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Materna
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Materna
Libro electrónico423 páginas5 horas

Materna

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A sus dieciséis años, Vera acaba de convertirse en una de las concursantes más jóvenes de la historia de Materna, un programa gubernamental que reúne en un reality show a las pocas mujeres fértiles que quedan en la Tierra. ¿El objetivo? Salvar a la humanidad de los terribles efectos de La Mezcla.

Convertida en Madre, y expuesta delante de las cámaras, Vera aceptará su destino y el de las otras Madres: embarazarse una y otra vez y entregar los recién nacidos a las parejas elegidas por el público. La única que parece diferente es Nora, una Madre joven que a veces habla como los Sextos, el grupo terrorista que lleva años intentando acabar con Materna. Así que, mejor alejarse de ella, ¿no?
IdiomaEspañol
EditorialDNX Libros
Fecha de lanzamiento5 feb 2024
ISBN9788419467300
Materna
Autor

Lara Coto

Lara Coto nació y creció en Madrid. Se graduó en Periodismo por la Universidad Complutense y durante un tiempo trabajó como redactora para algunos medios, pero pronto descubrió que lo que de verdad le apasionaba eran las historias. Decidió dejar de contar lo que sucedía en el mundo para empezar a hablar de lo que sucedía en su mente. Para ello, se formó durante varios años en Escuela de Escritores, haciendo cursos de Escritura Creativa, Relato y Novela. Acabó trabajando allí e impartió algunos cursos de escritura para adolescentes. Hoy, dedica gran parte de su tiempo a la Escuela y a sus propios proyectos, viviendo por y para la escritura.

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    Materna - Lara Coto

    Primera PortadillaSegunda Portadilla

    Para mi madre.

    «No puedes comprar la revolución.

    No puedes hacer la revolución.

    Sólo puedes ser la revolución.

    Está en tu espíritu o no está en ningún sitio»

    URSULA K. LE GUIN

    PRIMERA

    PARTE

    CAPÍTULO 1

    Tengo una burbuja debajo del pecho.

    Entre las costillas. Es una burbuja llena de aire frío que se ha atascado en algún lugar de mis pulmones. Intento respirar hondo, pero la burbuja estorba, se mueve contra mi pecho, me duele. Nunca había tenido esta sensación.

    La sala de espera es blanca, blanquísima. Paredes blancas, suelos blancos, sillas blancas e impecables. Y las chicas están aquí, estamos todas aquí, en estas sillas tan blancas, y estamos casi todas en silencio. Las pocas que hablan lo hacen en voz muy baja, no sé por qué. Nadie nos lo ha pedido.

    Vuelvo a respirar hondo y la burbuja sigue estorbando.

    Se oye un pitido y en las pantallas de la pared aparece el número siguiente. Suena esa voz automatizada.

    —Número tres cuatro cuatro. Acuda a la sala once. Número tres cuatro cuatro, sala once.

    A mi lado hay una chica rubia que se muerde las uñas. El pelo rizado, larguísimo, le cae suelto por la espalda y está mirando al suelo muy fijamente, como tratando de recordar algo. Tiene el pulgar empapado y arrugado de mordisquearlo. Me miro los míos, mis pulgares, mis dedos. Todavía hay tierra entre la uña y la piel. Se ven sucias y no pegan aquí, en este lugar tan blanco, así que las escondo debajo de los muslos, como si importase algo que estén limpias o no. Como si me fueran a elegir por eso.

    —Número tres cuatro cinco. Acuda a la sala dos. Número tres cuatro cinco, sala dos.

    —Papá, soy la siguiente. Estoy muy nerviosa.

    Lo dice una chica a mi espalda, un par de filas atrás. Habla en voz baja, como todas.

    —¿Te imaginas que yo puedo, papá? ¿Yo? ¿Te lo imaginas?

    La burbuja que hay entre mis costillas crece y me duele un poco más. No quiero escuchar esto, así que vuelvo a la chica que tengo al lado, a sus rizos rubios. Le tiemblan ligeramente, como si respiraran. Y ella se muerde ahora otra uña.

    —Si paso la prueba, podríamos salir a comer con mamá. Para celebrarlo. ¿Vale?

    No sé cómo la sigo oyendo, con lo bajo que habla.

    —Número tres cuatro seis. Acuda a la sala siete. Número tres cuatro seis, sala siete.

    —Me toca. Vale, sala siete. Qué nervios, en serio.

    Su padre dice algo que no llego a oír.

    —Lo sé, papá. Bueno, ahora te veo.

    Unos pasos y un murmullo.

    —Y yo a ti.

    La chica recorre la sala a paso ligero. Faltan dos números para el tres cuatro nueve. Dos números, y me toca. Pienso en mi madre. Estaba con ella en el laboratorio, cuando llegó el comunicado a mi dim. Dos años antes de lo previsto. Ella dijo que era una gran oportunidad. Usó esas palabras exactas: «gran oportunidad».

    Yo no lo entendía.

    No quería dejarla. No ahora, justo cuando nos quedan tan pocos fondos, ahora, cuando podrían embargarnos el laboratorio y perderlo todo. Todas las plantas. Mi calatea.

    —Número tres cuatro siete. Acuda a la sala tres. Número tres cuatro siete, sala tres.

    Por el pasillo aparece una chica menuda y delgada que acaba de terminar su prueba. No aparenta dieciséis años. Sale arrastrando los pies, con los labios apretados y la mirada triste. Ella tampoco lo ha conseguido. La burbuja de mi pecho crece y tiembla. El aire que lleva dentro está helado. Ya falta poco.

    Lo entendí después.

    Estaba en mi cama cuando me di cuenta: sí es una «gran oportunidad». Porque si paso la prueba, si entro en el programa, ya está, lo tenemos todo. Seguro. A mi madre le renovarán la subvención o quizá incluso le den un laboratorio mayor. No se niega nada a las familias de las Madres. Es una «gran oportunidad». Aunque yo no pueda volver al laboratorio en muchos años, aunque tenga que dejarlo todo. El instituto. Todas las plantas. Mi calatea. Es mejor así. Si no hago esto, no habría laboratorio al que volver.

    Por eso estoy aquí. Bueno, estoy aquí porque todas las chicas convocadas tenemos que estar aquí. Pero por eso quiero estar aquí.

    Es una gran oportunidad.

    «¿Te imaginas que yo puedo, papá? ¿Yo?»

    —Número tres cuatro nueve. Acuda a la sala ocho. Número tres cuatro nueve, sala ocho.

    Mi dim vibra con el aviso. Me levanto de golpe, sobresaltando a la chica de pelo rizado, que se queda mirándome con unos ojos muy azules. No he oído cómo llamaban a la anterior. Tengo que caminar hacia el pasillo, pero las piernas se me han helado como la burbuja de mi pecho. La chica sigue mirándome desde su asiento y yo la miro a ella. No sé cuánto tiempo estamos así.

    —¿Eres la tres cuatro nueve? —me dice en voz baja. Tiene la voz clara, como los ojos.

    Asiento. La burbuja ha caído hasta el estómago y lo remueve. Tengo ganas de vomitar.

    —No te preocupes —susurra la chica. Y me sonríe—. Va a ir genial. Mucha suerte.

    Después posa su mano en la parte baja de mi espalda y me empuja suavemente. Echo a andar como si rodara en la dirección a la que me ha lanzado ella, hacia el pasillo. Intento visualizar la situación en pasos pequeños. Ahora solo tengo que atravesar el pasillo. Es fácil. Atravesar el pasillo hasta la puerta ocho. Caminar hasta la puerta ocho.

    Estoy pasando delante de la siete y sale la chica que antes hablaba con su padre. Tiene los ojos llenos de lágrimas y la cara roja. Su voz se enciende de nuevo, se me clava en la sien, retumba como en una habitación sin muebles.

    «¿Te imaginas que yo puedo?»

    Yo.

    Mi madre.

    El laboratorio.

    La tierra. Todas las plantas. Mi calatea.

    Estoy delante de la puerta ocho. La burbuja que había entre mis costillas se ha extendido, ocupa todo mi cuerpo. Estoy hecha de aire helado. Algo va a estallar dentro de mí.

    Entro.

    EN MARCHA LAS PRUEBAS DE FERTILIDAD ANUALES

    ¡CON UNA IMPORTANTE NOVEDAD!

    Gran noticia para las chicas de entre 16 y 18 años

    Nuevos fichajes para Materna en Vivo

    Ha llegado el momento más esperado para las jóvenes de todo el país. Las pruebas de fertilidad convocadas por el Gobierno ya están en marcha. ¡Y este año vienen con sorpresa! Hace una semana, miles de chicas recibieron en sus dim el esperado mensaje oficial con la fecha, la hora y el centro de pruebas que le tocaba a cada una. En este instante, mientras escribo esto y también mientras tú, lector, haces clic en la noticia, muchas de ellas afrontan la que podría ser la oportunidad más grande de sus vidas.

    Ojo, porque hay más: el Gobierno ha anunciado oficialmente (¡100% oficial y contrastado!) que las pruebas de este año incluyen no solo a las chicas que hayan cumplido 18 años desde la convocatoria anterior hasta la fecha, como siempre, sino también a las que hayan cumplido 16 y 17. Sí, sí. Lo que lees. Las chicas de 16 y 17 años también podrán ser Madres desde ya mismo, sin más esperas.

    Según fuentes del Gobierno, la razón de este importantísimo cambio es que las estadísticas del programa de natalidad están yendo de maravilla, así que han decidido ampliar el rango de edad para, textualmente, «poder hacer felices a más familias y a más Madres». Pero cuidado, las redes sociales no dicen lo mismo:

    Parece que no todo el mundo ve los resultados esperados en Materna. ¿Es que el público es cada vez más exigente? ¿O solo son unas cuantas familias despechadas haciendo mucho ruido? ¿Tienen razón las críticas? El Gobierno ha negado estas insinuaciones, por supuesto, pero en este medio ofrecemos información imparcial, contrastada ¡y con todos los puntos de vista! Si quieres leer las publicaciones más ácidas y críticas con Materna, solo tienes que entrar en este enlace.

    NUEVA TEMPORADA DE MATERNA EN VIVO

    No nos engañemos: los rumores de poca efectividad de Materna están ahí, ¿pero sabéis qué más está ahí? ¡Materna en Vivo! O MeV, como nos gusta llamarlo. El único reality show que se emite durante todo el año, financiado por el Gobierno y mostrando siempre todo lo que queremos saber sobre la vida de las Madres en los centros de natalidad: sus ecografías, sus clases de preparación al parto, sus sesiones de ejercicio, su formación, su día a día, y la parte favorita de muchos seguidores: ¡los cotilleos! ¿Qué roces y enemistades habrá entre las nuevas Madres, tan jovencitas este año? ¿Qué nuevas historias de amor? ¿Cómo nos sorprenderán las heroínas del país? ¡El público está deseando verlo!

    Y, por supuesto, lo más comentado cada semana: las galas. Seguirán siendo semanales, emitidas en directo desde cada centro para su región. Recordad que tenemos apuestas abiertas sobre el número de nacimientos, las Madres más solicitadas y los embarazos fallidos. ¡No dudéis en participar!

    Pero hablemos de las familias: la verdadera esencia de Materna. Cabe esperar que estén llenas de inquietud por todas las Madres nuevas que habrá este año. ¡Muchísimo más para elegir! Hemos consultado las redes, y así es: se puede palpar la excitación. No es para menos, seguro que todas las familias suscritas a Materna están deseando elegir a una de las Madres más jóvenes. Pero recordad que el jurado de MeV es particularmente exigente a la hora de hacer la selección de los bebés de las Madres más cotizadas. ¡Por no hablar de los espectadores!

    Si quieres seguir MeV con nosotros, leer los análisis de nuestros expertos y ver las galas comentadas por los mejores profesionales de la información: ¡suscríbete a la web de Todo Sobre Materna! Somos el único medio especializado en Materna de tirada internacional y con fuentes oficiales y gubernamentales.

    Sander Isaac

    Redactor y Jefe Fundador

    de Todo Sobre Materna

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    Lee aquí el Boletín Oficial emitido por el Gobierno para anunciar la convocatoria

    Accede al canal 24h de tu centro de natalidad más cercano

    Descarga la aplicación Todo Sobre Materna en tu Dispositivo Inteligente de Muñeca

    Las entrevistas a las Madres de tu centro favorito comentadas por nuestros expertos

    Los fiascos de Materna: descubre los años con menos nacimientos

    CAPÍTULO 2

    Somos pocas.

    Pocas para lo que dijeron. Pocas para haber chicas de dieciséis y diecisiete años por primera vez. Este es el primer año que Materna tiene a Madres nacidas en el programa. Teníamos que demostrar que esto funciona, pero no hemos llenado ni dos tercios del tren que va al centro veintisiete. El año que viene irá mejor.

    Seguro.

    Hay dos guardias de seguridad en cada vagón, mirándonos desde las puertas como si escoltasen a un personaje famoso. Porque claro, ahora nosotras lo seremos. Vuelvo a sentirme como en el día de la prueba, aquí también es todo blanco y limpio, tan brillante que daña la vista, y yo tengo todavía tierra entre las uñas y me suda la espalda. Al menos ahora las chicas no hablan en susurros. Parecen entusiasmadas, felices.

    He buscado a la chica de pelo rizado para darle las gracias por el empujón, pero no la he visto en todo el tren. No lo consiguió. Y el resto de las chicas no me suenan, de la prueba ni de nada. Ahora que estoy lejos del laboratorio y que sé que lo echaré de menos, me doy cuenta, irónicamente, de que mi madre tenía razón cuando decía que pasaba demasiado tiempo allí. Si hubiera salido un poco más, quizá tendría alguna amiga en este tren.

    Debería hablar con alguien, levantarme de mi asiento y presentarme a algún grupo, pero tengo la garganta seca y ahora mismo me resulta más fácil mirar por las enormes ventanas de cristal, tan limpias y brillantes, como todo aquí.

    La zona que estamos atravesando está deshabitada desde la Gran Evacuación. No quedan árboles y las casas que siguen en pie están abandonadas. Uno de los brotes más fuertes se produjo aquí. Los llaman brotes porque surgieron en áreas concretas, desde dentro hacia fuera, como las epidemias. Pero no es un término muy acertado. La contaminación no es una epidemia.

    Mi madre era una adolescente cuando todo ocurrió. La primera vez que me contó la historia, yo debía tener seis años. Mientras esperaba a que terminara de procesarse uno de sus experimentos, agarró un pedazo de papel y dibujó un montón de círculos. Dentro de cada círculo, puso un punto.

    —¿Ves estos puntos? Aquí apareció la Mezcla. Y se movía hacia fuera, así, ¿lo ves? —Dibujaba rayas para mostrármelo—. Se movía por el aire. Las personas que vivían aquí tuvieron que mudarse lejos.

    —¿Todas las personas? —pregunté yo.

    —Bueno, las que podían pagarlo. Las demás, se alejaban lo que podían del cinturón rojo, mira, este —rodeó el punto central, que era el brote—. Hacia el cinturón naranja o el amarillo.

    Yo me quedé mirando los círculos, las líneas que escapaban hacia fuera, «por el aire». Después puse el dedito sobre el círculo que mi madre había llamado cinturón naranja.

    —Entonces aún hay personas viviendo aquí.

    —No muchas.

    —Pero viven aquí.

    —Sí. Tienen que hacerlo, es… un poco complicado, ya lo entenderás.

    Me sentó sobre sus rodillas y me rodeó con sus brazos.

    —Lo entiendo —murmuré.

    Es extraño, pero ese es el primer recuerdo nítido que tengo de ella. Su modo de explicarme por qué el mundo se está muriendo, por qué ella hace lo que hace. De mi padre solo tengo imágenes difusas que podrían oscilar entre los recuerdos y la imaginación. Se fue de nuestras vidas mucho antes de que pudiera retenerlo en mi memoria.

    Ahora, en el tren, como si la maceta que llevo entre las manos fuera también una niña curiosa, la rodeo con los dedos, la abrazo. Fue mi madre la que decidió que me llevase la calatea. Y es lógico. Yo la planté, la regué, le cambié la tierra, me ocupé de que recibiera la luz precisa y hablé con ella durante semanas. La verdad es que ya es más mía que del laboratorio. De todos modos, mi madre tiene plantas de sobra para el estudio y la calatea es tan frágil que habría muerto pronto. En el lugar al que vamos el aire está limpio, muy limpio. Sobrevivirá y crecerá, y se hará fuerte.

    —Qué bonita —escucho una voz a mi lado.

    Es una chica que está sentada sola en la ventanilla del otro lado del tren. Mira hacia la planta y sonríe.

    —Gracias —respondo, y también sonrío—. Es una calatea.

    Las calateas no son muy bonitas, pero la chica ha conseguido hacer lo que yo no: iniciar una conversación. Así que la invito a sentarse a mi lado. Tiene el pelo rubio muy claro, casi blanco, igual que su piel. Sus labios están pintados de rojo muy oscuro, a juego con el vestido que lleva, que es como un suéter larguísimo.

    —Soy Layla.

    —Vera. Qué bien, no conocía a nadie.

    —Yo tampoco. Parece que no somos muchas, ¿verdad?

    —Ya, y eso que han bajado el límite de edad.

    —¡Es cierto, la edad! —exclama, sonriendo mucho de repente— ¿Cuántos tienes?

    —Dieciséis.

    —Hala, ¿en serio? Yo tengo diecisiete. He oído que pasaron pocas de dieciséis, no conocía a ninguna. ¡Qué guay!

    —Ya ves —digo, e intento reírme, pero me sale una especie de jadeo.

    Su entusiasmo me pone nerviosa, así que finjo estar limpiando los bordes de la maceta con los dedos para no tener que mirarla.

    —Es mejor así —dice—. Estaremos mucho más solicitadas. Creo que la mayoría de las nuevas Madres que van al veintisiete tienen dieciocho.

    —Sí, algo había oído.

    —Dieciséis, qué suerte. A las familias les vas a encantar.

    Sonrío y miro de nuevo por la ventana. Estamos pasando frente a una hilera de casas pequeñas y envejecidas, de tejados bajos y colores terrosos. Reconozco el barrio.

    —Mis padres vivían aquí —cambio de tema—. Antes de tenerme, claro.

    Es un cinturón amarillo, el mismo en el que nació mi madre. Aquí creció, estudió, conoció a mi padre y fundaron la empresa. Consiguieron mudarse más lejos con la primera subvención. De no ser por eso, nunca me habrían tenido. No se asignan hijos a familias que viven en cinturones.

    —Es un barrio bonito —comenta Layla.

    Sé que miente, pero a mí me encanta. Cuando supe que mis padres habían vivido aquí comencé a venir de vez en cuando, muy de vez en cuando. Creo que mi madre odiaba que viniera, quizá porque el pasado aún le dolía o quizá porque no le gustaba que me acercara a los cinturones. Pero yo miraba esas casas antiguas y me imaginaba cómo sería su vida antes de la primera subvención. Sin plazos de entrega imposibles, sin inspecciones oficiales, sin nada que cumplir, nada que deber. Y ellos, tan jóvenes, los dos solos, rodeados de plantas. Sí que es bonito.

    Cuando llegué yo, las cosas cambiaron, aunque nunca he estado segura de si cambiaron porque llegué o si llegué cuando ya habían empezado a cambiar. Mis padres se habían esforzado mucho para pasar los criterios de asignación de familias de Materna. Hicieron cientos de horas extra para ganarse la primera subvención y demostrarle al programa que eran dignos de una hija. Era el primer año de Materna y las investigaciones ambientales tenían mucha reputación. Lo consiguieron. Me consiguieron a mí, y entonces toda su vida empezó a ser asunto del Gobierno y del programa. Bajo su techo vivía una pequeña pieza del futuro de la humanidad. Una criatura que podría ser fértil.

    Comenzó una época extraña en la que ambos se desvivían por cumplir los plazos de cada nueva subvención y demostrar que seguían siendo dos grandes científicos dignos de criar a un ser humano. Supongo que no contaban con todo ese control, y mucho menos con vivir en esa peculiar paradoja: trabajar sin parar para tenerme y no disponer de un minuto para disfrutar de que me tenían.

    En algún momento, toda esa locura pudo con mi padre. O eso es lo que he acabado creyendo para justificar que se fuera. Que no soportó la presión del Gobierno, o del trabajo, o la presión de criar una hija, o quizá todo a la vez. Mi madre nunca me ha contado si dijo algo antes de irse, si dio alguna explicación. Pero no volvió. Ni siquiera cuando el Gobierno dejó de presionar a las primeras familias de Materna al multiplicarse el número de bebés asignados cada año. Ni siquiera cuando yo dejé de ser una criatura dependiente y comencé a ser útil en el laboratorio.

    Lo más curioso de todo es que mi madre no ha dejado de trabajar sin descanso desde entonces. Ella siempre dice que es para suplir la ausencia de mi padre en el laboratorio hasta que pueda permitirse pagar a otra persona, pero yo creo que no. Creo que, en el fondo, tiene mucho miedo. Miedo a que de repente alguien decida que una familia de un solo miembro no puede tener una hija. Miedo a no estar a la altura de esta responsabilidad. Miedo a que el mundo encuentre una excusa, la que sea, para apartarme de su lado.

    Quizá ahora que se ha demostrado que soy fértil, que el Gobierno hizo bien en darle una hija, ella pueda descansar un poco.

    —¿Cómo crees que será? —pregunta Layla de repente—. Estar embarazada, digo.

    Vuelvo a mirar la calatea y me quedo pensando unos segundos. Digo las dos primeras palabras que me vienen a la mente.

    —Difícil. Y bonito.

    Ella mira al frente, pensativa. Se ha llevado una mano a la tripa y la mueve sobre la tela de su camiseta con suavidad. Creo que ni siquiera se da cuenta de que lo hace.

    —Sí —murmura.

    Suena música al principio del vagón. Un grupo de chicas ha puesto una canción en un dim, y una de ellas, con el pelo mechado a colores y recogido en dos coletas, canta al unísono del artista.

    Lo hace muy bien. Las demás la escuchan, sonríen, mueven la cabeza al ritmo, se aventuran a acompañarla en algunas estrofas. Cierro los ojos. Estoy lejos, en el olor de la calatea o en las notas de la canción.

    De repente, el tren aminora la marcha. Todas miramos por las ventanillas, sabemos que quedan al menos dos horas para llegar al centro veintisiete. Hemos pasado el cinturón amarillo y ya no reconozco lo que veo. Las vías están rodeadas por un bosque de árboles secos que tienen pinta de no haber dado fruto en años. No hay casas a simple vista, ni estación de tren, ni nada.

    —¿Por qué paramos?

    El grupo de chicas de delante ha dejado de cantar, ya no hay música en el dim. Los ánimos del vagón se han secado como los árboles que nos rodean.

    —Es muy pronto —dice alguien—. ¿Dónde estamos?

    Los guardias parecen tan desconcertados como nosotras. Uno de ellos habla por el comunicador que lleva en la oreja y después nos habla.

    —Tenemos un contratiempo. Pero tranquilas, que enseguida nos ponemos en marcha.

    Los comentarios reviven poco a poco en forma de murmullos.

    —Me parece que esto va para largo.

    —¿Cómo que un contratiempo?

    —Tranquilas, dice.

    —Podríamos salir a estirar las piernas.

    —¿Conocéis esta zona?

    —Ni que estuviéramos nerviosas, o algo.

    —No sé a cuánto estamos del último brote. Míralo en el dim.

    La chica de las coletas, la que cantaba bien, se ha levantado. Tiene la cara tan pegada al cristal que parece que se le van a fundir las mejillas con él.

    —Hay algo delante del tren —dice en voz alta.

    Las demás se van callando. Algunas se levantan y la imitan, pegando los rostros a las ventanas.

    —No veo nada.

    —Sí, hay algo ahí que hace sombra.

    —¿Qué es?

    —No lo sé. No lo veo. Parece como… no, no creo.

    —¿Parece como qué?

    Entra una guardia de otro vagón.

    —Vale, el tren no va a poder seguir. Lo siento, chicas. Hay dos autobuses viniendo para recogeros, pero tendremos que caminar hasta la carretera.

    Yo me alegro en silencio, porque así podremos ver lo que hay delante del tren. Sin embargo, en el resto del vagón se disparan las quejas. Algunas chicas, Layla entre ellas, se inquietan por el aire y preguntan en voz alta si no estaremos aún demasiado cerca del cinturón amarillo. Los guardias intercambian unas cuantas frases con quien sea que esté al otro lado del auricular y nos dicen que nos pongamos las máscaras de emergencia para hacer la caminata. Es una medida exagerada, pero ahora somos Madres.

    Con la máscara puesta, envuelta en ese eco cerrado y caliente que siempre me produce, bajo del tren con las demás chicas. Aún sostengo la calatea y trato de abrirme paso hacia los primeros vagones sin chocarme con nadie. Se ha formado un cúmulo de gente al principio del tren. Y un silencio, un silencio extraño.

    Quiero ver qué hay. Me muevo hacia los lados, me pongo de puntillas.

    Y al fin, lo veo.

    Ahí está.

    Cunas.

    Una montaña de cunas sobre las vías del tren.

    Cunas de diferentes tipos y tamaños, pero todas viejas y rotas, muy sucias, algunas quemadas, destrozadas o a medio montar. Debe haber por lo menos cuatro metros de ellas, acumuladas unas sobre otras, como una barricada.

    Nada más, solo cunas destruidas. Pero aquí estamos, en silencio, muy quietas, como si observáramos un cadáver. Hay algo en esa imagen que me hace pensar en la muerte.

    Me sudan las manos alrededor de la maceta.

    —¿Quién haría algo así? —oigo mi propia voz seca y distorsionada por la máscara.

    —Habrá sido algún grupo de parejas resentidas porque no les han asignado hijos —responde la chica de las coletas.

    Uno de los guardias, que observa también las cunas, suelta una carcajada cortante.

    —Esto no lo hacen las familias. No están tan dementes.

    —Entonces, ¿quién? —pregunto.

    —¿Tú qué crees?

    Se produce un silencio muy denso, como si una nube de vapor ardiendo estuviera flotando sobre nosotras.

    —Los Sextos.

    Lo dice alguien a mi espalda.

    El guardia asiente y vuelve a emitir esa risa amarga, pero esta vez la carcajada se le deshace antes de terminar. Nadie dice nada más.

    Los Sextos. He oído hablar de ellos, aunque existen desde hace poco y se dice que son un grupo muy pequeño. Han protagonizado las noticias un par de veces al intentar boicotear los avances de Materna y por eso están perseguidos por la ley, acusados de Traición al Futuro. Los llaman así porque actúan en defensa de lo que nombran «la sexta extinción». Según ellos, los brotes de contaminación son la señal definitiva de que el tiempo del ser humano en la Tierra ha llegado a su fin, igual que lo fue el asteroide con los dinosaurios o la glaciación con muchas especies marinas antes que ellos. Debemos asumir nuestra extinción y dejar de intentar repoblar el planeta.

    Es una locura. Que exista gente que prefiere la extinción antes que la vida, cuando hay personas por todo el mundo luchando por mantenernos vivos. Personas como mi madre, o como la gente de Materna.

    O como nosotras, ahora.

    La máscara me aprieta y la goma se me clava en la parte de atrás del cráneo.

    —En marcha, vamos. Los autobuses llegarán enseguida —dice otro guardia.

    Dejamos atrás las vías y caminamos entre los árboles secos hacia la carretera. Durante unos minutos muy largos, solo se escuchan nuestros pasos sobre la tierra y el sonido hueco de las respiraciones a través de las máscaras.

    Entonces, Layla habla.

    —Oye, perdona —trata de llamar la atención de la chica de las coletas, que camina unos metros delante de nosotras—. Sí, a ti. Oye, ¿cómo te llamas?

    La chica mira a los lados antes de responder, como si no tuviera claro si se dirigen a ella.

    —Alana.

    —Alana. Hola, soy Layla —y antes de que responda, añade—. Tienes una voz muy bonita. ¿Por qué no vuelves a cantarnos esa canción de antes?

    Alana frunce el ceño, pero las orejas se le ponen rojas y bajo la máscara se le distinguen las arrugas de una sonrisa.

    —Venga, porfa. Si no, el paseo este se nos va a hacer aburridísimo.

    A nuestro alrededor, las chicas secundan a Layla. Alana se ríe y teclea en su dim. Vuelve a poner la canción de antes desde el principio y empieza a cantar. Suena realmente bien. Incluso con la máscara puesta, consigue levantar la melodía hasta tapar el sonido de nuestros pasos, y las respiraciones huecas, y el silencio de los árboles secos por todas partes.

    CAPÍTULO 3

    En cuanto subimos a los autobuses, todo se multiplica. El tiempo va más rápido, todas las chicas hablan, nuestras voces nerviosas llenan las paredes del vehículo como en una excursión de fin de curso. Alana recluta a algunas valientes más y el fondo del autobús se convierte en un espectáculo de música a capella. Al otro lado del cristal, el paisaje es cada vez más verde y el suelo, antes yermo y seco, comienza a estar cubierto de césped. Llevo un rato sujetando la maceta de la calatea con mucha fuerza, como si se me fuera a escapar.

    Los autobuses aparcan cerca de la estación de tren. Al ver las vías, la imagen de la montaña de cunas vuelve a golpear mi mente. A mi alrededor se hace el silencio y siento que está pasando de nuevo, que las voy a volver a ver ahí rotas, muertas, amontonadas frente al tren parado. Pero este silencio es distinto. Es expectante. Todas miran, y ahora yo también, a una mujer esbelta y muy maquillada. Lleva un traje de chaqueta verde claro, y su pelo, largo y a mechas doradas, cae en ondulaciones sobre uno de sus hombros. Nos mira desde lo alto de sus tacones y parece descomunal.

    —Bienvenidas —su voz es grave y limpia, como de cine—. Bienvenidas al centro de Maternidad número veintisiete. Yo soy Erin.

    Erin. Erin Nacar. He oído hablar de ella. Una de las directoras del centro veintisiete. Se encarga de coordinar a todas las Madres de entre dieciocho y veinte años, y ahora, también a las de dieciséis y diecisiete. Es un grupo muy grande para una sola persona, pero debe hacerlo bien, porque lleva muchos años en este puesto. Es mucho más joven de lo que me esperaba, o lo parece.

    Erin mira su dim y levanta una ceja.

    —Hemos sufrido un pequeño retraso en el itinerario, así que me voy a saltar las presentaciones y os llevaré directamente al acto de bienvenida. Tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos.

    Sonríe ampliamente, y algunas chicas se ríen nerviosamente ante su comentario.

    —Bien, en unos minutos veréis el que será vuestro hogar durante muchos años. No os preocupéis por el equipaje, lo llevarán a vuestras habitaciones. Ahora, seguidme.

    Bajo la vista hasta la calatea y me pregunto si debería haberla dejado en el tren para que se la llevaran. Ya es tarde para eso. Recorremos un camino de asfalto, dejamos atrás la carretera y la estación. Las chicas a mi alrededor siguen nerviosas, pero apenas hablan. Solo se miran entre ellas, a su alrededor, parecen no saber qué hacer con los ojos. Layla, a mi lado, se tira del vestido cada dos por tres como si nunca estuviera lo bastante

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