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Multiforme y comprometido: Neruda después de 1956
Multiforme y comprometido: Neruda después de 1956
Multiforme y comprometido: Neruda después de 1956
Libro electrónico545 páginas7 horas

Multiforme y comprometido: Neruda después de 1956

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Este libro sostiene que, si bien hay una continuidad en la poesía de Pablo Neruda después de 1956 con respecto a su obra anterior, también hay una discontinuidad.
La crisis de ese año, debida a las revelaciones de Jruschov en el XX Congreso del PCUS, repercute fuertemente en la vida personal del poeta, en su cosmovisión, su estética y su obra.
Neruda busca la manera de enfrentarse con esa crisis y superarla por medio de sus versos, como una suerte de ejercicio terapéutico. A partir de los poemarios que escribe, empezando con Estravagario y terminando con los libros postreros, se destacan tres cambios fundamentales: lo personal se convierte en la piedra angular de su vida, sin desasociarse de la política; su cosmovisión pasa por una metamorfosis a medida que se va desencantando de varios aspectos del socialismo real y se va acercando —a la larga— al socialismo democrático encarnado en la Unidad Popular; y su obra se vuelve más diversa, más experimental que antes de 1956.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789560114372
Multiforme y comprometido: Neruda después de 1956

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    Multiforme y comprometido - Greg Dawes

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    Greg Dawes

    Multiforme y comprometido

    Pablo Neruda después

    de 1956

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    Multiforme y comprometido

    Primera edición: noviembre de 2014

    © Greg Dawes, 2014

    © RIL® editores, 2014

    Los Leones 2258

    cp 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

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    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    Epub hecho en Chile • Epub made in Chile

    ISBN 978-956-01-0147-1

    Derechos reservados.

    Para Marcia

    Agradecimientos

    Este proyecto data desde 2006, cuando conocí a mi gran amigo Hernán Loyola y empezamos a hablar del Neruda después de 1956. Desde entonces hemos correspondido seguido por mail, Skype, teléfono y en persona, y sus sugerencias, astutas observaciones, gentileza, solidaridad, y el amplio horizonte de su intelecto me sirvieron como aliento para escribir este libro. Además, hizo posible que diera varias conferencias sobre este tema en las casas de la Fundación Pablo Neruda y en la Universidad de Viña del Mar (entre el 2011 y el 2012). Sin todo ello, este libro no hubiera sido posible. Aparte de Hernán, quiero agradecerle muy en particular a mi amigo y colega, Agustín Pastén, quien leyó el manuscrito e hizo comentarios y recomendaciones que me fueron sumamente útiles. A mi sobrino, Pedro Salas, por las largas conversaciones y sus comentarios y sugerencias respecto al proyecto y algunas conferencias. Asimismo, agradezco mucho las conversaciones y las inspiraciones de amigos y colegas aquí en Estados Unidos: Jaime Concha, Neil Larsen, Ana Peluffo, Gene Bell-Villada, Misha Kokotovic, Chris Conway, Samuel Sotillo, Héctor Jaimes, y la jefa de nuestro Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras en la Universidad Estatal de Carolina del Norte, Ruth Gross. En Chile, al fallecido amigo el Dr. Profesor Alejandro Cotera, Grínor Rojo, Alicia Salomone, Alain Sicard (de visita de Francia), Jaime Pinos y Darío Oses.

    Debo dejar constancia también de mis agradecimientos a Fernando Sáez, director de la Fundación Pablo Neruda, por haberme permitido dar conferencias en La Chascona en Santiago, La Sebastiana en Valparaíso, y la Universidad de Viña del Mar (gracias al auspicio de la Fundación). Con el apoyo del Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada, el Instituto de las Humanidades en Davis, y el Instituto Hemisférico en las Américas, entidades todas ellas en la Universidad de California en Davis, donde Ana Peluffo me invitó a dar una conferencia sobre Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena en el 2012. Asimismo, gracias a Mehmet Ozturk, ese mismo año di una conferencia magistral sobre Elegía en el Festival de Poesía Nazim Hikmet en Cary, en Carolina del Norte. Finalmente, le agradezco a la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Estatal de Carolina del Norte el auspicio para ayudar con la publicación de este libro.

    Las primeras versiones de varios capítulos se publicaron en revistas académicas, cosa que me ayudó enormemente a seguir trabajando en el proyecto. El capítulo sobre Cien sonetos de amor apareció en la Revista Casa de las Américas; el capítulo que versa sobre Canción de gesta salió en la Revista Gramma; el que analiza Estravagario se publicó en Estudios Públicos; y el que escribí sobre Fin de mundo se publicó en Nuevo texto crítico. Asimismo, se publicaron partes de capítulos en Nerudiana y en Pluma y pincel.

    Finalmente agradezco la paciencia, el apoyo y el amor de mi esposa Marcia y de nuestras hijas, Amanda y Giuliana.

    Todas las traducciones del inglés al español que aparecen en el texto son mías.

    Palabras iniciales

    Estudiar la obra de Pablo Neruda desde 1956 hasta su fallecimiento en 1973 hoy en día extraña explorar, entre otras cosas, en sus pasiones, sus momentos difíciles y placenteros (tanto en el ámbito personal como en el político), las continuidades y discontinuidades que se plasman en sus poemarios, los cambios formales y temáticos que se aprecian en esa obra, su reencuentro con la soledad (ahora revitalizada como algo positivo y no alienante), el fulgor e importancia de su amor por Matilde Urrutia (y en otro momento, por Alicia Urrutia), su afán de fundirse más con la naturaleza, y su esfuerzo por aceptar y lidiar con la muerte. «La poesía de Neruda no es una autobiografía anecdótica, aunque recoja a menudo la anécdota», anota Hernán Loyola en un estudio sobre el vate. Y añade:

    es ante todo la historia de una conciencia humana en su proceso de integración, en su proceso de formación, de crecimiento y desarrollo, en sus orígenes, en su incorporación al mundo, en su vinculación cada vez más profundizada con la naturaleza, con los objetos, con los hombres, con la cultura, con el movimiento de la historia, con el sentido del esfuerzo humano, con el impulso del hombre hacia la plenitud¹.

    Dado su interés por vincularse estrechamente con las grandes ideas del siglo XX y escribir libros que logran captarlas en la mediación del lenguaje poético, es prácticamente imposible desligar a Neruda del socialismo real, de la Revolución Cubana y de ese gran experimento socialista que fue la Unidad Popular. Para los lectores en la actualidad, se trata de apreciar la obra y los compromisos políticos de Neruda desde un punto de vista histórico, pero sin dejar de lado las interpretaciones que se han hecho de la izquierda desde el derrumbe del socialismo real, la derrota sumamente trágica del gobierno de Salvador Allende a manos de las Fuerzas Armadas chilenas y sus aliados chilenos y estadounidenses, y las dificultades socioeconómicas y sociales que ha tenido que enfrentar Cuba, en particular después del llamado período especial. En resumidas cuentas, los lectores de hoy deben tener en cuenta la época histórica en que vivió Neruda, los acontecimientos que se han sucedido desde la caída de la Unión Soviética y del bloque en la Europa oriental, y las teorías sobre lo que aconteció y sobre el futuro del socialismo.

    Respecto de evaluaciones sobre el legado del socialismo real, en los extremos se posicionan los argumentos de Michael Löwy y Domenico Losurdo. Para aquel, el «comunismo no está muerto por la sencilla razón de que aún no ha nacido. El socialismo tampoco»². Fruto del modelo estalinista, se estaría muriendo no el comunismo sino su «caricatura burocrática» (178). Según esta perspectiva de inspiración trotskista, la URSS y los países de la Europa oriental, serían sociedades «poscapitalistas», lejos del modelo de la democracia socialista, que abarcaría más bien «la autogestión generalizada (de la base hacia arriba), la planificación democrática por la sociedad misma, que determine libremente, después de un debate abierto y pluralista, las principales alternativas económicas, las prioridades en la inversión, las grandes líneas de la política económica» (178). Así, y como señala en otro artículo Löwy, si bien es cierto que el «socialismo del siglo XXI se sitúa en una relación dialéctica de continuidad y ruptura en relación con el socialismo del siglo XX», en el caso del socialismo real se trata de cortar en seco con esa tradición, así como de romper completamente con los vestigios del capitalismo³. El autor va esbozando, entonces, una alternativa que si por un lado no carece de virtudes y metas que deberían de interesarle a cualquier socialista o comunista, a mi juicio peca de idealismo, de buscar soluciones utópicas a realidades históricas concretas que siguen evolucionando. Al interesarse en «las grandes experiencias revolucionarias del siglo XX, no sólo las victoriosas», y sin embargo, hacer caso omiso del experimento soviético —con todos sus grandes logros y fallas— así como de los aspectos positivos que brotan del capitalismo (a veces sin querer queriendo) —aspectos por lo demás que el mismo Marx señaló— Löwy y González no hacen una profunda crítica dialéctica de la historia, sino que optan, como los mismos autores confiesan, por soñar (115-117). Soñar en sí puede potenciar futuros proyectos socialistas e incluso proyectos concretos a la larga, pero no tomar en cuenta el balance de la experiencia del socialismo real, empobrecería cualquier intento de idear una sociedad socialista. Si seguimos las pautas del método dialéctico de Marx, se parte de la realidad concreta, se pasa luego a la abstracción como tal, y de ahí se llega a lo pensado concretamente⁴. Si se llega a una conclusión abstracta sin haber pasado a lo pensado concretamente, se pierde la apreciación crítica del objeto. «Como [Marx] mismo lo expresa, el punto de vista no puede ser concreto cuando su objeto es abstracto. La consecuencia implícita», afirma Jorge Larraín, «es que la pura crítica no puede abolir la inversión real que yace en el fondo de la inversión ideológica»⁵.

    Losurdo, por su parte, construye lo que sería en esencia el argumento contrario. Si Löwy sostiene que el error del «postcapitalismo» y capitalismo del siglo XX fue defender el «productivismo» a toda costa, Losurdo rechaza esta teoría del «fracaso» —pleno y lleno— del socialismo real y rescata de la experiencia soviética el desarrollo insólito de las fuerzas productivas. Dicho desarrollo, argumenta Losurdo, contribuiría no solo al progreso del socialismo en la URSS y los países del bloque, sino también a la formación y consolidación del Estado de bienestar en los países capitalistas y a la liberación de los países antiguamente colonizados en África, América Latina y Asia⁶. Así, no se podría tachar la experiencia soviética como un enorme y rotundo fracaso, ni como una serie de traiciones de parte de figuras como Stalin, sino como un proceso de aprendizaje que ayudaría a formar nuevas sociedades socialistas. Tampoco se podría ofrecer el utopismo como solución viable, porque este «por un lado, inspira el entusiasmo de las masas, cosa necesaria para romper con la empecinada resistencia del antiguo régimen». Por otro lado, «dificulta el proceso de construir una nueva sociedad. Hace falta un proceso de aprendizaje trabajoso y muy a menudo contradictorio para que una gran revolución defina con precisión sus metas y sus formas realizables» (47-48). Es el utopismo que abogaría también por la disolución del Estado, al pasar por alto la idea de Gramsci sobre la relación inextricable entre la sociedad civil y el Estado. Así, como si estuviera considerando y criticando el argumento de Löwy, Losurdo erige su defensa de los países socialistas en contra del pensamiento utópico. Si bien es cierto que no deja de reconocer que los países socialistas, asediados como lo fueron por los países capitalistas (piénsese en las guerras, intervenciones y bloques económicos), tuvieron tantos problemas que se volvieron «caricaturas» del objetivo final, también es cierto que pareciera no reconocer los errores que se dan en el socialismo real, como por ejemplo, las terribles tragedias que supusieron las purgas en la URSS (54). Crea una cierta continuidad homogénea de los acontecimientos históricos, políticos y económicos en la URSS, confirmando así y sin querer el alegato de Löwy de que la URSS (después de la muerte de Lenin) y los países del bloque (después de la Segunda Guerra Mundial) siguieron siempre el modelo estaliniano. Eso sí: reconoce las tensiones en el «campo socialista», pero sin llevar a cabo una crítica del estalinismo. Por consiguiente, el artículo de Losurdo resulta ser el otro lado de la moneda del ensayo de Löwy.

    Articulando una tercera postura, Adolfo Sánchez Vázquez argumenta, por un lado, que «no se puede estar a la izquierda sin deslindarse críticamente de una experiencia [la del socialismo real] que niega, en definitiva, su intención originaria de emancipación»⁷. Y en ese sentido, pareciera estar de acuerdo con las ideas presentadas por Löwy. En un momento dado, dice que nunca «ha habido, ciertamente, socialismo en la URSS ni en los países que, en cuatro continentes, se inspiraron en el modelo soviético» (69). Sin embargo, a diferencia de Löwy, Sánchez Vázquez considera indispensable analizar la experiencia en la Unión Soviética, tanto los elementos positivos como los negativos. Por el lado negativo se encuentran la planificación total, el Estado autoritario (no democrático), el marxismo como ideología oficial, y la dominación «imperial» (sobre todo con las invasiones de Hungría y Checoslovaquia). A la larga, el socialismo no pudo florecer porque no se habían dado las condiciones necesarias y por eso se creó un «socialismo de cuartel» (64). Por el lado positivo, quedan «los logros alcanzados al permitir acceso de las más amplias capas de la población a la enseñanza, a la cultura, a la salud y, en general, a la protección social» (67). «Ciertamente», concluye astutamente el filósofo español-mexicano,

    el derrumbe del «socialismo real» tiene consecuencias devastadoras, y, en primer lugar, para la izquierda que, durante largos años, se solidarizó incondicionalmente con ese experimento social, con lo cual —al renunciar a su crítica— se hizo corresponsable de sus desaciertos, ineficiencias e injusticias. Pero a esas consecuencias no escapan tampoco los partidos o corrientes socialistas y socialdemócratas nunca asociadas a él o que, como el trotskismo, se deslindaron de Stalin desde que usurpó el poder (74).

    Como se puede apreciar, Sánchez Vázquez, entonces, comparte ciertas ideas con Löwy y Losurdo, pero establece sin lugar a dudas su propia postura con respecto del socialismo real. Por un lado, sus ideas coinciden con las de Losurdo sobre el desarrollo de los medios de producción y con su verificación de los logros del socialismo real, y concuerda con las ideas de Löwy (en ciertos momentos) sobre el tipo de sistema que se forjó en la URSS y el bloque —considera que son sociedades «poscapitalistas»— y denuncia la centralización del poder porque no posibilita la evolución de democracias socialistas. No obstante, articula una posición única al proporcionar un balance de los logros y los errores del socialismo que no hallamos en los otros dos artículos y al declarar que las condiciones no estaban propicias para el desarrollo de un socialismo democrático en 1917; por lo tanto, los bolcheviques, siguiendo cierto voluntarismo y viendo que no se estaban dando las revoluciones esperadas en Europa, se vieron obligados a crear una sociedad «socialista» en condiciones insólitas y bajo la oposición tanto militar como económica de los países capitalistas.

    Pasamos finalmente a una cuarta perspectiva, la de Eric Hobsbawm, que no se deslinda completamente de las otras, pero que plantea su marco operativo sobre el socialismo real. En parte se enlaza con el argumento de Losurdo, al sostener que a lo largo de los años y gracias a la planificación centralizada, la veloz industrialización y el antiimperialismo de la URSS, pudieron ayudar con la modernización de países en vías de desarrollo⁸. En ese sentido, comenta el historiador inglés, en los años 20 y 30 los países socialistas crecieron más que los países capitalistas y no sufrieron el brutal impacto de la depresión económica de 1929. Y esto se engendra pese a los bloqueos y el aislamiento económico, la expropiación de recursos en el extranjero, y las invasiones militares. Pero Hobsbawm apunta dialécticamente que esta prosperidad relativa, muy a pesar de los asedios de los países capitalistas, se da durante el régimen de Stalin, quien fue «un autócrata, como dirían algunos, de una ferocidad, crueldad y carente de escrúpulos excepcional y único. Pocos hombres han manipulado el terror a una escala más universal» (380). Sin embargo, continúa Hobsbawm, «cualquier política de modernización rápida en la URSS, bajo las circunstancias de esa época, estaba destinada a ser cruel y, como se le imponía a la gran mayoría del pueblo e impuso sacrificios severos a él, hasta cierto grado coercitivo» (380). Al igual que Sánchez Vázquez, hace un balance de los logros y las fallas del sistema soviético. Por una parte, señala que «para un país atrasado y primitivo aislado de ayuda del exterior, la industrialización, por las exigencias de la situación, con todas las ineficiencias y despilfarros, funcionó de modo muy eficaz» (382). De igual envergadura fue lo que ofrecía la sociedad al ciudadano en cuanto a salud, educación, sueldos, viviendas, jubilaciones, vacaciones y demás. Como apunta en otra ocasión, comparte con Losurdo la convicción de que si no hubiera sido por la existencia de la URSS, la lucha contra el fascismo se podría haber perdido y no habría sido concebible el desarrollo del Estado de bienestar en los países capitalistas. Y, sin embargo, por otra parte, la excesiva centralización, la inflexibilidad y la sustitución del partido por las masas, las purgas durante el régimen de Stalin, y las invasiones de Hungría y Checoslovaquia después de la muerte del líder soviético, entre otras situaciones, claramente llevaron a la URSS, a la larga, a su caída. En consecuencia, comenta Hobsbawm, aquellos «de nosotros que creíamos que la Revolución de Octubre era el portal al futuro de la historia del mundo hemos tenido que enfrentarnos con nuestra equivocación»⁹. En ese sentido, lo que plantea Hobsbawm en torno al socialismo real se alinea con ciertas ideas de Losurdo y Sánchez Vázquez, y comparte bien poco con el ensayo de Löwy.

    Estas son algunas de las perspectivas sobre el socialismo real y la Guerra Fría que se han planteado desde la caída de la URSS, y, naturalmente, solo podemos trazar ciertas tendencias de crítica y autocrítica en el pensamiento político nerudiano que se concretizan sobre el socialismo real, ya que Neruda no presenció y seguramente no pudo anticipar el desplome de la Unión Soviética y los países del bloque socialista. Pero si tuviéramos que elegir una de estas interpretaciones, la de Hobsbawm sería la que más cuadraría con la postura de Neruda.

    La crisis de 1956

    Ahora bien, para entender mejor la visión de Neruda sobre el socialismo real, hay que volver a su reacción ante las revelaciones de Jruschov sobre el régimen de Stalin en el XX Congreso del PCUS. Como es bien sabido, el Neruda «moderno» —como lo caracteriza Hernán Loyola— participa de los grandes proyectos de la modernidad tanto socialistas como capitalistas (las luchas por el Estado de bienestar) y cree firmemente en las virtudes del progreso tecnológico y científico como impulso que, tarde o temprano, llevará a la humanidad hacia la realización de un futuro más pleno, vale decir, a un mundo socialista. Fruto de esta etapa que cierra con la revelaciones de Jruschov en 1956, son dos poemarios representativos: el Canto general (1950), que vuelve a contar en verso la historia de América Latina desde el punto de vista del oprimido y que anticipa y hasta profetiza un futuro más justo, y Las uvas y el viento (1952), que enaltece, de una manera a ratos voluntarista, los logros del campo socialista. Complementarias, ambas obras resultan ser expresiones de la modernidad como proyecto del siglo XX. Pero las revelaciones de Jruschov, marcan dialécticamente, el fin de ese anhelo propio de la modernidad tanto en la obra y vida de Neruda como en la de sus contemporáneos comunistas.

    Para muchos militantes en las filas de los partidos comunistas, la reacción consistió en guardar silencio y así soslayar el impacto afectivo de las revelaciones de 1956. Ese fue el caso, por ejemplo, de Ilyá Ehrenburg, gran amigo soviético de Neruda. Tal como Ehrenburg lo cuenta en sus memorias, «creía en y le temía a Stalin» y no dudaba abiertamente de su liderazgo, sobre todo después del triunfo sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, el culto a la personalidad de Stalin llegó a su apogeo, y suponía que las purgas se debían a «luchas intestinas en el Partido, al sadismo de Yezhov, a la desinformación y al ambiente moral de ese entonces»¹⁰. Cuando supo de la magnitud y naturaleza de las purgas, guardó silencio y después sintió un gran alivio ante las revelaciones de esta «amarga verdad» (306-308). En el caso de Picasso, otro gran amigo de Neruda, sucede algo parecido. Ante la información sobre el terror sembrado en los años 30 en la URSS, «quedó paralizado», según Gertje R. Utley, pero no quería divulgar su postura abiertamente por considerar todo esto como una «cuestión de familia»¹¹. En cambio, se sabe que no emitió palabra alguna ante la invasión soviética de Hungría inicialmente, pero luego firmó una carta colectiva condenándola desde el punto de vista comunista. Según Robert Penrose, Picasso se quedó «sumamente preocupado» por la invasión¹². Así también, le pareció «deplorable la invasión de Checoslovaquia» en privado, pero no se pronunció contra dicha ocupación públicamente y defendió su compromiso con el Partido Comunista francés (PCF) pese a estas tragedias (Utley, 197-201). Tanto Nazim Hikmet, el amigo poeta turco y camarada de Neruda, como Paul Robeson, el gran cantante, actor y atleta norteamericano, llevaron este tipo de reacción al extremo al responder las noticias de 1956 con silencio absoluto si bien, según sus biógrafos, les carcomía por dentro. Consciente de los informes sobre las purgas desde los años 30, como muchos camaradas de la época, Robeson pensó que era una propaganda destinada a desacreditar la Revolución Rusa. Más tarde, al enterarse de la validez parcial de los informes, las vio como excesos por el camino que llevaban al pueblo ruso al socialismo. Martin Duberman especula —y confiesa que cabe esa posibilidad únicamente— que Robeson se aferró a una «aceptación desilusionada», pero que a la larga pensaba que el socialismo se repondría mientras guardaba silencio incluso con sus amigos respecto del caso¹³. De igual manera, Hikmet guardó silencio, pero seguramente sufrió, y según recordaban sus amigos, se sintió «desorientado» y «deprimido» en estos años (1956-1957). Una vez pasada la crisis, apoyó el reformismo en la URSS y reanudó sus críticas —en sus obras— del culto a la personalidad¹⁴.

    En el caso de otros militantes, la crisis no parece haberles marcado mucho, incluso se podría decir que apenas hay rastros de la tragedia, como fue el caso de Italo Calvino. Como muchos militantes, abandonó el Partido Comunista italiano después de las revelaciones de Jruschov. Dice que las noticias lo dejaron «asombrado», pero que se sintió «liberado» después de 1956. Tal vez eso tenga que ver con el hecho de que fue un estalinista convencido que, como otros estalinistas, creía que Stalin era «la garantía en vida de que la revolución iba a pasar» en Italia como en otros países. «El estalinismo contó con la necesidad, las cosas no podían pasar de otro modo del modo que pasaron, aunque la cara de esa historia no haya sido para nada placentera. Sólo cuando logré entender que aún en la necesidad más férrea hay un punto en que las elecciones son posibles, y las elecciones de Stalin habían sido en su mayoría desastrosas, pude llegar a creer impensable la justificación del estalinismo»¹⁵. Las convicciones aparentemente inquebrantables con respecto del estalinismo, llevaron al escritor italiano y a otros estalinistas como él, a un punto álgido en que toda su fe se derrumbó.

    Otros comunistas se vieron gravemente afectados por la crisis que produjeron las revelaciones y se sintieron traicionados. Son estos los casos del novelista norteamericano Howard Fast, de Hobsbawm, y del gran amigo de Neruda, Volodia Teitelboim. Fast, por ejemplo, sintió una «desesperación total» al enterarse de las noticias. Y, al darse cuenta de su propia complicidad, se sintió «culpable» y «traicionado» a la vez. Según lo cuenta en su autobiografía, 1956 fue un año «de horror incesante», ante el que el novelista respondió con «furia». Pero esa ira inicial dio paso a altibajos pronunciados que se veían marcados por la «depresión y la desdicha». En el momento que escribió sus memorias, seguía sintiendo una pena que no lo abandonaba¹⁶. En resumidas cuentas, Fast se atormentó ante las revelaciones y pasó por una época de crisis crucial. Así fue en el caso de Hobsbawm también. Sufrió una conmoción terrible al escuchar las noticias y se sintió engañado. Para el historiador, «para ponerlo en los términos más sencillos, la revolución de octubre creó el movimiento comunista a nivel mundial, el veinte congreso lo destruyó» (205). Pero tal vez sea su propio testimonio —en sus memorias— lo que mejor resuma la experiencia de miles, sino millones, de militantes como él. Escribiendo en 2002, confiesa que aun después de medio siglo:

    mi garganta se contrae al recordar las más intolerables tensiones bajo las cuales vivimos todos los meses, momentos incesantes de decisión sobre qué decir y hacer, decisión de la cual dependía nuestro futuro, los amigos ahora pegándose el uno al otro o enfrentándose el uno con el otro amargamente, como adversarios, el sentirse dando tambaleos, sin querer pero irreversiblemente, bajando los derrubios de la ladera hacia la pared de roca. Y todo esto mientras todo el mundo, salvo un puñado de miembros de jornada completa del Partido, teníamos que seguir adelante, como si nada hubiera pasado, con nuestras vidas y nuestros trabajos afuera, que por el momento parecían distracciones no solicitadas de la enorme cosa que dominaba nuestros días y noches. […] Tal vez la forma más sencilla de ponerlo es que por más de un año, los comunistas británicos vivieron al borde del equivalente político de un ataque nervioso colectivo¹⁷.

    Sin embargo, vivieron esa crisis en carne propia siendo comunistas, sin renegar de sus principios a pesar de la crisis. Al igual que Hobsbawm, Teitelboim, en su último libro dedicado a la obra y vida de su gran amigo Neruda, comenta que el «estupor y el dolor del militante fue indescriptible». «Multitud de honestos militantes que se sentían comunistas y querían seguir siéndolo», agrega el intelectual y militante chileno, «entendieron que el derrumbe del mito Stalin no sepultaba los principios. Y esa fue la gran tarea: emprender el arduo aprendizaje de ser comunista a pesar de Stalin, de rechazar para siempre el llamado «culto a la personalidad». En el fondo, Stalin había traicionado el marxismo»¹⁸. En una entrevista en 2004 matiza las observaciones anteriores. «Pero [Neruda], como todos nosotros, fuimos sorprendidos y engañados por lo que se escondía detrás del llamado elogio a Stalin, que eran los campos de concentración, las persecuciones, todas esas cosas horribles que pasaron». Como indica el empleo de la primera persona plural en este caso, Teitelboim compartió la misma reacción que el vate. Pero agrega que para él, personalmente, las revelaciones fueron «como una gran estafa, como un abuso de confianza». Y en gran parte responde así, porque los fines políticos y sociales eran otros. «[Neruda] reaccionó airado contra esa traición al socialismo, a los derechos humanos, al humanismo, que en verdad era su ideología», ideología que compartía Teitelboim, y que se vio mejor expresada en el gobierno de la Unidad Popular¹⁹.

    Neruda ante la crisis de 1956

    Esa respuesta de Neruda ante las revelaciones de Jruschov sobre los crímenes del régimen de Stalin se va desarrollando a lo largo de los años, extendiéndose por lo menos de 1957 a 1968. En un inicio, constituye una internalización del choque psicológico que afecta toda su vida: entre otras, sus convicciones políticas, su concepto de la individualidad, su percepción de la amistad, y su compromiso con Matilde. Si, como ha observado Alain Sicard, «el Yo nerudiano es insoslayable», y el sujeto poético (el «Yo de la escritura») canibaliza del «Yo biográfico» —siguiendo el patrón que se aprecia en «Borges y yo»— todo intento de enfrentarse y desplegar la crisis en la vida privada se vuelca hacia afuera en su obra, reflejando así una catarsis de parte del poeta²⁰. «Neruda ha sido siempre el poeta de su propia vida, pero no a la manera de un biográfico de sí mismo», comenta Hernán Loyola, «sino realizando su vida a través de su poesía, quizás un poco a la manera de Whitman, de Víctor Hugo o de Proust». «Así, las autorreferencias de Neruda, o alusiones explícitas que el poeta hace de sí mismo a lo largo de su obra», explicita Loyola, «irán detallando y jalonando los intentos de Neruda por autodefinirse en relación con el mundo concreto que lo rodea»²¹. No sorprende entonces que su manera de aproximarse a la crisis, afrontarla, y entenderla sea por medio de sus versos. Su reacción se manifiesta de forma algo velada, alusiva, y luego abierta porque vive la crisis en carne propia y busca la manera de desahogarse en sus poemarios. En este sentido, podríamos decir —sin caer en la falacia biográfica, desde luego— que no hay época más marcada por la presencia del sujeto poético que esta (1956-1973) y, mutatis mutandis, por la presencia de lo autobiográfico en su obra. El problema fundamental en esta época es, como lo ha analizado agudamente María Luisa Fischer, que no se lee mucho a Neruda en los años 60 en particular y, por ende, se produce un desfase entre la imagen pública del poeta coronada en el Canto general y la poesía heterogénea y rica que publica a partir de 1956²².

    Esta respuesta centrípeta de parte del bardo chileno se vincula estrechamente, sin embargo, con su secuencia centrífuga, vale decir, se vuelve parte íntegra de una visión más amplia del yo y su ambición totalizadora. Como se trata de una herida profunda que tiene que sanarse y comprenderse en el acto de escribir, se liga a la narrativa sobre su vida (su autoimagen) y su quehacer en el mundo, y remite a la ambición que tiene para su vida y su obra. En efecto, en sus propias reflexiones sobre su obra, dice Neruda que, apenas escrito «Crepusculario quise ser un poeta que abarcara en su obra una unidad mayor. Quise ser, a mi manera, un poeta cíclico que pasara de la emoción o de la visión de un momento a una unidad más amplia». Con El hondero entusiasta, que considera que fue su «primera voluntad cíclica de poesía», quiso «englobar al hombre, la naturaleza, las pasiones y los acontecimientos mismos que allí se desarrollaban, en una sola unidad». En ese sentido estético, el Canto general «fue la coronación de mi tentativa ambiciosa». Anhelo que cumple con la idea de unir lo concreto a lo general y, como en el caso de las odas, de escribir «una poesía de extensión y totalidad». La relación que acontece, entonces, entre la vida de Neruda y su obra se ve como algo inextricable: «Y no sé si será pecar de jactancia decir, a los años que llevo, que no renuncio a seguir atesorando todas las cosas que yo haya visto o amado, todo lo que haya sentido, vivido, luchado, para seguir escribiendo el largo poema cíclico que aún no he terminado, porque lo terminará mi última palabra en el final instante de mi vida»²³.

    Este empeño en abarcarlo todo en una amplia unidad en su obra comprende mucho más de lo que pareciera en un principio. Si el poemario se lee más fructíferamente como una unidad orgánica, y el poema leído y analizado como algo íntegro y en relación con otros en el libro, así también se puede estudiar y afirmar la intertextualidad necesaria entre los libros de poesía del vate²⁴. Se podría sostener, entonces, que el método de Neruda consiste en la filosofía de relaciones internas: las vinculaciones entre el poema, el conjunto de poemas que es un libro y los poemarios, proporcionan un entendimiento bastante acertado del pensamiento y la obra del chileno. No dista tanto del método de Marx en cuanto a cómo se concibe. Marx, Leibniz, Spinoza y Hegel coincidían, comenta Bertell Ollman, en su noción de la totalidad: «Que las relaciones que confluyen e integran el todo se expresan en lo que vienen a ser sus partes. Cada parte se percibe como si incorporara en su identidad todas sus relaciones con otras partes hasta e incluyendo todo lo que constituye el todo»²⁵. Neruda va fabricando sus hipótesis, reflexiones, y posturas elaboradas con respecto del amor, la muerte, la relación del ser humano con la naturaleza, la individualidad, la soledad, la injusticia, la justicia y demás temas en más de un libro. Así, como veremos a continuación, la crisis de 1956 —que tiene un impacto afectivo desde el punto de vista personal e interpersonal y deja una impresión definitiva en cuanto a su relación con la soledad, la muerte y la naturaleza y, más aún, una huella imborrable en su cosmovisión política— se inicia con Estravagario, pero no se empieza a estabilizar hasta Memorial en Isla Negra y no se resuelve momentáneamente hasta Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973). Es así que se despliega la ambición totalizadora de Neruda en el ámbito estético como reflexión de la evolución de —para volver a la cita de Loyola— «una conciencia humana en su proceso de integración, en su proceso de formación, de crecimiento y desarrollo, en sus orígenes, en su incorporación al mundo…» (Loyola, op. cit.). Cada poemario, desde luego, mantiene una relación semiautónoma con la obra nerudiana como tal, conservando así su propia identidad, pero exige también del lector una comprensión amplia de libros anteriores y posteriores. Dicho método tiene la virtud de ser, a mi juicio, no solo una constatación de los eslabones existentes entre las obras nerudianas a partir de 1956, sino también una confirmación de las discontinuidades, pero sobre todo, de las continuidades que se revelan en el pensamiento de Neruda.

    De esta manera, el impacto de las revelaciones de 1956 se articula primero en Estravagario (1958) de una forma sustancial, como una crisis personal que el poeta se ve obligado a asumir, absorber y ver cómo va a superarla (ver el Capítulo 1). Esto se manifiesta en los elementos temáticos, los tonos que invaden el texto, y el rol del sujeto poético, todo lo cual resulta ser síntoma del despliegue de la crisis en el poemario. Se trata, claramente, del desahogo de Neruda en un instante en que no puede discernir el efecto ideológico y personal de dicho momento coyuntural. De ahí que, en cuanto a elementos del texto, predominen el silencio, la muerte, la soledad recuperada, el humor fresco y a veces negro, la ironía, la incertidumbre, la autocrítica, la crítica, y el refugio en el amor de Matilde. De hecho, esto último merece una explicación más detenida, incluso en este contexto en que se presenta una síntesis del argumento. Desde 1956 en adelante, la relación vida amorosa-política sufre una inversión que hace que Neruda considere el amor por Matilde como piedra angular de su vida, ancla indispensable para afrontar lo que aquella le traiga, dejando atrás la preeminencia de la política tan atesorada por el Neruda moderno y el autor del Canto general y Las uvas y el viento. En ese sentido, el amor por Matilde, que prevalece como aspecto aglutinador e iluminador en Estravagario, le permite asimilar los efectos nocivos de la crisis y combatirlos. Lejos de resolver o superar la conmoción terrible de las revelaciones, este poemario nerudiano muestra el despliegue y el impacto de la crisis.

    De ahí que Cien sonetos de amor (1959) —tema del Capítulo 2— sea el primer libro que dedique a una mujer, como para coronar a Matilde y no dejar duda alguna de que el eje de su vida se ha desplazado desde el ámbito del militante moderno, al del individuo que busca su compromiso con la política humanista y comunista. Siguiendo el pensamiento de Erich Fromm, sugiero que este libro reconceptualiza las prioridades y los aspectos multifacéticos del amor como tal, haciendo de este el punto de arranque, pasando por el amor capital por Matilde, y, finalmente, integrándose como el amor por el prójimo y por el mundo. Así, la reformulación de la postura política de Neruda se da, en rigor, gracias al profundo amor que siente por Matilde.

    Imposible concebir un libro tan vital en su trayectoria poética como Canción de gesta (1960) —abordado en el Capítulo 3— sin esa inversión esencial y sin el apoyo incondicional de Matilde. Es el frenesí compartido del amor lo que le impulsa a escribir el poemario dedicado a la Revolución Cubana con una renovada, pero algo tenue pasión colectiva. Sin abandonar en este momento ni en ningún momento la causa de la Unión Soviética y del proyecto del campo socialista del todo, explora el fenómeno reciente de la Revolución Cubana como una suerte de alternativa socialista, formulación americana del socialismo. Se podría decir que, al escribir este tipo de libro, se compromete con una postura semejante a la del marxismo humanista tan en el aire a comienzos de los años 60, pero cuyas ramificaciones no logra articular ni entender cabalmente en este momento particular.

    En el Capítulo 4 estudio

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