Las curaciones en la Biblia: De Job a Jesús
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Las curaciones en la Biblia - Comunidad de San Egidio
Prólogo
La pandemia del Covid-19 nos ha enseñado que todos somos frágiles y que estamos desorientados, que todos estamos llamados a remar juntos y estamos necesitados de consolarnos los unos a los otros. «En esta barca, estamos todos», dijo el papa Francisco en la vigilia del 27 de marzo de 2020, en pleno confinamiento, en una plaza de San Pedro desierta, en el centro de una Roma irreconocible. El contagio había llegado de repente y en pocas semanas había cambiado drásticamente nuestras condiciones de vida: «Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa», añadió Francisco.
¿No sucede esto con todas las enfermedades? ¿Por cada manifestación del mal? ¿Esto no me pasó a mí o cerca de mí? «La tempestad» del mal «desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras rutinas y prioridades». La prueba del mal, de la enfermedad –inesperada, dolorosa, rechazada durante el mayor tiempo posible con todas las fibras de nuestro ser, físicas y mentales– nos revela y recuerda nuestra fragilidad, la dura realidad de nuestra falta de autosuficiencia.
Este libro de Maria Cristina Marazzi, Ambrogio Spreafico y Francesco Tedeschi está dirigido a cualquier persona que haya experimentado la enfermedad en su vida o que haya estado involucrado de alguna manera en ella. Es decir, está dirigido a todos.
El hombre y la mujer son débiles. Tal como lo son su cuerpo y su mente. Ambos están sujetos a la agresión del mal, como escribe el apóstol san Pablo en su Carta a los romanos (7,19). De ahí tanto sufrimiento, angustia, tantas lágrimas. De ahí la eterna pregunta del ser humano sobre el porqué del mal; la cuestión de los grandes autores de la literatura y de la filosofía; la cuestión de cada uno, pequeños y desnudos como somos todos. Una pregunta que llegó para quedarse. Porque –escribe Pablo VI en el mensaje «a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren» en la conclusión del ConcilioVaticano II– «Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio». Pero es una pregunta a la que la Escritura ofrece respuestas.
La Biblia, con su sabiduría, es siempre una respuesta. Más aún: es una revelación, en todos los sentidos, una visión, una mirada alternativa a la realidad humana. El «pensamiento de Cristo» es intrínsecamente nuevo, ayuda a considerar incluso el momento del sufrimiento de manera inédita y sorprendente, más allá de lo que hemos recibido de cada cultura y de cada experiencia existencial. En el prólogo del libro anterior de nuestros autores, Los ancianos y la Biblia (San Pablo, Madrid 2021), Andrea Riccardi subrayaba:
«La visión de la fe contrasta radicalmente con la consideración actual de la vejez como una triste supervivencia. La visión de la fe ve a los ancianos como un activo, no porque sean fruto de una cultura arcaica, sino porque se alimentan de un sentido de la vida diferente».
Las páginas de este libro ayudan a los hombres y las mujeres contemporáneos, habitantes de un hoy fluctuante y a veces superficial, a leer de manera más profunda y fecunda «los signos» del tiempo, incluso los amargos e indeseados del dolor. Porque, como afirmó radicalmente Giorgio La Pira, no se puede entender la historia –toda la historia– sin leer la Biblia.
A la luz de la Biblia y de la fe, el papa Francisco reiteró en marzo de 2020 que el tiempo de la prueba es un tiempo de reflexión y de elección:
«No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es... El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar».
Estas palabras ayudaron a quienes las escucharon en el momento más oscuro de la pandemia. Mucho más sucede al detenernos en las palabras de las Escrituras, que es necesario redescubrir, releer, porque no las conocemos, o las conocemos muy poco. O también porque cada lectura de la Escritura comunica siempre cosas nuevas junto a las antiguas. San Gregorio Magno dice: «divina eloquia cum legente crescunt» («las palabras de la Escritura crecen junto con quienes las leen»).
Los comentarios de los autores de este libro sobre los diferentes pasajes de la Biblia ayudan al lector a crecer en el conocimiento de los mismos. Es una lectura, al mismo tiempo profunda y sencilla, que ayuda a quienes leen, a quienes quizás tienen prisa o tienen poca familiaridad con la Escritura, a encontrar maneras de abordar cuestiones decisivas como la de la enfermedad y el sufrimiento, pero también la de la curación. A través de la lectura y el estudio de la palabra de Dios descubrimos nuevas formas de leer los acontecimientos humanos con esperanza.
Así como en la Edad Media los ciclos iconográficos de las catedrales y de las iglesias diseminadas incluso en los más remotos pueblos de montaña constituían una Biblia pauperum, «Biblia de los pobres», que ayudaba a quienes no sabían latín a captar el mensaje de salvación, de la misma manera Las curaciones de la Biblia pretende ofrecer a quienes, sin duda, son más cultos, pero aún no conocen el evangelio y consiguientemente no están acostumbrados a él, «imágenes» que les abren a la comprensión de una Palabra consoladora y sabia. El libro de Marazzi, Spreafico y Tedeschi presenta una sucesión de trece pasajes bíblicos, cada uno de los cuales tiene algo que comunicarnos: ¿Quieres que vivamos hoy la prueba de la enfermedad? ¿Quieres que alguien cercano a nosotros se sienta tocado? ¿Quieres que nos propongamos acercarnos al misterio de nuestra fragilidad común?
Los autores trazan un camino espiritual que va desde la desesperación o la resignación hacia un horizonte de confianza, una perspectiva de esperanza. Así, el libro de Job «cuestiona la teoría tradicional –aún hoy muy extendida– que atribuye a Dios la muerte, la enfermedad y el mal». En efecto, «el Señor muestra a Job, cegado por el sufrimiento y la angustia, lo que él no había notado: la presencia amorosa de Dios». Y no muy lejos de Job, símbolo de la furia del mal contra los hijos de Adán, aparece –ya no estamos en el Antiguo Testamento sino en el Nuevo– el paralítico que yace junto a la piscina de Betesda, quien, como dice el papa Francisco, se dejó «robar la esperanza», hasta el punto de que no es él quien pide la curación, sino que le es ofrecida por el mismo Jesús. «A veces dudamos de que Dios pueda hacer algo y tenemos miedo de pedir algo fuerte como es la curación. [...] Renunciamos a pedirle a Dios lo que parece imposible. Aceptamos un límite insuperable, incluso para la acción de Dios».
El volumen profundiza en los meandros de esa periferia existencial que es toda enfermedad. El endemoniado de Gerasa es el vagabundo con problemas mentales o el paciente psiquiátrico «que en muchos países son encerrados en lugares donde la vida no puede definirse como tal –lugares parecidos a verdaderas tumbas: hospitales psiquiátricos, asilos, centros de internamiento–, que gritan su desesperación porque ya no tienen esperanzas de salir».
Los leprosos, tan numerosos en los evangelios, son la figura de cada persona infectada –pensemos en los enfermos de SIDA, especialmente en África–, pero también de muchos otros enfermos «segregados en casa, sin posibilidad de relaciones o confinados lejos de los lugares habituales de vida, en residencias de diversos tipos a menudo alejadas de las ciudades. De este modo, la debilidad del cuerpo, y a veces también de la mente, queda alejada de la vida y de la vista de los sanos
».
El hombre de la mano marchita y paralizada encarna a todo aquel a quien se le impide trabajar y se le obliga a mendigar, así como a aquel que no tiene a nadie que se le acerque y le coja la mano o se la estreche en señal de amistad. El muchacho epiléptico dominado por un espíritu mudo y sordo, llevado ante Jesús por un padre desesperado, ya que sus discípulos no pudieron curarlo, representa a los muchos jóvenes de este siglo de soledad que, a pesar de vivir situaciones aparentemente normales, no pueden comunicarse con cualquiera, se encierran en sí mismos, «etiquetados como autistas o con trastornos del espectro autista», o como hikikomori. Las resurrecciones narradas por los evangelistas nos hablan de aquellos «estados patológicos definidos como irreversibles en los que parece que ya no hay posibilidad de volver a la vida y todo parece inútil»; pero «Dios no abandona ni siquiera en las situaciones más desesperadas»: «Incluso aquellos que se encuentran en condiciones de enfermedad consideradas incurables, imposibles de recuperar o incluso irreversiblemente cercanas a la muerte», si son cuidados y amados, pueden añadir días, meses e incluso años a una vida que parecía destinada a terminar rápidamente. ¡Cuántas sentencias de muerte equivocadas! ¡Cuánta vida hay más cuando se creía que se había acabado!
De las páginas de este libro surge la invitación a no desanimarse, a dejarse contagiar por la esperanza, a buscar «en el contacto con Jesús una buena noticia
para la propia vida», hasta el punto de atreverse a hacer el gesto de la hemorroísa: tocar el borde del manto del Señor.
En los evangelios queda claro cómo Jesús siempre tiene compasión de quien sufre y de quienes están cerca de quien sufre, y se deja tocar el corazón por el dolor de una humanidad débil y no autosuficiente. Extiende la mano, cura, no teme violar la ley. «Quiero; queda limpio», le dice al leproso. La suya es una voluntad de hacer el bien a todos, revelando así la misericordia y la ternura de Dios.
Es a esta disposición de ánimo a la que están llamados a conformarse todos los hombres –precisamente– «de buena voluntad», como se recitaba anteriormente en el Misal, en una traducción de la Biblia tal vez no del todo correcta, pero aún capaz de captar lo que hace que el ser humano se asemeje a su Creador: hombres y mujeres de buena voluntad «están llamados a no rehuir, sino a encontrarse con aquellos a quienes la exclusión ha invisibilizado, a acercarse a ellos sin miedo, a hablar con ellos para testimoniar con afecto y simpatía la predilección de Dios por los enfermos».
Es la antigua historia del buen samaritano: lo que sucede a menudo, ante la vida de los enfermos, es que seguimos adelante, sin detenernos, «para no ser perturbados. Porque un enfermo trae consigo muchas preguntas: nos recuerda la fragilidad común». Pero –se preguntan los autores– «¿se puede entender la vida como un camino único y sin paradas, como una vía por la que cada uno sigue su propio camino, sin detenerse jamás?». En realidad, la manifestación del mal no concierne solo a quienes lo padecen, sino que nos afecta a todos: porque todos estamos «en la misma barca».
«La enfermedad y los enfermos nos plantean a todos una pregunta seria sobre la vida, que muchas veces preferimos no afrontar y dejar de lado».
Es la tentación de todos, sin excluir a nadie. Este libro nos ayudará a no hacer como el levita y el sacerdote, sino a ser «samaritanos», es decir, a ser más humanos.
Marco Impagliazzo
1
El porqué del mal
De Job a Jesús
El Job bíblico destaca un problema común a otros autores de diferentes épocas del Antiguo Oriente Próximo. Su nombre aparece ya en el siglo XIV a.C., pero se han atestiguado historias similares en Mesopotamia desde finales del tercer milenio a.C.[1]. Dentro de las diversas culturas que se sucedieron en Mesopotamia, empezando por la sumeria, encontramos obras literarias relacionadas con este libro. Que fue un personaje emblemático lo demuestra la cita del libro del profeta Ezequiel, que incluye a Job junto con Noé y Daniel entre los únicos justos que pueden salvar a un país entero de la destrucción (Ez 14,14). Job es, pues, el justo, pero sobre todo el sufriente, el que discute con Dios y también con la sociedad de su tiempo.
El libro de Job recoge y hace suya una cuestión inherente a la humanidad que sufre. Es la pregunta sobre el mal, expresada por un hombre que en la parte central del libro rara vez menciona el nombre del Dios de Israel, sino que simplemente se dirige a él como Dios o Dios todopoderoso[2]. El Job bíblico tiende a implicar en su condición a quien lo lee: es el drama de una humanidad herida por un sufrimiento inexplicable, que le lleva a protestar por su inocencia ante Dios, que se muestra injusto. ¿Cómo no ver en este texto antiguo el grito, que se convierte en protesta y oración, de muchos hombres y mujeres que solo pueden apelar a la justicia divina cuando la justicia humana no parece tener ningún interés para ellos?
¿Por qué tanto mal? ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Por qué tanta injusticia, por qué Dios permite un mundo que excluye a los pobres, a los últimos, que humilla y explota a los frágiles, y se siente dueño de la vida y de la muerte? Y podríamos agregar con Job y otras páginas de la Biblia: ¿por qué los malvados prosperan y los justos sufren? En la historia, a veces, la fuerza del mal parece prevalecer y el bien sucumbir. ¿Dónde está Dios ante la injusticia y la violencia, ante la enfermedad y la muerte, ante la arrogancia del mal?
Job sabe que Dios existe, pero se siente indiferente, ajeno al drama de su existencia, repentinamente tocado por el mal, por la enfermedad, por la muerte. Cree en Dios, pero él parece distante de su dolor, como ausente. Todos, desde su esposa hasta sus amigos, quieren convencerlo de que sufre por sus pecados. Además, era una creencia común que la enfermedad y el mal, así como la pobreza, eran consecuencia del pecado. Pero Job pone en duda la creencia misma de que la justicia de Dios se manifiesta en la riqueza y en la salud para los justos y que, por el contrario, la enfermedad y la
