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Trenes que pasan - Camino de carnaval - La verdad del instante
Trenes que pasan - Camino de carnaval - La verdad del instante
Trenes que pasan - Camino de carnaval - La verdad del instante
Libro electrónico375 páginas3 horas

Trenes que pasan - Camino de carnaval - La verdad del instante

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Trenes que pasan es un texto contemporáneo que cuenta la vida de Anita, dueña de una cafetería en un barrio obrero de Madrid. La obra refleja el anhelo roto de una mujer, que tiene que conformarse con vivir sometida todavía al yugo de un padre muerto cuyo fantasma se asoma para arrancarle cualquier brote de ilusión. Un baño de realidad, pero también una metáfora de lo que el poder hace a veces con los más necesitados.
En Camino de carnaval cambiamos de registro para adentrarnos en una obra valleinclanesca ambientada a finales del siglo XIX. El texto recoge la incorporación de las primeras mujeres a la universidad, pero evoluciona hasta convertirse en una historia rocambolesca en la que nada es lo que parece. Al final, los locos no están tan locos ni los buenos son tan buenos.
La verdad del instante es un conjunto de obras de microteatro que aborda varios temas: desde la inmigración hasta la búsqueda de la verdad, pasando por las relaciones personales y familiares. Sin olvidar a los clásicos, Shakespeare y Cervantes, muy presentes. Y, por supuesto, la magia. Siempre la magia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 nov 2023
ISBN9788412780802
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    Trenes que pasan - Camino de carnaval - La verdad del instante - Rafael Ruiz Pleguezuelos

    Rafael Ruiz Pleguezuelos

    Trenes que pasan

    Camino de carnaval

    La verdad del instante

    Primera edición, noviembre de 2023

    © de la obra, Rafael Ruiz Pleguezuelos

    © de la edición, Villa de Indianos

    Editado por Villa de Indianos

    Arroyomolinos, Madrid

    https://www.villadeindianos.com

    info@villadeindianos.com

    Impreso en España por Estugraf

    Diseño de la colección: True Grid SLU

    Corrección: Raquel Rodríguez

    Maquetación y diseño de la cubierta: Marcos M. Alonso para True Grid SLU

    Imagen de la cubierta: Subrata (Adobe Stock)

    ISBN: 978-84-127808-1-9

    Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin el permiso escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por la Ley de Propiedad Intelectual, la reproducción total o parcial del libro con independencia del medio o el procedimiento, sea este electrónico o mecánico (fotocopia, grabación u otros métodos). Ello incluye la reprografía y su incorporación a un sistema informático. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

    Prólogo

    María José Pámpano Gordillo

    A través de los días, es casi imperceptible

    la magia de los días. Vive en lo rutinario,

    monótona y sin voz entre lo oscuro.

    Carlos Marzal,

    La magia de los días

    Para Rafael Ruiz Pleguezuelos (1974), escribir es una necesidad vital. Y esa necesidad queda patente en textos dramáticos de estructuras perfectamente definidas y cerradas, juegos de símbolos con infinidad de referencias y un baile continuo entre la realidad y la fantasía, que se mueven con equilibrio a través de los diálogos de sus personajes. Así son Trenes que pasan, Camino de Carnaval y La verdad del instante, las obras que encontramos en este volumen y que aparecen como un acertado muestrario de lo que Ruiz Pleguezuelos entiende por teatro y de lo que pretende ofrecer al mundo con él.

    Escritas de 2014 a 2021, las obras que aquí se recogen responden a una incansable producción literaria por parte del autor, quien no es capaz de fechar con exactitud sus inicios en el mundo de la dramaturgia, aunque sí de apuntar quién es la persona responsable de que el teatro calara de manera tan profunda en su vida. Desde muy pequeño, su madre lo llevaba con ella a todas las representaciones interesantes que hubiera en la ciudad de Granada, sin hacer nunca distinción entre teatro infantil o teatro para adultos. En algún momento, hubo quien le llamó la atención sobre el asunto: el niño era demasiado pequeño como para malgastar el dinero de una entrada, pues no se iba a enterar de lo que veía. Pero se enteraba, claro que se enteraba. Y tanto era así que recuerda como punto de inflexión en su relación con el teatro la tarde que fueron a ver Samarkanda, de Antonio Gala, una obra de temas nada infantiles que, sin embargo, consiguió pellizcar en lo profundo a un niño de ocho años y ligarlo a los escenarios para siempre.

    Dice el autor que es incapaz de disfrutar de aquello que no sepa hacer, rasgo de su carácter que le crea la necesidad de tener que conocer los mecanismos de la actividad que tiene delante para conseguir sacarle todo el jugo posible. Por ello, después de disfrutar como espectador, no duda en dar el salto hacia el otro lado y ponerse al mando de los argumentos. Es en ese momento cuando comienza la confección de obras que saltan del metateatro a la realidad, de finales del siglo xix a la época actual, de una librería cualquiera al espacio abierto.

    Una de sus mejores obras, y también de las favoritas de Ruiz Pleguezuelos, es Trenes que pasan, escrita en 2015, premio Textos Teatrales FATEX 2015, publicada en una versión bilingüe, en castellano y portugués, y estrenada el año siguiente en la Sala Trajano, en Mérida (Badajoz). La obra nos sitúa en un barrio obrero, en el interior de una oscura cafetería que se ve visiblemente dañada por el tiempo y por el abandono paulatino de sus clientes. Sus personajes, pobres sin intención ni posibilidad de recuperarse económicamente, cuentan y muestran sus desdichas alrededor de una barra que parece ser todo lo que les queda.

    La protagonista es Anita, mujer de cincuenta años que, tras la muerte de su padre y en tiempos de crisis, regenta una cafetería situada en un barrio humilde Madrid. Cada día ve que su negocio no deja de apagarse y lo peor es que lo hace de manera literal: delante del local, el Gobierno ha construido un edificio descomunal que aún no tiene utilidad administrativa, pero que le tapa toda la luz natural que entraba por los ventanales y los deja en penumbra. Día tras día, el edificio es el tema de conversación entre la dueña y el resto de sus habituales, otorgando a la construcción el delgado halo de esperanza que le conceden a su futuro y al del barrio, cada vez más despoblado cuando la mayoría de los jóvenes de la zona deciden mudarse al centro.

    Trenes que pasan está concebida como un fresco de realidad. Tanto es así que está inspirada en una cafetería y en una Anita reales que el autor conoció en uno de sus viajes a la capital. Gran lector de obras realistas y naturalistas y de los maestros Balzac y Zola, entre otros, Ruiz Pleguezuelos pone en práctica los elementos más destacados del movimiento y, al igual que hiciera Benito Pérez Galdós, convierte todo lo que ve en materia novelable; en este caso, materia teatral.

    Efectivamente, cuenta el autor que se encontró un día en una cafetería de Las Ventas con esta historia. La dueña del local, que, enfadada con el mundo, no dejaba de soltar palabras malsonantes, se quejaba del edificio que le habían puesto delante y que no dejaba que su negocio, antes lleno de vida y luz, recibiera la alegría del sol. Estaban convencidos de que su edificación haría prosperar la zona y que ella no tendría tiempo suficiente para atender a todos sus futuros clientes, que seguramente, tras las largas jornadas de trabajo en la Administración, pararían a desayunar y comer de lunes a viernes en su cafetería.

    Pero nada de eso sucedió. Al igual que le ocurre a Anita en la obra, la construcción quedó como un edificio fantasma que nunca fue habitado y que, poco a poco, se fue llenando de goteras y desperfectos ante la imposibilidad de su mantenimiento, empobreciendo, al mismo tiempo, todos los negocios de la zona al privarles de vida y luz natural. Una metáfora de lo que el poder, en ocasiones, hace con el pueblo: lo llena de ilusión y de propuestas de mejora que finalmente quedan en nada, ocupando el espacio a su antojo sin mirar la realidad de los vecinos.

    Anita sufre, pero no tiene intención de escapar. En algún momento de su vida se lo propuso, pero su vida está ligada o, mejor dicho, encadenada a la cafetera que enciende y apaga cada día. Es una fracasada por pasividad. Esclava todavía de la voluntad de su padre, hombre autoritario que no le dejó margen, mientras vivía, para que ella desarrollara sus emociones y su propia opinión sobre el mundo, ve que sus días pasan sin posibilidad de cambio, aunque el futuro que imaginó era muy diferente al que vive. Sale, además, de manera constante en la obra, una herida abierta cuando era niña que ya no podrá cerrarse por la falta de respuestas. Una niña que fue abandonada por su madre, que realmente huía del padre, pero que se olvidó de ella. Y Anita todavía no logra entender cómo fue eso posible.

    Pero el padre, aunque ya no se encuentra en este mundo, aparece en la obra en su tiempo presente. Y es en este momento en el que se materializa uno de los rasgos más marcados de la literatura de Ruiz Pleguezuelos: la magia se abre paso en un escenario cotidiano cuando menos te la esperas. Y así, sin avisar, asistimos al diálogo entre Anita y el fantasma de su padre, que aún le recuerda que no debe dejarse engañar por nadie y, aún menos, en el terreno sentimental.

    Esta irrupción de la magia fuera de contexto es una obsesión del autor. Las escenas anteriores a su aparición no te preparan para lo que viene. Los elementos fantásticos aparecen por sorpresa, asombrando al mismo tiempo al lector/espectador y a los personajes. Quizás influido por la lectura de las obras de Alejandro Casona, el autor argumenta que para él es necesario crear este tipo de relato que va más allá de lo real porque siente que «los pobres también se merecen la magia en sus vidas». Nunca crearía una fantasía completa que comenzara y terminara en un mundo inventado. A Ruiz Pleguezuelos le interesa otra cosa: cómo el mundo real merece la magia, aunque, eso sí, habrá que ganársela de alguna manera. Lo mágico ignora a los mezquinos, como veremos por ejemplo en Zahorí, obra de microteatro también recogida en este volumen. Es por ello por lo que, desde hace años, el autor tiene controlada la maestría en estos modelos de teatro en los que lo real y lo mágico coexisten en una misma escena cotidiana.

    En Trenes que pasan, la magia aparece en forma de fantasma, aunque ya comprobaremos que lo mágico es un denominador común de las obras del autor en todas sus formas y que, si bien no aparece en absolutamente todas, sí que tiene protagonismo en una gran mayoría.

    El autor, además, se asegura en el texto que, en la representación, se le dé a la magia la importancia que merece. En la acotación introductoria de la obra leemos: «Cuando la acción es real, la iluminación es lo más natural posible y la adecuada a la escenografía presentada en el primer acto, que es única para toda la obra. En las conversaciones entre Anita y su padre, se debe crear un aire surreal y fantasmagórico, los dos actores fuertemente iluminados e interpretando en el proscenio». No solo la magia está en el texto, tiene que estar patente en la escena. Y comprendemos en este punto el valor que Ruiz Pleguezuelos no solo da a acotaciones, didascalias y escenografía, sino que la iluminación también es descrita sobre el papel antes de subir al escenario. Sin duda, su amor por la pintura y por la fotografía se ponen al mando en las acotaciones y dominan al dramaturgo: el cuidado y la importancia de la luz, su posición, su color, qué aparece iluminado y qué en sombra, quedan presentes en sus textos como si de apuntes técnicos se trataran. Esta minuciosidad en el detalle, en describir el escenario que leemos, facilita mucho la labor al lector de obras teatrales, una tarea nada sencilla, la de leer teatro, si atendemos a la cantidad de códigos y de signos que hay que poner en común de manera simultánea mientras se lleva a cabo la lectura. «Leer teatro es poner en escena: el lector es un director virtual», que dice José Sanchis Sinisterra. Sin duda, leer el teatro de Ruiz Pleguezuelos siempre será un ejercicio satisfactorio e interesante por la multitud de motivos que aquí estamos viendo.

    Junto a Anita, conocemos a otros personajes que, resignados a la asfixia a la que son sometidos cada día, se van dejando llevar por una rutina que no tiene ninguna estación de destino. Personajes enfermos, dañados por las materias tóxicas emitidas en la fábrica donde han trabajado durante años sin control de riesgos, trabajadores que se ven fuera de su hogar por una separación, no por falta de amor, sino por el estrangulamiento de la situación económica. Personas, al fin y al cabo, que viven arruinadas y abandonadas en un pozo sin posibilidad de mejora. Con cariño se describe especialmente al personaje de don Carmelo, figura paternal que nos evoca al padre ideal que debería haber tenido Anita, y que tendrá su propia obra en la recopilación de obras cortas de La verdad del instante, en el microteatro La cena del rey, escrita con anterioridad a Trenes que pasan pero que aparece incluida en el acto segundo en un interesante ejercicio de universo teatral que une las distintas creaciones del autor.

    El barrio obrero en el que se sitúa la cafetería es, en realidad, el barrio humilde de Granada en el que se crio el autor, localizado en Madrid en la ficción con la intención de hacerlo más universal. La admiración que Ruiz Pleguezuelos siente por Buero Vallejo queda como declaración en firme en esta obra con tintes de teatro social que, como as en la manga, se guarda todavía un punto máximo de interés en el giro final del tercer acto. Esta, la capacidad de sorprender al final de la obra con otro revés que el lector/espectador no espera, se convierte también en una de las características más interesantes y más difíciles de llevar a cabo para culminar una obra de teatro. Sin ánimo de fastidiar el final de Trenes que pasan, solo diré que, aunque es impresionante la resolución, tras reflexionarlo un poco, no podría haber terminado de otra manera.

    La destreza de dejar la trama perfectamente cerrada y sin cabos sueltos es, sin duda, una de las prácticas más difíciles de alcanzar en la escritura y, sobre todo, en la escritura de textos dramáticos, en la que todo se desarrolla en un recorrido mucho menor que en narrativa. Pero Ruiz Pleguezuelos la tiene completamente dominada. Es una de sus virtudes. Así se lo hizo saber un día Adolfo Simón, director teatral y dramaturgo, que, tras haber leído alguna de sus obras y haber comprendido el modo de construcción de personajes y estructuras conclusas de Ruiz Pleguezuelos, le retó a salir de su zona de confort y ampliar la dimensión no explorada del teatro. «Ya sabemos cómo puedes escribir con la mano derecha. Ahora prueba qué tal lo harías con la izquierda». Y el autor lo pilló al vuelo. Como recogida del guante que le lanzó Simón, Ruiz Pleguezuelos escribe Camino de carnaval (2019), una obra en la que lucha por romper lo que para él era el devenir lógico de tramas y arcos de evolución de personajes.

    Dada la pasión que el autor siente por el momento en el que las mujeres abandonan su silla en la sombra y empiezan a ocupar su lugar en la universidad y puestos públicos, la obra está situada a finales del siglo xix. Con solo cuatro personajes, las hermanas Clara y Mariana, la madre de ambas, Isabel, y Carlos, un compañero de Mariana de la universidad que es invitado a pasar unos días con ellas, la trama se retuerce en cada escena, que avanza en un ejercicio de extrañamiento extremo que descoloca cada vez más al lector. El texto se forja con la intención de invertir de manera continua los papeles, de enfocar de forma contraria a unos personajes que confunden la intimidad con el saber estar en público, la locura con la lucidez, la hospitalidad con el lucro. Fue una obra dura de escribir. Todos los conceptos que el autor ya dominaba de la dramaturgia debían estar invertidos, pero el experimento tenía que llevar a algún sitio. Al igual que Dalí o Magritte manejaban perfectamente la pintura realista, pero preferían deformar lo que ofrecían en el lienzo con el fin de estremecer al receptor, Ruiz Pleguezuelos juega con una locura controlada en lo que al final se trenza casi como un encaje de bolillos. De nuevo consigue comenzar ofreciendo la normalidad más absoluta para después deformarla hasta su punto álgido, otra vez en el sorpresivo y rotundo tercer acto.

    Es difícil mencionar al personaje que más nos descoloca con su actitud y desarrollo. Carlos, el único personaje masculino en la ficción, ocupa, por primera vez en el inventario del autor, el hueco de la masculinidad confiada y sin complejos. A menudo, los personajes hombres de las obras de Ruiz Pleguezuelos son los más autoritarios, menos tolerantes y más inseguros. Pero Carlos no solo estudia, sino que sabe coser y no solo para él, sino que es capaz de diseñar y confeccionar un vestido de época digno de las mejores damas de la corte. En oposición a él y a su saber estar y educación se encuentran Mariana, su compañera de clase, que cambia radicalmente su actitud y modales en cuanto pisa su casa, y Clara, la hermana de esta, que, si bien se muestra complaciente y modosa en la primera escena, empezará a perder pronto los papeles para soltarse a la pasión que parece sentir por Carlos desde el primer acto.

    Pero es indudable que Isabel es la que ofrece, de primeras, un llamativo discurso que, envuelto en halo de locura, se permite susurrar y vociferar a partes iguales. Obsesionada por que las plantas poco a poco se apoderan del mundo movidas por un plan de destrucción, se denomina a sí misma «jardinera del apocalipsis» por ser la única consciente de que los matorrales crecen y devoran civilizaciones en una «explosión vegetal» incontenible. Una manera de hablar también de la naturaleza que se muere y de cómo hace ya mucho que el mundo vegetal y el humano se desvincularon, aun compartiendo ambos el mismo terreno.

    El autor ha querido, además, dotar a la familia de una gran biblioteca, que entonces era extraño ver en casas particulares. Pero hasta este complemento tan positivo parece estar enmarañado dentro de la obra en una nueva señal de extrañamiento. Los libros son todos del padre, que era el gran aficionado a la lectura. «Cuando su padre todavía vivía, habíamos alcanzado el equilibrio perfecto: él compraba los libros y nosotras nos los leíamos. Para él, la sociedad y, para nosotras, el conocimiento. ¿Para qué necesita Mariana ir a la facultad?», dice Isabel levantando el conflicto ante el invitado. Y Carlos se sorprende, porque no ha visto una biblioteca como esta en la que encuentra joyas de Coleridge, Wordsworth, Byron y Felicia Hemans, autora a la que se menciona especialmente, quizá por huir de los sentimentalismos que en la época se les atribuían a las mujeres y hablar claro sobre su necesidad de libertad de pensamiento y actuación.

    Pero es que, claro, Ruiz Pleguezuelos no puede evitar utilizar referencias literarias. Lo lleva dentro. Es doctor en Filología Inglesa y licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura. Y además de todo eso, es un ávido lector, capaz de absorber la raíz misma del estilo de los escritores de culto que lee, como se podrá comprobar a lo largo de la lectura de sus obras.

    Además de las referencias a autores ingleses, en Camino de carnaval tenemos una presencia aún mayor envolviendo la obra, a quien ya se le hace un guiño desde el título. Hablo de Valle-Inclán, de quien se rescata el mundo oscuro y deforme del esperpento y se aplica a la manera de velo que envuelve todos los acontecimientos que se irán sucediendo en la obra. «Lo que yo

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