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La crisis perpetua: Reflexiones sobre el bicentenario y la baja política
La crisis perpetua: Reflexiones sobre el bicentenario y la baja política
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Libro electrónico463 páginas6 horas

La crisis perpetua: Reflexiones sobre el bicentenario y la baja política

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La deliberación pública constituye una forma de discernimiento que sostiene la dirección de la vida en comunidad. En una sociedad democrática, el ciudadano, la militante partidaria y el funcionario público son agentes potenciales en esta materia. Ellos requieren una comprensión lúcida de los asuntos de interés común sobre los cuales debaten —la pertinencia de ciertas normas e instituciones, la toma de decisiones de carácter público, la solicitud de cuentas a nuestras autoridades, entre otros asuntos—. Tal entendimiento implica hacer explícita la conexión entre los valores públicos que se busca poner en ejercicio y las situaciones que suceden en los espacios públicos.

A menudo, se afirma que la deliberación pública tiene como meta alcanzar consensos. Forjar acuerdos a través de la formulación y el contraste de argumentos constituye, ciertamente, la base de la toma de decisiones en materia política. No obstante, la expresión razonada de desacuerdos es también un objetivo democrático de gran valor. Emitir un juicio que disiente con el punto de vista de otros agentes —o que discrepa de la opinión mayoritaria— manifiesta una capacidad básica del ciudadano comprometido con el diálogo político, la cual entraña el derecho fundamental de expresar el pensamiento. En una democracia liberal, quien está en desacuerdo con la perspectiva mayoritaria es un compañero de ruta, un interlocutor válido en la conversación cívica, no un enemigo ni un hereje.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2024
ISBN9786124102820
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    La crisis perpetua - Gonzalo

    INTRODUCCIÓN

    El bicentenario y la ética cívica. Reflexiones sobre los alcances de nuestro sentido de comunidad

    ¹

    El bicentenario y sus conflictos

    No cabe duda de que el 2020 y el 2021 fueron años particularmente difíciles, y este 2022 no ha mejorado las expectativas que tenemos sobre el futuro de nuestro país. Por un lado, miles de peruanos han fallecido como víctimas de la pandemia. Por otro lado, a una compleja crisis económica se suma una grave crisis política, fruto de la irresponsabilidad y la falta de lucidez de nuestra autodenominada clase dirigente. El año pasado vivimos una dramática segunda vuelta electoral, en la cual los ciudadanos tuvimos que elegir entre dos candidaturas que representaban posturas extremas y aparentemente irreconciliables. Actualmente, enfrentamos las consecuencias de esta exacerbada polarización.

    Estamos habituándonos a convivir bajo tal situación de permanente conflicto y resulta lamentable que esto suceda precisamente cuando el país celebra sus dos primeros siglos de vida independiente. La promesa republicana de la que hablaba Jorge Basadre —la edificación de una comunidad de ciudadanos libres e iguales— permanece incumplida. El Perú, durante sus primeros años, coexistió con la esclavitud y con el tributo indígena. Después, se fueron asentando prácticas que han perpetuado profundas desigualdades, las cuales han lesionado o truncado la vida de muchos compatriotas por razones de raza, cultura, clase social, sexo y género. Estas formas de exclusión y discriminación, propias de regímenes tiránicos y de sociedades jerárquicas, se mantienen operativas entre nosotros. Los años de estabilidad económica de las últimas dos décadas no implicaron una lucha frontal contra la desigualdad. Tuvimos un breve período de crecimiento, mas no un desarrollo real.

    En el reciente proceso electoral, los peruanos decidimos que el combate contra las desigualdades debía entablarse desde el marco ético y legal de la democracia. Los ciudadanos no estamos dispuestos a negociar el equilibrio de poderes, la cultura de derechos humanos, ni las exigencias de transparencia en materia de gestión y rendición de cuentas a cambio de políticas de corte populista o partidario. En ese sentido, tanto el Gobierno como la oposición reunida en el Congreso defraudan las expectativas de la opinión pública. Estos dos grupos, que encontramos en ambas orillas del espectro político, comparten el desdén frente a la reforma universitaria y a la reforma política, así como la costumbre de designar funcionarios sin tomar en cuenta los principios de la meritocracia y la ética pública.

    El ciudadano suele ser muy crítico con las acciones de sus representantes. Esta actitud se justifica plenamente, pues, si se expresa con coraje y perspicacia en el debate público, se revela como un legítimo ejercicio de vigilancia gubernamental.² El deterioro de la política peruana constituye un fenómeno que se explica por la crisis de los partidos, la debilidad de las instituciones y la ausencia de un proyecto común que trascienda los intereses de facción. Sin embargo, no debemos suponer que únicamente en los políticos de oficio recae la responsabilidad de los males que nos aquejan. En tiempos en los que un candidato a la presidencia persigue judicialmente a la prensa o en los que un mandatario se rehúsa a dar razón de sus acciones ante la opinión pública, necesitamos ciudadanos alertas y dispuestos a desempeñar los deberes cívicos. Tenemos que admitir que la apatía con respecto a estos últimos agudiza la crisis. El cumplimiento de la promesa republicana solo será posible si los ciudadanos nos comprometemos con el destino de nuestra comunidad política. La libertad y la defensa de la igualdad se logran a través de la acción conjunta.

    Las tareas de la justicia básica y la edificación de una cultura política democrático-liberal: dos requisitos para la forja de ciudadanía

    Necesitamos recuperar el rol de los ciudadanos en nuestra sociedad, pues, de otro modo, jamás existirá un auténtico régimen democrático en ella. Esta es una aseveración verdadera pero, sin duda, problemática. Resulta controversial porque la posibilidad de forjar y ejercitar ciudadanía enfrenta dos férreas dificultades. Por un lado, las distintas formas de exclusión socioeconómica y política imperantes en el país impiden seriamente la construcción de una república fundada en la libertad y en la igualdad. Por otra parte, también conspira contra este proyecto la ausencia de una cultura política basada en una pedagogía cívica deliberativa. Las resoluciones de estos dos obstáculos constituyen acciones que se requieren mutuamente y se complementan para la construcción de la ciudadanía.

    No podemos formar ciudadanos si nuestros compatriotas no adquieren y logran cultivar sus capacidades fundamentales, aquellas que son constitutivas de una vida plena. La pobreza y la exclusión destruyen vidas y conculcan derechos humanos fundamentales. Martha C. Nussbaum —siguiendo una línea de pensamiento abierta por Amartya K. Sen— elaboró una lista de capacidades esenciales para alcanzar una vida de calidad: vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica / agencia; vínculo con las otras especies; ocio y juego; y control sobre el entorno.³ Un genuino Estado democrático tendría que ofrecer un marco legal y político adecuado para que las personas pudiesen desarrollar cada una de estas capacidades, así como plantear la construcción de espacios sociales para su libre ejercicio. Este enfoque pone énfasis tanto en la defensa de la igualdad de derechos y oportunidades como en el acceso universal a servicios de salud y educación. Se trata de exigencias de justicia básica desde cuya consideración es posible promover la formación de ciudadanía. En síntesis, solo atacando las desigualdades y el bloqueo de las capacidades, podemos erigirnos como una sociedad sensata y razonable.

    Existe otra gran dificultad, de carácter político-cultural y de similar importancia. El orden constitucional, y el sistema de prácticas e instituciones que configuran la democracia liberal se sostienen en el compromiso de los ciudadanos, el cual se actualiza a través de la acción política y la deliberación pública. Si el ciudadano no se reconoce en él, no hay forma de preservar las reglas, procedimientos e instituciones democráticas ante el embate de políticas autoritarias.

    Los compromisos se fundan tanto en sentimientos de adhesión a la comunidad política como en la suscripción a argumentos que cimientan el régimen constitucional. En Estados Unidos y Francia —las repúblicas que asentaron las bases de la cultura política liberal—, se edificó una suerte de religión cívica (categoría acuñada por Jean Jacques Rousseau), es decir, la valoración de un ethos político basado en un sentido fuerte de comunidad y en el cuidado de la libertad. Se trata de un conjunto de ideas y convicciones análogas a las que vertebran el discurso religioso, pero privadas de su trasfondo dogmático y sobrenatural. Estas invocan una lealtad rigurosa a los bienes públicos que no puede construirse sin una paideia cívica, que debería desarrollarse en la escuela y los espacios de educación superior.

    Resulta lamentable que las instituciones educativas peruanas no constituyan, por lo regular, foros deliberativos. El aula, generalmente, es un recinto autoritario en el que la palabra del maestro se presenta como incuestionable y sus decisiones se toman como inapelables. En cuanto a los valores centrales, priman el orden y la disciplina antes que la búsqueda del conocimiento y el cuidado de la sensibilidad. El ejercicio de la argumentación, el desarrollo de la crítica y el manejo de las evidencias no suelen ser prácticas habituales en la escuela, que se concibe, más bien, como un centro de instrucción. Las universidades privadas, por su parte, han sido asimiladas al espíritu del mercado. Se han convertido en empresas que preparan a futuros profesionales para la competencia en el mundo laboral. En la mayoría de los casos, por tanto, no forman intelectuales ni ciudadanos comprometidos con el mundo de la praxis política. En ellas, se desconoce la idea misma de una religión cívica.

    Repensar nuestras responsabilidades como ciudadanos

    La extrema derecha y la extrema izquierda no son particularmente afines al cultivo de la condición ciudadana. La derecha, en su versión neoliberal, concibe a las personas como contribuyentes antes que como agentes políticos. Por otro lado, en su versión conservadora, considera a los sujetos como individuos gobernados o, incluso, como suscriptores de un credo. En el radicalismo de algunas izquierdas, por su parte, se percibe a los seres humanos únicamente como trabajadores, miembros de una clase o, de pronto, como componentes de esa cuestionable abstracción denominada Pueblo. Unos intentan hacer de los ciudadanos meros agentes económicos, religiosos o culturales. Los otros procuran convertir a la ciudadanía en el Pueblo. Se mutila así la multidimensionalidad de las identidades personales y se soslaya la faceta humana de ser un ciudadano. Se deja sin examinar, asimismo, la capacidad de interpelar las convicciones propias o ajenas, así como de resistir al yugo de una ideología opresiva y limitadora, cualquiera que sea su origen y signo político en particular. Ambas clases de operaciones resultan altamente criticables y deben ser desenmascaradas por la ética cívica y por la teoría política.

    La ética cívica de la que hablamos se enfrenta abiertamente a los populismos (tanto los de izquierda como los de derecha), que buscan incumplir los principios democrático-liberales bajo el pretexto de servir al Pueblo, incurriendo, veladamente o no, en prácticas contrarias a la probidad pública y al control político ciudadano. En relación con lo anterior, en enero de este año, la expresidenta del Tribunal Constitucional, Marianella Ledesma, señaló que resulta inconsistente para los servidores del Estado el invocar el bienestar popular y ejercer la función pública sin rendir cuentas de sus actos:

    Basta ya de secretismos, de actos reservados bajo cuatro paredes. Cuando se ejerce la función pública se debe hacer de manera abierta y transparente. No hay forma de estar realmente con el Pueblo si se gobierna a espaldas o a escondidas de este.

    En la actualidad, tanto la derecha como la izquierda demuestran que no están a la altura del cumplimiento de las condiciones básicas en materia democrática (el respeto de la legalidad, la transparencia y los requisitos de excelencia en el acceso a los cargos públicos). Como se mencionó al inicio de esta introducción, ambos sectores del espectro político están esforzándose por desmantelar la reforma política y la ley universitaria. Asimismo, los políticos de ambos bandos han jugado con la erosión de los principios propios de la vida republicana planteando mociones de vacancia presidencial o de disolución del Parlamento. A lo anterior cabe añadir que, según datos escrupulosos de la red Vigilantes, el actual Gobierno peruano ha generado severas alarmas en las doce áreas de la Proclama ciudadana que se habían jurado cumplir apenas en mayo de 2021.⁵ La cultura autoritaria que ha acompañado el curso de la historia nacional se refuerza en casi todas las facciones que conforman nuestra cuestionable clase dirigente.

    El ciudadano debe velar por el buen funcionamiento de las instituciones y asegurarse de que el ejercicio de la función pública pueda sostenerse desde las organizaciones políticas o desde los escenarios de la sociedad civil. Se trata de un desafío complejo, dadas las dificultades discutidas aquí. Un escollo fundamental lo encontramos en el desaliento que suscita en los agentes el aura de invulnerabilidad e impunidad que rodea a los políticos de oficio. Para algunas personas, la crítica y la movilización cívica son formas de actividad política que no producen resultados en el espacio público. Esta situación nutre unos fenómenos que Sen y Nussbaum denominan preferencias adaptativas. Estas pueden definirse como actitudes que tienen lugar cuando los individuos abandonan o recortan deseos y expectativas que identifican como justos, pero que consideran imposibles de cumplir con plenitud. Por ejemplo, como no parece viable construir una democracia y practicar la libertad política desde el espacio público, asumimos que deberíamos renunciar a estas acciones para sentirnos mejor creyendo que no las necesitamos para llevar una vida sensata. Desistimos de perseguir tales bienes públicos y capacidades esenciales porque los juzgamos inalcanzables. Sin embargo, abdicar de nuestra función como agentes políticos permite que autoridades inescrupulosas puedan ejercer el poder sin restricciones ni cuestionamientos. Esto lleva a mucha gente a dejar de actuar como ciudadanos para comportarse como súbditos. La apatía cívica debilita las prácticas y las instituciones de la democracia liberal, y conspira contra la justicia.

    En resumen, resulta preciso romper con el círculo vicioso de la desazón y el sentido de impotencia. Las cuestiones de justicia básica y la construcción de una cultura política son complementarias y deben ser atendidas en simultáneo. De otro modo, caeremos en la trampa autoritaria, que se plantea posponer la lucha por la democracia y señalar como prioridad el atacar las cuestiones de carácter material. Así, los actores políticos se ocuparían de la justicia estructural y los ciudadanos tendríamos que tolerar prolongados episodios autocráticos. Esa trampa está presente tanto en la agenda de la extrema derecha como en el ideario de la extrema izquierda. Por ello, no debemos considerar la forja de la cultura cívica como un acto segundo. Solo podemos alcanzar el ethos democrático practicándolo, aun en condiciones de precariedad.⁶ La libertad se conquista a través de la acción cívica; no constituye un regalo que recibimos de camino a casa. Necesitamos intervenir en las prácticas públicas para asumir las riendas de nuestras vidas.

    Perspectivas ante una (aparente) crisis perpetua

    Este libro surgió como resultado de una reflexión crítica acerca de lo que vive nuestro país desde hace algunos años, concretamente desde el 2016, cuando un partido conservador —que había logrado una amplia mayoría en el Congreso de la República— se negó a aceptar su derrota en las urnas y se dedicó a conspirar para remover al Gobierno legítimamente constituido. Desde entonces, el sistema democrático se ha debilitado severamente. Cinco presidentes han pasado por Palacio de Gobierno, y sobre cinco exmandatarios pesan investigaciones, procesos judiciales o, incluso, condenas por corrupción.

    Hace un tiempo, el periodista Diego Quesada publicó en el diario El País un reportaje titulado Perú: el país de la crisis perpetua, en el cual desentraña agudamente las vicisitudes del gobierno de Pedro Castillo.⁷ Su título resulta bastante revelador y su contenido plantea una serie de conflictos que reflejan el difícil predicamento de nuestro presente. Esa nota periodística inspiró el título de este libro. Sin embargo, mi investigación es de otra naturaleza, pues se posiciona entre la indagación filosófica y la reflexión testimonial. Asimismo, se ocupa del análisis de un periodo más amplio, a saber, los denominados años de precariedad política, los cuales comprenden desde los inicios de la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski hasta los primeros meses de la administración de Castillo. No obstante, el libro pone un especial énfasis en los sucesos que van entre la vacancia del gobierno de Martín Vizcarra y la llegada del bicentenario de nuestra república.

    La expresión crisis perpetua entraña una paradoja o, incluso, un contrasentido. Se supone que el término krísis alude a un período de la vida de una persona o de una comunidad en el cual se presentan experiencias de conflicto, división o confusión. Estas generan crecimiento porque apelan a desarrollar o fortalecer nuestra capacidad de juzgar o de hacer distinciones (krinein) donde se las necesita para comprender un fenómeno complejo y tomar decisiones en torno a él. En la narrativa biográfica o histórica, los procesos de crisis pueden aparecer con relativa frecuencia, pero no pueden ser permanentes. Por definición, deberían tener un carácter episódico y concebirse como una oportunidad para madurar. Quizás así sea también en el caso del Perú, pero muchos ciudadanos tenemos la ineludible percepción de que, como he señalado, algunos de nuestros

    problemas nos han acompañado desde la fundación de nuestra república. Justamente porque no se ha terminado de precisar ni de honrar la promesa republicana, no hemos logrado edificar una sociedad de ciudadanos genuinamente libres e iguales. Incluso el compromiso con la democracia como una forma de vida no queda claro para un grupo de actores sociales y políticos. Este libro constituye un intento de acercarse a tal paradoja tomando como hilo conductor los últimos años de nuestra historia común.

    El libro tiene tres secciones en las cuales parte de los textos fueron escritos cuando los fenómenos referidos estaban desplegándose. La primera, Cuestiones de principio. Elementos de un marco de conceptos y argumentos, constituye una exploración filosófica en torno a las ideas y categorías que cimentarán mi análisis de lo que ocurre en el Perú. Los conflictos trágicos, tan discutidos en la literatura clásica griega, se han convertido en una herramienta básica para diseñar una aproximación rigurosa a las crisis políticas de democracias precarias como la nuestra. Por otro lado, el populismo, los procesos de deliberación, la violencia y el eclipse de lo público son fenómenos que requieren de un tratamiento detenido y riguroso que procure hacer justicia a su complejidad. Ellos adquieren, asimismo, tonalidades propias al presentarse en escenarios sociales diferentes. Por ello, he intentado examinar estos conceptos a partir de la discusión de sus fuentes originales sin desatender las peculiaridades de su encarnación en el terreno de la práctica.

    La segunda sección, La crisis y la baja política. Reflexiones desde la plaza pública, está dedicada al debate acerca de distintos acontecimientos ocurridos entre el 2016 y el 2021 en la escena pública peruana. El empleo de la noción de baja política —usada originalmente por A. Sen— resultó adecuado para describir el cuestionable comportamiento de la clase dirigente en nuestro país cuando se trata de ejercer el gobierno, legislar o intervenir en los propios escenarios de la opinión pública.

    Los acápites que componen esta segunda parte constituyen reflexiones de carácter fundamentalmente testimonial y poseen una estructura tanto narrativa como argumentativa. Fueron escritos desde la perspectiva del ciudadano y no de un observador epistémico. En general, nunca he intentado abandonar el punto de vista de la primera persona del singular; lo considero imposible e indeseable incluso en el ámbito de la vida del intelecto. Es preciso pensar desde el ágora, desde la plaza, donde podemos buscarnos entre los otros —como planteaba el poeta Vicente Aleixandre—, y no desde la lejana mirada de un espectador privilegiado que, siguiendo las pautas teóricas del positivismo, pretende pronunciarse sobre los problemas con objetividad científica y neutralidad valorativa. Algunos capítulos pondrán de manifiesto la perplejidad y la indignación del autor frente a las decisiones que toman los políticos de oficio o las autoridades de turno. Si bien resulta claro (y obvio) que en el debate político jamás debemos renunciar al uso riguroso de argumentos, el juicio cívico siempre debe ofrecer un lugar a la expresión de emociones de enorme relevancia ética y política, como la perplejidad y la indignación.

    La tercera sección, El bicentenario y la promesa incumplida. Una defensa de la agencia política, tiene como contenido una meditación sobre el bicentenario de la República del Perú, en particular sobre sus nudos éticos y políticos más sensibles. En esta parte del libro, se expone la tesis central de que la concreción del proyecto de una comunidad de ciudadanos libres e iguales nos sigue resultando esquiva. La desigualdad, la corrupción, la ausencia de meritocracia y la cultura autoritaria que aún se cierne sobre nosotros conspiran contra cualquier agenda democrática sensata y consistente. Solo será posible romper con esta difícil situación generando espacios compartidos para el ejercicio de la agencia política, tanto en los escenarios disponibles en el sistema político como en los foros de la sociedad civil organizada.

    Si algo caracteriza al oscuro periodo de la historia reciente del Perú, es el ejercicio de lo que podría llamarse la baja política. Recurriendo a esta categoría, pretendo describir la actitud y la conducta de nuestros actores públicos en las últimas décadas. En síntesis, se ha abandonado abiertamente la política fundada en el diseño de instituciones, sistemas de ideas y programas de acción con el propósito de acceder a la conducción del Estado. Se han constituido agrupaciones políticas de corta duración, sin ideas ni proyectos de acción, para intervenir exclusivamente en el juego de fuerzas político, obtener prebendas y responder directamente a intereses de facción. La persecución del bien común ha desaparecido incluso como concepto; no ha dejado huella ni siquiera en el plano del discurso. El elemento ideológico se ha convertido en un ligero barniz. Ello explica por qué en el país las derechas y las izquierdas se dan la mano y colaboran con entusiasmo a la hora de desmantelar la reforma universitaria y del transporte. De igual manera, se unen para desarticular lo poco avanzado en la construcción de la carrera pública. Ambas tendencias se han dedicado, asimismo, a socavar los cambios en el ámbito político suspendiendo las elecciones primarias y vulnerando los procesos de rendición de cuentas. El compromiso de estos partidos se funda en la satisfacción de las demandas de grupos de interés vinculados a la esfera de la influencia política y el dinero, algunos de los cuales tienen un cuestionable origen.

    Por desgracia, la crisis que describo no solo afecta a la clase dirigente; nos ha alcanzado también a nosotros, los ciudadanos, en la medida en que hemos colocado a aquellos políticos, visiblemente mediocres e inescrupulosos, en los cargos que hoy ostentan. Nosotros los hemos votado, a veces a sabiendas de los cuestionamientos que pesan sobre ellos. Es cierto que la oferta política que brindan los partidos resulta realmente pobre y, con frecuencia, involucra a personajes con un deplorable prontuario. No obstante, hemos sido condescendientes con la trayectoria sombría de buena parte de nuestros representantes. Hemos renunciado muchas veces al ejercicio de nuestros deberes como ciudadanos abandonando el espacio público, dejando de vigilar la conducta pública de las autoridades, y guardando silencio ante la comisión de injusticia y los actos de corrupción. En reiteradas ocasiones, hemos negociado nuestra agencia política a cambio de la promesa de eficacia y mano dura.

    Resulta difícil recoger el guante que he lanzado y no reaccionar con desaliento. Sí, a menudo no hemos estado a la altura de los retos éticos y políticos que plantea la promesa republicana delineada por Basadre, pero este no es un momento para rendirse. Nuestra sociedad civil todavía puede convertirse en el locus de una ciudadanía activa que despierta y está dispuesta a luchar por la democracia como una forma de existir digna de ser elegida. En las páginas que siguen, el lector podrá encontrar relatos y razones para comprometerse con este proyecto de vida pública basado en el cultivo de la agencia política. El presente libro examina las ocasiones en las cuales, durante los últimos años, hemos fracasado en hacer frente a la cultura autoritaria que continúa presente en nuestra sociedad, pero también discute las veces en las que nuestra juventud se organizó para combatirla en las calles y consiguió derrotarla. Tales éxitos y fracasos constituyen nuestra hora actual y acaso sientan las bases de un futuro —todavía incierto— que se va dibujando poco a poco ante nuestros ojos.

    Lima, abril de 2022


    1 Un primer esbozo de los puntos iniciales de esta introducción fue publicado en el portal Pólemos como un breve ensayo. Sin embargo, el texto fue pensado desde su redacción como una reflexión preliminar para este libro. Consúltese Gonzalo Gamio, El Bicentenario y la ética cívica: reflexiones sobre los alcances de nuestro sentido de comunidad, Pólemos. Portal Jurídico Interdisciplinario, 18 de enero de 2022, https://polemos.pe/el-bicentenario-y-la-etica-civica-reflexiones-sobre-los-alcances-de-nuestro-sentido-de-comunidad/

    2 Gonzalo Gamio, El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (Lima: Universidad Antonio Ruiz de Montoya, 2021).

    3 Martha C. Nussbaum, Crear capacidades (Barcelona: Paidós, 2012).

    4 Marianella Ledesma: ‘Basta ya de secretismos, de actos reservados bajo 4 paredes’, La República, 6 de enero de 2022, https://larepublica.pe/politica/2022/01/05/marianella-ledesma-a-pedro-castillo-basta-ya-de-secretismos-de-actos-reservados-bajo-4-paredes-tribunal-constitucional-tc-video/

    5 12 compromisos esenciales para la democracia y el desarrollo, Plataforma Vigilantes, consultado el 24 de octubre de 2022, https://vigilantes.pe/

    6 Este es uno de los temas principales que discuto de manera más extensa en la última sección de mi libro La construcción de la ciudadanía. Véase Gonzalo Gamio, La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (Lima: Universidad Antonio Ruiz de Montoya; Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2021).

    7 Juan Diego Quesada, Perú, el país de la crisis perpetua, El País, 12 de febrero de 2022, https://elpais.com/internacional/2022-02-13/peru-la-crisis-perpetua.html

    PRIMERA PARTE

    Cuestiones de principio.

    Elementos de un marco de conceptos y argumentos

    Democracia. Una aproximación filosófica

    Consideraciones conceptuales

    Precisar el significado de democracia es problemático. La definición literal generalmente en uso, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, posee un carácter general e impreciso. Como consecuencia, resulta inevitable preguntarnos qué significa que el poder se ejercite desde el pueblo. La democracia requiere implementar procedimientos y normas para forjar consensos públicos y expresar disensos razonables, debe invocar principios que puedan ser admitidos por todos los involucrados, y ha de promover modos de acción colectiva en escenarios públicos. Por ello, la apelación al Pueblo —con mayúscula— no representa por sí misma una garantía democrática.

    Con frecuencia, se asume que el Pueblo posee una (única) voz, la cual tendría que ser incuestionable e incluso infalible. "Vox populi, vox Dei" reza el conocido refrán latino. Tal presuposición lesiona gravemente —como idea y como forma de vida política— la democracia, pues esta debe sostenerse en la pluralidad de voces que se expresan en argumentos y concepciones de lo que es correcto y compatible con el bien común, voces que se encuentran y se contrastan en los espacios públicos. En ella, no es el Pueblo el protagonista, sino los ciudadanos, agentes que pueden exponer sus juicios en el espacio compartido, elegir autoridades y ser elegidos como tales, arribar a consensos políticos, o expresar disensos a través de los canales que señala la ley. Por estas razones, la democracia no se funda solamente en las decisiones de las mayorías, sino también en la observancia de los procedimientos públicos, el seguimiento de la Constitución y las normas legales, y el respeto de los derechos de las minorías.

    La comprensión del Populus en términos de unanimidad conduce a la disolución de la diversidad constitutiva de lo político (y de lo humano), lo cual tiene como obvio riesgo la tendencia al totalitarismo. El joven Hegel cuestionó acertadamente la idea de Rousseau de la voluntad general y su conexión con el surgimiento del Terror jacobino,⁹ pues no hay nada más lejano al espíritu democrático que el rechazo de las voluntades particulares y la persecución de quienes piensan de otro modo. Se debe añadir que la apelación al Pueblo no ha sido extraña al proceder de numerosos tiranos y dictadores: todos ellos se han considerado portavoces de las mayorías. Si la voz del Pueblo es la voz de Dios, entonces ellos son —pretenden ser— sus intérpretes y sumos sacerdotes. Todos ellos han dicho alguna vez: El Pueblo soy yo.

    Una definición más compleja de la democracia debe transitar otras vías, de modo que recupere la pluralidad de voces y prácticas provenientes de los ciudadanos. Se trata de una forma de distribuir y de ejercitar el poder político, concebido como un bien intensamente valorado, cuyo uso tiene efectos sobre la vida de quienes participan en la sociedad. Asimismo, se opone a cualquier régimen político que cosifique el poder y lo concentre en pocas manos. Dado lo anterior, es necesario preguntarnos cómo la democracia distribuye el poder. La historia de la formación de la cultura política democrática pone de manifiesto dos herencias, dos modelos complementarios que formulan principios distributivos diferentes: uno liberal y uno clásico.

    La herencia liberal. La dimensión procedimental de la democracia

    En la tradición del liberalismo político, el criterio básico para distribuir el poder reside en el sistema de los derechos individuales. En la perspectiva de pensadores como John Locke, la fuente del poder constituido es el respeto de las libertades y los derechos de las personas que integran la sociedad. Las teorías contractualistas plantean que los individuos son las partes de un pacto que establece los cimientos del orden social, sus instituciones y normas constitutivas. La edificación del cuerpo legal y político resulta del consentimiento de seres humanos libres e iguales, quienes eligen principios de justicia en condiciones de imparcialidad (en un estado natural o posición original, según su versión contemporánea).

    La imagen del cuerpo legal y político es fruto de esta concepción contractualista de la sociedad. La edificación de las líneas del gobierno, la dinámica propia de la elección de la ley y el diseño de las instituciones pasan por el cuidado de procedimientos que ponen de manifiesto la vocación por la imparcialidad, que es propia de la perspectiva liberal en materia de justicia pública. Esta concepción de la justicia concentra su atención en la fundamentación del sistema de derechos. La observancia de estos últimos constituye el núcleo mismo de la convivencia social en un espacio habitado por diversas nociones del mundo y la vida. Los mecanismos de representación y elección de autoridades se derivan, a su vez, de la idea de un gobierno limitado, dedicado fundamentalmente a garantizar derechos y libertades de los ciudadanos, incluido el acceso al bienestar. En términos de John Rawls, el marco de la justicia liberal es el de un pluralismo razonable, un mundo social en el que las diferentes concepciones morales y religiosas reconocen la necesidad de coexistir con las demás.

    El sistema de derechos universales protege al individuo en lo relativo a su vida, su integridad física, la libertad de conciencia en el terreno de las ideas y los valores, la disposición de los recursos y bienes materiales que haya adquirido legítimamente, y el diseño libre de su proyecto vital. Se trata de los primeros derechos civiles: el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad. La protección de estos constituye una condición indispensable para la coexistencia pacífica en la sociedad. El Estado es la instancia que ha de hacer respetar este sistema ejerciendo legítimamente la violencia contra quienes violan la ley.

    En el mundo contemporáneo, en torno a la idea de las garantías individuales, se ha construido un importante sistema legal internacional, que hace posible —con toda justicia— que una persona pueda denunciar a su propio Estado si este recorta ilegítimamente sus derechos básicos. El sistema de derechos ya no es solo universal en un sentido normativo —en los términos de las exigencias de la hipótesis del contrato—, sino también en la clave de la idea moral y legal de una sociedad cosmopolita.

    Derechos, capacidades y desarrollo humano

    El referido catálogo de derechos se incrementó luego con los llamados derechos sociales y culturales, los cuales, en principio, se derivan de los consignados por el enfoque contractualista. El derecho a la libertad se asocia estrechamente con ellos. Este implica el derecho al desarrollo de la propia identidad y del proyecto de vida, y, en tal medida, el cuidado de los contextos sociales y culturales en los cuales esa identidad puede formarse y desplegarse, en tanto estas formas de protección no recorten ilegítimamente otros derechos básicos. Un área de discusión crucial en este punto es la de la invocación al derecho a la vida y sus consecuencias en relación con las condiciones de la pobreza. Nuestras cartas constitucionales no hacen explícito el derecho a no morirse de hambre, o a no verse desprovisto de atención médica eficaz y oportuna.¹⁰ No se plantean las cosas así, aunque los especialistas discuten la conexión entre el derecho a la vida como derecho fundamental y esta clase de especificaciones formulada en el lenguaje de los derechos.

    Efectivamente, la pobreza no solo se revela como la ausencia de recursos para preservar la vida y para satisfacer las necesidades esenciales, sino que también se manifiesta como una privación (efectiva) de derechos y, en definitiva, como ausencia de libertades. Hace unas décadas, el economista indio Amartya K. Sen y la filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum elaboraron un enfoque de desarrollo humano basado no en recursos y bienes económicos, sino en el cuidado de las capacidades que un ser humano habría de poder desplegar para llevar una vida de calidad. De esta manera, se examinan el desarrollo y la pobreza en una perspectiva no reductiva, en contraste con aquella centrada en la medición del PBI per cápita. Las capacidades son componentes básicos del funcionamiento humano.¹¹ Aluden a las actividades que las personas pueden ejecutar con los bienes de los cuales disponen, así como a los modos de vida que pueden elegir llevar en el curso de su existencia.

    En la versión de este enfoque planteada por Nussbaum —en abierta controversia con Sen—, se propone una lista de capacidades centrales, producto de largas discusiones interdisciplinarias e interculturales a lo largo de

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