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Patanes y bárbaros
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Libro electrónico217 páginas3 horas

Patanes y bárbaros

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""Debo admitir que la palabra nosotros es muy extraña. Y, aunque me cuesta mucho convencerme de que esa unidad es posible, no puedo resignarme a la idea de que no se ha intentado todo. Así que debemos empezar por lo que lo impide."

Decir que el terreno está minado es quedarse cortos: un Estado-nación construido sobre la esclavitud y la colonización, organizaciones políticas fieles al pacto nacional-racial, un chovinismo de izquierdas que ha extinguido de modo progresivo el internacionalismo obrero, una sociedad civil indiferente a los estragos del imperialismo y la profunda "asimetría de los afectos" entre los "blanquitos" y los sujetos poscoloniales. Estas son algunas de las manifestaciones del "Estado racial integral" diseccionadas en este libro. Es en estas brechas donde debemos "clavar el clavo e ir en busca del interés común", construir una política decolonial, inventar una dignidad blanca que compita con la de la extrema derecha, defender la autonomía indígena y aceptar ensuciarnos las manos luchando contra el consenso racista. Entonces, frente al bloque burgués occidental sacudido por las crisis que él mismo ha provocado, podrá forjarse la alianza inédita de los patanes y los bárbaros."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2024
ISBN9786078898343
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    Patanes y bárbaros - Houria Bouteldja

    Primera parte

    El Estado racial integral o el pesimismo de la razón

    Capítulo I

    El Estado racial

    Sólo queda en pie una idea moral: a saber, por ejemplo, que no se puede ser embajador de Francia y poeta al mismo tiempo.

    Los surrealistas[1]

    La definición del Estado como —entre otras cosas— Estado racial no puede comprenderse en toda su sustancia sin un sólido anclaje en una perspectiva teórica clara. Aquí sólo se hablará del Estado moderno, nacido del vientre de la modernidad occidental, a la que Sadri Khiari define como una globalidad histórica caracterizada por el Capital, la dominación colonial/poscolonial, el Estado moderno y el sistema ético hegemónico asociado a todos esos elementos.

    Aunque la formación del capital primitivo precede a la aparición de esta modernidad, es la expansión de dicho capital, primero a través del Atlántico, la que determinará las condiciones y modalidades de su desarrollo. El propio Marx está de acuerdo:

    El descubrimiento de las regiones auríferas y argentíferas de América, la esclavización de los indígenas, su enterramiento en las minas o su exterminio, los inicios de la conquista y el saqueo en las Indias orientales y la transformación de África en una especie de reserva comercial de pieles negras son los idílicos procesos de acumulación primitiva que señalan el comienzo de la era capitalista.[2]

    Dentro del modo de producción capitalista, cuyo objetivo es la acumulación de riqueza en beneficio de una clase propietaria de los medios de producción, la clase, la raza y el género se han desarrollado como tecnologías de organización social integradas en los Estados modernos en formación y puestas al servicio de las clases dirigentes para aumentar la explotación, dividir el cuerpo social, asentar su poder y reproducirlo. Cada una de esas tecnologías desempeñará su papel en la extracción de plusvalía y en la organización social a escala planetaria, a medida que se desarrolle el capitalismo.

    La relación de raza supone el robo, el acaparamiento de tierras y recursos, la violación y el asesinato de los pueblos de color, que tendrá como objetivo el acaparamiento de las riquezas inestimables en las fases previas del proceso de producción.[3] Se trata de una acumulación pura y es la base del principio mismo de la colonización de América, África y Asia. Luego vinieron la esclavitud y el trabajo gratuito. El propietario compra un esclavo como se compra una herramienta o una máquina, invierte pero luego extrae una plusvalía máxima gracias al trabajo no remunerado. El esclavo pertenece al amo, que tiene sobre él derecho de vida y muerte, y lo alimenta sólo para reproducir su fuerza de trabajo. Aunque en la historia del mundo la esclavitud se ha aplicado a todo tipo de poblaciones, con independencia de su origen, color de piel o religión, bajo el régimen capitalista ha afectado, en primer lugar, a los negros y, después, a los pueblos de color. La raza se transforma en el tiempo y el espacio en un medio para arrebatar una plusvalía, ciertamente cada vez más remunerada, pero que compite con la plusvalía arrebatada al proletariado blanco, tanto en el exterior como en el interior de los Estados-nación.

    La relación de clase es un compromiso materializado por un contrato de compraventa. El patrón compra fuerza de trabajo a cambio de una remuneración. La fuerza de trabajo es aquí una mercancía que produce plusvalía y permite otra forma de acumulación de capital. El trabajador es desposeído de los medios de producción, que pertenecen al patrón. Esa relación de clase es una relación que vincula históricamente a los patronos blancos con los proletarios blancos, en la que el patrón tiene que ceder una parte, aunque sea ínfima, de su beneficio. Esto es lo que distingue con radicalidad al esclavo del proletario.

    La relación de género es una relación implícita, no formalizada, entre la mujer y el patrón de su marido. En el régimen capitalista, el papel de la mujer es reproducir la fuerza de trabajo. Ella alimenta, lava y alivia emocional y sexualmente al trabajador. Da a luz a la futura fuerza de trabajo, y ello sin remuneración. Este trabajo, que realiza de forma gratuita a cambio del alojamiento y la comida que le proporciona su marido, representa una extorsión de plusvalía que aumenta el margen capitalista. Las feministas materialistas o marxistas han documentado con amplitud este fenómeno como uno de los aspectos que condujeron al establecimiento del capitalismo en Europa.[4]

    Estas tres tecnologías de extracción de la riqueza se articulan en una compleja maraña que variará con el tiempo y las mutaciones del capital, pero que sigue informando y estructurando el mundo actual. La extracción de plusvalía nunca ha sido tan eficaz como bajo el régimen capitalista, que sólo debe su longevidad, su eficacia y su coherencia a su capacidad para estructurar las relaciones de explotación a escala mundial y adaptarlas a las relaciones de fuerza que actúan en el terreno local e internacional.

    Así pues, en las siguientes páginas no hay rastro de una primacía de la raza sobre la clase (o sobre el género). Incluso puede afirmarse sin ambigüedad que la raza es una modalidad de la clase (y del género), como puede decirse que la clase es una modalidad de la raza (y del género). De ahí que la lucha de razas sea una modalidad de la lucha de clases. Y también que la lucha de clases sea una modalidad de la lucha de razas. Todo depende del tiempo, el espacio y los desafíos coyunturales. Por lo tanto, es importante deshacerse de esa falsa contradicción según la cual existiría una primacía de un elemento sobre los demás.

    Todos los teóricos decoloniales están de acuerdo en que 1492 fue el momento histórico del paso a la modernidad, y es evidente que ese momento no sólo precedió a la Revolución Industrial, de la que es una condición de existencia, sino que, por lo tanto, precedió también a la formación del proletariado europeo y estadounidense de masas.[5] Aunque no se trata de privilegiar aquí la raza sobre la clase, sin embargo es imperativo situar el desarrollo de estas dos modalidades de organización social en su cronología histórica. Digámoslo sin rodeos: sin raza no puede haber clase obrera posindustrial. Pero digamos también que la raza y su manifestación sociohistórica, el racismo, no aparecieron espontáneamente con el descubrimiento de América. Incluso podría decirse, a riesgo de escandalizar, que el genocidio de los pueblos autóctonos, así como la deportación transatlántica y la esclavización de los africanos, no son todavía racismo, aunque sus gérmenes ya estaban presentes en la España de la Reconquista bajo la forma de la dominación del cristianismo sobre el islam y el judaísmo. Se trata sin duda de actos de una barbarie infinita. Pero ni la barbarie ni la crueldad son fenómenos nuevos en el siglo xv.

    Una crueldad del siglo x es exactamente tan cruel, ni más ni menos, que una crueldad del siglo xix.[6] La historia de la humanidad atestigua que tales crueldades no son prerrogativa de los pueblos europeos, los cuales, sin duda, venían ya de una historia en especial sangrienta.

    Por ello, aquí no retendremos las nociones de barbarie o inhumanidad. Sólo se considerará el racismo, como modalidad de expropiación o explotación asumida por el Estado y sus aparatos, y como técnica de dominación preparada por la clase que los domina.

    Esto no subestima el hecho de que las deportaciones, los genocidios, las masacres, los desplazamientos de poblaciones, las violaciones y los saqueos de pueblos no europeos sirvieran de base histórica para la determinación racial de los Estados en formación. Dieron por sentado el carácter por completo insignificante de esa humanidad a la que de modo retrospectivo aún no puede calificarse de no blanca, pero que lo sería progresivamente por la fuerza de las circunstancias: era necesario identificar a quienes se beneficiarían del reparto de la riqueza y a quienes se verían privados de ella, fuera por el expolio, la explotación o la eliminación. Únicamente el Estado moderno tendrá el poder de asumir ese reto, porque no sólo ha tenido que clasificar y jerarquizar a la humanidad, sino que también ha debido contener la rabia y la revuelta insaciables de los excluidos, constantemente definidos y redefinidos por las mutaciones del capital, en función de las revoluciones y las contrarrevoluciones. En otras palabras, había que contener y refrenar la lucha de los condenados de la tierra, que me gusta considerar un poderoso motor de la historia. También era necesario hacer muchas concesiones de conveniencia que separaran gradualmente a los pueblos de color de los proletarios blancos, hasta convertirlos en entidades antagónicas. Fueron los Estados raciales emergentes los que desempeñaron este papel, al principio naturalizando la relación de explotación intransigente con los no blancos hasta el siglo xix. Son los mismos Estados raciales que, bajo la presión de las revueltas, la competencia entre Estados coloniales y los cambios en el capital, producirán los Estados-nación y el nacionalismo que los caracteriza a partir del siglo xix.

    Pero estudiemos la formación del Estado racial de manera más quirúrgica. Consideremos en primer lugar que se trata de un Estado por completo estratégico y que las fuerzas que lo dominan saben que no tienen el control absoluto. También saben que deben velar sin descanso para que los antagonismos (internos al bloque burgués o procedentes de los explotados) no pongan en peligro su hegemonía. Se comprenderá entonces que este Estado no es fatalmente capitalista, y también que es el lugar donde se confrontan las relaciones de fuerza, y que estas pueden invertirse. A ese miedo debemos el nacimiento, el desarrollo y la perpetuación del Estado racial. Partamos de ahí.

    Prehistoria del Estado racial

    La famosa controversia de Valladolid, que tuvo lugar en España bajo Carlos V a mediados del siglo xvi y que iba a determinar el grado de humanidad de los nativos del Nuevo Mundo¿Tienen alma los indios?—, constituye en cierto modo el paradigma con el que el mundo blanco ha abordado la cuestión de la raza desde entonces hasta nuestros días.

    No hay racismo sin teoría(s), dice Balibar.

    Consideremos entonces ese debate (entre aspirantes a blancos) como la matriz original de la teoría racial. En efecto, la contienda entre el dominico Bartolomé de Las Casas, amigo de los indígenas, y el teólogo Juan Ginés de Sepúlveda, su enemigo, es un modelo del género, que ciertamente experimentará una transformación con el curso de los desarrollos históricos, pero que condensa la justificación ideológica del anclaje racial de todas las formas políticas surgidas de la modernidad occidental, sean monarquías absolutas o parlamentarias, sean repúblicas democráticas o regímenes fascistas, sean europeas, estadounidenses, canadienses, sudafricanas o australianas. Este modelo es el fundamento de la arquitectura ideológica de la modernidad capitalista, que debía elaborar las estructuras mentales de la dominación cristiana y europea, garantizando al mismo tiempo lo que podría llamarse la seguridad de las conciencias. En resumen, el debate oscilará siempre entre su versión dura, el racismo asumido, y su versión blanda, el humanismo paternalista. Aunque ambos bandos se atribuyeron la victoria al final de la controversia, la condena de la esclavitud de los indios, puestos bajo la protección de la Corona, fue rápidamente transgredida bajo la presión de los grupos que defendían intereses económicos. Esta condena sirvió también de pretexto a los propietarios para buscar mano de obra gratuita en otra parte: en África.

    En el momento de la polémica, la mayoría de los actores ya ocupan su lugar, aunque la historia todavía no les haya dado la forma en la que hoy los conocemos: el proletariado blanco aún no existe, pero la potencia colonizadora europea está ahí, así como la masa de los trabajadores autóctonos, que habrá que decidir si serán forzados o asalariados. En aquella época no estaba todo decidido, y es demasiado pronto para afirmar, como hace David Theo Goldberg en retrospectiva, que el Estado moderno no es más que un Estado racial.[7] Pero los cimientos de ese Estado ya están puestos: la raza desempeña un papel estructural desde el principio. El Estado racial siempre oscilará entre una versión naturalista y otra historicista.[8] La primera propone una concepción biológica y hereditaria de la raza; la segunda, una concepción progresista según la cual el indígena puede reformarse. Ciertamente, se lo considera arcaico, pero su encuentro con Europa puede liberarlo de esa condición. Como veremos, las dos versiones, en apariencia excluyentes entre sí, no serán más que adaptaciones estratégicas del modo capitalista a los retos de la historia, las transformaciones sociales y las luchas, o, como escribe Sadri Khiari, diferentes expresiones de la modalidad ideológica de la lucha de las razas. La primera dominó hasta el siglo xix, la segunda cobró impulso con la aparición de la sociedad industrial y los Estados-nación, las superestructuras por excelencia del sistema-mundo capitalista. Empecemos por la primera.

    El Estado racial naturalista

    Conforme al paradigma de Valladolid, el Estado embrionario, a causa de la relación de fuerzas a favor de los conquistadores que estaban de acuerdo con la teoría de Sepúlveda, será naturalista en un primer momento. ¿Es casualidad que la Era Moderna se inaugure con un genocidio? Globalmente, aunque se hubiera producido la creación de alteridades propias de los periodos premodernos, sobre todo en Europa o entre los helenos, las expansiones y conquistas precapitalistas no asimilaban ni excluían. Masacraban, quemaban, pero producían pocas alteridades grabadas en piedra:

    Los griegos y los romanos, el islam y los cruzados, Atila y Tamerlán matan para abrirse paso en un espacio abierto, continuo y homogéneo: aquí tenemos las masacres indiferenciadas, propias del ejercicio del poder de los grandes imperios viajeros. El genocidio sólo se hace posible al cerrar los espacios nacionales contra quienes se convierten así en cuerpo extraño en el interior de las fronteras.[9]

    Aunque el Estado-nación siga siendo un proyecto lejano, el genocidio y su justificación —no tienen alma, no son cristianos— son una empresa de acaparamiento de tierras realizada mediante la expulsión de los nativos, pero también mediante su identificación como otros. Esa alterización se naturaliza desde el principio. Los indios son salvajes. Son seres en estado de naturaleza, fijados en el tiempo, incapaces de evolucionar, atemporales y confundidos con la naturaleza. Esta lógica de determinación ahistórica de los indígenas desde el punto de vista racial prefigura el carácter naturalista del Estado moderno durante su proceso de formación. Mucho más tarde, Rousseau, mirando hacia el pasado colonial, se sentirá conmovido:

    Resulta extremadamente llamativo que, pese a que los europeos llevan tantos años atormentándose para traer a los salvajes de distintas partes del mundo a su forma de vida, todavía no hayan podido ganarse ni a uno solo, ni siquiera con la ayuda del cristianismo; porque nuestros misioneros a veces hacen cristianos de ellos, pero nunca hombres

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