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Todo lo que entró en crisis: Escenas de clase y crisis económica, cultural y social
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Todo lo que entró en crisis: Escenas de clase y crisis económica, cultural y social
Libro electrónico633 páginas10 horas

Todo lo que entró en crisis: Escenas de clase y crisis económica, cultural y social

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"En el año 2008 una feroz crisis económica se desató sobre el mundo. Si bien su forma inicial fue la de una crisis financiera, sus efectos fueron permeando y causando estragos paulatinamente en todas y cada una de las geografías del mundo, en todas las economías, en todos los estratos sociales. En los años sucesivos, ciudadanos de toda condición hubieron de hacer frente a situaciones de escasez, desamparo y precariedad.

Esta obra se propone retratar los efectos de la crisis –en sus planos económico, cultural, social y político– partiendo de aquellos que la sufrieron en primera persona. Para ello, construye un diálogo entre los afectados por la misma y los investigadores, los cuales dibujan, junto con el propio lector, no solo una imagen humana de la crisis y sus efectos sino también un retrato sociológico de la misma.

José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado coordinan una original obra que evalúa, en primera persona, un paisaje de crisis que se ha instalado en nuestra cotidianidad."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2023
ISBN9788446053439
Todo lo que entró en crisis: Escenas de clase y crisis económica, cultural y social

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    Todo lo que entró en crisis - José Luis Moreno Pestaña

    cubierta.jpg

    Akal / Pensamiento crítico / 108

    José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado (coords.)

    Todo lo que entró en crisis

    Escenas de clase y crisis económica, cultural y social

    En el año 2008 una feroz crisis económica se desató sobre el mundo. Si bien su forma inicial fue la de una crisis financiera, sus efectos fueron permeando y causando estragos paulatinamente en todas y cada una de las geografías del mundo, en todas las economías, en todos los estratos sociales. En los años sucesivos, ciudadanos de toda condición hubieron de hacer frente a situaciones de escasez, desamparo y precariedad.

    Esta obra se propone retratar los efectos de la crisis –en sus planos económico, cultural, social y político– partiendo de aquellos que la sufrieron en primera persona. Para ello, construye un diálogo entre los afectados por la misma y los investigadores, los cuales dibujan, junto con el propio lector, no solo una imagen humana de la crisis y sus efectos sino también un retrato sociológico de la misma.

    José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado coordinan una original obra que evalúa, en primera persona, un paisaje de crisis que se ha instalado en nuestra cotidianidad.

    José Luis Moreno Pestaña es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada. Ha escrito e investigado sobre filosofía de la democracia, sociología de la filosofía y filosofía y sociología del cuerpo. Entre otras obras, es autor de La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil (2013), La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (Akal, 2016), Retorno a Atenas. La democracia como principio antioligárquico (2019) y Los pocos y los mejores. Localización y crítica del fetichismo político (Akal, 2021).

    Jorge Costa Delgado es profesor de Filosofía en la Universidad de Alcalá. Ha investigado y publicado sobre sociología de los intelectuales, filosofía española contemporánea y la relación entre instituciones democráticas y movimientos sociales. Es autor de La educación política de las masas. Capital cultural y clases sociales en la Generación del 14 (2019).

    Diseño de portada

    RAG

    Motivo de cubierta

    Antonio Huelva Guerrero

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © los autores, 2023

    © Ediciones Akal, S. A., 2023

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-5343-9

    PRÓLOGO

    Cómo utilizar este libro

    (José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado)

    El presente libro pretende ofrecer estampas de una crisis. Para ello nos hemos reunido un conjunto de investigadoras e investigadores y nos propusimos ofrecer una descripción densa y compleja de la experiencia de la crisis. Densa porque necesitamos explorar al máximo las diferentes experiencias de las personas, sin disolverlas en un aspecto sobredimensionado; y compleja porque queríamos rescatar el sufrimiento económico, cultural y social sin suponer que estos son siempre coherentes entre sí o marchan al unísono.

    Nos planteamos un formato inspirado en una obra clásica de la sociología dirigida por Pierre Bourdieu y titulada La miseria del mundo. De este trabajo, del que en 2023 se cumplen 30 años, tomamos el modelo de presentación de nuestras entrevistas. El objetivo era restituir casos específicos dentro de contextos en los que cobran sentido, sin por ello renunciar a que emergiese lo particular de cada experiencia. En otras palabras, queríamos tratar de entender qué era lo que había entrado en crisis a partir de 2008 y cómo había afectado eso a distintos perfiles sociales. Mediante el análisis de estas entrevistas hemos intentado mostrar cómo operan en la práctica algunas de las lógicas sociales que consideramos más relevantes para entender la crisis o, más bien, los diversos procesos sociales que se entrecruzan en ese acontecimiento que dimos en llamar «crisis». Sin embargo, ni el material ni las conclusiones de nuestro estudio pretenden ser representativos en un sentido estadístico. Obviamente, entendemos que el razonamiento estadístico es imprescindible en la construcción del conocimiento científico y nos hemos servido de él siempre que ha sido necesario, como se podrá comprobar en múltiples pasajes de este libro. Pero también estamos convencidos de que la entrevista cualitativa permite comunicar procesos que jamás nos muestran los grandes datos empaquetados, a menudo los únicos legítimos en los entornos no ya académicos, sino mediáticos, en donde las cifras permiten a veces comunicar verdades y otras envolver informaciones sesgadas y confusas.

    Este modelo de presentación del trabajo científico aspira a compatibilizar dos tendencias difíciles de conciliar: la exposición de modelos teóricos que tratan de ofrecer explicaciones a partir de la objetivación de lo social y la reconstrucción del sentido práctico de los sujetos en sus contextos pragmáticos. Dicho de otra manera, queremos intentar explicar rigurosamente la crisis, respetando al mismo tiempo la vivencia subjetiva de la misma de quienes la sufrieron. Todo intento de exposición en estos términos está destinado a ser provisional y a fracasar en última instancia, pero creemos que solo exponiéndonos a ese fracaso inevitable es posible avanzar en la comprensión de lo social.

    Nuestra empresa, no obstante, no se parece mucho a la de Bourdieu y sus colaboradores. No formamos una escuela y nuestra relación con la herencia del gran sociólogo es dispar y admite muchos matices, dentro de un reconocimiento compartido a sus enormes aportaciones –sin ese reconocimiento el formato de esta obra hubiese sido imposible–. El abordaje de cada entrevista y el enfoque por el que cada autor o autora ha optado en su análisis reflejan esta pluralidad epistemológica y metodológica. Por lo tanto, no se hallará en este libro un estudio sistemático de la crisis a partir de un marco teórico bien delimitado y compartido por todos los firmantes. Más bien, esta obra es el resultado de un objetivo común –explicar la crisis–, que cada cual asume desde las perspectivas teóricas y las categorías que ha considerado más apropiadas para su trabajo, con un compromiso de mínimos en cuanto a la metodología de la entrevista y la exposición de los resultados. Tanto la introducción posterior a este prólogo como las introducciones parciales a cada sección muestran esa cultura heterogénea entre quienes colaboramos. Y, sin embargo, pese a la diversidad o justamente gracias a ella, en esas introducciones hemos sido capaces de proponer el mínimo común teórico que compartimos a la hora de explicar todo lo que entra en crisis.

    Como Bourdieu, en fin, deseamos romper la distancia entre el análisis teórico y científico y el debate ciudadano. No pensamos que las cuestiones políticas puedan resolverse científicamente, exclusivamente desde el conocimiento experto, como si cualquier problema político pudiera reducirse a un problema técnico. Pero sí estamos convencidos de que sin el rigor que aporta esa mirada se empobrece enormemente la visión de la realidad social que informa el debate acerca de la cosa pública. Nuestra relación con la academia nos hace plenamente conscientes de las barreras que imponen los formatos de discusión y publicación a los que esta, quizás con demasiada frecuencia, nos obliga. Es nuestro propósito ir más allá de esos límites y dirigirnos a un público más amplio: personas con interés en comprender fenómenos sociales que han tenido un enorme impacto en nuestra historia reciente; personas que buscan transformar el curso futuro aparentemente previsible de esa historia; personas, quizás, interesadas en adquirir o discutir herramientas teóricas de análisis social. Todas son lecturas posibles y compatibles de esta obra. En todas las intervenciones el lector o lectora encontrará una vocación de divulgación de conocimiento teórico o sociológico, alguna forma de compromiso político con el objeto de estudio y un esfuerzo de rigor intelectual. Ojalá que esos tres caminos puedan ser fértilmente transitados.

    Por último, publicar en estas fechas un libro sobre la crisis requiere una explicación, más allá de las vicisitudes de la coordinación de tiempos y esfuerzos que requiere una obra de este tipo y del interés intrínseco del objeto de estudio. Sería tentador decir que el tiempo histórico abierto por la crisis de 2008 todavía no se ha cerrado, pero eso sería suponer, en contra de lo que planteamos como punto de partida, que ese tiempo es uniforme y que esa crisis es una sola. Precisamente esa es una de las razones que justifican esta publicación: permite una aproximación a las múltiples dimensiones que tuvo esa crisis, respetando sus lógicas y tiempos específicos, sin renunciar a un esquema teórico de conjunto que trate de explicar una coyuntura histórica de crisis, esto es, una coyuntura en que se ponen en cuestión o se revelan como ineficaces algunos de los mecanismos fundamentales de reproducción social. A partir de ahí, consideramos que es razonable aceptar otras dos premisas: 1) que algunas de estas dimensiones siguen abiertas o se han reactivado en momentos de crisis posteriores, como durante y después de la pandemia; 2) que dicho esquema de análisis puede seguir siendo útil para abordar otras crisis presentes o futuras. Al fin y al cabo, ¿qué coyuntura histórica no tiene, en alguna de sus dimensiones, sus puntos de fuga, sus propias crisis?

    A propósito de nuestra coyuntura, de vuelta a nuestro presente, podemos preguntarnos si el contexto post-pandémico permite hablar de crisis en un sentido similar al que alude esta obra. Un mero repaso al índice del libro evidenciará que los temas aquí tratados siguen estando plenamente vigentes, aunque algunos de ellos han derivado en nuevas formas de expresión política (el racismo), se encuentran en fases distintas de ciclos que amenazan repetirse en el futuro (la vivienda), o han adquirido una relevancia que ha supuesto el reconocimiento público de formas de dominación que antes quedaban relativamente en la sombra (los cuidados). Creemos, por tanto, que los análisis y herramientas que aquí planteamos no solo son útiles para mirar el pasado reciente, sino también, con las pertinentes adaptaciones y actualizaciones, para comprender e intervenir en el presente y el futuro inmediato.

    UN MODO DE EMPLEO

    Cualquier lector o lectora que se acerca a una obra encuentra ante sí una invitación implícita a recorrer su contenido de una determinada manera. Nos parece importante explicitar el recorrido que aquí se sugiere.

    La base de este libro son trece entrevistas realizadas entre 2018 y 2020 a distintos perfiles sociales. Algunas de ellas se realizaron exprofeso para esta obra, mientras que otras proceden de investigaciones ya en curso antes de que este proyecto colectivo empezara a tomar cuerpo. Se propuso a quienes se responsabilizaron de las mismas que siguieran un formato similar al de La miseria del mundo para la organización y presentación de los resultados, aunque, como ya se ha dicho, con plena libertad o, más bien, ausencia de intervención en el plano epistemológico o metodológico, con la excepción de las servidumbres que impone el propio modelo de la entrevista cualitativa. Posteriormente, las entrevistas y sus análisis se agruparon en tres secciones de perfiles que tenían propiedades similares en común: clase trabajadora, clase media y población inmigrante.

    A partir de las entrevistas y análisis ya entregados, se elaboró la introducción, que se envió y discutió con los autores. Por último, siguiendo la referencia de la introducción general, se redactaron las introducciones parciales a cada una de las secciones, con el propósito de situar los elementos comunes de los materiales y análisis allí agrupados y de sugerir posibles comparaciones y líneas de interpretación. Estas acompañan, pero en ningún caso sustituyen, a las propuestas por los investigadores específicamente para cada una de las entrevistas por separado.

    Quien nos lea quizás se sienta tentado de acudir en primera instancia a la transcripción de las entrevistas, buscando a través de ellas un acceso directo, no mediado, a los datos empíricos brutos de la investigación. Por supuesto, cada cual es libre de comenzar su lectura por donde quiera; pero sería un error hacerlo a partir de la ilusión de que esos datos, esas entrevistas, no están ya mediados por las categorías con las que cada investigador elaboró sus preguntas, seleccionó las respuestas pertinentes y organizó la redacción final que se presenta ante sus ojos. Precisamente porque tal organización del material empírico tiene ya un sentido, la lectura previa del análisis ayuda a explicitarlo y a tomar conciencia de lo que entraba en juego en cada una de estas interacciones. De igual manera, las introducciones –parciales y general– permiten entender el sentido de cada entrevista en relación con las demás y al conjunto de la obra y establecer vínculos y comparaciones que los autores no necesariamente tuvieron por qué tener presentes en su trabajo específico.

    Se comprenderá, no obstante, que nada de lo que aquí se dice determina irrevocablemente que las interpretaciones propuestas sean las únicas posibles, ni mucho menos las «verdaderas». Pero sí aspiramos a que sean interpretaciones reflexivas, que intentan ser controladas y estar bien fundadas. Obviarlas implica correr el riesgo de caer en interpretaciones espontáneas que digan más de quien lee las entrevistas que de los propios entrevistados. En todo caso, el sistema tiene la virtud de revelar una parte (y mucho mayor que la que se presenta habitualmente en publicaciones de este tipo) del material con el que se construye la interpretación y el conocimiento científico; podría decirse que incluso ofrece una imagen aproximada de la «ciencia en proceso». Desde luego, eso abre la posibilidad de una reapropiación o reconstrucción del material desde otras perspectivas, quizás más productivas que las nuestras. Aunque insistimos una vez más: esa reapropiación será más productiva en la medida en que se haga, cuanto menos, en diálogo con las que aquí proponemos.

    Así pues, el orden de elaboración de los materiales que componen esta obra (entrevistas, análisis, introducción e introducciones parciales) no se corresponde con el orden en que se presentan. Conviene no olvidarlo para no incurrir en la ilusión de que el orden final refleja una lógica compositiva en que el esquema teórico que se sugiere en la introducción orientó las entrevistas y los análisis. Fue más bien a la inversa, aunque, obviamente, la mera existencia de dicho esquema teórico revela que buena parte del aparato conceptual que moviliza estaba presente en las perspectivas de quienes se ocuparon de las entrevistas o, al menos, era compatible con ellas.

    Al asomarse a este libro, el lector podrá diferenciar dos tipografías. La narración y el análisis se presentan en Times New Roman, una tipografía con serifa, mientras que las entrevistas se muestran en Arial, una tipografía de palo.

    INTRODUCCIÓN

    Capital para explotar, recursos para existir

    (José Luis Moreno Pestaña y Jorge Costa Delgado)

    Al comienzo de La miseria del mundo, Bourdieu (1999: 10) se cuestiona la atención preferente que prestamos a la gran miseria, ignorando la miseria de posición. La última remite al sufrimiento padecido por quienes ocupan posiciones subordinadas en lugares relativamente privilegiados, posiciones de las que se nutre una enorme rabia y frustración. La gran miseria conmueve y merece nuestra atención, pero también existe una enorme frustración en los lugares menos extremos de la escala social. De esos malestares las estadísticas pueden hablarnos con enorme dificultad. Es la entrevista un lugar más acogedor para que emerjan con claridad. En un gran desastre económico se alteran muchos planos de la existencia. Para comprenderlos bien necesitamos datos producidos cualitativamente, pero también una buena teoría que nos lleve a interrogarnos por las zozobras no solo económicas, sino además culturales y sociales.

    Y además es urgente subrayarlo porque lo excepcional lleva camino de convertirse en horizonte de nuestra vida. La elaboración de este libro ha coincidido con el encabalgamiento de una nueva crisis, en este caso debido a una pandemia, la cual se añade a las dificultades de la protección pública y a las condiciones de recuperación económica exigidas por el neoliberalismo. En ese sentido, la nueva crisis enseña que se intentó salir de la anterior con recetas que abocaron a un fracaso. Lo cual confiere a las historias que relatamos un valor si no predictivo sí heurístico: es muy posible que una nueva crisis genere otros estragos personales como los que relatamos.

    Estos estragos se producen en tres planos. Por un lado, la crisis reduce la capacidad de adquirir mercancías o de mantener aquellas que poseemos. Por otro lado, la crisis desbarata el valor de aquello que sabemos hacer y que nos permitía tener relevancia en la actividad cotidiana, ya sea en nuestro trabajo o en las relaciones con los demás. En fin, un tercer estrago afecta nuestra capacidad de tejer relaciones valiosas en sí mismas o simplemente adecuadas a un cierto nivel de consumo económico o cultural. Además, la crisis también nos envía a nuevos lugares donde trabajar, nos expone ante ciertos saberes que adquirir o nos confronta con nuevas relaciones que tejer –tal vez desde otros parámetros de adquisición económica o singularización cultural–. Quien esté mínimamente informado sobre la teoría social identificará los estragos con los tipos de capital popularizados por el mencionado Pierre Bourdieu. Sin embargo, no hemos escrito crisis de tres capitales porque consideramos que hay que reflexionar sobre qué es capital y qué un recurso necesario para mantenerse con capacidad de consumo, de conocimiento o de relación con otras personas. Es importante mantener esa distinción para leer adecuadamente las entrevistas que presentamos. Tratemos ese problema.

    CAPITAL Y RECURSOS

    Comencemos por la dimensión económica. Desde Adam Smith –aunque él no utilizó el concepto– se habla de un capital humano que los individuos cultivarían con su salud y su educación. De ser así, las crisis económicas impedirían que los individuos siguiesen acumulando beneficios con sus capitales de vigor físico y entrenamiento cultural. Así se representa el mundo la economía dominante, como un espacio poblado por la competición y cooperación entre pequeños y grandes capitalistas, cada uno mirando por incrementar sus beneficios. Ello no es absolutamente falso, y Bourdieu lleva razón en extender la economía a los ámbitos supuestamente «auténticos» de la cultura y los vínculos sociales. Pero hay procesos en los que claramente no funciona. Quien solo tiene su fuerza de trabajo no tiene un capital, tiene un patrimonio necesario para ser reconocido en el juego capitalista, lo cual es bien distinto.

    La experiencia obrera, como explica Andrés Pedreño en su capítulo, depende de una fuerza de trabajo marcada por el desgaste y, llegado este al límite, por un padecimiento incapacitante. Esa fragilidad puede encontrarse validada o no por una enfermedad laboral. Esta reconoce que el contrato que se firmó incluía una exposición intolerable a la degradación y que esta impide al cuerpo obrero seguir operando, convertirse en una aportación valiosa dentro de los procesos capitalistas. Se necesita un esfuerzo colectivo enorme –de movilización, de conocimiento científico y político– para demostrar el vínculo entre el contrato de trabajo y la enfermedad, esto es: una externalidad negativa que se encontraba en él pero que nadie había advertido en su momento.

    Ciertamente un cuerpo debe mantenerse para aportar valor económico, pero como diría Marx, es un patrimonio necesario para ser reconocido como valor: ese patrimonio no se incrementa por medio de intereses cuando se lo retira de la circulación económica y, dentro de esta, es algo constantemente sometido a desgaste, incluso a aquel que lo excluye de toda circulación: la enfermedad. Un obrero va al mercado con su fuerza de trabajo, con ella y los medios de producción un agente capitalista puede situarse en mejor posición que la que tenía de partida. Desde el punto de vista obrero se está produciendo una transacción mercantil, desde el punto de vista capitalista la incorporación de un cuerpo a una dinámica de enriquecimiento. En esa transacción mercantil se ofrece lo que se tiene para recoger aquello que no se tiene: mercancías necesarias para sobrevivir y seguir trabajando, convirtiéndose así las mercancías en «carne y sangre del proceso productivo» (Marx, 2017: 76). Desde el punto de vista del capitalista, ese contrato se fusiona con otros dentro de un proceso de adquisición de beneficios. Del mismo modo, y es algo que aparecerá en las páginas de este libro, quien pide un préstamo para sobrevivir no hace lo mismo que quien pide un préstamo para invertir en un máster –del que espera una posición privilegiada sobre otros en el mercado de trabajo– o para invertir en un consumo ostentoso que le permita formar parte de las francachelas de una elite. Estos dos últimos casos, como el capitalista, no reproducen un patrimonio necesario para existir: intentan integrarse en ciclos culturales o sociales de los que el aspirante a capitalizarlos espera privilegios. La crisis económica afecta a todos: a uno para obtener recursos para sobrevivir, a los otros para enhebrar proyectos de obtención de réditos. El primero se encuentra dentro, explicaba Marx, de un proceso que se repite para poder mantenerse en pie en el mercado. Los otros quieren integrarse en ciclos culturales o sociales que pretenden renovarse continuamente porque al término de los cuales se encontrarían, si todo marcha bien, en posiciones con mayor poder. Decir que todos son cultivadores de capital humano, o de capital económico, cultural y social, es asimilar la garantía de la supervivencia con la reproducción ampliada de la riqueza, el estatus, o los contactos valiosos. El capital necesita aumentar para conservarse: esto es, para mantenerse en la competición con otros capitalistas (Marx, 2017: 97). Quien no está en un ciclo capitalista necesita mantenerse y recuperarse: si no lo hiciese colapsaría.

    Llamaremos recursos económicos, culturales o sociales a lo que permite sobrevivir económicamente, ser reconocido como competente en ciertos dominios básicos –que requieren competencias culturales– o mantener las redes necesarias que permiten el acompañamiento necesario para la existencia. Reservaremos la idea de capital económico, cultural o social para quienes se integran en ciclos renovados, pero siempre nuevos, de explotación del trabajo ajeno, de conversión de sus credenciales educativas en rentas de privilegio[1] o de fabricación de contactos de acuerdo con una estrategia de posicionamiento rentable.

    Con el capital económico designamos a la persona que consume y exhibe una cartera de activos: frente a ella se encuentra la persona limitada al consumo necesario para la existencia o que no administra su patrimonio con vistas a la explotación ajena. Esta salvaguarda teórica es importante. El capital no es el dinero, sino el resultado de introducir dinero dentro de «un proceso de transformaciones conexas» que permiten ampliar el valor de la inversión cuando el ciclo se ha terminado (Marx, 2017: 69). La diferencia entre quien se entrega a un ciclo capitalista y quien no lo hace no estriba en el dinero que cada uno posee: la riqueza material puede utilizarse exclusivamente como un consumo personal. Idéntica salvedad se produce respecto de otros capitales. Con el capital cultural nos referimos a aquel capaz de insertarse en los mercados culturales prestigiosos, demostrando así su relevancia dentro de los valores que cotizan en estos. Frente a él se encuentran las personas que ignoran tales valores, puede que por su ausencia de implicación cultural o porque esta se encuentra al margen de cualquier proceso de valorización. Con el capital social localizamos agentes que tienen redes personales cuya activación les permite el acceso a los centros de poder en distintos niveles. Frente a ello, se encuentra la persona desconectada de tales redes, solitaria dentro de ellas, quizá porque carece de contactos o porque no cultiva estos según la lógica de la rentabilización de los contactos.

    DE LA CRISIS COMO DEGRADACIÓN A LA CRISIS COMO OPORTUNIDAD

    En un sentido lato, crisis económica significa que un espacio de inversión económica, que reunía personas y medios de producción, cesa de ser rentable. La rentabilidad se pierde a menudo por la presión de innovaciones tecnológicas constantes: la capacidad económica sufre no solo un desgaste físico, sino también uno moral cuando no es capaz de responder en la lucha por la innovación permanente (Marx, 2017: 211). En ciertas ocasiones ello implica reformular la actividad económica, por medio de innovaciones tecnológicas y de rebajas salariales, en ocasiones significa recomenzar el proceso económico en otro sector de la producción.

    Este cambio de sectores de producción supone siempre lo que Bourdieu llama reconversión de capitales. Una reconversión de capitales significa que debemos adquirir algo que no se compra solo con ese capital. Puedo considerar que necesito invertir en activos financieros de forma que mis beneficios dependan cada vez menos de mi salario. Puedo considerar que hacer una tesis doctoral sobre Guillermo de Ockham es una mala idea si quiero convertirme en alguien importante en política, es decir, si quiero ganar capital social en los mentideros de las elites partidarias. Decido pues hacer la tesis sobre algún autor de moda en tales espacios de privilegio. En fin, supongamos que deseo entrar en una empresa y para ello activo mi tejido de influencias familiares. En los tres casos nos enfrentamos a una reconversión de capital: de capital económico a capital cultural sobre finanzas, de capital cultural en credenciales de ascenso político, de capital social en una posición económica privilegiada. Realizar esa reconversión es delicada y supone incertidumbre (Bourdieu, 1986: 21).

    El concepto de reconversión de capital puede confrontarse con el necesario para ser considerado empleable, competente o reconocible socialmente. El capitalista que debe renovar su maquinaria o las cualidades de sus empleados no es igual que la empleada doméstica que debe camuflar sus marcas étnicas para ser contratada por una familia de clase media –véase la aportación de Roser Manzanera y Camila Gama– o adquirir cierto nivel educativo que le permita ayudar en los deberes escolares de los hijos de sus empleados.

    La peor situación en una crisis la soporta quien, teniendo limitadas sus condiciones de recualificación, ansía la vuelta de las condiciones anteriores. La entrevista realizada por Alberto Garzón propone un ejemplo sobresaliente: la de un perdedor absoluto de la crisis que solo percibe dos salidas: la vuelta a las condiciones anteriores o la eliminación de la competencia de los migrantes en un mercado con enorme oferta de fuerza de trabajo.

    A esta posición también se llega por un empeoramiento de las condiciones de trabajo. Todo el análisis de Luis Enrique Alonso, Carlos Jesús Fernández y Rafael Ibáñez Rojo describe cómo se articulan la pérdida de derechos colectivos con las sucesivas reformas del mercado de trabajo. En ese sentido, la crisis significa el empeoramiento de la protección laboral, pero también la intensificación de la insumisión patronal al derecho en la gestión de la mano de obra.

    En ese momento, como enseñan los autores, la crisis económica puede conjugarse con una enorme crisis de los lazos entre los individuos. La empresa genera una cultura fuertemente antisindical, unida ella misma a la visión de agentes que se piensan como pequeños capitalistas. Quien desee comprometerse en la defensa de la legislación vigente se confrontará a un auténtico estado de excepción personal: las prácticas de mobbing harán crecer el desierto a su alrededor mientras la empresa intensifica la campaña para su abandono de la actividad o del trabajo. Se conjuga entonces una suerte de máximo en la degradación del agente económico: su vínculo salarial se fragiliza, su apuesta cultural y sindical se impugna por unos compañeros ganados al discurso individualista y sus fuentes afectivas en el trabajo se van secando. La violencia explícita, que asoma también, solo certificaría la conversión de un agente transformado, por el aislamiento, en una suerte de muerto viviente. Pasaría a poblar esos ejércitos de soledades sobre los que se arroja una cínica industria psicologista de la felicidad individual (Moruno, 2018: 109).

    Mas no todas las situaciones son de este tenor. Existe quien, precisamente por la crisis, puede activar una estrategia de inversión limitada en el trabajo, quizá persiguiendo un destino laboral distinto. El análisis de David Cassasas y Julio Martínez-Cava ofrece ejemplos de utilización del trabajo como plataforma para el acceso a otra posición. Lo cual solo se vuelve viable con un cierto nivel cultural –que permite idear futuros alternativos– y de redes sociales que permitan la perspectiva de una desproletarización factible. Es este un primer nivel donde el asalariado puede distanciarse de su posición. ¿Cómo conceptualizar este nivel? Puede significar el uso de los recursos culturales y sociales para obtener una posición distinta. También podría significar que se activa un proceso de recualificación profesional, tal vez haciendo valer los recursos culturales como capacidad política. Y es que una crisis abre posibilidades. Los procesos de respuesta colectivos abren espacios políticos debido a la crisis de legitimidad que sacude a la gestión estatal de la crisis.

    El propio Marx (2019: 225-229), que insistía en diferenciar el consumo obrero de la acumulación de capital, debía reconocer que las fronteras entre uno y otra podían alterarse. Mediante estrategias de «abstinencia y ahorro» el obrero podría intentar valorizar su salario como un capital futuro, tal vez acompañando abstinencia y ahorro con una mayor «diligencia». Marx ve muy difícil que desde la posición obrera pueda llegarse a la de capitalista y encuentra, con buen juicio, enormes problemas: las restricciones en el ahorro amenazan la propia reproducción de la fuerza de trabajo, la renuncia a cualquier placer espiritual puede convertir al obrero en una bestia viviente, restringida en lo material y en la cultura… En suma, como diría Bourdieu (1988: 342) puede que, recordando estas páginas de Marx, «el pequeño burgués es un proletario que se hace pequeño para poder ser burgués».

    Marx (2019: 229-230) imagina también otra posibilidad. El obrero puede intentar capitalizar financieramente sus ahorros, alternativa que ve poco apreciable: su renuncia durante la bonanza económica culminaría con la pérdida de sus ahorros en periodo de crisis. Además, apunta cáusticamente, el capitalismo no genera precisamente disposiciones ascéticas. Una de sus contradicciones es que todo capitalista individual gustaría de tener obreros ascéticos –cuando son sus propios trabajadores– y despilfarradores cuando se le enfrentan –son los obreros de otros– como consumidores.

    Lo que a Marx le resultaba inconcebible fue el modo en que lo que llamamos neoliberalismo, muy específicamente en España, intentó construir la subjetividad de los trabajadores. Por un lado, financiarizando sus economías a partir del acceso a la vivienda y por el otro intentando resolver en la práctica la contradicción entre ascetismo y consumismo. La financiarización, con su fácil acceso al crédito, permitiría trabajadores hiperconsumistas con salarios escasos. Los recursos para la vida, concretamente la propiedad inmobiliaria, se convertirían en el despegue para la acumulación de capital. Esta introducción de la economía financiera en los hogares obreros se intensificó aún más entre las clases medias. En ambos casos se produjo una fuerte reconversión de recursos en capitales –caso de los obreros– o de los capitales centrales para la reproducción de las clases medias.

    LOS CUATRO ÁNGULOS DE LA CRISIS ECONÓMICA

    Anteriormente nos referimos a cómo la crisis vio acentuarse la depredación patronal de los derechos en el trabajo. Es su dimensión represiva. Para mantener los beneficios empresariales, o para acometer las reconversiones necesarias de la actividad económica, la coacción pasa a expresarse de manera descarnada: impedimentos para la actividad sindical y acoso contra quienes deseen hacer valer las garantías consolidadas jurídicamente se convirtieron en el pan de cada día de muchos trabajadores durante el periodo.

    Esta crisis, como señalábamos, surgió de un intento de compaginar los bajos salarios con el consumo conspicuo. Enfrentadas a un exceso de capacidad productiva y a una dificultad para mantener acciones rentables en la economía real, las estrategias económicas de finales del siglo pasado y de comienzo del presente –la época que se ha dado en conocer como neoliberal– se consagraron a un nuevo modelo de keynesianismo. Este, en su acepción primigenia, se refería a la intervención pública en la economía para mantener la demanda, compaginado ello con la pacificación de la lucha de clases por medio del pacto social entre capital y trabajo. El nuevo keynesianismo conlleva un modelo de sociedad radicalmente distinto. Los mecanismos de pacto social se restringen a la disminución de costes laborales, con el ecosistema que ello supone: precariedad, pérdida de derechos e individualización de la condición salarial. Por su parte, la activación de la capacidad de compra se desarrolla por medio de un acceso masivo al crédito. Es lo que se conoce como «keynesianismo del precio de activos» (Brenner, 2009: 43-44). Todo resulta perfecto: los capitalistas pueden convertir en ascetas a sus empleados y a la vez en fieros consumidores. Ya no resulta necesario que el empresario, como Marx nos explicaba antes, tenga agendas distintas para la clase obrera según esté o no bajo la cobertura salarial propia. Los sujetos compaginarían a la vez una identidad degradada en el trabajo junto a una experiencia potenciada en el consumo.

    En el capitalismo la explotación se desarrolla de dos maneras. Una, en el trabajo, supone la incorporación del esfuerzo de otro a cambio de un salario. Otra manera es que los trabajadores, al carecer de propiedades, no disponen de activos financieros que les puedan proporcionar intereses. Quienes sí las tienen pueden utilizarlas como respaldo de créditos financieros con los que poner en marcha proyectos rentables (Hodgson, 2015: 346-347). Este peculiar keynesianismo neoliberal rebajó las condiciones de acceso al crédito, hasta el punto de integrar a buena parte de la población trabajadora en los procesos de financiarización. En España, como señala la importantísima obra de Isidro López y Emmanuel Rodríguez, el neoliberalismo se encabalga con un veterano proyecto contrarrevolucionario de las elites franquistas recuperado luego por los políticos conservadores y social-liberales de la democracia: convertir a los proletarios en propietarios (López y Rodríguez, 2010: 90-93).

    Los efectos de esta ingeniería neoliberal sobresalen en la entrevista conducida por José Luis Moreno Pestaña. Desde su condición de bancaria, la empleada tuvo un acceso privilegiado a la distribución de créditos para economías y proyectos empresariales que no tenían el menor respaldo objetivo. Posteriormente, una vez desatada la crisis, quienes facilitaron los créditos tuvieron que enfrentarse a un proceso violento de ejecuciones de impagos. La entrevistada muestra una enorme ambivalencia ante la situación. Por una parte, su trabajo se convirtió en una auténtica pesadilla que erosionó brutalmente las redes de convivencia que antaño había disfrutado por las buenas conexiones que permiten los empleos en banca. Por otra parte, no deja de considerar a los sujetos responsables de haberse creído el discurso que el sistema bancario les ofrecía: podéis consumir enormemente gracias al acceso sencillo a la vivienda y al crédito, aunque vuestra condición salarial sea excepcionalmente circunscrita. En una sociedad como la española, con un 80% de vivienda en propiedad, las presas para la financiarización del patrimonio inmobiliario se repartían entre estratos sociales extraordinariamente diversos. En pocos países la ideología tuvo tal capacidad de producción de realidad: en medio de una constante bajada salarial, España fue el país de la OCDE donde más aumentó el consumo (López y Rodríguez, 2010: 198).

    La estabilidad social resulta de una aleación variable de cuatro elementos: la coerción social, la existencia de ciertas normas de juego explícitas, la extensión de una cierta ideología y la capacidad de conectar con los intereses de los sujetos (Wright, 2014: 281-314). La crisis desata la violencia en el trabajo, pero también en la gestión empresarial de los sujetos. Cuando explotó la burbuja inmobiliaria, la necesidad de liquidez en los bancos convirtió en inviable el proyecto de ser proletarios en el trabajo y capitalistas en el consumo. Los bancos dejaron de ser la puerta de acceso a la condición burguesa para convertirse en el primer eslabón de una cadena que podía terminar con la policía expulsándote de tu vivienda.

    Ciertamente, la crisis de la financiarización no acabó con la ideología empresarial de masas. Randall Collins (2013: 47-48) explicaba que es absolutamente imposible que una población con malos empleos se convierta en capitalista financiero si no tiene una propiedad que le respalde. Sin embargo, no conviene ser excesivamente racionalista. La entrevistada por Moreno Pestaña, por molesta que se encuentre ante sus consecuencias, no culpa al sistema financiero sino a los políticos y explica que, después de la dolorosa reestructuración de las cajas de ahorros, la gestión científica y profesional tiende a ganar más peso en la banca. Es el marco discursivo que acompañó la gestión neoliberal de la economía, ejemplificada por la personalidad digna de estudio de Alan Greenspan, el jefe de la Reserva Federal Norteamericana: la creencia en el propio discurso nubla el registro mínimo de los datos de la realidad o, más bien, no permite que esto modifique la política neoliberal. Michael Mann (2013: 77-79) considera que es la irracionalidad liberal y su carácter anticientífico lo que se encuentra detrás de las crisis. Efectivamente, podemos persistir en aquello en lo que creímos por enormes que sean los fracasos a los que nos llevó. La culpa de todo podría atribuirse a los «espíritus endebles», a quienes no eran suficientemente sofisticados para responder al desafío de las facilidades financieras (Hernández, 2018: 58).

    No es improbable que nuevas decepciones acaben arrumbando la fe en la ciencia financiera, pero así y todo no resulta fácil cuestionar los fundamentos de la adhesión ideológica. Incluso cuando las instituciones parecen no acomodarse a los intereses –el otro elemento importante de la estabilidad económica–, y a falta de alternativas económicas intelectualmente accesibles, la fe en lo establecido y conocido tiende a perpetuarse. Quizá buscando alteradores patógenos que permitan mantener inmaculada la fe en el proyecto del keynesianismo del precio de activos.

    Existe otro problema importante. El acceso a las segundas viviendas y a la inversión inmobiliaria modifica la experiencia de clase incluso de las rentas más menguadas. El trabajador puede ser también un arrendador de una o dos viviendas, respecto de las cuales puede no tener en alta estima a quienes preconizan la protección de los inquilinos. Esa experiencia es común entre las clases medias, quienes además suelen recurrir más a un mercado de trabajo generizado y desprotegido para la gestión doméstica. En fin, el keynesianismo de precio de activos ha multiplicado, no nos cabe duda, lo que Erik Olin Wright (2014: 117) llamó «localizaciones contradictorias de clase». Además de las posiciones puras del propietario de los medios de producción y del asalariado, existen empleos donde los sujetos tienen condiciones subordinadas, pero también de privilegio. Wright habla de los gestores o de quienes, gracias a las credenciales educativas, ocupan una posición privilegiada en la cadena de mando. Necesitamos darle densidad antropológica a la tesis de Wright: la experiencia de ser explotador, incluso a muy pequeña escala (por ejemplo, de migrantes a los que se arrienda una vivienda en pésimas condiciones), genera una experiencia del poder vinculada a una cierta deshumanización de los más explotados, personas de las que se extraen beneficios. La entrevista realizada por Garzón muestra la conversión de la españolidad en un mecanismo de cierre de mercado y, en el mismo sentido, cabría interpretar todo el proceso viscoso de dominación de género como algo que dota a quien la ejercita de posiciones de privilegio relativo similares a de quien se beneficia de una credencial sin que esta añada nada sustancial a la actividad que se realiza (Wright, 1994: 145-146).

    Aún hay más. La vulnerabilidad salarial introduce un espacio casi carente de normas en la experiencia cotidiana del salariado. En ese campo se soporta la arbitrariedad cuando no la violencia. La bancaria contaba su deseo, y el de muchos de sus compañeros y compañeras, de abandonar un empleo sometido a continuas reestructuraciones y modos sublimados de acoso laboral. En ese terreno, clave de la experiencia humana, todo parece suceder sin más criterio que la rentabilidad y con un menguante respeto a lo que Luis Enrique Alonso (2007) llamó la ciudadanía laboral. Pasivos en el trabajo, los sujetos son por el contrario activos en las finanzas y en el consumo. La existencia queda descuartizada, asumiendo que hay planos donde el estado de excepción es la norma. A su vez, la creencia en las finanzas tiende a obnubilar la conciencia de los sujetos, pareciendo que el capital se reproduce a sí mismo sin concurso del trabajo humano. Es algo que Georg Lukács (2021: 164-165) vio en su estudio pionero sobre la cosificación: la forma financiera del capital genera, mucho más que la del capital industrial, la mitología del dinero que se reproduce mágicamente, sin presencia del esfuerzo humano. La combinación es escalofriante: dejación y sumisión resignadas en el trabajo y fantasía especulativa en las finanzas y el consumo. Si a ello añadimos la explotación de pequeñas rentas de privilegio (en el machismo, en el racismo…), nada parece conducir a la responsabilidad consigo mismo y con el otro. Sin esta variable de personalidad resulta imposible imaginar ningún tipo de compromiso ciudadano que impida la reiteración del presente y sus inhumanas crisis cíclicas.

    Pero para comprender mejor las raíces de tales posiciones de privilegio relativo debemos acudir allí donde tienden a asegurarse su crédito ideológico: en el sistema educativo y cultural. Vamos a ello.

    DESGASTE MORAL DEL CAPITAL CULTURAL Y FINANCIARIZACIÓN DE LAS CLASES MEDIAS

    Existe relativo consenso en la idea de que el sistema educativo introduce homogeneidad en los destinos sociales de quienes llegan a él. Por supuesto, existe una fuerte selección para el acceso a los niveles académicos más altos, pero una vez en ellos las diferencias de clase se vuelven menos cardinales. Ascender en la escuela sigue registrando privilegios de clase; una vez en ella los seleccionados tienden a tener destinos laborales análogos (Martínez García, 2017: 48-49).

    Lo más parecido a la violencia en el campo de la educación es la exclusión o una forma de exclusión diferida por medio de la devaluación de los títulos. Randall Collins (2013: 54-56) asegura que la educación forma parte de una suerte de asistencia keynesiana que evita la presión en el mercado de trabajo. La pérdida de empleos en la economía real se camufla con la inflación de exigencias educativas, muchas de las cuales no proporcionan valor específico para los empleos, ya que en bastantes de ellos se distribuyen los conocimientos de manera práctica. Pronto comenzará, señala Collins, un nuevo ciclo de eliminación de empleos con la enseñanza virtual –algo que, añadimos, en España tiene todos los visos de haberse incrementado durante la pandemia– y se mostrará cada vez más la irrelevancia de la formación para el trabajo.

    Esta función de la escuela como simple espacio de retención ocurre cuando las personas no obtienen los empleos a los que supuestamente dan acceso los títulos. Los estudios en España confirman que esa sobrecualificación se halla condicionada por factores de género y son más mujeres que hombres las que obtienen empleos por debajo de su cualificación. Sin duda, la crisis ha multiplicado los intentos de las clases medias y altas por proteger los destinos de sus vástagos. Se ha acrecentado el gasto en educación privada, la presión política por detraer fondos públicos para la financiación de esta y la persecución de una mayor segregación escolar –de múltiples formas que van desde la elección de centros concertados al aislamiento de centros públicos que funcionan como guetos privilegiados socialmente homogéneos (Martínez-Celorrio, 2021: 54-55)–. A nivel ideológico, por tanto, la ideología tecnocrática ha conocido renovado vigor sea o no cierto, o lo sea en parte, el pronóstico de Collins. Los estudios muestran que se sigue pensando que el desempleo no depende de un mercado de trabajo que genera empleos escasos, a menudo ridículos y carentes de sentido (Rendueles, 2020: 142), sino de que las personas no se forman o no se esfuerzan lo suficiente (Santamaría-López, Artegui-Alcaide, 2021: 146).

    De nuevo reiteramos una distinción anterior: la de formación para obtener recursos y la de persecución de estrategias de mejoramiento a costa de otros –de capitalización y valorización de los activos culturales–. Concepción Castrillo, Carlos de Castro, María Arnal y Paz Martín nos explican la historia de Marta y su tránsito entre la asistencia social y los empleos de servicios sin cualificación y carentes de barreras educativas. En ese caso la formación, adquirida sobre el terreno, es solo un recurso para mantener una existencia transida por la precariedad y la segregación de género. Tales estilos de vida se acrecentaron por la crisis y se volvieron más difíciles para las personas que los padecían. Igualmente, brutal es la experiencia de las camareras de piso, sometidas a salarios bajos, precariedad laboral y violencia de género mientras la patronal turística conocía enormes ganancias –véase la aportación de Mario Ortí, María Gómez Garrido y Héctor Gil Rodríguez–.

    Como contraste cabe presentar las estrategias de búsqueda de la homogeneidad en las periferias, recogidas en el capítulo firmado por Inés Gutiérrez Cueli, David Prieto Serrano y Marina Requena-i-Mora. Homólogo al cierre social en el terreno educativo, sucede como si la crisis hubiese intensificado lo que con Marx cabe llamar –lo vimos más arriba– el «desgaste moral» del capital cultural: aunque el que se tiene sea más que suficiente para el empleo que se consigue, nunca se está seguro de si se cuenta con los recursos suficientes para evitar la mezcla con aquellos a los que se ha dejado atrás o con los que siempre se persiguió la distancia. Recordemos que tales estrategias se dan en hogares masivamente financiarizados, lo que ha provocado una constitución diferente de las clases medias. Parémonos un momento en este punto.

    Tradicionalmente las clases medias y altas perseguían o la instalación como emprendedores o la consecución de empleos cualificados, y con altos salarios, ya fuese en el sector privado o en el Estado. Como nos explican Isidro López y Emmanuel Rodríguez (2010: 250), en las economías domésticas las plusvalías inmobiliarias y los activos financieros han ganado un enorme peso respecto de los salarios. Cabría decir, en palabras de Bourdieu, que se ha producido una reconversión (mayor en las rentas medias y altas, pero también presente en hogares más humildes): en favor de las finanzas frente al salario y, muy importante, en el tipo de capital cultural necesario para gestionar los negocios que se convierten en vertebradores de los hogares. En esa reconversión habrá quienes la hayan acometido con energía, quienes hayan experimentado fallos y quienes se encuentren aún prendados del viejo modelo de reproducción de las clases asalariadas de elite: los estudios de prestigio y las oposiciones. Es posible leer los conflictos entre fracciones de las clases medias alrededor de estas dos modalidades divergentes de reproducción de la posición: la que aún mira al Estado o al puesto de especialista en la empresa, y la que sabe que solo participando de la burbuja especulativa puede mantenerse la separación social privilegiada.

    La mayor inversión en finanzas refuerza la oposición a lo público. En el fondo, la democratización financiera, nos dicen López y Rodríguez (2010: 253-261), refuerza la ideología del propietario para quien lo público es solo dispendio en favor de inútiles. Se acaba extendiendo también una manera peculiar de permanecer en el trabajo. En este solo se busca la rentabilidad económica, además de que sirve como garantía (como «colateral») para recibir la confianza que permite los préstamos. El trabajo deja de ser un espacio de expresión ciudadana, por supuesto: ni tan siquiera pesa ya demasiado como lugar de distinción profesional. Al trabajo va uno a volverse valioso para la verdadera capitalización, la cual ocurre en las finanzas. Esa desertificación simbólica de la experiencia salarial de las clases medias y altas (pero no solo ellas), unida a la empresarialización propietaria fija un nuevo habitus colectivo. Y este, como siempre explicó Bourdieu, tiende a persistir incluso cuando desaparecen sus condiciones normalizadas de formación y ejercicio. Como Don Quijote, la sociedad de inversores y de capitalistas plebeyos sigue persistiendo en su ser incluso cuando la realidad demostró el delirio en el que se fundaba. Y tiende a imponer su lógica en otras esferas de la experiencia social: por ejemplo, en la política. Reparemos en ello en el siguiente punto que trata sobre los efectos de la crisis en las relaciones sociales –o, para algunos, el capital social.

    DE LA PÉRDIDA DE VÍNCULOS A LAS POSIBILIDADES DE LAS CONEXIONES

    Alberto Martín Pérez y Montserrat Ferrás Murcia narran cómo la condición migrante exige la vigilancia constante respecto de los contactos. La crisis acabó con el negocio de Khalil, su entrevistado, y se llevó una madeja de relaciones que este se esfuerza perpetuamente en recrear. Esta lógica de la sobreactivación participativa revela un posible oscuro: el de la persona aislada. Igual que el acoso laboral –recordemos lo expuesto por Alonso, Fernández e Ibáñez– aísla al sujeto hasta anularlo como agente económico, la cancelación de la actividad empresarial puede arrojar a individuos a vínculos completamente empobrecidos o que proporcionen contactos indeseables.

    No es extraño que haya sido en el mundo neoliberal donde ha emergido una teoría crítica sobre el capital social. Quien necesita recibir una inversión –por ejemplo, para hipotecar una vivienda– debe recibir evaluaciones positivas de los poseedores del crédito, exactamente igual que los países se esfuerzan por recibir la aquiescencia de los inversores internacionales; por su parte, el pequeño empresario que gestiona una subcontrata debe convertirse en visible para la compañía que le encomienda sus servicios externalizados, tanto como el trabajador de la subcontrata se debe exponer eficaz y dúctil para seguir contratado. En fin, las empresas deben satisfacer la demanda de consumidores solventes. Del mismo modo, es lo que muestra la aportación de Sergio Cabello, los territorios deben ser puestos en valor para convertirse en atracción turística cortada a la medida de las apetencias de los visitantes. La búsqueda de financiación coloca a los agentes empresariales en redes complejas de filiación respecto de una voluntad ajena tanto como asigna posiciones de privilegio posicional con aquellos que se encuentran en puntos subordinados de la red. El peligro absoluto consiste en quedar separado de toda conexión (Boltanski, Chiapello, 1999: 459).

    Subrayemos dos ideas importantes. La primera, procedente de Bourdieu, es que el capital social se encuentra comunicado con el resto de los capitales. La riqueza y heterogeneidad de las redes de un sujeto se encuentran vinculadas con sus recursos económicos y culturales. Ahora bien, dado que la conexión implica un contacto específico y personal, quienes resultan elegidos tienden a atribuirlo a milagros absolutamente dependientes de sus valores idiosincrásicos. Es la experiencia de la ejecutiva del IBEX35 entrevistada por Miguel Rubiales. La segunda idea es que los recursos, como ya hemos dicho, no son equivalentes a capital. La entrevista aportada por Inés Campillo y Jorge Sola, centrada en el trabajo doméstico, revela una debilidad de su protagonista: la vinculación afectiva con las personas a las que cuidaba. Los afectos, cuando se intenta cultivar capital social, necesitan exhibirse acorde a cada situación y a los índices potenciales de beneficio que presenta. Cuando se capitalizan las conexiones, el actor no puede permitirse quedar inmovilizado por sentimientos de apego socialmente inapropiados. Este aspecto del trabajo de cuidados muestra drásticamente la oposición de quien trata con las personas como fuentes necesarias de beneficio, pero también como seres con carácter específicos e insustituibles –que merecen por tanto un compromiso circunstanciado y una atención auténtica– y quien únicamente las integra en el florecimiento de su trama de conexiones. Solo lo segundo, incluido dentro de un ciclo de capitalización, debe ser denominado capital social. Los sentimientos anclan donde no deben y, en el mundo de las conexiones, solo pueden triunfar quienes se aprovechan de los inmóviles, y por tanto no se atan a ellos, para tejer nuevos vínculos (Boltanski, Chiapello, 1999: 455). Cabe discutir si los trabajos de cuidados pueden ejercerse desde una racionalidad cínica y la conclusión casi segura es negativa: sin vinculación afectiva no se puede impartir una buena clase, realizar trabajo social o enseñar en una guardería (Fraser, 2020: 27). Esos trabajos, a menudo despreciados, suelen ser los que más valor aportan a nuestras sociedades (Rendueles,

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