos, cada vez que doy una conferencia.
Tenía catorce, quince años. Creo que quedó claro aunque no haya dicho una palabra de lo esencial: en Colombia viví intensamente.
Un día tuve que volver, en un avión por la tarde, y ni siquiera tuve tiempo para comprenderlo. Sólo al regresar a Bogotá, casi cuarenta años más tarde, supe hasta qué grado esa partida había sido un desgarramiento, cuántos años necesité para recuperarme.
A los dieciocho años, siendo estudiante, empecé a viajar y fui a España. Allí volví a encontrar las ciudades coloniales en los pueblos de Castilla o Andalucía: así que para mí no fue América la que se hispanizó sino España la que se americanizó.
Busqué una tierra de adopción, recorrí el Mediterráneo. Y encontré las islas griegas del mar Egeo, que desde entonces me han acogido año con año. Me olvidé de América. Sin embargo, un verano de los años setenta regresé a ella, esta vez a México y Guatemala. En México, creí que me daría un infarto. Un médico del vecindario me examinó amablemente y me recetó un calmante suave.
Estaba claro: había que olvidarse de todo esto. Nunca más volvería a atravesar el Atlántico. O si acaso mucho más al Norte. América Latina me seguía siendo familiar: en Europa vivían varios de los que habían recorrido conmigo los Andes, o las tablas del teatro Colón. Nunca les hablaba en español: el español se me estaba olvidando, lo estaba sepultando bajo otras lenguas. Al grado de que todavía hoy, para hablarlo, muchas veces tengo que hacer el viaje en sentido contrario: pasar por el griego y traducir simultáneamente las palabras al castellano.
Pasaron los años, y algunas vidas. Una noche de otoño de 1997, en París, Geneviève Patte me llamó por teléfono para decirme que acababa de regresar de México, donde había dado un seminario sobre lectura, y que había sugerido que me invitaran para el año siguiente. Tuve ganas de gritar: ¡Nunca! ¿Me oyen? ¡Nunca! ¡Sólo que me lleven amarrada!
Naturalmente, unos meses más tarde fui a México, después de angustiarme varias semanas ante la perspectiva de ese viaje. Cabe aclarar que siempre he tenido una relación muy ambivalente con los viajes: no hay nada que me guste más y nada que me produzca más miedo. Somos unos seres curiosos.
En México encontré escuchas generosos, atentos. Les comuniqué lo que había aprendido oyendo hablar a la gente de sus lecturas en el campo francés o en barrios urbanos marginales. Me sentía preocupada:
