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La memoria del metal: Memoria del metal
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Libro electrónico282 páginas4 horas

La memoria del metal: Memoria del metal

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Información de este libro electrónico

Un astronauta retirado, un minero tullido y un timador a la fuga formarán el eje de una historia esférica en la que el tiempo permanece en constante rotación desafiando las reglas de la razón y el cosmos.
IdiomaEspañol
EditorialApache
Fecha de lanzamiento24 jul 2023
ISBN9788419293572
La memoria del metal: Memoria del metal
Autor

Jesús Gordillo

Jesús Gordillo (Badajoz, 1978). Hijo de oficinistas, y el mediano de tres hermanos, tuvo una infancia de barrio, con mucha calle pisada y pájaros en la cabeza. Tardó tres décadas en descubrir que había nacido escritor, aunque por entonces ya había creado sus primeras obras en forma de canciones. Temas que componía e interpretaba en su primera banda de música, Triturando Blues. Se lanzó entonces a escribir la que sería su primera novela, Mustang (Libralia), escrita tras su éxito con el libro Ojos de Circo (Tyrannosaurus Books), escrito a cuatro manos junto al escritor Javier Martos. Ha publicado, también, las siguientes novelas Los agujeros de las termitas (Hermenaute), En el lago (Dilatando Mentes), Dioses, fantasmas o demonios (El Transbordador) y Reptil (Apache Libros). También ha participado en las siguientes antologías: Historias y Relatos del Ka-Tet Corp. Volumen 1 (Hipocampo), Espantapájaros (Bubok), Ves Ka Gan (Bubok), Antología Monstruos Clásicos (Horror Hispano), Historias y Relatos del Ka-Tet Corp. Volumen 2 (Hipocampo), Antología Cryptshow Presenta: Distopías, Momias y Embalsamados (Hermenaute), Horror Dummies (Hermenaute), Antología Malos Días (Palabras de Agua). Ha ganado el Primer Premio Certamen Cultural 2009. Narraciones Cortas de la Consejería de Sanidad y Dependencia de la Junta de Extremadura

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    La memoria del metal - Jesús Gordillo

    Contents

    1991

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    1991 - Jeff

    1962

    1962 - Vallejo

    1962 - Críspulo

    1962 - Jeff

    1991

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    1991 - Jeff

    1962

    1962 - Vallejo

    1962 - Críspulo

    1962 - Jeff

    1991

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    1991 - Jeff

    1962

    1962 - Vallejo

    1962 - Críspulo

    1962 - Jeff

    1991

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    1991 - Jeff

    1962

    1962 - Vallejo

    1962 - Críspulo

    1962 - Jeff

    1991

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    1991 - Vallejo

    1991 - Jeff

    1991 - Vallejo

    1991 - Críspulo

    A Marina, mi constante en el tiempo

    1991

    1991 - Vallejo

    1

    El campeón duerme a su lado, en el asiento del copiloto. Suda y ronca, apoyada la barbilla sobre su pecho musculoso y arrugado que asoma por la camiseta. Sus manos descansan cruzadas en el regazo, entre el vientre y las rodillas muy dobladas para que quepan debajo del salpicadero. Lleva el rostro sin afeitar, el cráneo al descubierto y huele a viejo. Algunas mañanas le sucede, y Vallejo no sabe si el aroma procede del gigante o de su propia conciencia.

    Mira el vendaje que el púgil lleva en la muñeca, rodeando la palma alrededor del pulgar inflamado. Se ve muy hinchado en la zona de los nudillos, y el empresario reza para que se trate solo de un exceso de gasa. Él mismo se la ha aplicado con prisas en la habitación del hotel, después de hacerle desayunar con el puño metido en una bolsa de hielo. Trata de no preocuparse, pero hace demasiado calor como para controlar los sentidos. Deben rondar los cuarenta grados dentro del habitáculo del coche. Acciona la manivela de plástico, que chirría en sus engranajes haciendo bajar la ventanilla, pero vuelve a subirla enseguida tras recibir un golpe de aire que bien podría cocinar una langosta. El boxeador se remueve un poco, pero hace falta más que eso para despertarlo. La noche anterior le permitió beber cerveza, una excepción a su entrenamiento con la que intentó compensar una jornada desastrosa llena de malas decisiones.

    Echa un vistazo fugaz al espejo retrovisor. La carretera se pierde a lo lejos, creando pequeñas lagunas reflectantes en los límites del horizonte. El sol hace brillar el polvo que se levanta del asfalto, como si fueran pequeñas partículas de oro que quedan flotando a su paso. Vallejo piensa en ello como en una perfecta metáfora de su vida, donde parece que la fortuna siempre quiere burlarse de él. Como un reloj del éxito oxidado que le obliga a llegar siempre tarde o temprano al reparto de medallas. Baja la vista hasta el asiento trasero y mira distraído la caja con el logotipo de la empresa ganadera: Barbo. Dentro se encuentran todos los artículos de promoción comercial del boxeador, donde las fotografías han sido cuidadosamente retocadas para diluir las arrugas. Un estudio de Madrid les ha cobrado una buena suma por hacerlo, ante la imposibilidad de usar imágenes antiguas del boxeador por tener todas ellas el calzón rojo y gualdo tan pasado de moda. Están en 1991 y la patria ya no se lleva tanto. La mira un segundo más, pensando en su contenido, y aprieta un poco el acelerador casi sin darse cuenta.

    Una curva en la carretera cambia las sombras de sitio, dando alivio momentáneo al lado izquierdo del rostro. La tierra acumulada sobre el cristal se vuelve más opaca, y durante unos segundos no consigue ver nada de lo que tiene delante. Acciona el mecanismo de los limpiaparabrisas, que lanzan agua de forma perezosa antes de empezar su baile. El resultado es engorroso, mojando la arena y desplazándola de un lado a otro.

    —Barro —dice Mono, con su habitual costumbre de recalcar lo evidente.

    Se ha despertado sólo a medias. Al incorporarse sobre el asiento, su cabeza rapada casi toca la piel sintética del techo.

    —¡Campeón! —dice, forzando el entusiasmo—. ¿Cómova esa mano?

    El púgil se mira el vendaje, donde la punta de sus dedos asoma con un color bastante morado. Durante un momento no sabe de qué se trata, pero pronto recuerda todo lo sucedido la noche anterior y tuerce el gesto, pensativo.

    —Pues pesa un poco, míster —responde—. Pero no te preocupes, seguro que cabe dentro del guante.

    —Pues si cabe, cabe —anima Vallejo—. Y si no, que le den por culo al combate. Sabes que para mí lo primero es tu salud.

    —Lo sé, míster. Lo sé muy bien.

    —Además —recalca—, al portugués ese te lo tumbas tú con una mano atada a la espalda.

    —Pues a lo mejor lo tumbo o a lo mejor me tumba él —replica, ciñéndose siempre a la literalidad—. El chico es joven. No se cansa tanto como yo.

    —Pero si estás mejor que nunca, Mono.

    El boxeador mira hacia adelante, pensativo. El ronroneo del motor parece mover también sus pensamientos.

    —Claro que sí —concede—. Estoy mejor que nunca.

    Lo dice completamente convencido. Tan seguro como cada palpitación de sus nudillos doloridos. Se nota algo pesado y torpe en los entrenamientos, y su respiración se vuelve ronca cuando amaga más de tres asaltos seguidos. Pero sabe que está mejor que nunca. Duro. Veterano. Curtido por la vida. Lo sabe porque quiere saberlo, pero también lo sabe porque se lo ha dicho Vallejo. Y Vallejo, apostaría el calzón sin dudarlo, jamás en la vida trataría de engañarle.

    2

    Suenan los muelles del asiento cada vez que Mono se mueve. El coche es nuevo, y no debería tener ese tipo de ruidos, pero seguro que los fabricantes no pensaron que llegara a albergar a un hombre de semejante tamaño. Lo nota algo inquieto, por lo que pone el intermitente que emite un clap clap mecánico e insistente. Se orilla hacia el arcén arenoso, y la frenada levanta una enorme nube de polvo blanco que les envuelve.

    —¿Estás bien, campeón? —pregunta—. Te veo nervioso.

    —Claro, míster. Estoy bien. Aunque la mano me duele un poco.

    Los dedos están muy oscuros, y el empresario se preocupa bajo sus gafas tintadas de color verde.

    —Eso no es nada, hombre —dice, restándole importancia—. Echamos un Winston, una meada y seguimos.

    La sierra de los Pirineos es árida y yerma por esa zona, sin apenas vegetación que purifique el aire tostado. El terreno absorbe la orina casi antes de llegar a tocar el suelo. A su lado, el púgil se desabrocha la bragueta con una sola mano, mediante una maniobra muy aparatosa. Se le ve grande y torpe, como siempre que no tiene enfrente a un contrincante con los puños en guardia. Visto así, parece imposible que pueda moverse tan rápido como lo hace cuando está subido a un cuadrilátero. O al menos como lo hacía antes de que los años se le echaran encima.

    —Oye —le dice—, tú sabes que yo siempre cuido de ti, ¿verdad?

    El boxeador se encoge de hombros, mirando el polvo que levanta con su micción. Debe superar el metro ochenta de altura, sin embargo sus gestos recuerdan a los de un niño pequeño.

    —Claro, míster. Tú siempre cuidas de mí —responde sin mirar—. Y yo de ti.

    —Por eso te digo. Sabes que lo que pasó anoche era necesario, ¿verdad?

    —Lo sé, míster. Si era necesario, era necesario.

    Pero Vallejo sabe que no lo era. La cena en el cortijo de Barbo se había desmadrado tras un torrente de alcohol, cocaína y testosterona. Todo había desembocado en una ridícula apuesta, en la que Vallejo pujó por la posibilidad de que Mono tumbara a un toro dándole un puñetazo en la frente. Éste aceptó, un poco por lealtad y un poco por su instinto de boxeador que nunca ha rehuído de un reto, y realizaron el absurdo combate en mitad del coso privado de la finca. El golpe fue tremendo, y las rodillas del toro se doblaron al recibir el derechazo que Mono le lanzó directamente a la frente. Cayó al menos durante unos segundos. En los cuartos delanteros. Tambaleándose. Pero en aquel rincón de la dehesa, bajo una luna caliente de verano, no encontraron a ningún árbitro para que iniciara una cuenta atrás de boxeo.

    —Claro que era necesario —añade sonriendo—. Además, fue divertido.

    El gigante levanta la vista hacia la montaña, entrecerrando los ojos para protegerse del sol. Esta vez no responde, y Vallejo se da cuenta de que se ha excedido.

    —Bueno, joder —se apresura a decir—. Divertido, divertido, no. Pero tú ya me entiendes.

    Mono se sube la cremallera, sumido en uno de esos silencios que tanto asustan al empresario. Uno de esos en los que es imposible determinar si es idiota o precisamente todo lo contrario.

    —Me entiendes, ¿no? —repite.

    —Sabes que yo entiendo pocas cosas, Vallejo —responde—. Entiendo los guantes, que es lo que tengo que entender. Para las otras cosas te tengo a ti.

    Mientras habla, realiza un calentamiento de hombros que es como un tic adquirido. Un movimiento de hélice con el omóplato. En cada giro, los músculos del cuello parecen intentar devorar la camiseta.

    Vallejo asiente varias veces con la cabeza, mientras entierra la colilla con el pie en la grava. Nota la culpa, y eso le hace sentir mal; no por la propia culpa, sino por sentirla.

    —No quería decírtelo para que no te sintieras culpable —miente de forma natural—, pero Barbo se estaba planteando rescindir el contrato. Empezó a decir idioteces sobre tu edad. Por eso tuve que hacerlo. Para demostrarle que se equivocaba. Lo entiendes, ¿verdad?

    Mono lo mira durante un segundo, y luego se introduce en el Seat sin decir ninguna palabra, porque sabe que no es necesario. Incluso fuera de un ring, en mitad de la nada, es veterano en eso de recibir golpes y amagar una buena finta.

    3

    Conduce con ambas manos sobre el volante. Las gafas de sol se le han desplazado hasta la punta de la nariz, pero tiene la mente ocupada en otras cosas. Sabe que, de haber declinado la última raya de cocaína, nunca habría accedido a aquella locura de anoche. Pero no pudo evitarlo. Por motivos de orgullo, y porque solo así había conseguido dejar un rato fuera de su mente ese pensamiento oscuro con el que llevaba varios días cargando en secreto.

    —No estás enfadado conmigo, ¿verdad, campeón?

    El boxeador le mira extrañado. Se le ha pasado o lo ha olvidado. Tiene los ojos muy claros, lo que hace imposible leer nada en su interior.

    —Claro que no, míster —responde—. Solo pensaba en cuántos golpes podría dar con esta mano antes de desmayarme. Creo que podría lanzar tres o cuatro. Solo haría falta que el portugués se tragara uno. Con un poco de suerte…

    Deja la frase en el aire, como suele hacer en muchas ocasiones. Vallejo siente escalofríos por el hombre, y arrepentimiento por el negocio. Por primera vez desde anoche, es consciente de que puede haber dinamitado una mina de oro y haber tapiado su única salida. Bien es cierto que el trato será rentable independientemente del resultado del combate, pero en el improbable caso de que Mono gane, puede haber algo más de dinero en el asunto. Y le va a hacer falta todo lo que consiga reunir para comenzar su nueva vida.

    Rafael Barbo es un nuevo rico, aunque un poco menos después de su visita de anoche. Caprichoso, arrogante y peligroso, aunque eso último prefiere olvidarlo. Gracias a eso han hecho negocios, y gracias a eso ahora está a punto de estropearlo. Cuando lo conoció, no le costó convencerle de que invirtiera en Mono y en su combate de regreso. Su historia es un cliché de carrera de boxeador truncada, y esas calamidades encantan a la prensa. De aspirante al título de Campeón de España, pasó a ser sepulturero de un cementerio a las afueras de Madrid. Un titular que sabe que venderá muchos periódicos y entradas en taquilla. Animó al ganadero a que pusiera el dinero para publicidad, y a Mono a que soltase la pala y volviera al ring. Por supuesto, Vallejo se lleva comisión de todo, incluida parte la bolsa para el ganador, aunque el grueso del dinero vendrá de la venta de boletos. Del resto de porcentajes, Barbo es quien se lleva la mejor parte, mientras que el púgil cobra a precio cerrado independientemente de todo. Un sueldo minúsculo, pero seguro y sin preocupaciones.

    —Bastante tienes con apostar los dientes —le dijo cuando fue a buscarle.

    Lo creía en parte, a medias y casi nada. Como suele hacer cuando se enfrenta a temas morales. Es consciente de que cualquier contrato estándar del mundo del boxeo inclinaría más la balanza económica hacia el interés de Mono, pero el boxeador seguiría cargando ataúdes si no fuera por él, y eso, según piensa, tiene un precio extra. No pretende engañarle. De cualquier modo, cobrará más que poniendo ladrillos sobre los nichos. No es digno ver esos músculos desperdiciados en levantar cadáveres y sacos de cemento.

    En el fondo, se convence a sí mismo, le está haciendo un favor. Otro tipo en su lugar seguro que trataba de aprovecharse.

    4

    Reduce la marcha para encarar una pendiente, y entonces lo ve en mitad de la carretera. Es un lagarto del tamaño de un gato pequeño. Son muy comunes por las zonas secas, y su color verde contrasta con el ocre árido del paisaje. El reptil no parece estar cruzando, sino que simplemente permanece ahí, mirando hacia el vehículo que se le viene encima sin mostrar preocupación alguna. De haber ido a más velocidad, apenas habría tenido tiempo de verlo. Su corazón se detiene empujado por un recuerdo que le golpea en la frente y le hiela las tripas bajo la camisa marrón estampada. Empieza su cerebro a dibujar una imagen que no quiere ver, cuando el animal abre la boca y todo empieza a temblar.

    Cree al principio que el motor se ha desprendido del coche, pero comprende enseguida que el suelo de afuera también se mueve, como el efecto de un licor mal destilado. Frente a ellos, el asfalto culebrea un instante, a la vez que las líneas del arcén se balancean como si fueran ondas marinas. Todo se sacude fuerte hasta que la carretera no logra la flexibilidad suficiente y se quiebra, formando una enorme grieta transversal que levanta una nube de polvo. Sus tímpanos vibran, sus pensamientos parpadean y termina pisando freno y acelerador al mismo tiempo. El carburador se ahoga en gasolina y los neumáticos delanteros se clavan en la hendidura, golpeando el chasis fuerte bajo sus pies. Por suerte, la oquedad no tiene envergadura suficiente para tragarse el coche, aunque las últimas embestidas de la tierra hacen pensar que lo estuviera intentando. Después, todo queda en silencio y calmado.

    Vallejo repara entonces en que está tragando gravilla. Tose un poco, pero no muy fuerte por temor a desencadenar otro estruendo. A su lado, Mono aprieta fuerte los párpados, a la vez que apoya su hombro en la luna delantera rajada por varios sitios. El boxeador se ha girado por instinto para evitar daños en la mano herida, y todo el choque ha recaído sobre el lateral de su cuerpo y cabeza. Se empieza a colar arena por el hueco abierto al haberse desencajado el cristal. El empresario, aturdido, nota que el volante se le ha clavado en el pecho.

    —Joder —dice, más preocupado por el coche que por su salud—. Su puta madre.

    Se siente un poco confuso, no así el campeón que está

    acostumbrado a recibir golpes sin inmutarse.

    —¿Qué fue, míster?

    —Fue una puta mierda —espeta—. Yo diría que un terremoto que nos ha pillado justo ahora para tocarnos los cojones.

    —Yo conocí a un boxeador que se llamaba Terremoto —responde el púgil—. Murió de sobredosis.

    —¡Y a mí qué coño me importa!

    Abre la puerta, que roza en la carretera por la inclinación del vehículo.

    —Vamos fuera, hombre —añade—, no sea que nos hundamos más.

    El boxeador obedece moviéndose rápido. En el exterior, el polvo apacigua un poco los rayos del sol. Ambos tosen con fuerza, sujetándose las rodillas mientras las partículas de tierra se asientan. Mira hacia atrás, y no ve más que una carretera desierta. No es capaz de recordar la última gasolinera que pasaron. —¿El combate? —pregunta el gigante, preocupado.

    —Llegaremos, Mono —responde también para él mismo—. Por mis huevos que llegamos.

    Pero al levantar la vista, el panorama no ayuda al argumento. El morro del coche está enterrado en la grieta, que debe tener casi un metro de anchura y algo más de tres de profundidad. Todo el parachoques ha quedado sepultado bajo el asfalto. Una de las ruedas ha reventado, y el suelo bajo su asiento está curvado. A su paso, la chapa ha dejado un rastro de pintura roja sobre el alquitrán, lo que confiere a la chatarra el aspecto de un auténtico cadáver.

    —Me cago en su puta madre —se lamenta, por el Seat, por el combate y por su suerte.

    Hace más de una hora que no se cruzan con nadie, y según sus cálculos debe faltar un buen trecho hasta cruzar los Pirineos. Mira sus zapatos brillantes, levanta el talón y frota la suela como si apagara un cigarro. La arenisca cruje sobre la carretera. Resbala. Los calcetines finos sudan solo ante la idea de la caminata que les espera.

    —Coge la caja, Mono —dice por fin—. Andaremos un poco.

    —¿Y las maletas?

    —Déjalas, coño —replica—. Los cristales se han roto, pero no creo que venga aquí ningún gilipollas para abrir el maletero.

    Pese a las palabras, comprueba una a una que todas las puertas están cerradas con llave. Aunque tienen cerca la frontera, siguen estando en España. Tierra de sol y bandoleros.

    Y de lagartos verdes que pueden invocar terremotos.

    1991 - Críspulo

    1

    Traquetea la máquina del aire acondicionado. Algún motor en su interior golpea la chapa cada dos o tres vueltas, produciendo un sonido acuoso que su mente relaciona con el fresco. Lo tiene instalado bien cerca de la barra, a la altura de su cabeza. Más para él que para los clientes. Hoy el sol está rabioso en el cielo, y atraviesa el cartel de Michelin como si tratara de sacar una radiografía al muñeco de los neumáticos. Apenas ha empezado la jornada y ya siente la camisa adherida a la espalda. Conecta la cafetera y se aleja un poco, justo cuando comienza el gorjeo previo a la expulsión de una primera ráfaga de vapor. Hace más de dos años que el técnico prometió sustituir la junta, pero Críspulo prefiere que no lo haga. El conducto averiado suelta un poco de agua oxidada que da un sabor característico a las infusiones del local.

    Comienza a bajar las sillas que están giradas sobre las mesas, formando un gran estruendo metálico que retumba en el bar. Tener un solo brazo nunca le ha impedido trabajar en el establecimiento. Golpea los muebles con el hombro, a la vez que controla su caída maniobrando con su única mano. Es una operación que tiene más que aprendida, por lo que lo hace de forma distraída mientras mira la sierra a través del escaparate. El polvo de la montaña empieza a cubrir los surtidores de gasolina, y se plantea si debería salir con un trapo a lustrarlos un poco.

    «Todavía no he escuchado a ningún camionero quejarse por eso, y mira que los cabrones se quejan por todo —piensa—. El gasóleo está limpio, y eso es lo que importa».

    Es todo el argumento que necesita para desechar la idea. Se siente inquieto esta mañana. Magnético. La ropa le molesta, notando incómodo el cuello de la camisa recién lavada. Sin suavizante. Con la manga huérfana cosida con esmero para que los clientes indiscretos no traten de asomarse para intentar ver el muñón. Los pantalones negros absorben el calor, y casi parece que hoy pesan el doble que de costumbre. Incluso el bigote le estorba, húmedo bajo las fosas nasales.

    Está de mal humor. Desde bien temprano. Desde siempre.

    Empieza a cocinar un guiso en la olla pequeña, la de flores. La receta aprendida funciona solo a fuego lento, y la aplica cada mañana desde que la cocinera se fuera hace años. Ella la preparaba con arte, mientras que él compensa la falta de tacto con un buen montón de cayena. Picante, como el verano allí en la montaña. Los clientes la toman de aperitivo y suelen repetir cerveza. Es una de las pocas cosas rentables en esa estación de servicio que lleva más de una década al punto de la quiebra.

    Sujeta la fregona con la axila del brazo ausente, asiendo el mango con la mano buena, como un lancero de fusta. Entra en los baños y la aplica con ella a todo en partes iguales: suelo, sanitarios y algunas baldosas bajas de las paredes. El vapor del detergente le refresca durante

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