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Una casa respetable
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Una casa respetable

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La Habana, finales del siglo XIX. Un joven emigrado español sumido en la miseria asciende hasta la aristocracia local mediante una envenenada alianza de sorprendentes consecuencias. De vuelta a España, Celestino Navoa carga consigo un misterio que habitará en la mansión que hace construir en Granada, la Casa de las Torres. Desde ese momento, la casa se convertirá en el principal personaje de una saga familiar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2013
ISBN9788415819899
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    Una casa respetable - Jaime Molina

    Primera parte

    1.-

    No ha sido poco el interés que ha suscitado durante estos días la noticia de la demolición de la casa que antaño perteneció a la familia Navoa. Desde que se produjo el referido suceso hasta hoy, no hemos cesado de recibir en nuestra redacción una incesante correspondencia de ciudadanos que deseaban emitir su opinión a través de nuestra sección de Cartas al director. Huelga decir que, ante tal avalancha, nos ha sido imposible atender a todas las peticiones, por lo que nos hemos limitado a publicar tan sólo una muestra de aquellas que, en su momento, juzgamos más representativas. Sin embargo, lo que nos ha sorprendido de este caso es que, tras todo este tiempo, todavía persista el interés por las circunstancias que precedieron a la demolición. Hoy mismo hemos vuelto a insertar dos de las cartas antes aludidas que, como algunos de ustedes podrán recordar, ya fueron publicadas en unos números anteriores. Creemos que dichas cartas constituyen dos ejemplos casi arquetípicos que reflejan el fondo de la controversia, razón por la cual las hemos seleccionado entre todas, pretendiendo con ello poner punto final a una noticia que se ha resistido obstinadamente a dejar de serlo.

    Faustino Arroyo, director adjunto del diario del siglo XXI.

    2.-

    «Señor director:

    Nunca llegué a comprender la polémica surgida en torno al viejo caserón de los Navoa. Para que nadie crea que trato de esconderme tras estas líneas, voy a comenzar presentándome: me llamo Federico Puig, y aunque me consta que han tratado de buscarme extrañas relaciones de parentesco con los Navoa, mi trato con ellos fue estrictamente comercial: yo fui quien negoció la venta de la vieja quinta con una compañía constructora. Algunos sujetos atrabiliarios se han permitido, desde entonces, criticarme y descalificarme hasta el insulto, por haber consentido la demolición de la casa, pensando, tal vez, que yo me hallaba facultado para autorizar semejante trámite. Durante varios días, los medios de comunicación locales explotaron la noticia del hundimiento hasta rozar los límites del absurdo. También me consta, aunque esto sucediera de una forma algo más aislada, que la noticia llegó a la redacción de uno de los periódicos de mayor tirada a escala nacional, y que incluso el redactor de la noticia fue un escritor de reconocido prestigio. Sin embargo, todo aquel ridículo pataleo que se organizó en torno al asunto, en mi opinión, no pasó de ser un montaje. Con el tesón propio de los que gustan de secundar causas de moda, no faltó quien se apuntó a una improvisada plataforma reivindicativa, fundada en su día para defender un tanto quijotescamente un litigio perdido de antemano. La casa, admitámoslo, carecía de otro valor que no fuera el catastral, y no me refiero ya sólo a su merecimiento desde un punto de vista puramente estético, sino a su importancia en el plano histórico. En cuanto al interés de ciertas personas por encontrar a un culpable sobre el que poder descargar sus descalificaciones, que finalmente recayeron sobre mi persona, permítanme que realice un descargo en mi favor. No se puede hablar de un culpable sin hablar de sus cómplices, comenzando, por qué no decirlo, por aquellos mismos que denostaron con posterioridad su venta y ulterior demolición, e incluyendo, por supuesto, a las corporaciones locales, que intervinieron activamente en la negociación para el traspaso de los derechos y, sobre todo, en la expedición de la licencia que autorizó su derrumbe definitivo. Más tarde, como no podía ser de otra forma, las mismas autoridades que concedieron el permiso de demolición comenzaron a inculparse unas a otras. No faltó quien, de un modo oportunista no exento de cierto patetismo, prorrumpió en ditirambos sobre el supuesto mérito artístico de un edificio que representaba la mejor arquitectura de finales del siglo XIX, un ejemplo clásico de la arquitectura colonial, o una pieza única en el legado patrimonial de la ciudad, por mencionar sólo algunas de las sandeces que, con absoluto descaro, se comentaron y repitieron, en distintos ámbitos, hasta la saciedad. He de admitir, como contrapartida a estas consideraciones, que mis conocimientos sobre arte son escasos. Yo, no me avergüenzo de confesarlo, no sé distinguir una catedral barroca de una neoclásica, como tampoco sé reconocer si un cuadro es de Velázquez o de Murillo. Pero si he de emitir una opinión sobre la casa de los Navoa, yo jamás diría que ésta se trataba de un bien insustituible, pues, a mi juicio, no pasaba de ser una mansión ramplona. Y la prueba más fehaciente de ello es que, con el tiempo, la gente se ha ido olvidando de ella y, aquella extraña furia que se malgastó para defender su absurda conservación, se ha ido apaciguando hasta transformarse en un mutismo casi total. Mas aunque aún resuenan protestas, las de aquellos recalcitrantes que se consideran a sí mismos los salvaguardas de la memoria colectiva de la ciudad, aun éstos, recuerden lo que digo, en un plazo no muy lejano, habrán dejado de clamar y de levantar sus voces ante un hecho anunciado y conocido desde hacía tiempo y que hoy ya es irreversible. Y, puede que dentro de dos, tres o cuatro décadas, cuando la gente vea una vieja foto de la casa, nadie se pregunte ya, con ese necio romanticismo de salón, quién fue el desalmado que la derribó, o cuáles fueron los lucrativos intereses que hicieron posible su desaparición».

    3.-

    «Señor director:

    En relación con la casa Navoa, como se ha convenido en llamar a la serie de cartas que desde hace una semana viene publicando este diario, me gustaría hacer valer una opinión que, según creo, ignoran muchos ciudadanos. Se trata, en efecto, de algo que aún nadie se ha atrevido a mencionar aquí: la absoluta impunidad con que se ha ocultado información. Cuando hace unos días leí el artículo del señor Puig, no pude por menos que indignarme. En dicho artículo, se pretendía justificar la demolición de la casa arguyendo criterios estéticos y negándole todo valor histórico. Sin embargo, y tras leer esto, y viendo con estupor que absolutamente nadie se rebelaba contra dicha afirmación, he decidido tomar la palabra. La casa Navoa, mansión familiar durante décadas, y más tarde abandonada al albur de lo que quisiera depararle el destino, fue, sépanlo ustedes, no sólo un notable edificio, sino, durante muchos años, el verdadero lugar en donde se tomaron las decisiones que atañían a la ciudad. Construida por encargo de don Celestino Navoa, la casa fue edificada por don César Lotario, un arquitecto que, al igual que don Celestino, era un indiano enriquecido en las Américas, mucho antes de producirse el desastre del 98. El diseño del edificio, muy del gusto imperante en aquella época en las colonias, dio, a mi parecer, una nueva imagen a una zona de la ciudad por entonces devaluada. A nadie le producirá asombro saber que, cuando la casa estuvo terminada, don Celestino organizó un ágape al que acudieron los personajes más conspicuos de toda la comarca. Desde entonces, y de modo creciente, las recepciones habidas en la casa adquirieron un cariz cada vez más relevante. Por la casa Navoa, que algunos también llamaban la Casa de las Torres, pasaron ministros, obispos, embajadores y figuras de la nobleza. Y todo ello de un modo nada casual. Allí se negociaron alianzas que más tarde fueron rubricadas, se emprendieron tratados políticos que con posterioridad desembocaron en leyes del congreso, se acordaron pactos que, de una forma u otra, dieron su fruto. En definitiva, la casa de los Navoa era el centro efectivo del poder. Y no sólo algunas de las leyes más importantes vieron su primera luz allá. Con el tiempo, la mansión derivó en una especie de ateneo del que germinaban toda serie de especulaciones, tratos ilícitos e incluso confabulaciones. Allí se planearon ceses y destituciones de ciertas autoridades que se habían tornado molestas. Pero también se proyectaron, bajo cuerda, asesinatos, secuestros y extorsiones. Todo aquel que se preciara de su notoriedad, tenía que franquear forzosamente el umbral de la casa del señor Navoa, quien se había erigido, si no en un patriarca de la jerarquía política, sí al menos en un punto de referencia imprescindible. Poco antes de estallar la Guerra Civil, varios altos mandos de la milicia fueron invitados allí. De lo que a la sazón se habló, o de las conclusiones que salieron de aquella casa, poco sabemos, y la información de que disponemos es restringida y contradictoria. Una parte asegura que el señor Navoa fue uno de los que auspició el levantamiento. Otros, por el contrario, afirman que en todo momento intentó una reconciliación que ya no resultaba posible. En cualquier caso, los muros de la casa Navoa vieron y oyeron mucho más de lo que hasta ahora, de una forma más o menos frívola, se ha venido publicando en esta sección. La casa, me atrevo a decirlo sin temor a exagerar, representaba la memoria colectiva. Pero ahora el pasado no nos importa, y llegará un día, si persistimos en el empeño, en que todos los muros callarán, y con un pueblo sin memoria, ya no quedará quien pueda alzar su voz para recordarnos, aunque sólo sea de una forma imprecisa, quiénes somos».

    4.-

    Hace unas semanas publicamos dos artículos concernientes a la polémica desaparición de la Casa de las Torres. Desde entonces no hemos cesado de recibir llamadas y nuevas cartas solicitándonos más información sobre los orígenes y la historia de dicha casa. Tras meditarlo largamente en nuestro consejo de redacción, decidimos en primera instancia que no era útil insistir en un hecho ya acabado. Sin embargo, con posterioridad descubrimos un documento que consideramos revelador: las memorias de don Celestino Navoa. Dicho documento, que ha permanecido inédito hasta ahora, está compuesto por un legajo de cuartillas desordenadas, y ha podido llegar a nuestras manos gracias a quien fuera abogado de la familia Navoa durante décadas, don Federico Puig, quien nos ha vendido, en nombre de su cliente, los derechos de publicación. Si bien el origen de estas memorias no parece muy claro, y aunque se le han atribuido diversas autorías (desde el secretario de don Celestino hasta el mismo don Federico Puig), su lectura nos ha parecido muy interesante, no ya sólo como instrumento para remontarnos en el tiempo y poder comprender así mejor el destino de una familia, sino para conocer, desde la perspectiva de un testigo coetáneo, los cambios históricos que se han producido durante una larga generación. Tanto es así que, desde esta redacción, hemos decidido compartir con todos ustedes una narración que, a partir de hoy, iremos publicando en entregas sucesivas, y que esperamos que satisfaga la curiosidad demostrada por muchos de nuestros lectores. En dicha crónica trataremos de desvelarles los entresijos de la casa solariega de los Navoa, cuyo recuerdo aún permanece intacto en muchos de nosotros. Como los lectores podrán apreciar, la biografía de don Celestino aparece descrita un tanto confusamente en alguno de sus pasajes. Nosotros hemos intentado, en la medida de lo posible, clarificar y ordenar los papeles dispersos y, a veces, contradictorios, que narran la vida del marqués. En otros casos, nos hemos visto obligados a rellenar los vacíos documentales existentes con aportaciones propias, llevadas a cabo, en gran parte, a través de nuestro magnífico equipo de investigación, cuya labor y esfuerzo quiero agradecer públicamente desde aquí.

    Faustino Arroyo, director adjunto del Diario del siglo XXI.

    5.-

    «Cuentan que el día que Celestino Navoa desembarcó en el puerto de La Habana lo hizo con lo puesto, sin ningún equipaje adicional. Después de una larga travesía en tercera clase, después de padecer toda serie de humillaciones y penurias, arribó por fin al puerto de una tierra que, según se contaba, era rica y generosa. Nada más desembarcar, sin embargo, la impresión recibida fue muy diferente. Los estibadores acarreaban fardos como mulas, los capataces esgrimían látigos con los que amedrentaban a sus subalternos. Por el puerto circulaba toda clase de pillos, rateros, timadores, tahúres, truhanes, dipsómanos y rameras, que conferían una atmósfera lúgubre al lugar. Ante aquel panorama, Celestino sintió un deseo irreprimible de llorar. Dicen que entonces bajó la mirada y se cubrió el rostro con ambas manos, no sólo porque no le gustara lo que estaba viendo, sino porque, lo que era aún peor, no era lo que esperaba ver. Con aquel simple gesto quería ocultar la vergüenza de sus lágrimas, la vergüenza que sentía por el género humano, la vergüenza que sentía por sí mismo. En lo más profundo de su ser había creído firmemente que la tierra que ahora le recibía no solamente debía de ser próspera, sino que sería un paraíso. Creyó o quiso creer en esa idea, y había alimentado la esperanza de que la desgracia quedaría definitivamente desterrada de su vida en cuanto hubiera puesto el pie en la isla de Cuba. Pero lo primero que encontró fue lo mismo que había dejado en el viejo continente. Sólo entonces, tras aquel primer desengaño, comprendió o creyó comprender que la miseria no tenía fronteras, que su viaje había sido en vano, que aquel sueño había sido súbitamente quebrantado. El segundo golpe vino unos minutos después, cuando unos rateros le cercaron y le robaron lo poco que llevaba. Desesperado, comenzó a gritar, implorando auxilio, pidiendo desesperadamente una ayuda que nadie le iba a ofrecer. Escenas como ésa eran demasiado cotidianas para que la gente que deambulaba por el puerto les concediera demasiada importancia. Algunos le miraban con compasión; otros sacudían la cabeza, no se sabía si con lástima o desprecio. Unas putas que habían presenciado el suceso se reían de él, se reían de su mocedad, se reían de su inocencia, se reían de su ingenuidad, se reían, en definitiva, porque eran demasiado desgraciadas como para no reírse de la miseria ajena. De este modo, solo y sin un céntimo en el bolsillo, comenzó la vida de Celestino Navoa en el nuevo mundo. Podemos suponer las múltiples ideas que circularon entonces por su cabeza. Podemos imaginar el estado de ánimo de un muchacho que había viajado con deseos de comerse el mundo y al que, nada más llegar, le habían arrebatado su anhelo con la misma crueldad con que alguien le corta las alas a una mariposa. Incluso podemos llegar a conjeturar las probabilidades efectivas de supervivencia que el muchacho comenzó a calcular de forma inequívoca a partir de ese mismo momento. Pero lo que nunca, jamás podríamos siquiera aventurarnos a imaginar, partiendo de las premisas anteriores, lo que para el mismo Celestino resultaría entonces inconcebible, dadas las circunstancias, es que, de una forma u otra, su destino estaba escrito. Y por alguna razón que sólo el capricho de un supremo hacedor puede descifrar, su suerte no era la de convertirse en un indigente, y el final de sus días tampoco estaría marcado por el negro estigma del suicidio, aunque nos conste que momentáneamente aquella idea cruzara su mente. Lejos de todo esto, lo último que Celestino hubiera supuesto es que se convertiría en un hombre de fortuna, en un caballero pudiente, en uno de los señores de la isla que algún día llegaría a controlar parte de aquel mismo puerto en el que, paradójicamente, había encontrado su ruina».

    6.-

    «No puede afirmarse que la nueva vida de don Celestino Navoa en las Américas tuviera un comienzo favorable. Según se refiere en sus memorias, —las cuales, dicho sea entre paréntesis, sobrevivieron a su deseo de que fueran destruidas— el joven Navoa se encontró en la lamentable necesidad de tener que dormir al raso más de una noche, si bien la fortuna quiso que no fuera sorprendido por la estación de las lluvias. Siempre que podía, don Celestino acudía a buscar refugio al abrigo de las iglesias, en donde permanecía acurrucado en el suelo, agazapado tras los bancos finales, y allí esperaba hasta la mañana siguiente el momento en que las puertas del templo eran abiertas por algún sacristán, a veces de aspecto casi tan menesteroso como él. En más de una ocasión alguno de esos rapavelas, capellanes, párrocos, arciprestes e incluso algún obispo, le tomaron por un vulgar ratero que venía a desvalijar el cepillo, y entonces era perseguido al grito de sinvergüenza, bandido, canalla, truhán, o incluso sacrílego, siendo estos epítetos aplicados dependiendo de que la condición del perseguidor fuera más o menos respetable. No sin cierta carga de ironía, cuenta su biógrafo que cuanto más alto era el rango de quien le perseguía, más violenta solía ser su reacción. No aclara, sin embargo, si realmente fue sorprendido en alguna de las ocasiones referidas robando la limosna de la iglesia, aunque nuestra imaginación nos haga suponer que, casi con total seguridad, así debió de ser. Cansado de tanto huir, hastiado de ser el objeto de aquellas imprecaciones, merecidas o inmerecidas, decidió enfrentarse por primera vez a su desdichado destino y plantarle cara a su perseguidor, quien resultó ser un distinguido arcipreste de la ciudad. Éste, sin duda estupefacto por lo que en primera instancia debió de considerar como una desfachatez intolerable, atendió con relativa aquiescencia a las atropelladas razones con que aquel muchacho —casi un niño si bien se miraba— pretendía justificarse al tiempo que imploraba un poco de caridad cristiana. Lejos de conmoverse, aunque con el ánimo algo más templado, el arcipreste le preguntó al joven Celestino si por una remota casualidad era gallego. Sin comprender el alcance de esa pregunta, el muchacho negó con la cabeza y respondió con total sinceridad: ‘Soy castellano, señor, aunque mi abuelo por parte de padre es gallego, es decir, lo era, pues murió hace cinco años a causa del tifus’. ‘Qué lástima’, comentó el presbítero con apatía, sin que Celestino supiera si su lamento iba referido a la defunción de su abuelo, o si más bien aludía al origen de su estirpe. ‘Cada día llegan decenas de gallegos como tú —explicó el clérigo, con un tono algo despectivo—. Aquí en la isla, por si no te has dado cuenta, los hay por doquier, como una auténtica invasión. Imagina que los tuviera que ayudar a todos. Una cosa es hablar de caridad, y otra bien distinta, la penosa realidad, es ponerla en práctica. Comprenderás que lo que me estás pidiendo es, no sólo irrealizable, sino improductivo, más aún si consideras que ayudar a un sólo individuo no va a mejorar la condición del resto. Sería egoísta ayudarte a ti dejando desamparados a los demás. Yo no voy a cometer esa equivocación. Objetivamente, debes reconocer que la razón está de mi parte, después de todo. Además, quiero que esto quede bien claro, nunca me terminaron de gustar los gallegos’. Celestino había quedado atónito ante semejante verborrea. ‘Pero ya le he dicho que yo soy castellano’, replicó de forma absurda, como si aquel fuera su último discurso o defensa posible. ‘Ya, ya. Me temo que no podré ayudarte, muchacho. Ahora debes marcharte de este templo’, informó implacable el arcipreste, mostrando sin disimulo un rictus de desagrado. En sus memorias queda escrito que, desde ese mismo día, se enemistó con la Iglesia católica. No mucho más tarde, se decidió a echar los restos de su educación religiosa al cubo de la basura y, finalmente, como una secuencia lógica, dio por consumada su ruptura definitiva con Dios».

    7.-

    «El destino aún no había urdido ese golpe de fortuna que habría de modificar radicalmente la vida de Celestino el día en que los dos vigilantes de la casa conocida como la Mansión de los Gazules comenzaron a patearle despiadadamente. El motivo de aquella violenta reacción no fue, como alguien puede haber supuesto erróneamente, que el muchacho fuese sorprendido robando en la casa. De hecho, ni siquiera se había atrevido a adentrarse en su fastuoso jardín, siendo su único delito el de haberse quedado dormido contra el muro de la casa, junto a la verja de entrada. Aquella ostentosa residencia pertenecía a don Cesáreo Hernández, uno de los más conspicuos habitantes de la isla, un importante banquero cuyos negocios se extendían por todo el continente. Tanto por su tamaño como por su lujo y esplendor, no era exagerado afirmar que la Finca de los Gazules no tenía parangón, no solamente en aquel barrio, por otra parte uno de los más pudientes de la capital, sino en toda la ciudad de La Habana, lo cual equivalía a decir la isla entera. Pero todo eso no lo supo Celestino hasta que dos hombres con aspecto de gorilas se abalanzaron sobre él sin ningún escrúpulo y, sin que mediaran más explicaciones, le llevaron a patadas hasta el otro lado de la calle. En semejante situación, fatigado, lleno de magulladuras y, sobre todo, tristemente humillado, carente de todo ánimo para escuchar historias, soportó la de un buen hombre que había presenciado la escena. Aquel individuo, uno de los múltiples buscavidas que malvivían en La Habana, le explicó con más o menos acierto a quién pertenecía la casa y la importancia que tenía. Sin prestar atención, temeroso de haberse fracturado alguna costilla, Celestino se incorporó como pudo, y con la ayuda de aquel viejo terminó de levantarse aunque todavía diera algunos traspiés. Entonces sintió el bochorno llameando en sus mejillas, así como una profunda indignación que, pensó, algún día sería capaz de reparar. Fue entonces cuando Celestino hizo un juramento, si es que podemos llamarlo así, al estilo del que muchos años más tarde Vivien Leigh, en su mítico papel de Escarlata O’Hara, proclamara para solaz de millones de espectadores en la gran pantalla: que nunca, jamás, volvería a pasar hambre. Claro que, en este caso, el joven Navoa tuvo que enmudecer ante el sarcasmo con que aquel viejo limpiabotas recibió la frase, por muy solemne que hubiese pretendido que sonara. Pese a aquella expresión de incredulidad, y sobreponiéndose a la vergüenza, Celestino aún tuvo coraje para afirmar que algún día él viviría en una casa como ésa; que algún día tendría a su entera disposición una cohorte de subalternos; que algún día podría entrar en aquella maldita Casa de los Gazules, o comoquiera que se llamase, sin agachar la cabeza; que aquellos dos matones se tendrían que descubrir a su paso; que ese viejo que le había ayudado o algún otro

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