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La lengua retorcida: Disparates, pedanterías, manipulaciones y otros artificios lingüísticos
Por Jesús Laínz
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He aquí un inagotable suministro de ocurrencias en el uso cotidiano de la lengua española, sabrosos episodios de su historia, manipulaciones de los incansables separatistas, ridiculeces de políticos y otros pedantes... Y lo más grave: perversas ingenierías lingüísticas de quienes, en España y en todo el mundo, pretenden imponer su tiranía mediante la censura de palabras e ideas.
Y de postre, una sorprendente recopilación de esas meteduras de pata que cometemos todos los hispanohablantes, caudalosa fuente de despistes, genialidades y picardías promovidas desde hace siglos por el diablejo Titivillus.
Aunque los asuntos aquí tratados sean todo menos irrelevantes, La lengua retorcida es tan enemigo de la corrección política, tan irreverente con los dogmas de la modernidad, tan incisivo y tan divertido que el lector acabará llorando de risa. ¡Y tanto en prosa como en verso!
«Ya habrás comprendido, amigo lector, que te vas a embaular un libro destornillante. Así que ponte cómodo en tu butaca favorita y prepárate a disfrutar, que es gratis». —Amando de Miguel
Y de postre, una sorprendente recopilación de esas meteduras de pata que cometemos todos los hispanohablantes, caudalosa fuente de despistes, genialidades y picardías promovidas desde hace siglos por el diablejo Titivillus.
Aunque los asuntos aquí tratados sean todo menos irrelevantes, La lengua retorcida es tan enemigo de la corrección política, tan irreverente con los dogmas de la modernidad, tan incisivo y tan divertido que el lector acabará llorando de risa. ¡Y tanto en prosa como en verso!
«Ya habrás comprendido, amigo lector, que te vas a embaular un libro destornillante. Así que ponte cómodo en tu butaca favorita y prepárate a disfrutar, que es gratis». —Amando de Miguel
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La lengua retorcida - Jesús Laínz
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Jesús Laínz
La lengua retorcida
Disparates, pedanterías, manipulaciones y otros artificios lingüísticos
Prólogo de Amando de Miguel
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023
Imagen de cubierta: Titivillus, un diablejo de la Baja Edad Media encargado de provocar errores en el trabajo de los copistas. © Jesús Laínz
Prólogo de Amando de Miguel
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 129
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-160-1
ISBN EPUB: 978-84-1339-493-0
Depósito Legal: M-24147-2023
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Los cómicos de la lengua estofada
Introducción
Politiqués, polisílabos y pedanterías
Invasión anglofrancesa
Disparando al modernismo
Ridiculizando a Rubén Darío
El primer texto en espanglish de la historia
Rabieta palabrera
¿Qué fue de la cortesía?
De hijoputas y cojones
Vamos desnudándonos
Contra la tontería
(ansí, en quaderna vía)
Camaradas y camarados
Lenguajo no sexisto
Gramática de género
El poder de las palabras
Pedantemos
Jitanjáforas progresistas
Prólogo carminativo
Capítulo I: Jitanjáfora membruda
Capítulo II: Jitanjáfora portavociente
Terminología totalitaria
Más sobre neolengua
La izquierda está patologizada, ¿quién la despatologizará?
Cuacuadores
De tortillas estatales y otras huevadas
¡País!
La trampa de la nacionalidad
Apellidos vascos
Yo te bautizo Terminator
Rectificaciones bautismales
¡Trabucamientos a discreción!
«—Cuando yo uso una palabra —dijo Humpty Dumpty en tono burlón— significa precisamente lo que yo quiero que signifique; ni más ni menos.
—El problema es —respondió Alicia— si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
—El problema es —sentenció Humpty Dumpty— saber quién es el que manda. Eso es todo».
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo
Los cómicos de la lengua estofada
Jesús Laínz, o la curiosidad impertinente, forma parte de esa rara tribu de los que disfrutan observando, leyendo y escribiendo sin ningún recato.
Aquejado yo de un cáncer de posdata, me consuela que el montañés haya recogido el testigo del empeño de recolectar setas léxicas, un viejo pasatiempo mío. Lo hace con un prodigio de simpatía, cosa de agradecer en estos broncos tiempos de iniciación a la III Guerra Mundial.
Me viene a la memoria un recuerdo de mis años activos en la Complu. Me habían puesto en el tribunal de una tesis de Periodismo. El doctorando aducía el mérito de haber estudiado en la Universidad Complutense de Madrid (valga la contradicción) y en la Autónoma de México, D.F. (que se traduce por «defiéndete fuereño»). El hombre aplicaba el reconocimiento de tan magna conjunción, y dedicaba, enfáticamente, la tesis «A mis dos almas mater». No tuve más remedio que darle un voto negativo a tal atentado lingüístico. Los demás miembros del tribunal le concedieron un sobresaliente. Supongo que todavía me persigue la venganza de Moctezuma.
Ya habrás comprendido, amigo lector, que te vas a embaular un libro destornillante. Quiero indicar que, de tanto reír, se te va a aflojar algún tornillo del cráneo.
Como es sabido, la risa efluye con lo inesperado, lo sorprendente; más todavía si el estímulo es real, ingenuo. Este es el caso de la recopilación lainzesca. No puede ser más audaz para el lector más inteligente, como fuera, en su día, La Codorniz. Por algo humor se escribe con hache.
Así que ponte cómodo en tu butaca favorita y prepárate a disfrutar, que es gratis. Al menos, es un precio que las autoridades, todavía, no se han atrevido a topar.
Aunque debo hacer constar que el fino autor de la Montaña no sólo se mueve por los andurriales de las volutas del lenguaje público. Acude al meollo del repollo; esto es, entiende que la verborrea de la «agenda 2030» no es más que un disfraz de la nesciencia. Es decir, el asunto es de legitimidad política, nada menos. Su costado festivo no le quita importancia teórica. En síntesis, éste es un libro de doctrina, en el correcto sentido del término.
Amando de Miguel
Introducción
Como todos ustedes saben, Amando de Miguel, egregio polímata, lleva décadas dedicando sus actividades plumíferas a campos muy variados. El primero que es obligatorio mencionar, naturalmente, es la sociología, ciencia que lleva impresa como profesión en sus tarjetas de visita y a la cual ha dedicado decenas de libros. Pero también le ha dado con contundencia a la política, la novela, las memorias, la historia de la literatura y la lingüística.
Junto a los libros que ha dedicado a esta última (entre otros, La perversión del lenguaje, La lengua viva, Se habla español, La magia de las palabras, Hablando pronto y mal, etc.), ha escrito un sinfín de artículos sobre las mil y una curiosidades de la lengua española, la mayor parte de ellos en Libertad Digital durante los últimos veinte años.
A una nutrida subespecie de estos artículos lingüísticos pertenecen los dedicados a entablar un diálogo con sus lectores para recoger todo tipo de errores, ocurrencias y disparates que al hablar cometemos diariamente los españoles —lo correcto sería decir los hispanohablantes—, unos por ignorancia, otros por despiste y otros, los que mayor pecado cometen, por pedantería. A estos disparates, inagotable fuente de regocijo, los bautizó trabucazos o trabucamientos.
En esta tarea colaboró el abajo firmante en algunas ocasiones, lo que llevó a Amando a lanzarle este peligroso piropo —peligroso para el abajo firmante— en un artículo publicado el 10 de junio de 2011:
Cumple mi amigo de forma tan precisa el espíritu de esta seccioncilla que, cuando yo falte, dicto que se encargue de ella Jesús Laínz.
Me hizo gracia la sugerencia, pero no la presté atención, metido como estaba hasta el cuello en otros asuntos tanto laborales como literarios. Pero en tiempos más recientes, con motivo de algunos trabucamientos recogidos en torno a 2018 y 2019, el Trabucador Mayor del Reino insistió en preguntarme por qué no escribía un libro con las perlas que iba encontrando. Ante mi respuesta de que no tenía material suficiente, me respondió al día siguiente que «puedes utilizar todo lo mío sin trabas». Y a la tercera o cuarta vez que me lo recordó, no tuve más remedio que empezar a pensar en ello a pesar de la pereza que aletarga mi pluma cada día más.
Así que no me quedó más opción que desempolvar papeles, notas y correos electrónicos en busca de los trabucamientos que había aportado en su día a los artículos de Amando. Seguía siendo poca cosa, por lo que vime obligado a lanzarme a la calle para agarrar por las solapas a una buena cantidad de familiares, amigos y conocidos que por sus profesiones —médicos, veterinarios, farmacéuticos, libreros, profesores, comerciantes…— imaginé que deberían de tener alguna experiencia al respecto. Así fue, y a su generosa colaboración debo el material recogido por toda España, a menudo desternillante, a la vez que ellos habrán de confesar que me deben habérselo pasado estupendamente refrescando anécdotas lingüísticas de las que habían sido protagonistas.
A todo ello añadí, naturalmente, muchas de las anécdotas recogidas por Amando en sus artículos trabucaires. Y cosa muy curiosa es que bastantes de ellas coinciden con las recolectadas por mis colaboradores e incluso con las oídas directamente por mí, lo que demuestra que hasta los errores tienen sus clásicos: no hay más que pensar en los quebraderos de cabeza —más bien de lengua— que los otorrinolaringólogos provocan a algunos de sus pacientes. Y lo que todos hemos oído contar en chistes, a veces se lo vuelve a encontrar uno en la realidad.
Pero no todo en estas páginas va de trabucamientos, pues a ellos —reunidos en el capítulo final como epílogo jocoso a asuntos más serios— he añadido varios textos sobre asuntos lingüísticos variados que he ido escribiendo en los últimos años, también en Libertad Digital, periódico que comenzó a publicar mis artículos hace ya una década larga. Algunos de ellos los escribí con el objetivo de pasar un buen rato yo mismo e intentar hacérselo pasar a los lectores buceando en hechos curiosos de la historia de la lengua española: por ejemplo, el primer texto en espanglish de la historia, que es bastante más antiguo —mediados del siglo XIX— de lo que en principio cabría suponer, o la inmisericorde artillería literaria que, a principios del XX, descargó su munición sobre el pobre Rubén Darío y su coro de modernistas.
Las obsesiones lingüísticas de nuestros separatistas, que ocupan un lugar de honor en la historia universal del disparate, también tienen su rincón, aunque pequeño dado que ya las traté con detalle en Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras (Encuentro, 2011). Y también hay algunos capítulos no aparecidos previamente en Libertad Digital, como los dos primeros, los más extensos, escritos directamente para este volumen.
La mayor parte de los capítulos están dedicados a asuntos bastante más serios aunque también puedan mover a la risa si conseguimos tomárnoslos con cierta distancia: la pedantería, tan generalizada entre nuestros políticos, y la ingeniería lingüística con la que muchos de ellos pretenden modelar el pensamiento de los ciudadanos. Fenómeno éste —hay que subrayarlo— que está lejos de ser patrimonio de los hispanohablantes de ambos hemisferios, ya que se trata de un fenómeno mundial. Y esta ingeniería o manipulación lingüística aumenta paulatinamente en cantidad e intensidad debido al poder de los medios de comunicación de masas, inimaginable en tiempos pasados, para inculcar en miles de millones de personas un pensamiento único cuyos límites son cada día más difíciles de traspasar sin arriesgarse al insulto y el silenciamiento.
Acabo ya. Quede aquí inmortalizado mi agradecimiento a todos mis colaboradores, que tan generosamente han compartido conmigo sus trabucamientos y a los que no puedo nombrar uno a uno por ser muchos y por miedo a que se me olvide alguno y se enfade conmigo. Pero si se atreven a adentrarse en estas páginas, no tardarán en encontrar su huella.
Y, claro: va por ti, Amando.
Politiqués, polisílabos y pedanterías
«Así como hay palabras polisílabas que dicen muy poco, también hay monosílabos de significado infinito»
Georg Lichtenberg
Las tres pes. Distintas pero entrelazadas. Independientes pero aliadas. Su común denominador es la impostura. Al fin y al cabo no es más que una de las facetas del esnobismo, esa fea tendencia a prestar atención a las estupideces de moda y aparentar ser lo que no se es. Plebeyez en grado sumo.
Pedantes —esos a los que el DRAE define como las personas engreídas que hacen inoportuno y vano alarde de erudición, ténganla o no en realidad— los ha habido siempre. Unamuno los definió con magistral brevedad: estúpidos adulterados por el estudio. Aunque, para ser fieles a la verdad, ni siquiera hace falta estudiar. Hoy muchos pedantes, sobre todo los políticos, no han abierto un libro en su vida. Adolfo Suárez, por ejemplo, presumía de ello. Su biógrafo Gregorio Morán lo dejó claro: «No leyó un libro en su vida. Yo creo que no leyó ni los de la carrera de Derecho». Pero ni a Suárez ni a la mayoría de nuestros gobernantes y legisladores les ha hecho ninguna falta para tener éxito en su remuneradísima actividad.
Uno de los síntomas más inmediatos y evidentes de los pedantes es su pasión irrefrenable por las palabras más largas a las que puedan echar mano: los llamados polisílabos o archisílabos. Hace ya tres siglos que Iriarte los ridiculizó de manera insuperable en aquel poema sobre un gato, «pedantísimo retórico, que hablaba en un estilo tan enfático como el más estirado catedrático». He aquí la moraleja: «Hay quien tiene la hinchazón por mérito, y el hablar liso y llano por demérito».
También Schopenhauer denunció un siglo más tarde a quienes, como su odiado Hegel, asfixiaban el pensamiento mediante retahílas de palabras que escondían su carencia de sentido detrás de su apariencia profunda:
Algunos, para ocultar su carencia de auténticas ideas, se construyen un imponente andamiaje de palabras largas y compuestas, intrincadas fórmulas retóricas, periodos interminables, expresiones novedosas e inauditas, que dé como resultado una jerga lo más difícil y erudita posible. Con todo esto, sin embargo, no logran decir nada.
Pero el problema no son ni la pedantería —ese vicio pegajoso— ni los polisílabos por sí solos, sino su nefasta influencia en la actividad política. Porque demuestran la voluntad de sus usuarios de no hablar con claridad. Es decir, de engañar a sus oyentes. George Orwell, que demostró saber muy bien de lo que hablaba, ya señaló hace un siglo que «la mayoría de las corrupciones sociales comienzan con la de la lengua».
El menos atento de los televidentes, radioyentes y lectores habrá advertido un millón de veces las peroratas afectadas, las frases rimbombantes, los latiguillos repetidos hasta la náusea, las palabras retorcidas para explicar la cosa más sencilla. El objetivo perseguido con todo ello es expresar el menor número de ideas con el mayor número posible de palabras. «Una mínima porción de pensamiento en cincuenta páginas de verborrea», lo resumió Schopenhauer. Y si además se consigue que las palabras tengan el mayor número posible de sílabas, miel sobre hojuelas. Eso es lo que Amando de Miguel bautizó como politiqués, la jerga político-periodística que nubla el español desde hace aproximadamente medio siglo. La llegada del régimen democrático no le ha sentado nada bien a la lengua de Cervantes, quizá por el ínfimo nivel de muchas de las personas, y no de las menos influyentes, que desde entonces se han apuntado al reino de jauja de nuestras instituciones.
Pero no son los políticos los únicos que pecan de este pecado, puesto que una profesión íntimamente ligada a la de político es la de periodista, tertuliano y otras personas con voz en los medios de comunicación. Su profesión no existiría si no existiera la de aquéllos.
La cantidad de disparates lingüísticos, tanto en la forma como —lo que es mucho más grave— en el fondo, de tantos políticos y periodistas es infinita como el universo. Y como son ellos los que salen en televisión y sirven de modelo, los disparates y la nebulosidad crecen en frecuencia y tamaño. Esta tendencia demuestra que no sólo se va hablando cada día peor, sino también pensando peor, pues no en vano las palabras son la materia de nuestros pensamientos. De este modo la intoxicación ideológica avanza en unos días en los que los medios de comunicación de masas ponen en manos de los creadores de opinión un arma de destrucción masiva de neuronas como nunca antes habría podido imaginar el más tirano de los tiranos.
¿No le llama la atención, lector sincero, la doble vara de medir que utilizamos para detectar la palabrería y mentiras de los vendedores por un lado y de los políticos por otro? Porque la doblez que captamos inmediatamente en quien nos quiere vender algo con adulación, disimulo y publicidad engañosa nos pasa inadvertida cuando el protagonista es un político. ¿Se deberá este extraño fenómeno a la sumisión reverencial que provocan en tanta gente los elegidos en las urnas?
Los españoles deberían ir comprendiendo que los políticos no son sus amos, sino sus servidores. ¿No son los ciudadanos quienes los eligen para que gestionen las instituciones en beneficio de todos? Y si no quedan satisfechos con sus resultados, ¿no está en su mano no volver a elegirlos? Pues el primer paso hacia esta recta comprensión de un régimen democrático es desconfiar del político que habla con circunloquios y polisílabos. No falla: antes o después se demostrará que se trata de un timador que pretende escurrir el bulto o vender humo. Y si quien lo hace es un escritor, es porque no tiene nada serio que contar. Acudamos de nuevo a Orwell para resumir la cuestión de un modo magistral:
El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando se abre una brecha entre los objetivos reales que uno tenga y los objetivos que proclama, acudirá instintivamente a palabras largas y modismos gastados, como una sepia expeliendo tinta.
En todas las lenguas pasa lo mismo. Consolémonos.
Los instrumentos que usan los practicantes de este vicio para expeler tinta son numerosos y relacionados entre sí. Comencemos por los más graves, los que llevan incorporadas cargas de profundidad ideológicas y, por lo tanto, más contribuyen a la construcción del pensamiento único.
Palabras sagradas, sin cuya participación parece que las opiniones vertidas son políticamente incorrectas y, por lo tanto, no deben ser tenidas en cuenta, son, entre otras: igualdad, progresismo, multiculturalidad y su sinónimo interculturalidad, plural, género, sostenibilidad y resiliencia.
Esta última, la resiliencia, es una peste palabrera desembarcada en España hace muy poco tiempo, casi simultánea a la peste covidiana. Con ella se han barrido conceptos como resistencia, fortaleza, flexibilidad, vigor, firmeza, aguante, solidez, adaptación o recuperación, pues al fin y al cabo resiliencia no significa nada que no esté perfectamente expresado por esos vocablos presentes en la al parecer pobre lengua española desde hace muchos siglos. Y ahora, todo discurso político y texto legal que se precie, de cualquier partido, no puede prescindir de la bendita resiliencia.
Respecto a la sostenibilidad, esa insostenible moda basada en dogmas de arriesgado cuestionamiento, eche mano a la cartera cada vez que se le aparezca, lector incauto, porque no le quepa duda de que antes o después se verá obligado a pagar algo. Hoy todo en este mundo tiene que ser sostenible —el desarrollo, la economía, el consumo, la industria, el turismo, la agricultura, la ganadería, la energía—, es decir, aparentemente inocuo para la naturaleza. Pero la cosa no está tan clara. Si la energía nuclear no es sostenible debido a los residuos que produce y que hay que almacenar bajo siete llaves, sus sustitutas —la eólica, la de hidrocarburos, la de biomasa, etc.— tampoco lo son por consecuencias que no dejan de ser perjudiciales, tóxicas, peligrosas y en buena medida contraproducentes. Y así, esa sostenibilidad acaba demostrándose insostenible
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