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Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)
Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)
Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)
Libro electrónico449 páginas6 horas

Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)

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Durante los últimos años del gobierno encabezado por Porfirio Díaz, la política mexicana adquirió, sobre todo en las formas, pero también en el fondo, las características propias de la política cesarista. Un formato que tanto a Díaz como a sus colaboradores más cercanos les resultaba muy conveniente, pues a través de él, no sólo se favorecía el control interno sobre la política del país, sino que este permitía situar a México en el panorama de las naciones modernas, ya que el cesarismo se había convertido, durante la era del imperio, en una de las formas más emblemáticas de pensar y hacer la política, como señalaron durante aquellos años autores como Max Weber, y como quedó presente en sus prácticas cotidianas en países como Alemania o Estados Unidos. Dado que entre los elementos más significativos de este tipo de gobiernos se encuentra la movilización ciudadana mediante sofisticados sistemas rituales, así como el fomento del nacionalismo, esta investigación toma como objeto de estudio las cinco principales conmemoraciones nacionales que se celebraron durante este periodo, cuya ejecución jalonaba el año litúrgico cívico mexicano. Dichas conmemoraciones son analizadas tanto en su puesta en escena como a través de los discursos -oficiales y oficiosos- pronunciados con motivo de sus sucesivas celebraciones, lo cual permite un acercamiento a las percepciones que los distintos actores políticos y sociales tuvieron de ellas. Aunque cada una de estas conmemoraciones aludía a un episodio histórico determinado y activaba un conjunto de valores específicos, lo que se propone en este trabajo es que todas en su conjunto contribuyeron a apuntalar la imagen cesarista de los últimos años del gobierno porfiriano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2024
ISBN9786073085649
Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)

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    Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911) - Lara Campos Pérez

    Ave, oh, Porfirio!: Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)Ave, oh, Porfirio!: Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)Ave, oh, Porfirio!: Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911)

    Catalogación en la publicación UNAM. Dirección General de Bibliotecas

    Nombres: Campos Pérez, Lara, autor

    Título: Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900-1911) / Lara Campos Pérez

    Descripción: Primera edición. | México : Universidad Nacional Autónoma de México, 2018. | Seminario de Investigación sobre historia y memoria nacionales

    Identificadores: LIBRUNAM 2019654 (impreso) | LIBRUNAM 2226088 (libro electrónico) | ISBN 9786073085649 (libro electrónico) (epub). .

    Temas: México - Vida social y costumbres - Siglo XX. | México - Política y gobierno - 1867-1910. Díaz, Porfirio, 1830-1915.

    Clasificación: LCC F1233.5.C357 2018 (impreso) | LCC F1233.5 (libro electrónico) | DDC 972.081—dc23

    Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación doble ciego por pares académicos externos a la Secretaría de Desarrollo Institucional.

    La edición y publicación de este libro fue financiada con recursos del Seminario de Investigación sobre Historia y Memoria Nacionales.

    AVISO LEGAL

    El libro Ave, oh, Porfirio! Conmemoraciones, cesarismo y modernidad al final del Porfiriato (1900- 1911), fue publica en su version impresa en 2016, por la Secretaría de Desarrollo Institutional, el diseño de portada estuvo a cargo de Enrique Sánchez Parra / S y G editores, la formación de interiores por Rosa Alicia Castillo Jaén/S y G. editores, y el cuidado dela edición estuvo a cargo de Lara Campos Pérez.

    Esta edición de un ejemplar (8.8 Mb) fue preparada por la Secretaría de Desarrollo Institucional de la UNAM, el diseño del epub estuvo a cargo de Hipertexto – Netizen Digital Solutions, el cuidado de la edición estuvo a cargo de Patricia Muñetón Pérez y de Adriana Núñez Macías.

    Primera edición digital: 29 de diciembre de 2023.

    D.R. © 2023, Universidad Nacional Autónoma de México

    Ciudad Universitaria, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, México

    Secretaría de Desarrollo Institucional

    Ciudad Universitaria, 8o. Piso de la Torre de Rectoría, Alcaldía de Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, México

    ISBN versión electrónica (epub) de la obra: 978-607-30- 8564-9

    Imagen de portada: Tomada de El Colmillo público, publicada el 22 de enero de 1905.

    Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Hecho en México / Made in Mexico

    logoUNAM

    Para Andrés y Antonio,

    porque, aunque todo cambie,

    no cambia el amor

    Para Jesús,

    por su enorme esfuerzo

    por intentarlo

    Cuando más premeditada es la acción sobre las masas (...), tanto menos importante es el contenido de los discursos. Pues en tanto que no se trate de intereses de clase o de otros intereses económicos calculables, el efecto de los discursos es puramente emotivo y sólo tiene el mismo sentido que las demostraciones y fiestas de los partidos: describir a las masas el poder y la seguridad de victoria del partido y, ante todo, presentarles las facultades carismáticas del líder.

    Max Weber, Economía y sociedad.

    "¿Será parlamentaria,

    liberal y progresista,

    que impulse el desarrollo

    de la Constitución?

    ¿O será cesarista,

    torcida y solapada,

    militar y siniestra,

    de autócratas y autómatas,

    que bajo arteras fórmulas,

    encubra el despotismo

    y ahogue la libertad?"

    Acusación y defensa del general don Porfirio Díaz entre un porfirista renegado y un porfirista liberal.

    Contenido

    Agradecimientos

    Prefacio

    Introducción

    1. Conmemoraciones y políticas conmemorativas en el arranque del siglo XX

    1.1 Conmemoraciones y políticas conmemorativas en la era del imperio

    1.2 El eco de las conmemoraciones de las naciones modernas en México

    2. Rituales públicos, festejos y otras celebraciones en la Ciudad de México durante el Porfiriato

    2.1 La Ciudad de México: escenario y protagonista

    2.2 La tradición conmemorativa mexicana decimonónica

    2.3 El entramado conmemorativo y festivo laico de la Ciudad de México en la primera década del siglo XX

    3. En honor de la Ley Suprema: la conmemoración del 5 de febrero

    3.1 La conmemoración oficial

    3.2 Las conmemoraciones oficiosas

    4. Por la República y su Presidente: la conmemoración del 2 de abril

    4.1 Las celebraciones del 2 de abril hasta la masacre de Monterrey en 1903

    4.2 La gran celebración de 1904 y los festejos de los años siguientes

    4.3 La celebración del 2 de abril en el año del Centenario y sus epílogos

    5. Por el Ejército y la recuperación de la honra nacional: la conmemoración del 5 de mayo,

    5.1 La fiesta del Ejército y de Porfirio Díaz (1900-1906)

    5.1.1 Los años de las grandes maniobras militares y de las exaltadas vindicaciones de la honra nacional (1900-1902)

    5.1.2 Los años de la moderación militar y discursiva (1903-1906)

    5.2 La fiesta de Porfirio Díaz y del Ejército (1907-1910)

    6. En honor a Juárez y en defensa de la doctrina liberal: el aniversario luctuoso del 18 de julio

    6.1 El legado liberal de Juárez y las políticas de conciliación (1900-1902)

    6.2 De ceremonia luctuosa a apoteosis de la libertad (1903-1908)

    6.3 El 18 de julio como llamado de unión a todos los liberales (1909-1910)

    7. En homenaje a la nación y a su líder: los festejos del 15 y 16 de septiembre

    7.1 La nación mexicana a través de su Ejército (1900-1902)

    7.2 La nación mexicana a través de su reconocimiento internacional (1903-1907)

    7.3 La nación mexicana a través de Porfirio Díaz (1908-1909)

    7.4 La nación mexicana en su Centenario

    Conclusiones

    Fuentes y bibliografía

    Índice de figuras

    Índice onomástico

    Notas al pie

    Agradecimientos

    Este libro, como todos, es fruto del trabajo y del esfuerzo de muchas personas, aunque al final sólo esté firmado por una. Agradezco a los alumnos que semestre a semestre me escuchan pacientemente, me cuestionan –me exasperan también, para qué negarlo–, pero sobre todo me entusiasman, me estimulan y me retan a probar que lo complejo no está reñido con lo inteligible. Mi agradecimiento también a algunos de los evaluadores anónimos de las revistas en las que han aparecido artículos de mi autoría relacionados con esta investigación, porque su análisis desapasionado, atento y constructivo me permitió repensar y replantear algunos de los fundamentos de este libro. Asimismo, agradezco a Valentina Tovar, Vicente Méndez y Catherine Andrews su lectura de algunos de los capítulos y sus atinados comentarios. Mi agradecimiento también para Angélica Aguirre, cuya expertise profesional embelleció la redacción y la presentación de este trabajo. Finalmente, aunque, sin duda, no en último lugar, deseo expresar mi agradecimiento a amigos y familiares por su acompañamiento, su paciencia –sobre todo cuando les escatimé tiempo por andar entre libros y documentos–, su confianza y su apoyo. Gracias, Carlos, por animarme siempre a echarle ganas a lo que hago.

    Prefacio

    A finales del 2016, el Diccionario Oxford propuso como palabra del año el neologismo pos-verdad. Los acontecimientos de los meses precedentes, sobre todo el referéndum en Gran Bretaña a favor de su salida de la Unión Europea o la victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, justificaban, para los responsables de este prestigioso lexicón, la elección de este término; otros acontecimientos, como el devenir político de Venezuela o los funerales por Fidel Castro en Cuba, parecían sancionar esta decisión. Según la definición del Diccionario, la pos-verdad denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Pocas semanas más tarde del anuncio de la elección de este término como palabra del año, el intelectual y novelista español Javier Marías publicaba en el semanario de El País un artículo relacionado con ella –que él proponía como sinónimo de contrarrealidad– en el que afirmaba que su elección se debía a la necesidad de nombrar lo insólito o lo innombrable, lo que escapa a nuestra comprensión, pero que, por alguna motivación irracional, era percibido como real por la opinión pública.

    Algunas décadas antes, el historiador y filósofo Reinhart Koselleck, en su libro Futuro pasado, proponía una definición del tiempo histórico en la que intentaba conciliar las dos interpretaciones más habituales que se han tenido sobre éste, la lineal y la circular. Para ello, hacía uso de una metáfora sencilla, pero de gran claridad: la del cartero. Para Koselleck, la percepción del tiempo sería semejante a la actividad desempeñada por estos funcionarios públicos: aunque siempre llaman a la puerta para hacer lo mismo, entregar la correspondencia, ésta es cada vez distinta, porque nunca pueden entregar una carta que ya han entregado previamente, ya que, incluso cuando el contenido sea el mismo, la carta es otra, única e irrepetible. Así mismo, aunque en el tiempo histórico se pueden observar ciclos recurrentes, ningún momento pasado es exactamente igual a otro que ya tuvo lugar, aunque en él se puedan vislumbrar elementos reconocibles.

    La elaboración de este trabajo ya había comenzado cuando el Diccionario Oxford propuso su palabra del año, y al analizar la última década de la política porfiriana bajo el prisma del cesarismo, me resultó llamativo cómo la definición de ese término encajaba sin grandes dificultades en las formas que había adquirido la política en México en la primera década del siglo XX. La percepción de que la apariencia de la realidad adquiría una dimensión mayor de veracidad que la realidad misma a través de una espectacularidad más enfocada a la estimulación emocional que al entendimiento racional; o la reducción de la importancia de la actividad parlamentaria a través de la realización de referéndums –entonces elecciones plebiscitarias– que permitían escuchar directamente la voz del pueblo aunque echando al traste el sistema de representación política, fueron prácticas habituales durante los últimos años del gobierno de don Porfirio. Pero no sólo de él, sino de buena parte de los líderes de las naciones que en aquella era del imperio querían demostrar que gobernaban con el apoyo de las mayorías, a las que escuchaban directamente y hacían partícipes de la vida política a través de unos nuevos mecanismos destinados a estimular la política de los sentidos.

    Poco más de un siglo después, pareciera que ese cartero del que hablaba Koselleck está entregando a la sociedad occidental una carta semejante a la que dejó entonces.

    Introducción

    Los gobiernos autoritarios y personalistas que menudearon a lo largo del siglo XX en los países latinos resultan, con frecuencia, difíciles de encasillar de forma inequívoca en alguna de las categorías con las que las Ciencias Políticas definen los distintos tipos de gobierno. El término dictadura, normalmente acompañado de algún calificativo que permite acotar su significado –como militar, corporativa o autárquica–, ha sido el empleado de modo más habitual, pues con él se hace referencia de forma genérica a regímenes establecidos de forma violenta tras la destrucción de los gobiernos previos legítimamente establecidos, y que en su práctica implican el uso de la coerción, así como el ejercicio de un pluralismo limitado y la restricción de una buena porción de libertades de las que con anterioridad sí se habría gozado¹. Sin embargo, dicho término no siempre refleja con exactitud el modo en que se establecieron en los países latinos los gobiernos autoritarios, ni las formas que adquirió la política durante el periodo de tiempo en que permanecieron vigentes². En otras ocasiones, ciertos términos menos afortunados, como el de totalitarismo, se alejan incluso más de la realidad a la que designan³.

    El prolongado gobierno de Porfirio Díaz entre 1876 y 1911 –con el breve interregno de 1880-1884– se encontraría dentro de ese grupo de regímenes autoritarios y personalistas de clasificación compleja. Como advirtió Tenorio Trillo, el gobierno del General Díaz estuvo lejos de ser esa democracia aspiracional, que, por lo demás, tampoco era una realidad en prácticamente ningún Estado occidental durante los años finales de la era del imperio. Sin embargo, como también señala éste y otros autores, aunque la historiografía posrevolucionaria ha insistido machaconamente en eso, el gobierno porfiriano no mantuvo durante sus casi treinta años de existencia la política coercitiva y represiva que ejerció en sus inicios. Más bien, como ocurre en la mayoría de los gobiernos de este tipo que se prolongan por un largo periodo de tiempo, pasó por diferentes fases, que lo llevaron, durante los últimos lustros, entre otras cosas, a desarrollar una vocación pactista e integradora que buscaba la consecución de un acuerdo de mínimos entre las distintas facciones políticas en aras de ese bien común que era el progreso⁴.

    Una visión desapasionada y alejada de los prejuicios ideológicos que tanto los opositores contemporáneos a Díaz como los sucesores de éstos de las décadas posteriores mantuvieron, podría llevar –como apuntó Medina Peña– a la formulación de varias hipótesis de trabajo que nos permitieran comprender o matizar con mayor cabalidad y nivel de detalle qué fue y cómo se fue transformando el gobierno porfiriano a lo largo de su existencia, pues considerarlo como una unidad histórica inmutable, como con frecuencia ocurre, resulta en la mayoría de los casos inconveniente. En su análisis, este mismo autor proponía que, a partir de una visión general de sus elementos constitutivos y teniendo en cuenta el periodo histórico en el que se desarrolló, el Porfiriato podría ser considerado como un gobierno cesarista, pues en él estaban presentes ciertas características no tan alejadas de las que durante aquellos mismos años definían el ejercicio de la política en países como la Alemania del káiser Guillermo II⁵.

    Abundando en la propuesta de Medina Peña, esta investigación pretende demostrar que, al menos en sus últimos once años de existencia y desde el punto de vista de las formas de la política, el gobierno encabezado por Porfirio Díaz fue un gobierno cesarista; pues, igual que afirmaba Gentile al estudiar la vía italiana al totalitarismo, en este caso la forma cesarista de gobierno fue un emergente de la lógica de los hechos y de las conductas, más allá de las enunciaciones teóricas que se hicieron al respecto⁶. Un tipo de gobierno que, de acuerdo con los parámetros en los que se desarrollaba la política mundial y teniendo en cuenta los intereses de quienes participaron con Díaz en el ejercicio del gobierno en este periodo, resultaba muy conveniente por al menos dos razones. Por una parte, porque la forma cesarista permitiría a Díaz –y, por extensión, a la nación mexicana– ocupar un espacio más digno dentro del panorama mundial de las naciones modernas y civilizadas. Y por otra, porque esta forma cesarista de gobierno construida sobre la figura carismática de don Porfirio posibilitaría a la larga dotar de legitimidad al Ejecutivo mediante el establecimiento de una suerte de rutinización del carisma, que favorecería el mantenimiento del régimen una vez el líder hubiera desaparecido, aspecto de no menor interés para aquellos que se consideraban sus herederos naturales.

    Para demostrar esto, voy a utilizar como elemento analítico las conmemoraciones nacionales, cuya vinculación con las formas cesaristas de la política es directa. Si, como mencionaremos a continuación, la estetización de la política era uno de los pilares fundamentales sobre los que se apoyaba este tipo de gobierno y otro de ellos lo constituía la sacralización de la nación, convertida en nueva deidad secular susceptible de recibir los sacrificios humanos de los tiempos modernos, las conmemoraciones nacionales se presentan como un lugar privilegiado desde el que analizar la presencia y la articulación de la cultura política cesarista en los años finales del Porfiriato. Las conmemoraciones nacionales cumplen en este trabajo, por tanto, una función heurística, pues lo dicho y representado visualmente a través de ellas nos permitirá conocer, desde un ángulo muy preciso –pero también muy valioso– las formas que fue adquiriendo la política, así como acercarnos, en la medida de lo posible, a la recepción que éstas tuvieron por parte de la ciudadanía, en concreto de los capitalinos⁷.

    Cesarismos contemporáneos

    El término cesarismo hace referencia a la decisión adoptada por Julio César de asumir de forma personal los poderes políticos tras su regreso a Roma, dando inicio con ello a la destrucción del antiguo sistema senatorial republicano y sentando las bases para el establecimiento de un modelo monárquico imperial que cristalizaría unos años más tarde en la persona de su hijo adoptivo César Augusto. Las prerrogativas de que se sirvió Julio César para la toma de esta decisión fueron, por una parte, sus éxitos militares de años atrás y, por otra, su aclamación popular. Respecto a la primera de ellas, si bien las victorias en el campo de batalla permitían entrever en Julio César capacidades para la gestión y la administración en momentos de crisis (como lo eran las guerras en las que había participado y como parecía serlo asimismo el funcionamiento de la república en el momento presente), también mostraban que contaba con el respaldo del Ejército, una de las instituciones con mayor prestigio de la república. Respecto a la segunda, desde su llegada a la ciudad de Roma, Julio César fue aclamado por un pueblo que, lejos de interpretar su actuación política como un atropello contra el gobierno establecido, veía en ella un acto salvífico –respaldado de forma casi plebiscitaria, a pesar de la oposición de una parte del senado romano– que permitiría acabar con la situación de caos y anarquía que imperaba en los últimos años y devolver a Roma su pasada grandeza⁸.

    Esta experiencia romana, conocida y analizada por intelectuales y políticos de las postrimerías del siglo XVIII y del arranque del siglo XIX, apareció a los ojos de éstos reproducida por primera vez en época contemporánea durante el gobierno de Napoleón Bonaparte, cuando el militar corso, amparado en su fama y en su prestigio militar, ejecutó un golpe de Estado incruento que acabó con la Primera República Francesa, pero también con la situación de desorden que reinaba en este país desde el inicio del proceso revolucionario. La figura redentora de Bonaparte, más allá de su aciago final unos años más tarde, fue percibida en aquel momento como la del héroe salvador de la patria⁹. El modelo napoleónico fue conocido y admirado en la América insurgente, donde se intentó replicar con un éxito relativo en algunos países como Venezuela y México¹⁰. Algunas décadas después, el sobrino de Bonaparte, Luis Napoleón, aduciendo razones parecidas a las esgrimidas por su tío y en un contexto sociopolítico asimismo semejante, tomó una decisión similar: suspender el gobierno en funciones y coronarse como emperador. Pero no como uno de esos emperadores de Antiguo Régimen de los que todavía quedaba algún ejemplar en Europa, sino como un emperador moderno, capaz de proveer de progreso y regeneración a la nación, y de devolverle su grandeza perdida.

    Fue entonces, precisamente, cuando el término cesarismo se convirtió en un término fundamental del vocabulario político en las naciones occidentales. Con él se intentaba dar explicación a las nuevas formas que estaba adquiriendo la política a partir tanto de la nueva manera en que se gestionaba el poder Ejecutivo, como de la incipiente presencia de las masas en la vida de las naciones. Una presencia que obligaba a buscar soluciones alternativas de representación y participación ciudadana distintas al racionalismo liberal decimonónico hacia el que esas masas sólo parecían mostrar indiferencia, pues nunca fueron invitadas al banquete intelectual sobre el que éste se sustentaba. El cesarismo favorecía la participación de esas masas mediante la activación de la política de los sentidos, semejante en su apelación a las emociones y los sentimientos a la que fue habitual durante los siglos XVII y XVIII, pero motivada ahora por un espíritu distinto, pero que, en opinión de Weber, era el único capaz de lograr la movilización de la ciudadanía¹¹. La forma cesarista de la política presentaba, además, un beneficio adicional de no menor significación para su momento histórico: favorecía la sacralización de la nación, encarnada en la figura de ese héroe salvador que Carlyle definió con tanto éxito¹².

    El cesarismo no fue percibido, por tanto, en la segunda mitad del siglo XIX como una forma negativa de pensar y ejercer la política, como sí ocurriría décadas más tarde, tras el final de la Primera Guerra Mundial y de manera definitiva después de la Segunda. De hecho, para un personaje de la talla intelectual de Max Weber, el cesarismo podía ser interpretado como una fase más de la evolución de las naciones hacia la democracia, siempre que en su ejercicio no se suprimiera la actividad parlamentaria y se fomentara la movilización con fines nacionalistas¹³. Si el cesarismo era una forma de gobierno que garantizaba el orden que permitía el progreso, entonces resultaba de gran conveniencia para todas aquellas naciones –que en realidad eran la mayoría– que aspiraban al ideal utópico decimonónico y que todavía no contaban con la estabilidad política y social necesaria para lograrlo. El costo en términos políticos no pareció inicialmente demasiado alto, pues para su correcta implementación sólo era necesario sacrificar algunas libertades que podrían ser entendidas como secundarias y accesorias a cambio de un beneficio que para muchos resultó durante algún tiempo invaluable.

    Aunque en sus formas el cesarismo embonó mejor con gobiernos monárquicos o imperiales, como la Francia de Napoleón III o la Alemania del káiser Guillermo II, también tuvo aplicación en repúblicas personalistas o presidencialistas, como lo eran la mayoría de las existentes en América Latina durante aquellos años¹⁴, e incluso también en repúblicas representativas, como la Tercera República Francesa, aunque en este último caso, como fue expresado críticamente por algunos de sus detractores, habría que hablar de un cesarismo parlamentario, igualmente respaldado por un importante aparato militar¹⁵. Entre los elementos fundamentales de la forma de gobierno cesarista figurarían, según los expertos¹⁶: la existencia de la figura de un líder carismático; la elección plebiscitaria de dicho líder y su vinculación directa con las masas, lo cual reducía de forma considerable la importancia de la actividad parlamentaria, pero sin hacerla desaparecer; la centralización administrativa; y el respaldo del Ejército como garantía del orden que permitía el progreso, y que además aseguraba la libertad y la independencia de la nación.

    La figura del líder carismático era, para Weber, el elemento central sobre el que se construía esta forma de gobierno, pues él habría de ser el catalizador de los sentimientos y las emociones de las masas. El carisma, según lo definió en alguno de sus trabajos, revestía al líder de una pátina casi divina, que lo convertía en un individuo dotado de unas cualidades especiales y de una superioridad moral que le permitían la ejecución de medidas extraordinarias acordes con las grandes transformaciones de la sociedad, asegurándose a la vez además de que el poder se mantendría dentro del Estado. Más allá del carisma original con el que contara un determinado líder, Weber insistía en la necesidad de cultivar esta cualidad, pues a mayor carisma, mayor sería el reconocimiento del que gozaría el líder por parte de las masas. Por eso, cualquier demostración pública que pusiera en evidencia sus virtudes humanas y políticas a través de la exhibición de toda una parafernalia simbólica resultaba de lo más conveniente. En este sentido, la celebración de rituales de todo tipo en los que la masa entraba en comunicación directa con el líder adquirió una importancia inusitada¹⁷.

    Pero el carisma, según Weber, no era una cualidad inmutable del líder, sino algo inestable, susceptible de ser perdido si éste caía en desgracia o desaparecía. Por eso, una vez que los rasgos carismáticos habían quedado bien definidos en la cabeza del sistema, para poder mantener el efecto estabilizador que este liderazgo tenía en las sociedades, resultaba útil procurar su institucionalización para lograr, primero, una objetivación del carisma y, posteriormente, una eventual rutinización del mismo. Ambos procesos, que consistían en dotar al régimen de una suerte de legitimidad racional-legal, es decir, de una serie de reglas de procedimiento que asegurasen el consenso y favoreciesen la gobernabilidad, permitían salvar el escollo de la sucesión del líder, que ya no podía realizarse, como en las viejas monarquías absolutas, a través de la herencia familiar, sino mediante mecanismos modernos y tecnocráticos, que permitieran colocar al frente de la nación a la persona o al grupo mejor capacitado para manejar sus destinos. Éstos, que solían formar parte de unas elites sociales y económicas favorecidas por el sistema, gozarían del mismo reconocimiento del líder, siempre y cuando dieran continuidad en las formas y en el fondo a sus políticas. La rutinización del carisma favorecía, por tanto, la transmisión de la fuerza simbólica del líder a su sucesor¹⁸.

    Por otra parte, dadas las cualidades extraordinarias del líder carismático, su elección plebiscitaria resultaba hasta cierto punto natural, pues la masa reconocía en él a su portavoz único y exclusivo, lo cual le permitía convertirse en la encarnación misma de la nación, estableciéndose de este modo una suerte de comunidad moral de la que él era el máximo exponente¹⁹. En este reconocimiento, los nuevos medios de comunicación social jugaron un papel de primer orden, pues gracias a ellos, por una parte, la voz del líder y toda la parafernalia simbólica que se desplegaba en torno a él no sólo se multiplicaba exponencialmente, sino que además llegaba mucho más lejos y de forma más efectista de lo que lo había hecho con anterioridad; mientras que, por otra, una parte de esos medios, en connivencia con el líder, pero a su vez como representantes de la opinión pública, mostraban las aclamaciones plebiscitarias de que era objeto el líder y subrayaban a través de ello el reconocimiento social del que gozaba²⁰. Eso, como señalábamos, sin anular la actividad parlamentaria, cuyo correcto cumplimiento –más allá de su absoluta o parcial inobservancia– resultaba crucial para cualquier país moderno y civilizado en este momento histórico²¹.

    Finalmente, el Ejército, institución de la que procedía buena parte de esos líderes carismáticos del último tercio del siglo XIX, fue la tercera pieza clave de la política cesarista, tanto por las funciones que tenía como por lo que representaba. El Ejército se identificaba, por una parte, con el líder, pues fungía como respaldo simbólico de éste, en la medida en que era garante del orden que permitía el progreso; y, por otra, con la masa, en tanto que era percibido como el guardián de la soberanía nacional, pues ese Ejército, ya no era más el Ejército del rey o de una corporación, sino de la nación misma. Además de esto, esta institución se convirtió en símbolo de modernidad en términos tecnológicos y humanos, ya que, debido al ambiente de paz armada que se vivía en aquellos años y a la importancia de la expansión imperial, su buen funcionamiento no sólo garantizaba la independencia y la libertad de la nación, sino incluso su engrandecimiento²².

    Cesarismo a la mexicana

    De estas características propias de los gobiernos cesaristas, durante los años finales del régimen porfiriano estuvieron presentes de una u otra forma buena parte de ellas. Pero además de esto, el término cesarismo y sus derivados formó parte del vocabulario político empleado por significativos actores sociales y políticos de aquellos años y no siempre con la connotación negativa que adquiriría una década más tarde. Así, por ejemplo, si Francisco Bulnes, Manuel Calero, Antonio Díaz Soto y Gama o Rafael de Zayas Enríquez, entre otros, emplearon el término, efectivamente, para denunciar los abusos de poder y la actitud demagógica del gobierno encabezado por Díaz; Justo Sierra, por su parte, se refirió a dicho gobierno como a un cesarismo democrático, que al mismo tiempo que garantizaba el orden que permitía el progreso, iba concediendo pequeñas dosis de libertad a los distintos segmentos de la población, una vez que su evolución les permitía hacer un ejercicio adecuado de ella²³.

    Así pues, si, como sostienen los estudiosos sobre el tema, la cultura política de las sociedades está definida en buena medida por los términos que se usan para referirse a ella, pues en ellos quedan cristalizados los imaginarios y los anhelos de éstas, la presencia del vocablo cesarismo y sus derivados en el México de principios del siglo XX, nos hablaría de una percepción en estos términos del gobierno porfiriano²⁴. Por otra parte, esta forma de gobierno que compartía más de un rasgo con el caudillismo decimonónico, pero que difería de éste en su pretensión institucionalizadora y en su voluntad de crear un Estado nacionalista, embonaba simbólicamente sin demasiada dificultad con la manera en la que había quedado representada la política en las décadas previas²⁵. Si, como sostuvo O’Gorman, durante sus primeros años de existencia en México convivieron con igual posibilidad de éxito las ideas monárquicas y republicanas; o si, como propuso Lempérière,, la república instalada después de la Independencia en México siguió el patrón de la república cristiana de época colonial, basada en una estructura corporativa y jerarquizada; la forma cesarista habría embonado de modo ciertamente natural con la tradición política a la que estaban acostumbrados tanto gobernantes como gobernados²⁶. Así pues, desde el punto de vista de las formas, el gobierno porfiriano sólo habría dado continuidad a una tradición más o menos consolidada. Sin embargo, al imprimirle un giro cesarista a su política, don Porfirio hizo algo más: trascendió el modelo político previo y le asignó una impronta de solidez y modernidad al país como nunca la había tenido con anterioridad.

    De las características propias de los gobiernos cesaristas, una de las que se desarrolló de manera más temprana y más efectiva durante el Porfiriato fue la conversión de Díaz en un líder carismático. El carácter y el porte del General contribuyeron de forma favorable a ello, pues ninguno de los que por una u otra razón se entrevistaron o tuvieron algún tipo de contacto personal con él dejaron de constatar la imponencia de su figura o la grandilocuencia de sus gestos. Así, por ejemplo, entre los numerosísimos testimonios que existen al respecto, cabría mencionar el de Federico Gamboa, quien, en las anotaciones de su Diario, al referirse al almuerzo ofrecido por Díaz al Cuerpo Diplomático durante los primeros días de 1901, después de describir al General como siempre serio, siempre en su papel, sin sonrisas, sin inclinaciones de su cuerpo alto y fuerte, parecía convencido al consignar que Porfirio Díaz es una gran afirmación y todo un carácter (...), pues no es frecuente ver reunidas en un solo hombre tantas y tan variadas cualidades. Todo en él reviste forma extraordinaria²⁷. Una percepción que fue compartida por buena parte de la comunidad internacional, cuyos principales representantes, como el káiser Guillermo II de Alemania, veían en Díaz a uno de los grandes hombres de Estado del siglo XX²⁸.

    El carisma de don Porfirio procedía, como era habitual en este tipo de liderazgo, de la conjunción de varios elementos, entre los que ocuparon un lugar destacado sus glorias militares pasadas y sus logros civiles presentes. La participación del General en importantes gestas militares durante la Guerra de Intervención contra el Ejército francés, en episodios tan destacados como el 5 de mayo o el 2 de abril, le habían dotado de un aura de abnegación, patriotismo y republicanismo, que sería en buena medida la que le abriría el paso a la presidencia de la República en las elecciones celebradas después del triunfo del Plan de Tuxtepec. A partir de entonces, pero sobre todo después de su segunda reelección no directa, sus trabajos en favor de la estabilidad política mediante el fomento de posturas conciliadoras, permitió la consolidación de la anhelada paz, que garantizaba el correcto desarrollo del progreso. Así pues, la paz, más quizás que cualquier otro logro material, se convirtió en la gran conquista porfiriana, que a partir del arranque del siglo XX habría de apuntalar de forma definitiva su carisma, algo a lo que sin duda contribuyeron la multitud de poesías, esculturas, cuadros, composiciones musicales, fuegos pirotécnicos, grabados, postales y hasta broches en los que quedó representada esta idea.

    A partir de estas cualidades innatas y adquiridas, no iba a resultar difícil llevar a cabo el plan ideado por Rosendo Pineda ya en la década de 1890 de convertir la política en un espectáculo, lo cual daría forma visible a un fondo invisible²⁹, así como favorecería esa rutinización del carisma que permitiría el mantenimiento del régimen una vez Díaz hubiera desaparecido. Y en esto, como apuntábamos más arriba, los más interesados debían ser los científicos, grupo del que Pineda formaba parte. Los científicos —esa camarilla de tecnócratas que Cosío Villegas definió como un enigma, mientras que para Luis Cabrera no eran más que el freno a cualquier intento de modernización política que

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