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El club Highsmith
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Libro electrónico452 páginas6 horas

El club Highsmith

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Información de este libro electrónico

El cadáver de un hombre aparece en su vivienda de Madrid. Sobre la mesa, dos copas de vino. En la pared, la firma de su asesino: un número diez rodeado por un círculo, dibujados con la sangre de la víctima.

Cuando Raquel Silva, inspectora de la brigada de homicidios, se hace cargo del caso, solo puede rezar porque la cuenta atrás no haya comenzado de nuevo.

Si Ismael Ezgárate hubiera sabido que encargar a Lorenzo Martín el interrogatorio más importante del caso contra Mario Roig le pondría a todo el bufete en contra, incluida Amelia, su mano derecha, quizá se lo hubiera pensado dos veces. O no. Hace tiempo aprendió cuál era el precio de no hacer caso a su instinto.
 

IdiomaEspañol
EditorialRachel Ripley
Fecha de lanzamiento17 abr 2023
ISBN9798223326113
El club Highsmith
Autor

Rachel Ripley

Rachel Ripley es escritora de thriller y novela negra

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    El club Highsmith - Rachel Ripley

    EL CLUB

    HIGHSMITH

    RACHEL RIPLEY

    TODOS LOS DERECHOS reservados

    No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    Copyright © 2022 Rachel Ripley

    Depósito legal: 0020221988

    Título: El club Highsmith

    Edición publicada en octubre de 2022

    Diseño de portada: Izaskun Albéniz

    © Todos los derechos reservados

    Abril 2019

    Se obligó a ocultar su desprecio bajo una sonrisa cómplice mientras abría la pequeña bolsa de terciopelo negro, algo ajada tras permanecer diez años oculta en su armario. Una tras otra, cada una de las nueve personas sentadas en círculo junto a él, introdujo en ella un trozo de papel doblado hasta hacerlo lo más pequeño posible. Algunos lo hicieron aun riendo entre dientes, otros ya recuperada la seriedad y un par de ellos con gesto de concentración, como si estuvieran haciendo algo trascendental. Estúpidos.

    Tomó la bolsa y metió el décimo papel. La rabia le había llevado a repasar los dobleces con fuerza, hasta emborronar lo escrito. No importaba.

    Sintió ganas de echarlos de allí a patadas, pero no podía estropearlo, no ahora. Los necesitaba. Estiró con fuerza las tiras rojas que fruncían la boca del saquito, ante la atenta mirada del resto.

    Media hora después, cuando todos se hubieron marchado, abrió la bolsa y dejó caer su contenido sobre la mesa. Ver los papelitos rebotar sobre ella le trajo un montón de buenos recuerdos pero, a su vez, lo enfureció. ¿Cómo había sido capaz de traicionarle así? ¿Por qué le obligaban a hacerlo de nuevo?

    Desdobló cada uno de los trozos. Su respiración se aceleró y sus pupilas se dilataron al ver la línea escrita en cada uno de ellos. Su furia se diluyó al cerrar los ojos e imaginar de nuevo la sangre caliente de sus víctimas goteando entre sus manos. Al recordar la confusión y el miedo inundando sus miradas, su sonrisa se transformó en una mueca sádica. Quizá no fuera tan malo volver a empezar.

    DIEZ

    Abril 2022

    ISMAEL

    La puerta se abrió como si una tromba entrase en el despacho.

    —No es justo —protestó una muchacha alta, la media melena pajiza recogida en un moño con un lápiz, los ojos llenos de lágrimas de pura rabia—. He trabajado muy duro en este caso. Todos nos hemos dejado la piel. ¿Y vas a dejar que lo interrogue él?

    Ismael suspiró. No había previsto lo que se le vendría encima al comunicar la decisión a su equipo. Era la cuarta que entraba a su despacho a protestar.

    —Amelia...

    —No, nada de Amelia. Te vas una semana sin decir nada y, cuando vuelves, me encuentro con que lo hará Lorenzo. No lo entiendo. ¿Es porque es un hombre y yo una mujer? Porque...

    —¡Por supuesto que no! —replicó él, ofendido—. ¿Cuándo te he dado motivos para pensar eso?

    —¿No? ¿Por qué, entonces? Tengo más experiencia que él, y llevo mucho más tiempo en el caso. Nunca ha pisado un juzgado. La va a cagar, Ismael, la va a cagar.

    Se detuvo, jadeante y furiosa. Respetaba a su jefe, pero la injusticia cometida le hacía hervir la sangre. Él meditó unos instantes, buscando el mejor modo de explicarlo sin comprometer a su compañero.

    —Es cierto. Tienes más experiencia y ya has representado al despacho en otros casos ante el juzgado. Por eso quiero que lo haga él —se apresuró a decir cuando ella abrió la boca para replicar. Su gesto de enfado se tornó en confusión—. Jamás ha estado en primera línea. Lleva un año con nosotros y nunca se ha ofrecido voluntario para nada, lo sabes. Trabaja mucho y tiene potencial, pero está bloqueado. Necesita un empujón.

    —¿Y tienes que desbloquearlo justo ahora? —gritó, aunque parte de su enfado se había evaporado—. ¿Y si se queda en blanco, como le ha ocurrido en los ensayos? ¡Nos jugamos mucho!

    —Nadie lo sabe mejor que yo; por eso tú estarás con él, para sustituirle si fuera necesario. Pero, por ahora, no sabrá que tiene un respaldo. Quiero que se prepare pensando que, sí o sí, esto depende de él. —Se levantó y rodeó la mesa para ponerse de pie junto a ella—. Te agradecería que me apoyaras en esto. Estoy seguro de que una vez allí...

    —¿Qué demonios es eso de que Lorenzo Martín llevará el interrogatorio?, ¿te has vuelto loco?

    Ambos se volvieron al escuchar el bramido colérico —Amelia no lo hubiera definido de otro modo—, de Luis, director del bufete. Don Luis, como exigía a sus asociados y empleados que se dirigieran a él, estaba lívido de ira y parecía contenerse para no estrangular a Ismael.

    Amelia dio un paso atrás. El director solo se relacionaba con los socios principales, y ella no lo era. Ismael sí, aunque por la expresión tormentosa del director, aquella condición podría durarle poco.

    Resopló. Había previsto que no gustaría su decisión, pero no que se encontraría con medio bufete gritándole a la cara.

    —No estoy loco —repitió en tono calmado, aunque Amelia pudo notar cierta tensión en su voz, quizá por estar harto de gritos, quizá porque no se esperaba aquella reacción de Luis—. Lo hará bien. Confía en mí.

    —No tiene ni puta idea de lo que es un tribunal. Se ha pasado la vida con la nariz metida en los libros. ¿Qué quieres?, ¿mandar a la mierda tres años de trabajo?

    —¡Se merece una oportunidad! —gritó a su vez. Inspiró, tratando de recuperar la calma cuando su jefe entrecerró los ojos; una clara advertencia entremezclada con sorpresa y enfado—. Confía en mí, Luis —repitió con suavidad—. Está todo controlado.

    —Espero que sea así; como falle en lo de Ruiz, no será el único que se lleve sus cosas a casa en una caja de cartón. Esta mañana ya te dije que no estoy de acuerdo con lo de Raúl. Tampoco en esto. No me gusta.

    Dio media vuelta y salió dando un portazo, que resonó en todos los despachos. Ismael se quedó mirando la puerta.

    Amelia se mordió el labio inferior, preocupada. El director confiaba en él a ciegas; gracias a Ismael, el porcentaje de casos ganados por el despacho rozaba el cien por cien. Se fiaba de su instinto y le daba carta blanca para elegir a su equipo y trabajar con sus propios métodos, raro en alguien tan rígido como Luis. De hecho, era al único, no ya de los socios, sino de los componentes del bufete, al que le permitía saltarse ciertas normas a la torera. Pero, por eso mismo, estaba segura de que no dudaría en despedirlo si algo salía mal. El caso Roig era el más mediático en el que se había visto implicado Abades y asociados; ganar supondría aumentar su ya enorme prestigio y, con ello, su clientela; si perdían, su imagen se vería seriamente dañada.

    Odiaba admitir que, en el fondo, entendía por qué había apostado por Lorenzo. Ismael tenía un don para detectar el talento más allá de las apariencias. De no ser así, ella misma estaría en el paro. Desde que se licenció, había ido rodando de un despacho a otro, bien porque la despedían o porque no se sentía satisfecha. Dos meses después de aterrizar en Abades y asociados, la mayoría de abogados y socios se negaba a trabajar con aquella abogada que no dudaba en contradecirles y señalar sus fallos y resultaba insoportablemente testaruda a la hora de defender su opinión. Se empeñaba, además, en hacer las cosas a su modo e ignoraba las órdenes de sus superiores, confiada en su inteligencia, sus conocimientos y su experiencia. Habría dimitido, de no ser porque Ismael le pidió ayuda para uno de sus casos.

    Se lo pensó antes de aceptar. Había coincidido con él por los pasillos, en la sala del café o en alguna reunión, y dudaba que pudiera aprender algo de aquel tipo, con más pinta de surfero californiano que de abogado, que no fuera atraer las miradas del otro sexo.

    A regañadientes tuvo que aceptar que se había dejado llevar por sus prejuicios, dando por sentado que era el típico guaperas, ligón, vago y caradura que no dudaba en robar las ideas de sus colaboradoras femeninas con solo esbozar aquella media sonrisa que le daba un aire pícaro que, aunque le escocía reconocerlo, le hacía aún más atractivo.

    Para su sorpresa, desde el principio, él respetó su modo de ser: la dejaba hablar, tenía en cuenta sus opiniones y solía responder con una carcajada a sus réplicas ácidas y mordaces, que tanto enfadaban al resto. Honesto, jamás se apuntó el mérito de las ideas de ella. Ismael no sentía el talento ajeno como una amenaza, sino como un beneficio para el equipo, y dejaba que cada uno se ocupara de aquello que mejor sabía hacer; confiaba tanto en ellos que no dudaba en permitir que llevaran los casos, mientras él permanecía en segundo plano, atento a asesorarlos si lo necesitaban, pero dejando que demostraran todo lo que podían dar de sí. Un modo de actuar muy diferente a lo que había conocido hasta entonces.

    —Ya lo has oído. Si él falla, el caso de Salvador será todo tuyo —afirmó, apoyándose en la mesa y cruzándose de brazos, sin que su voz dejara entrever el desasosiego que la amenaza de Luis le había provocado. Había meditado mucho su decisión, estaba convencido de ella y no se dejaría amedrentar por él.

    Amelia lo miró, dubitativa. No le gustaba ser suplente, ni tampoco la idea de que su oportunidad de brillar dependiera de que su compañero fallara. Prefería destacar por sí misma, sin pisar cabezas ajenas o buscar enchufes. Aunque él tuviera razón, se sentía rabiosa y frustrada. Pero era el momento de retirarse. Una vez que él tomaba una decisión, existían pocas posibilidades de que la cambiara; la única persona del mundo más terca que ella era él.

    —Está bien —accedió a regañadientes. Le amenazó con el índice—. Pero no esperes que le ayude.

    —No te lo pediría.

    —Te la estás jugando —advirtió.

    —¿No tienes un caso que preparar?

    —Ya me voy, ya me voy, pero te la estás jugando... —canturreó, al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.

    Caminó por el suelo de parqué hasta la espaciosa sala donde trabajaba el equipo que preparaba el caso contra Roig. Ella y sus cuatro compañeros eran los únicos no socios que trabajaban en la planta noble, como era conocida por el resto de empleados. Con una distribución que recordaba a las series británicas de 1920, la tercera planta del edificio estaba reservada a los inmensos despachos de Luis y de los otros socios mayoritarios, Ismael y Cristina; estudios sobrios y elegantes, con enormes mesas de roble, sillones de cuero y paredes cubiertas de estanterías de caoba maciza, llenas de libros de consulta, muy similares a la sala de reuniones para clientes VIP, además de un pequeño comedor reservado para ellos. En el segundo piso, los habitáculos del resto de socios, más pequeños y minimalistas: una mesa, dos sillas y una pequeña estantería, más ornamental que funcional, además de pequeñas salas privadas para reunirse con los clientes. En la baja, el resto del personal: abogados, becarios, asistentes y letrados en prácticas, situados en grupos de mesas de cuatro puestos, delimitados por interminables pasillos blancos, formados por los armarios donde se custodiaba la documentación, además de una cafetería mucho más funcional que la del tercero. «Porque no hay mazmorras, que si no, Luis nos encierra allí», era el chascarrillo que corría entre los que trabajaban en aquella planta.

    A ninguno le extrañaba demasiado. El lema de Luis, escrito con enormes letras metálicas negras, que destacaban sobre la pared blanca del vestíbulo, Pacta sunt servanda[1], decía mucho de su carácter rancio.

    Nada que ver con la espaciosa sala que Ismael había dispuesto para ella y sus compañeros, de altas paredes blancas y amplios ventanales, cómodos sillones, presidida por una gran mesa ovalada en el centro. Además de una más pequeña para cada uno, así como estanterías y armarios con toda la documentación y manuales que pudieran necesitar. Habían decorado las paredes con láminas de paisajes, constelaciones o frases que les gustaban. Disfrutaban trabajando juntos, tanto que solían hacerlo en la mesa del centro, incluso el tímido de Lorenzo. Les resultaba menos formal y podían compartir información, comunicarse y ayudarse con mayor facilidad.

    Le preocupaba que Ismael se hubiera equivocado. Sabía que muchos no soportaban al niño mimado de Luis, como le llamaban a sus espaldas, por ser el único que podía ignorar las férreas normas del director sin llevarse una de sus monumentales broncas o ser despedido. Al menos hasta ahora.

    Pero el apelativo no le hacía justicia. A sus treinta y seis años, Ismael era uno de los abogados más brillantes de Europa; el éxito en su profesión y su físico habían favorecido su aparición en publicaciones que poco tenían que ver con el mundo jurídico y, a menudo, figuraba en la lista de los solteros de oro más cotizados del país. Su presencia en estos medios elevaba la notoriedad de la firma y aumentaba el número de clientes que acudían a él para que llevara su caso, lo que también beneficiaba al resto de socios y abogados. Ismael solo representaba a quienes querían presentarse como acusación particular, jamás como abogado defensor. Le daban igual los ceros del cheque o que todo el bufete se le echara encima, tratando de que aceptara a este o a aquel cliente. Se negaba en redondo, sin explicaciones, hasta que Luis, con un bufido, le daba el caso a otro. Cuando alguien le preguntaba por qué lo había rechazado, su respuesta siempre era la misma: «¿No tienes jurisprudencia que leer?».

    Se sentía a gusto con sus compañeros. Además de Lorenzo, que había sido el último en incorporarse y ella, el equipo lo formaban Sonia, Ramiro y Luisa. Por fortuna, en aquel momento, la mesa solo estaba ocupada por esta última, que tomaba notas de un grueso expediente en un Macbook.

    Ambas habían entrado a trabajar en el despacho el mismo día. Amelia en el departamento de penal y Luisa en el de fiscal y, desde el principio, se cayeron bien. Con el tiempo, aquella camaradería se transformó en una estrecha amistad construida durante largas jornadas de trabajo, confesiones entre copas y muchas horas robadas al sueño. Por ello, al poco de que Ismael la incorporara a su equipo, Amelia le pidió que también reclutara a Luisa.

    Esta levantó la cabeza y sonrió a su amiga, comprensiva. Por su expresión, sabía que la conversación con el jefe no había ido como esperaba.

    —No quiero decir te lo dije, pero...

    —Pues no lo digas —gruñó.

    Amelia se dejó caer con fastidio sobre la silla y abrió un grueso volumen, del que pasó las páginas con rabia, sin buscar nada. Ni siquiera sabía de qué era el manual.

    —No es justo —rezongó—. Lorenzo lo va a echar todo a perder.

    —Se merece una oportunidad —repuso Luisa en tono conciliador—. Todos la hemos tenido.

    —Sí, pero ¿en el momento más importante? Tiene cuarenta años y se queda en blanco, delante de nosotros, cuando tiene que citar algún artículo o precedente. Hasta Sonia lo haría mejor, y está en prácticas —terminó con amargura.

    Su amiga sonrió y le apretó el brazo, afectuosa.

    —Te entiendo, has luchado mucho por esto. Pero debemos dar a ambos un voto de confianza. Eso es lo que me dices cuando no entiendo alguna de las decisiones de Ismael, ni yo, ni nadie en el despacho. No me negarás que suele tener razón.

    —He venido para que me apoyes, no para que te pongas de su parte.

    Luisa rio.

    —Lo sé, pero... quizá el chico necesita una oportunidad.

    —El chico —bufó con retintín, divertida ante la idea de que su amiga llamara así a un hombre hecho y derecho—, lo que necesita es un buen empujón.

    —Una buena patada en el culo es lo que necesita.

    Ambas se volvieron a mirar a Ramiro, que acaba de entrar llevando un Macbook en una mano y una taza de café en la otra.

    —No puedo creer que nos haya pasado por encima —gruñó, dejando ambos sobre la mesa—. No hay que fiarse de las mosquitas muertas como él, de los mosquitos, en este caso. Por eso se quedaba siempre hasta tarde, para hacerle la pelota.

    —Lorenzo es un buen tío —replicó Luisa—. No lo veo yo de trepa a nuestras espaldas.

    —Lo siento, ya me he enterado. —Sonia entró empujando la puerta con el pie—. He traído bocadillos. Pollo para ti. —Le tendió uno a Amelia—. Salmón para ti. —Otro a Luisa—. Y atún para ti. —Le dio el último a Ramiro.

    A pesar de estar aún haciendo las prácticas del máster de acceso a la Abogacía, Sonia no se dejaba amedrentar por nadie y trabajaba bien con todos, incluso con Ramiro, a quien no le gustaba delegar ni tener que compartir el mérito. Se sentó junto a sus compañeras, y comenzaron a comer charlando entre sí. Él, enfadado porque ninguna compartiera su opinión sobre el nuevo, como le seguía llamando, soltó un bufido, abrió su portátil y dio un airado mordisco a su bocadillo.

    Lorenzo se detuvo delante de la puerta de la sala con varios expedientes bajo el brazo. Se pasó la mano por el pelo, nervioso, sin atreverse a entrar. No se veía capaz de afrontar el enfado de sus compañeros, pero odiaba ser tan patético. Aunque era el mayor de todos ellos, se sentía como un joven inexperto, siempre con aquel miedo a hacerlo mal, a destacar. Envidiaba la confianza y desparpajo de sus colegas, algo que él nunca lograría tener.

    Se dio la vuelta y volvió al despacho de Ismael. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Quizá, si volviera a disculparse...; se secó el sudor de las manos en los pantalones y llamó, inspirando de nuevo.

    —Harías mejor en estar trabajando y no perdiendo el tiempo aquí —replicó su jefe, abriendo la puerta y apoyándose en el dintel con aire desenfadado, los brazos cruzados.

    Lorenzo tragó saliva. Conocía bien aquel gesto, afable y decidido, que auguraba que no cambiaría de opinión, y toda su determinación se evaporó con él. No quería defraudarle, pero tampoco fallarle. Había sido un idiota. ¿Cómo se le había ocurrido? ¿Cómo no había pensado en las consecuencias? Perder así su apoyo, su confianza... Debía intentarlo.

    —Ismael, por favor, deja que lo haga Amelia —murmuró—. No... no estoy preparado.

    —Pues ya sabes lo que tienes que hacer —repuso con amabilidad antes de cerrar la puerta.

    Ismael sabía que estaba siendo duro con él, pero llevaba demasiado tiempo dejando que se escondiera tras los demás. ¿Que interrogar a Salvador era un desafío para él? Sin duda. Lorenzo, tímido e introvertido, prefería quedarse entre bambalinas. Cuando empezó a trabajar con él, intentó ponerle más en primera línea; Lorenzo no se negó, pero le presentó su dimisión. Ismael decidió entonces dejarle trabajar a su modo. No sería él quien cuestionara los demonios a los que se enfrentaba cada uno. Pero la semana anterior se dio cuenta de que se había equivocado. ¿O quizá no?

    Se frotó los labios, nervioso y sediento. Era una apuesta fuerte, y si algo salía mal, todo se iría al garete. Chasqueó la lengua, preocupado. Estaba muy lejos de sentir aquella confianza de la que había hecho gala ante Luis y Amelia. ¿Y si tenían razón y era un error seguir su instinto? ¿Y si Lorenzo fallaba?

    Echó el pestillo. Se descalzó y se quedó de pie delante de la mesa, cerró los ojos y extendió las manos a lo largo del cuerpo. Despacio, dobló los brazos hasta que sus puños quedaron a ambos lados de sus costillas. Extendió el brazo izquierdo hacia el centro, la palma abierta boca arriba y lo devolvió a la posición inicial, después el derecho, mientras se concentraba en su respiración: inhalar, retener el aire, exhalar, hasta que todo su cuerpo comenzó a mecerse a su ritmo.

    —Solo por hoy —murmuró en voz baja—. Solo por hoy, solo por hoy...

    Repitió su mantra una y otra vez, hasta que se sintió tranquilo, sin sed. Se calzó de nuevo, quitó el pestillo y se sentó a continuar trabajando.

    Lorenzo no se había movido. Seguía de pie, mirando la puerta cerrada, decepcionado consigo mismo y con Ismael. Con él, por no haber tenido el valor suficiente para contarle la verdad. Con su jefe, por habérsela jugado de aquel modo. Tenía derecho a estar enfadado, pero ¿tanto como para ponerle a todo el bufete en contra? Nadie le decía nada, pero lo notaba en sus miradas. Era el peor, el menos preparado, el inútil que a su edad había logrado ser poco más que un becario. Vencido y angustiado, volvió a la sala, aunque no se sintió capaz de entrar. La puerta se abrió y Ramiro lo miró, enfadado.

    —Voy a comer a la cafetería —gruñó.

    Su compañero, su bocadillo y su portátil desaparecieron en dirección al pequeño comedor de la planta baja, y él se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer.

    —Toma, de jamón, queso y tomate. —La voz amable de Sonia le hizo bizquear ante el paquete que blandía frente a su nariz.

    —Yo... —cómo odiaba aquella timidez.

    Quiso darle las gracias; no solo por la comida, sino por mostrarse amistosa con él; pero solo pudo quedarse de pie, aferrándose al bocadillo como a un salvavidas.

    —Come, vas a necesitar fuerzas. —El tono imperativo de Amelia le obligó a moverse—. Lo único que nos falta es que te dé una lipotimia ante el tribunal.

    —Amelia..., yo... —Señaló hacia el pasillo—. He intentado hablar con él, pero...

    —Ha tomado una decisión. Errónea, a mi entender, y que nos va a costar muy cara, pero no la cambiará. —Dejó el bocadillo sobre la mesa y se levantó—. Necesito un café.

    —No le hagas caso —murmuró Luisa cuando pasó al lado de Lorenzo, en pos de Amelia; Sonia continuó masticando, repantingada en su silla, los pies en la mesa.

    —Tranquilo, ya se calmará. Estaba segura, como todos, de que se lo encargaría a ella. Dale tiempo.

    —Pero no hay tiempo. Yo... yo no estoy preparado. Nunca he estado en un juicio, ni he pisado un juzgado. —Tragó saliva, tratando de que su voz sonara firme, incapaz de mirarla a la cara y despreciándose por haber fallado a Ismael, a todos.

    —¿Y las prácticas?

    —Cuando yo me licencié no hacía falta hacer un máster.

    —Ah, es verdad. Siempre se me olvida.

    No mentía. Aunque Lorenzo casi le doblaba la edad, conservaba el aire aterrado del día que, un año atrás, empezó a trabajar con ellos; por eso, en su cabeza, Sonia no podía dejar de verle como a un recién licenciado.

    —Tranquilo, lo harás bien —aseguró.

    —¿De verdad lo crees?

    —Para serte sincera, no. Pero Ismael confía en ti. Y nosotros en él. De lo que se deduce, si seguimos el silogismo, que todos confiamos en ti —terminó, encogiéndose de hombros.

    Dio otro mordisco y masticó en silencio durante unos instantes; se sintió mal por la angustia que reflejó el rostro de él.

    —No, te lo digo en serio, lo harás bien.

    Lorenzo se miró la punta de los zapatos, avergonzado, lamentando el día en que se incorporó al despacho. De todos modos, ya no había remedio. Apartó uno de los sillones, cogió el taco de folios que contenía las transcripciones de los interrogatorios y se enfrascó en él, tratando de hacer desaparecer el mundo que le rodeaba, hasta que este le dio un par de golpecitos en el hombro.

    —Cómete el bocadillo, anda. —Sonrió Sonia—. Tu cerebro lo va necesitar si quieres memorizar esos tochos.

    Agradeció la frase con una inclinación de cabeza, pero no podía comer. Aunque le reconfortaba no tener a todo el mundo en contra, se le había cerrado el estómago desde media mañana, cuando Ismael les comunicó la noticia.

    ARTURO

    El anciano rio para sí, observando al hombre que se había quedado atorado en la pequeña ladera de El Pinar de la Barranca. Al intentar subir desde la senda inferior a la superior, no se había percatado de la verticalidad que la pequeña loma alcanzaba al final, y allí estaba, sin fuerza en las piernas para llegar arriba ni valor para volver sobre sus pasos; la tierra estaba resbaladiza por la lluvia que había caído esa mañana y temía caer y rodar cuesta abajo.

    —¡Eh, chico de ciudad! —gritó—. De ahí no te sacarán tus botas de tecnología espacial ni tus bastones de marcha nórdica —se burló.

    El hombre alzó la cabeza, molesto por la burla; sonrió aliviado al reconocerle.

    —No presumas tanto. Tú también te has llevado más de un buen susto rodando pedriza abajo.

    El anciano rio, caminó hacia él, le tendió el bastón y le pidió que se sujetara. De un fuerte tirón, le ayudó a salvar el último metro que le separaba de la cima.

    —Gracias, Arturo, no sabes lo que me alegro de haberte encontrado. Ya me estaba planteando sentarme y bajar arrastrando el trasero hasta el otro camino.

    —Una buena solución. —Sonrió—. La culpa es tuya, por ir siempre mirando ese teléfono, y en la sierra no se puede, Diego, te lo tengo dicho.

    Este hizo un gesto hacia la cesta de mimbre que llevaba su amigo.

    —Siento haber interrumpido tu búsqueda de setas.

    —No te preocupes, he cogido algunas de San Jorge y Colmenillas.

    —¿Nos invitarás a probarlas? ¡Ay! Creo que me he torcido el tobillo al resbalar —se quejó al poner el pie en el suelo.

    —Déjame ver.

    El anciano se agachó y le desató la bota, uno de los modelos más caros del mercado. Palpó el pie hasta que el otro dio un pequeño respingo.

    —Sí, tienes un pequeño esguince, nada grave, pero no vas a poder seguir con la caminata.

    Diego miró a su alrededor, preocupado. Arturo sonrió, comprensivo.

    —No te preocupes —le dijo—. Voy a por mi coche. Vamos a mi casa primero, que está más cerca; allí tengo un buen botiquín. Te vendo el pie y te llevo a la tuya.

    —No, gracias, no quiero molestarte. Con que me lleves al coche está bien.

    —No puedes conducir así. Le pediré luego a Paco que suba conmigo y nos lo bajamos. Sabes que a mí no me importa. Ven, siéntate en esa piedra, yo te ayudo. —Le pasó la mano por debajo de los hombros—. No te preocupes, echa el peso sobre mí. Soy viejo, pero la montaña me mantiene fuerte.

    —¿Te importa parar un momento junto a mi coche? —pidió Diego—. Tengo que coger un par de cosas.

    —Claro, sin problema.

    Un cuarto de hora después, circulaban de camino al pequeño chalet que este tenía a las afueras de Madrid. En el asiento trasero, cuidadosamente sujetas con el cinturón de seguridad, una Samsonite negra, tamaño cabina, y una caja de vino, que Diego había cogido de su maletero.

    —Y yo que venía para desconectar del estrés del trabajo y hacer un poco de ejercicio...—rezongó este un rato después—. ¿Cómo es posible que tú sigas tan ágil como una cabra montesa?

    Arturo rio entre dientes.

    —Paciencia, las cosas requieren su tiempo. Y práctica —filosofó, al tomar la salida hacia El Plantío—. Te vendo el tobillo, nos comemos una tortilla de setas y te llevo a casa, ¿te parece?

    —¿No es molestia?

    —Un poco de compañía no me hará mal.

    ISMAEL

    Lorenzo levantó la cabeza al escuchar pasos acercándose a su silla, de la que no se había movido en todo el día.

    —Hora de irse a casa —anunció Ismael, dando golpecitos en su reloj con el dedo índice—. Nada de protestar —le cortó justo cuando él abrió la boca para hacerlo—. Necesitas estar fresco. Un abogado dormido en el suelo del juzgado no nos sirve de nada.

    Lorenzo sonrió al imaginar la escena, pero su jefe tenía razón; estaba mentalmente agotado, tanto que en la última hora apenas se había enterado de lo que había leído, y eso que se sabía todas sus notas de memoria. Las devolvió a la carpetilla azul y, ahogando un bostezo, recogió varios papeles más de la mesa, atestada de ellos. Se levantó y, mientras se ponía la chaqueta, alargó la mano para apurar el enésimo café de aquel día, con intención de despejarse y trabajar un poco más al llegar a casa. Ismael se le adelantó y lo tiró a la papelera.

    —He dicho a descansar —repitió con firmeza—. Venga, te llevo.

    Resignado, cerró su maletín mientras su jefe le esperaba pacientemente junto a la puerta ahogando, ahora él, otro bostezo. No tenía ni idea de qué hora era, pero debía de ser muy tarde. Sus compañeros y el resto del personal hacía bastante rato que se habían marchado. No había querido mirar el reloj. No quería comenzar la cuenta atrás hacia su patíbulo particular.

    Miró a Ismael de reojo mientras recorrían juntos el silencioso pasillo. Se había preguntado muchas veces si también disfrutaba de aquel paseo, sin prisas, sin agobios,... Solos los dos. Le gustó que le tirara el café y que le obligara a irse a casa; que cuidara de él, en suma. Se puso rojo, recordando el impulso de aquella noche. Resignado y avergonzado, siguió andando en silencio.

    Mientras esperaban el ascensor, bajó la mirada al suelo, azorado; Ismael sonrió, comprensivo; mientras entraban, le dio un par de palmaditas en la espalda para infundirle ánimo, lo que le puso aún más nervioso. No por el gesto en sí, sino por la confianza que implicaba; la tranquilidad con la que su jefe, concentrado en su móvil, tarareaba Another one bites the dust, de Queen, mientras él no podía dejar de mirar los números del panel, como si en lugar de al aparcamiento descendieran hacia el infierno.

    Lorenzo cerró los ojos e inspiró, conteniendo el impulso de pedirle que se callara. Era la canción que todos solían cantar a pleno pulmón en la furgoneta, de vuelta de los juzgados, tras pulverizar a la defensa; sabía que estaba intentando animarle, pero solo le angustiaba aún más. ¿Y si era el único que no lograba que

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