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Héroes de la Extinción 3: Recuerdos de Triumm, #3
Héroes de la Extinción 3: Recuerdos de Triumm, #3
Héroes de la Extinción 3: Recuerdos de Triumm, #3
Libro electrónico446 páginas4 horas

Héroes de la Extinción 3: Recuerdos de Triumm, #3

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¿Y si el tiempo no tuviese un principio pero sí un final?

Ese momento se aproxima, acelerado por la cruenta guerra que transita la humanidad. Los Primarios Ancestrales han desaparecido en una acción arriesgada. La raza de Profetas de las Tinieblas no da tregua y comienza a torcer la guerra hacia su objetivo definitivo: la aniquilación absoluta de los últimos humanos de Ámbarth. La supervivencia pasa de ser una realidad a un anhelo infundado.

En su camino, Benjamín, Denise, y el resto encontrarán el misterio más sombrío. El enigma que envuelve a Triumm, la ciudadela capital, pone en riesgo la continuidad espacio-temporal, no sólo del planeta, sino de todo el universo.

Este último libro de ciencia ficción post apocalíptica viaja a puntos de la historia diferentes y lugares sorprendentes. Suma nuevos personajes increíbles que se mezclan en historias disímiles, cuentos, relatos en primera persona, y diferentes estructuras literarias.

También se encuentra disponible el primer libro de esta saga de ciencia ficción: "Tiempo de encuentros incómodos". La segunda novela de la saga es "El camino de los tres Generales".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 nov 2023
ISBN9798223160939
Héroes de la Extinción 3: Recuerdos de Triumm, #3

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    Héroes de la Extinción 3 - Ezequiel Bongiorni

    UN LUGAR INENTENDIBLE

    Un tango perenne atemperaba aquel ambiente de soledades eternas y pasiones desenfrenadas, a la espera de una milonga que parecía no alcanzar un principio ni suponer un final. 

    Los únicos dos músicos que sostenían esos acordes eran parte de la austera decoración de aquel bar sobre la Calle Larga de Barracas, bajo una de las tantas lunas de 1921.  Las dos sombras, que se ubicaban al fondo contra una pared manchada por el tiempo sobre una tarima baja, se defendían estoicamente con el rasgueo de una guitarra y el dulzor de un bandoneón olvidado.  Sentado en una silla de madera y mimbre, un virtuoso sostenía una guitarra criolla sobre una pierna que apoyaba sobre un banquito minúsculo.  A su lado, un hombre de porte importante, cabizbajo y escondido detrás de un sombrero oscuro de fieltro, aguantaba un seductor bandoneón que no paraba de dispersar su magia.  Sus trajes impolutos se mezclaban entre las penumbras postergadas que los rodeaban. 

    Frente a ellos, como si el bar careciera de un aspecto público, una pareja bailaba despuntando la lujuria del tango.  Eran los únicos clientes que resistían a esa altura de la noche.

    —  Esta ginebra es pa´ aquella mesa —ordenó una voz, añeja y lijada por la bebida, detrás del mostrador del bar de Tres Esquinas.

    A Benjamín la oración imperativa lo incomodó.  Bajó su vista y se enfocó en el insignificante vaso que tenía frente a él sobre la barra de madera desgastada.  La superficie de la ginebra se mecía y apresaba la atención de Benjamín, quien parecía ahogado en las modestas olas sobre el líquido transparente y que, poco a poco, perdían su vigor.  Cuando el vaso calmó su temperamento, Benjamín levantó su mirada y encontró a su lado un hombre de lustrosa calva y tristes cabellos deshilachados a los costados; prominente panza, apenas contenida por un pantalón negro con un cinturón inclemente; y un paño casi inmoral sobre el hombro izquierdo.  El rostro de Benjamín reflejó un inequívoco desconcierto.

    El hombre calvo agitó su cabeza con desdén en dirección a una mesa redonda y perdida en las sombras, que se encontraba al lado de la pareja que bailaba con efusiva dulzura.

    —  ¿Qué pasa, pibe? —insistió el hombre de cabeza bruñida.

    La perplejidad en los ojos de Benjamín enfurecía al hombre de trapo al hombro que parecía alzarse como la autoridad del lugar.

    Benjamín inspiró y tomó la insignificante encomienda barriendo con velocidad la barra.  La ginebra apenas se alteró.  Enmudecido y turbado, caminó la extensa continuidad de la barra hasta que encontró una puertita que le permitía salir al sector de las mesas.  A su paso, se percató de su vestimenta y aspecto: camisa blanco ceniza, pantalón azabache de holgura generosa, y cabello peinado hacia atrás.  Al acercarse hasta la pareja que bailaba, posó suavemente el diminuto vaso sobre la mesa, en donde un sombrero reposaba a la espera de su dueño.  Fue en ese momento cuando el chirrido lento de la puerta de entrada resonó molestando la soledad del bar.  Benjamín volteó.

    Entonces de la negrura incontenible de la noche, emergió una sombra difusa que apresuradamente se transformó en un hombre de apariencia tan prolija como chocante.  Con temple, pasó el umbral.  Vestía un traje marrón oscuro y unos pantalones apenas más claro.  Un pañuelo blanco e inmaculado le abrigaba el cuello y pecho.  Bajo un sombrero de fieltro marrón con una cinta oscura, se escondía un rostro de rasgos rigurosos, y bigotes y cabellos largos tan negros como una pantera.

    El hombre de traje pardo entró lentamente al bar fumando, y avanzó hasta la mesa junto a la pareja.  Benjamín lo miró de reojo al pasarle por al lado en su camino de vuelta a la barra. 

    El recién ingresado tomó asiento en la mesa donde Benjamín había dejado la bebida, y sin sacarse el sombrero contempló con un silencio agresivo a la pareja, la cual al instante interrumpió el baile.  Los músicos seguían componiendo su tango, como si fueran ajenos a las circunstancias.

    —  Nos vemos mañana, mi buena moza — la despidió el hombre que se había perdido en los calores del tango.  Su traje negro a rayas se difuminaba en la oscuridad donde su pañuelo blanco de cuello resaltaba.

    Enseguida, con una lentitud meditada, el hombre parado tomó asiento frente al otro, separado sólo por la pequeña mesa redonda, su sombrero de fieltro negro, y la solitaria ginebra.  Marcando su territorio como un animal salvaje, tomó su sombrero de la mesa y cubrió sus cabellos rígidos y lustrosos.  El otro reaccionó tomando el vaso de ginebra y no dudó en terminarlo de un solo trago.  Eso molestó a su compañero de mesa, quien achinó la mirada.  Unos instantes de silencio denso tensionaron el aire.

    —  Finalmente me encontró, Villegas — sentenció el que bailaba tango, apoyando una mano sobre la mesa y escondiendo la otra debajo.

    El hombre de traje y sombrero caramelo, que recién había entrado, no se inmutaba y su vista impávida estaba fija en el otro.

    —  ¿Va ´blar, Villegas? ¿O la cobardía le ganó de mano?

    —  No sabía de la elocuencia de las ratas — respondió el de sombrero marrón.

    —  ¿A qué vino, Villegas?

    —  Uste´ sabe, Aguerre. Tardé unos meses pero en algún tugurio como éste lo iba a encontrar.

    —  Se hubiera quedado en ese pueblo de mala muerte.

    —  Estoy acá pa´ arreglar el asunto, Aguerre.

    En ese momento, Aguerre agachó la mirada como si hubiera visto el porvenir en un solo instante.

    Cuando Benjamín retornó detrás de la barra, notó algo peculiar.  El hombre de paño en el hombro se sostenía en puntitas de pie como una bailarina clásica para poder apoyar sus codos y alcanzar ese mostrador de madera noble y altura perversa.

    —  ¿Qué tenso todo, no? ¿Hay que hacer algo? — preguntó Benjamín, dirigiéndose al hombre calvo.

    —  Uste´ se queda acá, pibe, sin chistar.  Esos dos están rechiflaos.

    —  ¿Y los conoce, señor...? Señor... Perdón. ¿Usted, quién es? — indagó Benjamín sin comprender aquello que había pasado, ni lo que estaba pasando, ni lo que iba a venir.

    —  ¿Se le aflojó un tornillo, pibe? ¿Uste´ está bien? Soy el que lo va a poner de patitas en la calle si sigue preguntando estupideces, o si no me llama con respeto Don Lorenzo. Ni se le ocurra acercarse.  Estos son los arrabales de Buenos Aires.  Acá brotan los malandrines como yuyos entre las piedras.

    —  Buenos Aires...Argentina...—susurró Benjamín.

    El hombre de traje negro, de la mesa desolada, se acomodó el sombrero apenas ladeado hacia la izquierda.  Luego, acotó al silencio:

    —  Había que hacerlo.

    —  No había necesida´ — contestó Villegas.

    —  ¡Había que mostrar autoridad, carajo! — alzó la voz Aguerre, golpeando la mesa.  En ese momento, Benjamín dejó de apoyarse en la barra y adoptó una posición vertical expectante.

    Villegas observó el golpe en la mesa de su antiguo compañero con un gesto de negación.  Luego, posó la mirada de nuevo en aquel delincuente (como lo era él también).  Con el mismo tono monótono y sosegado, dijo:

    —  Lo único que teníamos que hacer aquella noche, en ese pueblo inmundo, era apretar a ese pobre tipo para que el jefe pueda cobrar.  Apretarlo.  Nada más.

    —  Salió así... No sé — balbuceó Aguerre.

    —  ¿Salió así? .  Fue estúpido cruzar a la pareja cuando atravesaba el puente.

    —  En la noche no me di cuenta que la doña caminaba con un bebé en los brazos.  Vi la oportunidad y me lancé. Puente o no puente, el loco era un finao que ansiaba tierra.

    —  Mire, Aguerre, uste´ viste cuero viejo.  Sabía que cuando le puso el facón en la garganta a ese hombre la mujer iba a saltar a defenderlo.  Pero ella trataba de separar nomás.

    —  Pero el mugriento ese salió como un caballo encabritado.  Había que frenarlo.

    —  ¡¿Y por eso le acuchilló las entrañas y lo tiró al río podrido?! — exclamó Villegas, golpeando  la mesa y levantando la voz—.  ¡Éramos dos!

    Justo ahí, Benjamín abrió bien sus ojos y se retrajo un paso sin poder creer la impunidad de aquellos desconocidos de mala vida.  El bandoneón y la guitarra seguían sonando lánguidos pero ininterrumpidos como si el bar estuviera en su esplendor.  Cuando Benjamín dio un primer paso y se dispuso a dejar la barra, Don Lorenzo, quien se mantenía a su lado, cruzó un brazo sobre su pecho; lo miró fijo e hizo un gesto rotundo de negación.  Enseguida Benjamín comprendió; sumiso y enfurecido, agachó su cabeza y observó para un lado y para el otro las cerámicas desgastadas por pasos vitalicios.

    —  Vuelvo a repetir.  ¿A qué vino, Villegas?

    —  Cuando nos fuimos corriendo de ese puente, al pisar los pastizales me tropecé con una piedra de porquería... o, algo así.  No me acuerdo.  Al pararme, sentí como si alguien me llamara, pero cuando giré no había nadie.  Uste´ había desaparecido en la noche y nunca más lo encontré.  Lo único que vi a la distancia fue aquella doña con su crío en el puente, recta y dura como una estaca de campo, viendo la oscuridad y la perdición.  Ese recuerdo es un carbón candente en mi cabeza cada noche.  Es un tormento interminable.  Pero eso hoy termina.

    —  ¡Entonces terminemos el chamuyo! — gritó Aguerre, poniéndose de pie repentinamente y metiendo su mano dentro de su traje negro a la altura de su faja.

    La respuesta fue instantánea. Villegas se paró revoleando la mesa a un costado y, también, procurando su facón escondido pero ávido de represalia.

    En ese momento, un alarido rebotó por todo el revestimiento de aquellas paredes abandonadas y congeló los ánimos del bar:

    —  ¡Acá ni se les ocurra! — ordenó Don Lorenzo, marcando la madera tersa del mostrador con el frío del caño de un revólver—.  ¡A la yeca! ¡Los perros pelean afuera!

    Los delincuentes al escuchar la orden, como si se tratase de una autoridad paternal, revelaron sus manos ocultas y se acomodaron los trajes y sombreros.  Luego caminaron en fila, apaciblemente, hacia la entrada.  Al salir, cerraron la puerta de forma enérgica, derramando la violencia que estaban a punto de desatar.  El aire del Tres Esquinas se apaciguó, aderezado únicamente por aquella música incansable.

    —  ¡Por fin se fueron los locos! — comentó Benjamín, dirigiéndose a Don Lorenzo, quien no reaccionaba ni bajaba el revólver del mostrador—. Se terminó.

    Repentinamente, el bandoneón cesó, y su pausa fue acompañada por la guitarra.  Aquel músico que sostenía el bandoneón, se lo sacó de encima y lo apoyó delicadamente sobre un banquito.  Al pararse, su gran porte se escapó de la sombra oblicua que oscurecía la tarima.  Caminó cabizbajo, escondido bajo su sombrero, y cuando llegó a la barra se detuvo frente a Benjamín y Don Lorenzo.  Delicadamente, el músico extendió su brazo hacia adelante con la palma de su mano hacia arriba.  Fue ahí cuando, levantó su mirada y descubrió sus ojos cansados y penetrantes. Entonces dijo:

    —  ¿Cuántas?

    —  3 balas — le respondió Don Lorenzo, apoyando el revólver sobre la mano del músico.

    —  Sobra una — concluyó el músico, agarrando el arma y volteando hacia la entrada del lugar.

    Cuando el músico se sumó a la noche ineludible, cerró la puerta del bar de Tres Esquinas y dejó atrás sólo un silencio resonante y una historia inextinguible.

    —  ¡¿Queeeé...?!— balbuceó Benjamín.

    —  Es terco el finao del puente para estirar la pata — interrumpió Don Lorenzo el desconcierto de Benjamín —. ¿Viste, pibe? Son los beneficios de tener una mujer que sepa cosas de dotores.

    Dos disparos solitarios y vengativos relampaguearon en la vereda de aquel bar.  Sólo los faroles y la Luna fueron testigos distinguidos del entrevero en la noche desaforada en aquellas orillas olvidadas del Sur.  El hecho pareció darle un cierre al preludio de la conversación de Benjamín con Don Lorenzo.

    CAPÍTULO II

    LABERINTO INSORTEABLE

    Luego de perderse contemplando una chapa oxidada, que anunciaba un licor llamado Hesperidina, Benjamín volvió en sí.

    —  Hablando de otro tema, Don Lorenzo... ¿Cómo llegué hasta este lugar?

    —  Si vos no lo sabés, pibe, menos yo — contestó con cierta displicencia el hombre calvo y de panza trepidante—. Te encontré una noche tumbao contra un pilote de un muelle del riachuelo. Apenas te salía la voz.  Tartamudeabas unas palabras que no entendía ni jota. Era siempre lo mismo: den...sebaaas...naaait...daniii...ayuuuuda, ayuuuda. Tenías muy mala pinta. Estabas al borde de irte pa´ arriba.

    Benjamín escuchaba con atención al hombre de aparentes buenas intenciones, ojeando a su alrededor tratando de encontrar alguna respuesta adicional.

    —  Como no vi un alma en esas calles, esa noche te cargué hasta mi casa —prosiguió Don Lorenzo—.  Ahí la patrona y m´hija te dieron de tomar algo y una sopita.  Despué´ te quedaste dormio como un tronco por dos días, y cuando te levantaste no hablabas nada.  Pasaste un par de días encerrado en silencio.  Eras un finao vivito y coleando.  Pensamos que eras mudo.  Ayer se me ocurrió que me dieras una mano en mi laburo... Pa´ sacarte a tomar aire, ¿viste? Y hace un rato te largaste hablar como una cotorra.  Así estamo´.

    —  ¿Y nadie vino a preguntar por mí? ¿Denise? ¿Un tal Sebastián? ¿Un moreno corpulento de nombre Nate? ¿Un niño? ¿Nadie?

    —  ¿Quién sos, pibe? ¿Un artista?

    —  Me llamo Benjamín Brauss — respondió agachando la cabeza—, pero en este tiempo y lugar no soy nadie — agregó susurrando.

    Con un movimiento rápido que inquietó a Don Lorenzo, Benjamín se paró en forma erguida y saltó la barra.  Sin mediar palabra, abandonó el bar de la estación Tres Esquinas y salió a encontrarse con aquella noche ajena.

    Dejando atrás un estruendoso portazo, Benjamín se encontró en una parte de la ciudad donde la soledad intimidaba.  Era evidente que estaba en el pasado (muy en el pasado).

    La primera idea que le surgió al salir del bar fue tratar de levitar algunos metros para tener un mejor panorama.  Sin embargo, le fue imposible.  Entonces, un frío corrió por su espalda al asimilar el drama que no se había percatado que estaba sucediendo.  Intentó mutar sus ojos al blanco y entrar en la mente de Don Lorenzo, quien permanecía dentro del bar.  Pero su mirada se mantuvo espeluznantemente normal.  No podía entrar en la mente de Don Lorenzo, ni percibir a nadie a su alrededor.  Extendió su brazo con la palma de su mano abierta hacia un farol lejano, sin resultados.  No podía captar energía por más que fuera un volumen insignificante.  Enseguida se sintió derrotado.  Agachó su cabeza al comprender que, por algún motivo, carecía de todos los poderes que había aprendido a dominar. Luego de unos instantes, alzó la vista hacia una realidad abominable.

    La luz de la Luna tenía un brillo como nunca había visto Benjamín; resplandecía blanqueando su rostro y poniendo al descubierto su desconcierto.  A la distancia se observaban dos difusas manchas inertes en el suelo sobre una alfombra irregular de sangre negra, que Benjamín dio por sentado de quienes se trataba. La respiración se le hizo tosca y candente.  La desesperación lo abordaba.  A la distancia Benjamín descubrió una línea refulgente; entendió que era algún canal de agua o río que discurría hacia una dirección imprecisa.  Y como si éste representara algún tipo de escapatoria, empezó a correr hacia él.

    Benjamín huía sin rumbo, avanzando por una ciudad abierta y despoblada.  El miedo de estar solo en un tiempo equivocado y sin poder volver lo aterrorizaba.  Cuando llegó al riachuelo comenzó a seguirlo, corriendo a su lado sin parar.  Pensó en vadearlo pero lo comprendió como una acción suicida. Saltaba con trancos largos sobre charcos de Luna nacarada, se resbalaba en adoquines lustrosos, pero nunca detenía su paso vertiginoso por aquella parte rezagada de la ciudad porteña.  Los faroles se sucedían con menos frecuencia que algunas embarcaciones herrumbrosas.

    Cuando los pulmones y su sien se hicieron tortuosos, Benjamín se detuvo.  El único ruido que escuchaba alrededor era el agite impiadoso del aire que entraba y salía de su cuerpo.  Se apoyó, primero, contra el poste de un farol.  Luego se inclinó y se sostuvo sobre sus rodillas.  Finalmente cayó derrotado contra el poste, rodeado por una lumbre difusa.

    ¿Qué hacía en Buenos Aires? ¿Era principio de siglo XX? ¿Por qué no recordaba cómo había llegado ahí? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Cómo iba a trasladarse hasta el futuro de Ámbarth donde la guerra continuaba? Las preguntas sin respuestas atormentaban a Benjamín, quien trataba de mitigar su aliento, cavilando frente a ese riachuelo de sonambulismo furtivo.

    CAPÍTULO III

    SOMBRAS ELOCUENTES

    Los dos meses en Buenos Aires fueron asfixiantes. Para Benjamín la ciudad se había transformado en una jaula inexpugnable.  Sus diversos estados de ánimo, propios de esa agonía, fueron mutando.  La ansiedad, la desesperación, la profunda tristeza, y la irritabilidad habían quedado atrás.  Había que abandonar los arrabales de Buenos Aires de principio de siglo XX y volver con sus amigos a como diera lugar.

    La mirada meditabunda de Benjamín estaba perdida en el crepúsculo anaranjado que se cernía sobre el riachuelo tan armonioso como turbio.  Los cabellos que caían hasta sus pómulos escondían un ceño arrugado, todavía enojado con el confusión de aquella circunstancia. 

    Como si la belleza de aquella tarde lo molestara, Benjamín volteó con desprecio y se encaminó hacia la casa de Don Lorenzo, que era donde había estado parando.  Cruzó una calle ancha, en donde sólo resonaba el paso cansino de algunos caballos percherones desplazando unos tranvías de madera. 

    Caminó unos metros por una vereda inexistente hasta ingresar en una pequeña puerta que daba a un pasillo dilatado hacia el fondo, donde pasando otra entrada parecía esconderse una casa. Como si estuviera llegando tarde a un evento, aceleró su paso por el zaguán de la casa, un patio central amarillento perfumado por jazmines, un comedor vidriado, y un patio menor con dos puertas de madera ocre y vidrios rectangulares.  Antes de abrir una de las puertas para entrar a su habitación, saludó a Doña Elvira, la mujer de Don Lorenzo, quien lo alertó de una merienda con pastelitos.  Benjamín esbozó una sonrisa forzada y se encerró, como siempre, en su habitación.

    Al entrar en su humilde cuarto, sólo amoblado por una cama de medidas tacañas y un escritorio que parecía construido por un aficionado, descubrió una pared tapada por una manta azulada.  La infinidad de papeles con números, anotaciones, hilos de lana carmesí que iban de aquí para allá, habían transformado esa pared de medidas corrientes en un monumental muro de información delirante.  Se divisaban fechas, lugares en que había estado Benjamín, planetas, y una cantidad de anotaciones y garabatos que asustaban.

    —  El Cuentista... Muros de Triumm... Denise... — balbuceaba Benjamín, observando la pared detenidamente y golpeándose con un lápiz grueso sus dientes —.  Año 52103... Entonces... — siguió, hasta quedarse sin palabras y perderse en sus pensamientos.

    Un silencio, supeditado a una incapacidad de algún raciocinio mínimo que desmarañe aquella realidad, se asentó cómodo en la habitación.  Los minutos se sucedían sin clemencia y lo único que se movía en ese lugar, de techos altos y aire húmedo, eran los ojos desesperados de Benjamín.  En un momento, quiso ver un dato que se encontraba en una esquina superior de la pared y avanzó con la vista hacia arriba.  Hizo un paso lento, se llevó el lápiz a la boca, e intentó otro paso. Fue ahí cuando, la torpeza lo traicionó y terminó tropezando con la manta azulada que había quedado tirada, clavándose el lápiz en las encías.

    —  Ahhhh...

    Entonces, llevó sus dedos hasta su boca y éstos salieron ensangrentados.  Ahí desató su furia (que daba tanta pena como vergüenza ajena).

    — ¡Para nada sirve toda esta basura! ¡Soy un idiota escribiendo una pared mugrosa!— rugió revoleando el lápiz contra la pared.

    Luego, abandonó la habitación con un portazo que rebotó por ese patio que descansaba bajo una Luna perfecta.  Tomó el pasillo con apuro y salió a la calle a vaguear con sus manos en los bolsillos, la vista fija en el suelo, y los hombros encogidos.

    Avanzó y avanzó en un Buenos Aires vacío.  Cuando desatendió sus pensamientos y observó a su alrededor, Benjamín se encontraba en un callejón únicamente iluminado por el resplandor nocturno que encendían los adoquines como pequeñas luces rectangulares.  Dos muros de ladrillos a la vista se precipitaban sobre él, a la derecha e izquierda, sin mostrar puertas ni ventanas.  Benjamín desaceleró la marcha con pasos dubitativos hasta detenerse frente a una línea oblicua sobre el callejón que marcaba el inicio de las penumbras.  La obra teatral detrás de ese telón lóbrego e intimidante se percibía como terrorífica.

    —  Te he encontrado — vibró una voz en las profundidades de aquella negrura.

    Benjamín contuvo el aliento frío, y un recuerdo resonó con furia en su memoria. En un instante, se le reveló la imagen del Profeta de las Tinieblas que los perseguía por los callejones de aquella ciudad costera antes de huir a través de los túneles subterráneos.  Aquel recuerdo de esos ojos rojos y enajenados en la oscuridad estremeció hasta la última fracción de su cuerpo.  Si, de alguna forma, lo había encontrado un Profeta, sin sus habilidades no le quedaba más que una noble despedida.  Exhaló profundamente sopesando algún lugar donde huir.

    De repente, las sombras se abalanzaron sobre él.  Algo salió despedido de la oscuridad y lo abrazó a la altura de la cintura.  Benjamín abrió sus brazos atónitos y miró hacia abajo.

    — ¿Dani? — musitó.

    — ¡Te hemos buscado por mucho tiempo! — exclamó Daniel, soltándose.

    Benjamín se agachó a la altura del niño y lo abrazó con fuerza.  Daniel representaba la coherencia dentro de la demente soledad a la que había estado sometido.

    — Y finalmente te hemos encontrado — diagnosticó un niño con voz adulta, dejando las sombras atrás.  Su voz añeja no coincidía con su pequeña estatura, su pantalón corto marrón, su camisa blanca arrugada por dos tiradores, sus medias hasta las rodillas, y los zapatitos lustrados.  Sus cabellos castaños parecían peinados por un huracán y sus ojos eran tan negros como el fondo de los mares.

    —  ¿Quién eres, chiquitín? ¿Tus papis? — dijo Benjamín con una cortesía impostada y una mirada inquisitiva, acercándose lentamente al extraño niño.

    —  ¿A quién crees que le estás hablando, chi..qui...tín? — replicó el niño —.  La próxima vez que me llames de ese modo te encierro en un cuento hasta el fin de tus días, o del universo; lo que acontezca primero.

    —  ¿Un Cuento?... ¡el Cuentista! ¡Pedrito!

    El Cuentista arrugó la cara como si hubiera digerido algo mal, pero enseguida se enfocó en la urgencia:

    —  Benjamín, necesitamos hablar.  El tiempo apremia.

    CAPÍTULO IV

    RECORDANDO EL INFIERNO

    Los tres caminaron las sombras solitarias de la noche de Buenos Aires hasta una cantina desierta y decorada con banderas italianas.  Tomaron asiento en una minúscula mesa cuadrada y polvorienta.  Benjamín no tardó en ordenar algo que sus amigos no entendieron ni le dieron importancia.

    —  ¿Cómo llegamos hasta este año? ¿Dónde esconden la Estación Épsilon? ¿Por qué no recuerdo nada? — torpedeó Benjamín.

    El Cuentista lo observó fijamente.  En su mirada se podía percibir que algo estaba muy errado o algo nefasto estaba a punto de suceder.  Entonces, Pedrito, se explayó en una explicación que Daniel acompañó con un silencio sepulcral.

    —  No viajamos en el tiempo.  Esto no es el pasado.  Estamos atrapados por el sistema de seguridad de Triumm, la ciudadela capital de Ámbarth.  Necesito que recuerdes, Benjamín.

    En ese momento, los ojos del Primario abandonaron al Cuentista y se perdieron en su memoria.

    —  Luego de la batalla en las puertas de Triumm, en donde pudimos liberar las mentes de Daniel, Denise, y el resto, nos reagrupamos — inició una rigurosa explicación el niño de voz rauca.

    —  ¿Dónde está Denise? —interrumpió Benjamín abruptamente.

    —  Voy a eso — continuó el Cuentista ante la mirada inquisitiva de Benjamín —. En la batalla en las puertas de Triumm, al verse diezmados y poder sentir la derrota aproximarse, los Profetas y sus esclavos, los Krungs, se escondieron dentro de la ciudadela capital.  Nosotros dejamos pasar la noche.  Fue una extensa noche de discusiones sobre la mejor estrategia.  Mientras, iban llegando miles de soldados de diferentes ciudadelas de Ámbarth.  El ejército humano en pocas horas se multiplicó por miles.  Con el fin de la oscuridad,  los soldados humanos eran tantos que ennegrecían el alba.  El fin de la guerra estaba próximo.  Sin embargo, las defensas de Triumm eran férreas, su armamento

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