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Objetos que emocionan: Testigos materiales del conflicto en América Latina
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Libro electrónico460 páginas5 horas

Objetos que emocionan: Testigos materiales del conflicto en América Latina

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Diversos objetos han sido testigos materiales de las experiencias de violencia y conflicto en América Latina. En este libro, aquello que está conservado en museos, en lugares ruinosos, en paisajes, en archivos, en cuerpos de agua o incluso en cuerpos humanos, ayuda a entender las adversidades ocurridas en nuestro continente. Investigadores e investigadoras de Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México estudian el vínculo indisoluble entre materialidades, emociones y conflictos, lo que permite una lectura novedosa de procesos históricos, políticos y sociales que han marcado el destino de nuestros países.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2023
ISBN9789563574814
Objetos que emocionan: Testigos materiales del conflicto en América Latina

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    Objetos que emocionan - Ana María Forero Angel

    PRIMERA PARTE

    Materialidades, emociones y confrontaciones

    1

    Narrativas del derrumbe: la ruina de la Basílica del Salvador, Santiago, Chile

    *

    Francisca Márquez

    Gabriel Espinoza

    Las ruinas parecieran estar destinadas, por definición, a desaparecer, todo atenta contra ellas, desde la naturaleza con sus desgastes hasta las políticas urbanas o los procesos de patrimonialización. En la ciudad planificada y de la razón no hay espacio para la ruina. O, en otros términos, en la ciudad ideal la tierra y el polvo han sido expulsados de sus calles. Sin embargo, tal como veremos, la persistencia y porfía de la ruina, como constructo arquitectónico y artefacto cultural, desafía a la ciudad como concreción sensible de un ordenamiento ideal. Pero, sobre todo, la ruina, en su permanente desestabilización y movimiento, hace visible que la condición de lo urbano está hecha siempre de historicidad.

    En las sociedades europeas y modernas, el estado ruinoso surgió como una oportunidad para reflexionar sobre los residuos y escombros en los que las ciudades se habían convertido. Para

    los arquitectos de postguerra el estado de ruina de los centros urbanos presentaba una oportunidad para reimaginar las ciudades como páginas en blanco; en una reminiscencia cartesiana, la catástrofe podía ser la oportunidad para planear, esta vez efectivamente desde cero, la perfecta oposición entre forma arquitectónica y naturaleza, donde la primera habría de separarse claramente del exterior informe de la segunda. (Allard, 2013, p. 87)

    En América Latina, las ruinas no obedecen a las mismas guerras de las latitudes del norte. Estas surgen con el descubrimiento de nuestras tierras y la construcción de los templos, palacios, cuadrículas y trazas que la conquista fue realizando a medida que avanzaba sobre nuestro territorio. Sobre esas primeras ruinas prehispánicas, que hoy permanecen enterradas bajo nuestras ciudades, otras se les fueron superponiendo, como estratos, ruinas sobre ruinas. Son las ruinas coloniales y modernas, de iglesias, de palacios, industriales y de edificaciones, que no resistieron al tiempo ni al carácter siempre movedizo de nuestra geología y de nuestros convulsos procesos políticos. Edificaciones cuya arquitectura no termina de instalarse ni de fijarse en nuestro territorio, como si su carácter ruinoso nos quisiera recordar su origen colonial e imperial. Ruinas que, en estas tierras nuestras, parecieran nunca cerrarse en su verdad original, en sus referencias primeras, en sus finalidades y usos. Pero ¿cuál es la vocación y destino de las ruinas nuestras?

    Tomaremos el caso de la ruina de la Basílica del Salvador en Santiago poniente para mostrar, por medio de una serie de imágenes y relatos, los procesos de desestabilización que históricamente la han caracterizado. La tesis por desarrollar señala que la ruina de la Basílica puede ser leída en su agencia del deterioro y derrumbe de certezas ancladas al origen de la sociedad católica, urbana, oligárquica y dictatorial (1973-1989). Un derrumbe del que participan, también, prácticas y voces subalternas que dejan en claro que nadie es un mero espectador del derrumbe. Muy por el contrario, en la escena entran todos, el poder hegemónico, la materialidad de la ruina y los cientos de voces subalternas que hacen evidente que mirar es también hacer, en tanto se cuestiona la distribución de las posiciones o la división de lo sensible (Rancière, 2010)¹. Agencias del derrumbe que se expresan tempranamente en el siglo

    XX

    en el lente del fotógrafo, en la retina del vecindario y de los ocupantes tránsfugas de la ruina, estableciéndose una suerte de complicidad analógica entre imágenes, prácticas y relatos. Aquí cada uno, como espectador emancipado, observa, selecciona, compara, interpreta e interviene su propia versión de la ruina.

    Veremos cómo la serie de terremotos que afectaron la Basílica durante todo el siglo

    XX

    no son sino réplicas que agudizaron el deterioro que ella y su entorno sufrieron desde muy temprano en dicho siglo: el abandono de las élites del barrio; la separación entre el Estado y la Iglesia, con la consecuente pérdida del simbolismo patrio de la Basílica; la conmemoración de las víctimas de la dictadura; el empobrecimiento del entorno, las ocupaciones fugaces y la declaratoria patrimonial. Todo ello, además, hace de la ruina de la Basílica un buen testimonio de la crisis urbana y social que se asentó desde principios del siglo

    XX

    , y que hoy difícilmente puede ser subvertida, a pesar de los intereses inmobiliarios que allí comienzan a poner su mirada. Las crisis, como fracturas y ausencias de categorías definibles, se zurcen mediante gobiernos y gestiones patrimonialistas; pero también por medio de las prácticas y los imaginarios que fotógrafos, vecinos, ocupantes y transeúntes plasman sobre esta ruina.

    Mediante el análisis de una serie de fotografías antiguas y contemporáneas, nos preguntaremos por esas fisuras materiales de la ruina de la Basílica que operan como índice de desestabilización y resignificación de la condición de lo urbano (Mongin, 2006). La imagen deviene en un recurso metodológico al vincular hitos que anclan la Basílica con registros de experiencias de la materialidad, de la naturaleza, de la política, de la vecindad e incluso de lo paranormal. Activaremos estas fotografías y relatos como una forma de excavar en la memoria y trabajar contra el olvido (Lista, 2021), pero, sobre todo, como un ejercicio de reconocimiento de la capacidad de agencia contenida en la ruina de nuestra ciudad.

    Sobre la fotografía

    Observar las ruinas de la Basílica del Salvador desde las fotografías no es solo un ejercicio estético, por sobre todo es una posibilidad metodológica. Un recurso que nos permitirá abrir la mirada e hilvanar la posición de la Basílica con respecto al país, la memoria y su propia historia, al menos en tres sentidos. En primer lugar, nos permitirá situar el noema de la fotografía, en los términos de Barthes (1989), el esto ha sido. La fotografía se convierte así en un registro de referentes ausentes, mediante el ejercicio químico-mecánico de captar e imprimir la luz de los haluros de plata (p. 142); hay algo del mundo que queda, una presencia de algo que habitó o de la condición de algo que habita, pero que ya no es eso que se registró. En segundo lugar, la fotografía no solo actúa como testimonio o efigie de una ausencia, sino como posibilidad de producir un proceso en el cual lo ausente, lo contextual y las emociones se abren para examinar los vestigios. Gracias a que la Basílica-vestigio sigue en pie, la imaginación, la historia y el referente visual permiten un viaje a la memoria (Ricoeur, 2004). En tercer lugar, la apertura que mantiene este referente permite una actitud reflexiva, en la que tanto lo incluido en el registro como lo que queda en ese espacio vacío, no retratado, invita a una erótica de la imagen, permitiendo la interpretación mediante las cosas que quedan fuera del marco de lo registrado (Barthes, 1989).

    En este texto la fotografía es utilizada y posicionada como anudador de eventos que se narran también desde las voces de los testigos de lo vivido, buscando una mirada que interpreta, juzga, suspende y que no pretende ser instruida en una verdad. La imagen opera en este sentido como recurso anafórico y propuesta de exploración de sucesos mediante la viscosa presencia de estos en un cuerpo arquitectónico, la Basílica². La propuesta de la foto se levanta entonces como una instancia de diálogo sobre la historia, inscrita en luz y en químicos, haciendo evidente un fragmento de lo presente en la captura de un tiempo ausente. En este sentido, las imágenes nos sirven para narrar una distancia entre los hechos referidos por estas y el devenir de la actividad histórica. Es decir, las fotografías nos posibilitarán narrar la historia desde su interior, desde la actividad humana y material, y no solo desde las ideas y relatos que emanan de ella (Marx y Engels, 2014).

    De guerras y terremotos

    La Basílica del Salvador, templo de estilo neogótico, se construyó en memoria a la iglesia de la Compañía de Jesús, destruida por el histórico incendio que sufrió en el año 1863. Se encargó la obra al arquitecto alemán Teodoro Burchard (después continuaría el arquitecto chileno Josué Smith Solar). La primera piedra se puso en 1870 y las obras comenzaron en 1874. Aunque el inicio de la guerra del Pacífico (1879-1884) obstaculizó las obras, este hecho transformó el templo en lugar de peregrinación de los soldados, quienes comenzaron a visitarlo para presentar sus armas en agradecimiento. En 1892 pasó a ser la morada de la imagen de la Virgen del Carmen, la llamada patrona de Chile, convirtiéndose en un santuario desde donde se iniciaba la tradicional procesión. Los registros históricos indican que el primer terremoto que afectó y destruyó su estructura ocurrió en 1906. Y aunque el epicentro fue en Valparaíso (donde el terremoto alcanzó el grado

    IX

    en la escala de Mercalli), los daños que le causó dejaron en evidencia que la Basílica había sido construida sin las previsiones antisísmicas: la Basílica nació resquebrajada. En 1938, el papa Pío

    XI

    eleva la iglesia del Salvador al rango de basílica. En ese mismo periodo, las antiguas familias de las élites criollas que habitaban el barrio comenzaron su éxodo hacia otros barrios de las zonas altas de la capital. Lentamente el barrio y las antiguas casonas se fueron despoblando; la Basílica, a su vez, continuó su progresivo deterioro. Años después, con el terremoto de 1985, la Basílica quedó inutilizable debido a los serios daños de su fachada y de su interior. Ese año, a modo de un gesto iconoclasta, la Virgen del Carmen fue llevada a la Catedral de Santiago, y la Basílica fue desprovista de su categoría de lugar de peregrinación y veneración.

    En el año 2010, un nuevo terremoto terminó por destruir el templo, consolidando así su carácter de ruina. La serie de fotografías que guardan los archivos nacionales permiten ver el derrumbe de torreones y muros por doquier; un siglo de terremotos que permanecerán en la retina de fotógrafos y vecinos del barrio. En ellas el cuerpo arquitectural se funde y vincula con otros cuerpos. En este triángulo de la imagen (medio-imagen-cuerpo), la distinción entre el archivo de imágenes y el recuerdo se diluye al punto de hacerse uno solo (Belting, 2007): Lo terrible de cuando hay terremotos acá, recuerda un vecino, es que tú empiezas a sentir cuando caen, cómo se está derrumbando. Entonces no tienes idea de dónde se está cayendo, ves una humareda y sientes el ruido de cómo caen los escombros, entonces no tienes idea de dónde está cayendo, todo cruje, eso no se te olvida nunca.

    Así como las imágenes de principio del siglo

    XX

    muestran la relación entre la Basílica derruida y la vida cotidiana del entorno, las imágenes de los años ochenta y los relatos del vecindario del siglo

    XXI

    vinculan el polvo y los escombros de manera similar. Cuando ocurrió el terremoto del 2010, una vecina cuenta que corrió a su ventana para observar si la Basílica al fin se vendría abajo: efectivamente se vino abajo una parte, por la calle Almirante Barroso, y se armó un globo gigante de tierra […], masticamos tierra media hora, una hora. Y todo quedó negro, sin luz, cuando volvió la luz, tú solo veías la tierra y los muros de la iglesia derrumbados sobre los autos. Cuentan que cuando las gárgolas o los frisos caen a las veredas, más de un vecino acude a recogerlas, y como objetos preciosos que son, algunos las guardan para decorar la mesa de la sala de estar o mostrar los fragmentos de la reliquia a quien quiera verlos. Otros, sin embargo, regresan las piezas que caen durante los sismos a los encargados de cuidar y restaurar la Basílica patrimonial. En ambos casos, el fragmento, la gárgola, el friso o un bello escombro operan como objetos de deseo y ensoñación. Si la ruina lo ha escupido y lanzado a las veredas, el vecino o vecina continúa la tarea, teniendo cuidad de que no se pierda el aura y regresándolo a su régimen estético de objeto decorativo y patrimonial.

    Fotografía 1.1. La Basílica y el terremoto, 1985.

    Fuente: fotografía de Álvaro Hoppe.

    Un barrio: de las élites a los desperdicios del capital

    La Basílica del Salvador se sitúa en el barrio Brasil, en el casco histórico de la comuna de Santiago, específicamente del llamado Santiago poniente, que durante la segunda mitad del siglo

    XIX

    y comienzos del

    XX

    estuvo habitado por la élite aristocrática y burguesa, compuesta por terratenientes urbanizados, hombres de Estado y funcionarios de la república. En el barrio Brasil la vida social se desarrolló en la Basílica y también en palacetes con arquitectura de inspiración árabe, francesa o italiana (Imas, Rojas y Velasco, 2015). Dicha vida social contribuyó a dar forma al cariz moral e intelectual de la alta burguesía santiaguina (Vicuña,

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