Poesía y filosofía
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Patricia Villegas Aguilar
Patricia Villegas Aguilar nació en México, D.F. Estudió filosofía y letras modernas. Es profesora en la Universidad Iberoamericana donde enseña poesía mexicana y crítica literaria. Forma parte del Sistema Nacional de Investigadores. Entre sus libros se encuentra: El hombre: dinamismos fundamentales (1996), Silencio y poesía (2000), El otro lado del fragmento (2002), De alma enamorada (2004) y Poesía y memoria (2007).
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Poesía y filosofía - Patricia Villegas Aguilar
¡Cuántos poetas dicen cosas que también han dicho o deberían decir los filósofos!
SÉNECA, Epístola III
Los filósofos más graves, a pesar de toda la seriedad con que manejan la certeza, invocan todavía sentencias de los poetas para dar fuerza y autenticidad a sus ideas.
NIETZSCHE, La Gaya Ciencia, Libro II
Para
José Arnulfo Herrera
y
Héctor Villegas Aguilar
INTRODUCCIÓN
LA FILOSOFÍA unida a la vida es la poesía. Pero, no es preciso decirlo así, porque la vida es poesía y al mismo tiempo filosofía. Platón advirtió que la única manera de desencadenar al hombre de sus sombras y del mundo de las apariencias era a través del camino seguro de la filosofía. Bajo el llamado de la razón pudieron siglos de filosofía liberar al hombre de la dispersión de la vida centrada en el método de la verdad; una arquitectura para desprenderse de las sinrazones, y al mismo tiempo, adherirlo con amor a la realidad. Lo que triunfó con la filosofía en sus inicios fue la realidad definida contra su dispersión. Frente a la filosofía estaba la poesía, con ella los colores, pero también las sombras, las emociones que desgarran el corazón humano. Ambas, filosofía y poesía se presentaron como desinteresadas, abrazadas sólo a un saber aunque de distinto rango; pero ninguno más noble que el de la filosofía. Y, mientras, la poesía se entregó muchas veces a la melancolía y a los sueños, caminó sin afirmación alguna, no para explicar la vida sino para sumergirse en ella. La poesía era lo otro, que le quedaba fuera a la filosofía.
Queremos proponer un camino de retorno en el que la filosofía y la poesía se unan para tocar juntas esos fragmentos de cristal que son el hombre y la mujer de hoy. Retorno que nos dice que la realidad, a final de cuentas, es la misma para el filósofo y para el poeta, porque en ella va en juego la vida misma. Por eso nos colocamos en la palabra que las impulsa: el amor. Ambas, poesía y filosofía se sumergen en esta pasión. Un padecimiento que las hace salir de sí mismas en busca de lo más deseado y que, en un segundo movimiento, las hace regresar a nosotros mismos e interrogar nuestra interioridad. Tanto en la tradición poética como en la filosófica encontramos estos dos momentos con extraordinaria autenticidad. En la primera, la diversidad de experiencias no niega la unidad de su pasión. En la segunda, en cada uno de sus encuentros con la realidad, ese momento se logra con la totalidad de un amor único hacia la verdad. Ese camino requiere una mirada que ve el invisible tránsito entre lo que es y deja de ser, entre lo que no es y llega a ser. Ese tránsito es la imagen poética: claridad inteligente que inmediatamente se transforma en conciencia, a un tiempo vital y estética. Por la conciencia primero, la imagen colinda con el pensar y el sentir, y al mismo tiempo con la definición de los límites. Por lo vital, colinda con la reflexión interior, por lo estético por la construcción de un espacio limitado donde el espíritu y la pasión, convertidos en palabras, imágenes y conceptos, se despliegan en un dibujo claro: el ser humano. Un bosquejo que nos permita entrar en la íntima complejidad simbólica del hombre y la mujer.
Para acercarnos, es menester tener antes algún diseño o esbozo de esa complejidad. Proponemos una teoría simbólica que busca esclarecer, sobre todo, el sujeto de ese diálogo entre poesía y filosofía: de sus imágenes, de sus huellas, de sus signos. De ahí que nuestra teoría simbólica, asentada en el ser humano, sea —antes que un pensamiento sistemático— un querer; que no busca nombrarse a sí mismo, sino a través de otras cosas: la imagen, el símbolo, el diálogo; como huellas en las que se encuentran razones y experiencias, en los enigmas de la actividad simbólica que une a la poesía y la filosofía: el descubrimiento de una vocación que nos muestra que su palabra es una elegía extraordinaria que nos revela la mejor forma de ser hombre, mujer, cabales.
Poesía y filosofía
EL POETA transforma la palabra: imágenes, ritmos, figuras, silencios. Esa transformación nace de un género de mirada que ha dejado de ver simplemente las cosas para ingresar al mundo de las significaciones. Y es que las palabras y sus figuras no van de la realidad a la imagen como pudiera suceder en un intento de reflejo, sino de lo oscuro del azogue, donde radica realmente la materia reflejante, a la luminosidad de las palabras. En semejante operación, las palabras empleadas por el poeta para construir un poema no son diferentes a las utilizadas en el lenguaje cotidiano, ambas están referidas a un mismo sistema de significaciones. Pero, la poesía es el impulso creador que habita en la palabra, siempre a punto de revelarse, de despertar, de convertirse en conocimiento y en trascendencia de sentidos, pasiones y verdades. Es la imaginación de la humanidad en manos de poetas, la invitación a la lengua propia, a la celebración del misterio de la palabra; es sobre todo una huella y el temor a que el viento la borre.[1]
La forma más alta de la palabra es la poesía. Ella entraña un enigma, porque se niega a ser mero concepto, significado sin más. La palabra poética encierra una pluralidad de sentidos. Incluso puede agregarse que la poesía no se habla: se escribe. En el poema, el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada, muchas veces, por la reducción que le impone el habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total, se mueve entre los sonidos, entre las letras; apenas mira la realidad y se presenta en ella un ímpetu de desprendimiento, una fuerza que la desgarra. Entonces el poeta se lanza a la búsqueda de algo que no tiene y necesita tener. Una suerte de violencia que le hace cerrar los ojos para horadar en el corazón.
Las palabras del poema renuncian a la inmediatez: forman un mundo abierto donde todo es posible.[2] Paz afirma que la palabra poética, sin perder su valor primario, su peso original, es también como puente que nos lleva a otra orilla, puerta que se abre a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje.[3] Las palabras en el poema no tienen límites, son ritmo, color, significado y, al mismo tiempo, otra cosa. Todas las nostalgias alimentan la poesía: la tierra, el fuego, el amor; en el lenguaje y, en el sonido, en imágenes. La interioridad del poeta, alimentada en la creación, en la palabra, tiene el extraño poder de suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes.
El poeta enamorado de las cosas, paradójicamente, se desapega de ellas. Se niega a utilizarlas. La poesía se transforma en imágenes situadas en el laberinto del tiempo, y de este modo se convierten en una forma peculiar de sentido. Sin dejar de ser lenguaje, sentido y pasión la configuran; el poema es algo que está más allá del lenguaje. En la poesía el imán suscitador de la palabra se resuelve en obras que trascienden el lenguaje en el que las palabras están en perpetua guerra, hasta convertirse en imágenes, poemas irrepetibles. El poeta está signado, también, por el silencio, el misterio vertiginoso de ser, sentir, soñar.
El poeta es creador de imágenes. Estas imágenes construyen un sistema de significaciones históricas. El poema, sin dejar de ser historia, la trasciende. Así el poeta, en su obra crea una unidad con la palabra; pero esa unidad es siempre incompleta. De ahí esa perspectiva ilimitada que tiene el poema, estela que deja toda poesía y que lleva al lector tras ella; esa historia abierta que rodea a toda poesía. Para algunos el poema se experimenta en el interior, en el corazón; desde ahí pretende una y otra vez emerger en la historia de la cultura, de la libertad. La poesía es la que alimenta esta quimera, la que reconoce las huellas del hombre y de la mujer y no es insólito: sus palpitaciones de vida elaboran un significado, concreto, de cada persona: el espacio encontrado, el instante hecho tierra, la corporeidad del alma.[4]
Cada poema es único. En él se establece un encuentro que abarca el ser y el no ser, porque toca a la presencia y a la ausencia, al fantasma y al sueño. El poeta se afana para que todo lo que hay y no hay dialogue con él; una suerte de diálogo sustentado entre el yo y el poema. El poeta alcanza su unidad en el poema.[5] Del mismo modo que a través del amor entrevemos una vida más plena, a través del poema vislumbramos la unidad del yo con el todo. Ese instante en que la poesía cumple el deseo de ir allende de nosotros mismos.
A veces, unos cuantos versos alcanzan un eco que resuena por siglos. Es que en ellos se anima la experiencia estética, que aparece al contacto del poema con el lector. Cada vez que nombramos o cantamos un poema, accedemos a un estado que podemos llamar poético. La experiencia se hace horizonte vital que nos lleva a vivir momentáneamente un ser otro. El lector vive y muere con Teresa, ama con Urquiza y sufre con Agustini. Y es que el poema es mediación: encarna en un instante toda una vida, la propia y la de un pueblo. La sucesión en el poema se convierte en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y de la fuerza del tiempo. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace del lector, diálogo, imagen, poesía.
En Platón vemos que el diálogo se abre a través del pensamiento; el que establece el hombre: silencioso y callado consigo mismo para saber quién es él. Ese diálogo cifrado en