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El gabinete mágico: Libro de las bibliotecas imaginarias
El gabinete mágico: Libro de las bibliotecas imaginarias
El gabinete mágico: Libro de las bibliotecas imaginarias
Libro electrónico650 páginas9 horas

El gabinete mágico: Libro de las bibliotecas imaginarias

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«Me quedo estupefacto ante tanta maravilla, un fascinante trabajo fuera de toda evaluación, algo verdaderamente extraordinario. FASTUOSO. Entro en el Gabinete y no encuentro modo de salir, no en vano es una propuesta tan laberíntica como infinita».Luis Mateo DíezUn paseo por las bibliotecas que pueblan las narraciones que nos han hecho «vivir, morir, tal vez soñar…».
«Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados». En este libro de las bibliotecas imaginarias, que no puede estar acabado porque en rigor sería inacabable, se han recogido unas cuantas docenas que andaban dispersas por el largo y espacioso campo de las letras.
Desde que aquella vez entramos en la biblioteca de don Quijote para averiguar las razones de su locura, y nos vimos sorprendidos por libros que poco tenían que ver con los de caballería, que en teoría le habían vuelto el juicio —poesía, cancioneros, epopeyas, novelas pastoriles—, los libros y las bibliotecas han poblado las narraciones que nos han hecho vivir, morir, tal vez soñar… Ha habido libros que solo servían de adorno y otros que, como talismanes, acompañaron en vida y muerte a sus dueños; bibliotecas liberadoras, refugio de desdichados, y otras, en manos inclementes, perturbadoras del género humano; ha habido bibliotecarios fanáticos, pero también amparo de pobres y consuelo de afligidos… Hubo libros, hubo bibliotecas, noche primera. Las que parecían dignas de «felice recordación» por su hechizo, su rareza, su simpatía, su capricho o sencillamente su obviedad están en este libro.
Todas vienen a ser imaginarias, aunque los libros no lo sean (o no siempre). Son —podría haberlo escrito en su diario el protagonista de La náusea— «como héroes de novela: se han lavado del pecado de existir».
La biblioteca de la abadía sin nombre (UMBERTO ECO) – La biblioteca de don Quijote (MIGUEL DE CERVANTES) – La biblioteca de Salvo Montalbano (ANDREA CAMILLERI) – La biblioteca privada de Sherlock Holmes (ARTHUR CONAN DOYLE) – La biblioteca del Maniobrador de Grúas (MANUEL RIVAS) – La biblioteca de Bastián (MICHAEL ENDE) – La biblioteca de Manuel (ANTONIO MUÑOZ MOLINA) – La biblioteca del coronel Bantry (AGATHA CHRISTIE) – La biblioteca de don Avelino (PÍO BAROJA) – La biblioteca de Mr. Shandy (LAURENCE STERNE) – La biblioteca de Nino Pérez Ríos (ALMUDENA GRANDES) – La biblioteca del cementerio de los libros olvidados (CARLOS RUIZ ZAFÓN) – La biblioteca de Babel (JORGE LUIS BORGES)…
Más de setenta bibliotecas imaginarias que componen un recorrido particular por la historia de la literatura universal.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento29 mar 2023
ISBN9788419553959
El gabinete mágico: Libro de las bibliotecas imaginarias
Autor

Emilio Pascual

Emilio Pascual (Tejares, Segovia, 1948) estudió Filología Hispánica en la Complutense de Madrid. Su vocación de profesor se vio permanentemente pospuesta por las aventuras editoriales en Anaya y en Cátedra. En 1999 obtuvo el Premio Lazarillo por Días de Reyes Magos, que se vio corroborado al año siguiente con el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. Una docena de libros, entre los que cabría recordar El fantasma anidó bajo el alero, Apócrifos del Libro y El número de la Bella, han dejado testimonio de su fervor por la lectura.

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    El gabinete mágico - Emilio Pascual

    Portada: El gabinete mágico. Emilio PascualPortadilla: El gabinete mágico. Emilio Pascual

    Edición en formato digital: marzo de 2023

    En cubierta: ilustración de Model Book of Caligraphy,

    Georg Bocskay y Joris Hoefnagel (1561-1596) / Rawpixel Public Domain

    Diseño gráfico: Gloria Gauger

    © Emilio Pascual, 2023

    © Ediciones Siruela, S. A., 2023

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Ediciones Siruela, S. A.

    c/ Almagro 25, ppal. dcha.

    www.siruela.com

    ISBN:978-84-19553-95-9

    Conversión a formato digital: María Belloso

    Índice

    Preludio

    La biblioteca de Alejandría

    [A. M. Dean: La biblioteca perdida]

    La biblioteca de la abadía sin nombre

    [Umberto Eco: El nombre de la rosa]

    La biblioteca de San Víctor

    [François Rabelais: Pantagruel]

    La biblioteca de don Quijote

    [Cervantes: Don Quijote de La Mancha; S. Rushdie: Quijote;

    J. López-Herrera: Las aventuras del ingenioso

    detective Frank Stain]

    La biblioteca de Pepe Carvalho

    [M. Vázquez Montalbán: La serie de Pepe Carvalho]

    Posdata: Pepe Carvalho tras las huellas de don Quijote

    La biblioteca de Salvo Montalbano

    [Andrea Camilleri: La serie de Montalbano]

    La biblioteca de los poderosos Montes de Oca

    [Leonardo Padura: La neblina del ayer]

    La biblioteca del abate Chapeloud

    [Honoré de Balzac: El cura de Tours]

    La biblioteca de don Cayetano Polentinos

    [Pérez Galdós: Doña Perfecta]

    La biblioteca (privada) de Sherlock Holmes

    [A. Conan Doyle: Todo Sherlock Holmes]

    La biblioteca de Ángela Carballino

    [Miguel de Unamuno: San Manuel Bueno, mártir]

    La biblioteca de Antolín Cabrales Pellejero

    [Eduardo Mendoza: El malentendido]

    La biblioteca del arcipreste Juan Higuea

    [Eugenio Noel: Las Siete Cucas]

    La biblioteca de los Asesinos

    [Amin Maalouf: Samarcanda]

    La biblioteca de Gabriel Betteredge

    [Wilkie Collins: La piedra lunar]

    La biblioteca de Robinson Crusoe

    [Daniel Defoe: Robinson Crusoe]

    La biblioteca ideal de Emilio

    [J. J. Rousseau: Emilio]

    La biblioteca del Maniobrador de Grúas

    [Manuel Rivas: Los libros arden mal]

    La biblioteca del Nautilus

    [Verne: 20 000 leguas de viaje submarino]

    Una biblioteca en un morral de cuero

    [André Brink: Al contrario]

    Otra biblioteca en una maleta de piel gastada

    [Dai Sijie: Balzac y la joven costurera china]

    Y otra más en un baúl mundo

    [Alfredo Bryce Echenique: La vida exagerada

    de Martín Romaña]

    La biblioteca de Bastián

    [Michael Ende: La historia interminable]

    La biblioteca de Matilda

    [Roald Dahl: Matilda]

    La biblioteca de Kolia Krasotkin

    [F. M. Dostoievski: Los hermanos Karamázov]

    La Biblioteca de Mr. Todd

    [Evelyn Waugh: Un puñado de polvo]

    La biblioteca de Bolívar Proaño

    [Luis Sepúlveda: Un viejo que leía novelas de amor]

    La biblioteca de Monseñor Boccamazza

    [Pirandello: El difunto Matías Pascal]

    La biblioteca de Germain Chazes

    [Marie-Sabine Roger: Tardes con Margueritte]

    La biblioteca de David Copperfield

    [Charles Dickens: David Copperfield]

    La biblioteca de Máximo Bru Mansilla

    [Manuel Longares: El oído absoluto]

    La biblioteca de Manuel

    [A. Muñoz Molina: Beatus Ille]

    La biblioteca de Augurio Hipocampo

    [Cristóbal Serra: Augurio Hipocampo]

    La biblioteca de Sylvestre Bonnard

    [Anatole France: El crimen de Sylvestre Bonnard]

    La biblioteca de Bouvard y Pécuchet

    [Gustave Flaubert: Bouvard y Pécuchet]

    La biblioteca del senador Pococurante

    [Voltaire: Cándido o el optimismo]

    La biblioteca de Cándido Munafò

    [Leonardo Sciascia: Cándido, o Un sueño siciliano]

    La biblioteca de Cincunegui

    [Pío Baroja: Los pilotos de altura]

    La biblioteca de Bouville

    [Jean-Paul Sartre: La náusea]

    La biblioteca de Carlos Brauer

    [Carlos María Domínguez: La casa de papel]

    La biblioteca del coronel Bantry

    [Agatha Christie: Un cadáver en la biblioteca]

    La biblioteca de Emma Bovary

    [G. Flaubert: Madame Bovary]

    La biblioteca del coronel Koshkariov

    [Nikolái Gógol: Almas muertas]

    La biblioteca de Cristóbal V

    [Anatole France: La camisa]

    La biblioteca de Benjamín, llamado también Benjaminito

    [Henry Fielding: Tom Jones]

    La biblioteca de don Avelino

    [Pío Baroja: Aventuras, inventos

    y mixtificaciones de Silvestre Paradox]

    La biblioteca Esparviana

    [Anatole France: La rebelión de los ángeles]

    La biblioteca de don Eufrasio Macrocéfalo

    [Clarín: La mosca sabia]

    La biblioteca de Javer

    [Ismaíl Kadaré: Crónica de piedra]

    La biblioteca de Francie Nolan

    [Betty Smith: Un árbol crece en Brooklyn]

    La biblioteca de Fray Vicents

    [Ramón Miquel i Planas: El librero asesino de Barcelona;

    Gustave Flaubert: Bibliomanía; Charles Nodier: El bibliómano]

    La biblioteca de Hermosilla

    [F. G. Orejas: El asesinato de Clarín y otras ficciones]

    La biblioteca de Haňt’a

    [Bohumil Hrabal: Una soledad demasiado ruidosa]

    La biblioteca de Humboldt

    [Saul Bellow: El legado de Humboldt]

    La biblioteca de los Finzi-Contini

    [Giorgio Bassani: El jardín de los Finzi-Contini]

    La biblioteca imperial de Kakania

    [Robert Musil: El hombre sin atributos]

    La biblioteca del laberinto

    [Pío Baroja: El laberinto de las sirenas]

    La biblioteca de Mr. Shandy

    [Laurence Sterne: Tristram Shandy]

    La biblioteca de John Cromartie

    [David Garnett: Un hombre en el zoo]

    La biblioteca de Nino Pérez Ríos

    [Almudena Grandes: El lector de Julio Verne]

    La biblioteca de Oswald

    [Roald Dahl: Mi tío Oswald]

    Las bibliotecas de la bella Hortensia

    [Jacques Roubaud: trilogía de La bella Hortensia]

    La biblioteca de Pedro Sánchez

    [José María de Pereda: Pedro Sánchez]

    La biblioteca de Peter Kien

    [Elias Canetti: Auto de fe]

    La Biblioteca Real del regente Felipe de Orleans

    [Dumas: El caballero de Harmental]

    La biblioteca de la Villa San Girolamo

    [Michael Ondaatje: El paciente inglés]

    La biblioteca de Suecia

    [Danilo Kiš: La Enciclopedia de los muertos]

    La biblioteca de la abadía de Vectis

    [Glenn Cooper: La biblioteca de los muertos]

    La biblioteca tangerina del bulevar

    [Juan Goytisolo: Don Julián]

    La biblioteca de Tom Sawyer

    [Mark Twain: el ciclo de Tom Sawyer y Huck Finn]

    La biblioteca de Valentinito Torquemada,

    o de prodigios y superdotados

    [Pérez Galdós: Torquemada en la hoguera]

    La biblioteca del Dr. Zerlendi

    [Mircea Eliade: El secreto del doctor Honigberger]

    La biblioteca del cementerio de los libros olvidados

    [C. Ruiz Zafón: tetralogía de El cementerio de los libros

    olvidados; María Zaragoza: La biblioteca de fuego]

    La biblioteca de Babel

    [J. L. Borges: Ficciones]

    La biblioteca celestial

    [Fred Schepisi: El genio del amor]

    Coda

    Bibliografía

    Un apéndice perteneciente

    Elogio de la biblioteca escolar

    Agradecimientos

    Para Victoria Fernández,

    que acogió en sus Cuadernos las primeras,

    cuando eran volvoretas sin oriente.

    Y para los creyentes que insistieron

    en alumbrar y desbrozar caminos.

    Y entre todas las máscaras (personae)

    la que casi rompió un par de zapatos

    en busca de una casa de papel.

    «Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético».

    J. L. BORGES: «La Poesía»,

    en Siete noches. FCE, pp. 101-102.

    «Qué sería de mí sin vosotros,

    tiranos y, a la vez, embajadores

    de la imaginación,

    verdugos del deseo

    y, al mismo tiempo, mensajeros suyos,

    libros llenos de cosas deplorables

    y de cosas sublimes,

    a los que odiar

    o por los que morir».

    LUIS ALBERTO DE CUENCA: «Libros»,

    en Por fuertes y fronteras.

    «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».

    J. L. BORGES: «El libro», en Borges oral:

    OC II. Barcelona: RBA, 2005, p. 653.

    «Un libro me parece una cosa viva en el ahora y también viva a lo largo del tiempo, viva desde el momento en el que aparecieron por primera vez los pensamientos en la mente del escritor hasta el momento en el que lo envió a la imprenta; una línea vital que sigue respirando en el instante en el que alguien se sienta con él y se maravilla y sigue leyendo una y otra vez y otra vez. En cuanto se han vertido sobre ellos palabras y pensamientos, los libros dejan de ser simple papel y tinta y pegamento: adquieren una suerte de vitalidad humana. Milton denominaba a esta cualidad de los libros la potencia de la vida».

    S. ORLEAN: La biblioteca en llamas.

    Barcelona: Planeta, 2019, p. 76.

    «Debo mucho a los libros. ¿Qué sería de mí, cómo sería yo por dentro de no haber tenido tan asiduo contacto con ellos? Probablemente no sería ni mejor ni peor, pero sí sería un hombre completamente distinto.

    Gracias a los libros soy lo que soy. A través de ellos un gran número de pensadores egregios me han entregado su propio saber, el resultado de sus pacientes investigaciones, los hallazgos de una inspiración momentánea pero de efectos perdurables. Esos hombres que escribieron sus obras hace siglos, que escribieron en Atenas o en Viena, en la India o en México, son de verdad mis contemporáneos. ¿Qué sería de mí sin su asesoramiento, sin su constante compañía?

    ¿Qué habría sido de mí sin libros, si todo mi saber se redujera a la suma de mis experiencias personales y de los conocimientos transmitidos oralmente por mis mayores?».

    J. M.ª CABODEVILLA: «Los libros»,

    en Orar con las cosas. Madrid: BAC, 2003, p. 251.

    Preludio

    Todos los libros —salvo tal vez El farmacéutico a caballo¹— empiezan por el principio. Unos pocos comienzan «en el principio…». Tal la biografía de Magallanes de Stefan Zweig: «En el principio fueron las especias». El otro es la Biblia, cuyo «En el principio Dios creó el cielo y la tierra» es el motivo preliminar de una modesta biblioteca. (Modesta por su número de libros, no por sus pretensiones, como ha ilustrado Mario Brelich²). En ese versículo ya estaba el germen de todo libro y de toda biblioteca. Corrijamos, pues: en el principio fue el libro.

    Quienes han tenido la fortuna —o el desvarío— de transitar por la Biblioteca de Babel saben que la biblioteca es uno de los nombres del universo, y el hombre, su «imperfecto bibliotecario». Más mesurado o menos decidido, ya lo había sospechado el filósofo Belarmino, para quien el universo era el Diccionario, y el hombre, su frugalísimo comensal³. Parece evidente que hombre y libro estaban condenados a encontrarse en cuanto el primero sintiera la urgencia de plasmar un piropo, una suma, una chuflilla, un monitorio cave canem. Su lógica, su ineludible consecuencia era la biblioteca, como el aparador cuando descubrió el tarro.

    No sabemos si la invención de la pluma estilográfica «se pierde en esa oscuridad oliente a queso de Gruyère que se denomina noche de los tiempos», como supuso Jardiel. Lo que sí parece averiguado es que los primeros escritos tuvieron primero una naturaleza puramente funcional⁴, y solo más tarde adquirieron un carácter mágico: quizá por ello los primeros archiveros y bibliotecarios fueron sacerdotes, a causa de la aureola sacra que envolvía a los libros. Nadie ignora la pasión con que los custodiaba Jorge de Burgos, uno de sus más fanáticos secuaces.

    Desde sus orígenes, los libros han adoptado formas caprichosas y a menudo pasajeras. La actual es también muy vulnerable y desde luego no definitiva. Guy Montag lo sabía perfectamente. Las casas pueden estar construidas a prueba de incendios, pero los libros no: a 451 °F los libros arden. Ya se sabe: «El lunes Millay, el miércoles Whitman, el viernes Faulkner…». Es cierto que, el 19 de agosto de 1936, un testigo de la pira de libros en la Dársena y en la plaza de María Pita de La Coruña certificó que los falangistas, durante la «operación de quema», estaban concentrados en «el problema de lo mal que arden los libros». No es menos cierto que el maestro Voland, «profesor de magia negra», aseguró que «los manuscritos no arden», como confirmaría el hecho de que con los diarios de Bulgákov «sucedió uno de los milagros bulgakovianos. El escritor quemó su diario, pero ahora lo podemos leer. ¡Los manuscritos no arden!»⁵. Todo eso es cierto, lo cual solo demuestra que el libro es tan resistente como frágil, y siempre nos queda Borges para recordarnos que, «si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está soñándonos y que sueña la historia del universo, como es doctrina de la escuela idealista, la aniquilación de las religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles de un sueño»⁶.

    El mismo Borges dejó dicho que el libro es una cosa entre cosas. Sobre su uso y abuso se han desgranado no pocas ironías. Creo haber leído en algún sitio —pero no he sabido verificarlo— que, entre las utilidades de un libro, Mark Twain hallaba que, si el libro era pequeño y delgado podría servir de cuña para la pata de una mesa coja; si voluminoso y contundente, de ladrillo o proyectil (no en balde tocho también remite a ‘ladrillo’). Así lo escribe aquel personaje de Sciascia desengañado de la guerra española, en la que perdió una mano, quizá por simetría con la de otro manco que la perdió en las guerras de Italia: «El libro es una cosa, lo puedes poner encima de la mesa y mirarlo apenas, incluso para apuntalar una mesa coja lo puedes usar, o para tirárselo a la cabeza a alguien, pero si lo abres y lo lees se convierte en todo un mundo»⁷. Y Carlos María Domínguez lo ha corroborado en La casa de papel: «A lo largo de los años he visto libros destinados a equilibrar la pata manca de la mesa; los conocí convertidos en mesa de luz, dispuestos en forma de torre y con un paño por encima; muchos diccionarios han planchado y prensado más objetos que las oportunidades en que fueron abiertos, y no pocos libros guardan, disimulados en los estantes, cartas, dinero, secretos. Las personas también cambian el destino de los libros» (p. 91).

    Resistente y frágil, el libro. Antiguo. No deja de ser curioso que un tamaño tan socorrido para la máquina de imprimir formato III, como es el de 16 × 24, se parezca notablemente al de las tablillas de arcilla cocida encontradas en el palacio ninivita de Asurbanipal, el rey asirio a quien Esdras adjetivó como magnus et gloriosus (Esd 4, 10). Mario Satz ha imaginado aquella biblioteca «como un lugar fresco y a la par seco, protegido por gruesas paredes y dos torres, una desde la que se observaban los fenómenos atmosféricos y otra para mirar las constelaciones y reverenciar sus estrellas».

    Pero en la antigüedad, debido al sistema unicelular de producción, los libros tenían el encanto de los ejemplares únicos. Es fama que Demóstenes había copiado por sus propios pulgares todos los libros de su biblioteca. Quizá su número no fue excesivo, y por ello no necesitó copistas. Pero la afición a los libros no se detuvo por estas menudencias. Sesenta y dos mil volúmenes tenía Sereno Samónico⁸, cuya influencia en toda la literatura posterior ha sido decisiva, como todo el mundo sabe, a pesar de que Macrobio lo recuerda como «un sabio de aquella época»⁹. Era la suya presumiblemente una biblioteca ostentórea. Lucano y Séneca —que, de creer a Borges, «antes del español escribieron toda la literatura española»— se burlaron de este apetito desordenado de convertir las bibliotecas en objeto de exhibición¹⁰, vicio en que no incurriría Pepe Carvalho, por ejemplo.

    Marcial no tuvo tantos, pero Emmanuel Carrère los ha visto como un lujo. «Su verdadero lujo —escribe— es su biblioteca, compuesta de rollos de papiros a la antigua y también de codex, esos legajos de hojas encuadernadas, escritas por las dos caras, que exceptuando el detalle de que el texto no está impreso, sino copiado a mano, son libros en el sentido moderno de la palabra. Este nuevo soporte empezaba a sustituir al antiguo, como actualmente el libro electrónico: se estaba haciendo, todavía no estaba hecho. Así se editaron los grandes clásicos, Homero, Virgilio, pero también éxitos de ventas contemporáneos como las Cartas a Lucilio, y cuando el propio Marcial acceda a este honor con sus últimas recopilaciones de epigramas, se sentirá tan orgulloso como un escritor francés al que publican en vida sus obras en La Pléiade».

    Un hombre con gafas u ojos de lechuza se quedó maravillado ante la biblioteca de Jay Gatsby, y no tanto por la «puerta de imponente aspecto», que custodiaba aquella «alta biblioteca gótica, artesonada con roble inglés tallado, que probablemente había sido trasladada completa desde alguna ruina situada al otro lado del mar», sino por la simple razón de que contenía libros de verdad y no de cartón, como la del ricote erudito madrileño o, al menos en parte, la de Máximo Bru. En cambio Porthos, barón Du Vallon y señor de Bracieux de Pierrefonds, dejó en su testamento una «biblioteca, compuesta por seis mil flamantes volúmenes, que nunca habían sido abiertos». Solo la biblioteca, más tarde librería, del gabonés de ascendencia vasca Menkele Echeverría no se mensuraba por número sino por tiempo: desconocemos el número de volúmenes; solo tenemos noticia de que constaba de «diecinueve horas y veintisiete minutos de libros», el tiempo que invirtió «en tenerlos uno tras uno en la mano y colocarlos en su nuevo emplazamiento».

    Medio millón se dice que allegó Eratóstenes, contemporáneo de Arquímedes y Apolonio, y en su caso no por ostentación ni altisonancia¹¹. Jean-Étienne Montucla, miembro perpetuo que fue de la Académie Française, y a quien la historia jamás podrá agradecer como se debe sus imprescindibles investigaciones sobre la cuadratura del círculo¹², asegura que fue un hombre sobresaliente en todos los géneros del saber humano y, en su Histoire des mathématiques, lo reivindica no solo como matemático y filósofo, geógrafo y astrónomo, sino también como orador, poeta, músico y anticuario. Incluso inventor, si hemos de creer a Pappus de Alejandría, que en su Μαθηματική συναγωγή le atribuye la invención y construcción del mesolabio. Pero aquí nos interesa sobre todo por su fervor lector y acopio bíblico: cuando supo que una oftalmía le acarrearía irremisiblemente la ceguera, antes que dejar de leer decidió suicidarse¹³.

    «Los libros suelen hablar de otros libros», propuso el sabio franciscano fray Guillermo de Baskerville. (A William Wilson —seudónimo de Daniel Quinn— llegó un momento en que «lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias»). De ese modo, los libros engendraron las bibliotecas, pero las bibliotecas volvieron a los libros, a veces convertidas en materia de ficción. (Y en combustible). Arturo da Silva, el campeón de pesos ligeros de Galicia, que tenía la cabeza llena de metáforas, sostenía «que los libros procedían de la naturaleza. Incluso no sería incorrecto decir, ni decir una exageración, que los libros eran un injerto. Esa era una manera de hablar en metáfora».

    Con el descubrimiento de la imprenta, los libros se multiplicaron y las bibliotecas también. Nodier denominó a esta era la Edad del Papel: «El libro impreso —calculaba— existe a lo sumo desde hace 400 años y en algunos países ya se está acumulando de tal modo que el antiguo equilibrio del globo peligra». Desde aquel momento, cualquiera podía ser poseedor de una modesta biblioteca, siquiera de tres volúmenes. Pero la inundación acechaba. Ya en mil ochocientos veintitantos, David Séchard vislumbró que «el local necesario para las bibliotecas será una cuestión cada vez más difícil de resolver en una época en que el achicamiento general de cosas y hombres alcanza a todo, incluso a las viviendas».

    El resurgimiento de la novela instaló las bibliotecas en el lugar de donde procedieron —los libros—, y algunas se han encaramado a la historia con toda justicia. Este libro solo pretende ser una breve biblioteca de bibliotecas. Es inevitablemente incompleta, pues sería imposible abarcarlas todas, e incluso sus narradores no siempre pusieron excesivo interés en describirlas. Así, por ejemplo, la biblioteca de la desaparecida ciudad de Durab —en un planeta perdido, sin satélites y con días de treinta y cinco horas— «contenía catorce millones de volúmenes: no existe ninguno en la actualidad»; y aunque el robot Ozymandias los memorizó todos, no tenemos noticia de su contenido, pues los estrategas militares de este mundo habrían preferido aprovechar su memoria para conocer el catálogo mortífero de las armas en un pasado destruido. Shelley, en el verso undécimo de su soneto «Ozymandias» —que dio nombre al robot memorioso—, había dejado escrito: Look on my works, ye Mighty, and despair! Un traductor con reminiscencias dantescas lo trasladó como «Contemplad mis obras, poderosos, y perded toda esperanza».

    En octubre de 1992, Jean-Pierre Gourvec, bibliotecario de Crozon en el Finisterre de la Bretaña francesa, decidió crear, al fondo de la biblioteca municipal, un refugio para todos los manuscritos que lo buscaban sin hallarlo. Antes que él lo había hecho en Vancouver, Washington, un apasionado lector de Richard Brautigan. Recordemos que Brautigan, como el suicida de Krahe, decidió romper la baraja en Bolinas (California) un día de septiembre de 1984. Pero, años antes del disparo de su Magnun 44 que aventó para siempre sus ideas, había ideado una biblioteca, abierta «veinticuatro horas al día, siete días a la semana, […] cuyo principal propósito era acoger afectuosamente los volúmenes despreciados, líricos o embrujados»¹⁴. Fue esa biblioteca y la de su lector apasionado la que sirvió de modelo a Gourvec, que acabó convirtiendo «los fracasos de los otros en su propio triunfo». Según después se supo, entre los manuscritos rechazados por los editores y admitidos en su biblioteca imposible había alguno tan prometedor como La masturbación y el sushi, «una oda erótica al pescado crudo». En cambio, no consta que hubiera ninguno de Kafka, que sin embargo había dicho una vez al editor berlinés Kurt Wolff: «Siempre le estaré mucho más agradecido por la devolución de mis manuscritos que por su publicación». Simétrica a la de los libros rechazados es la biblioteca de los libros perdidos.

    Neil Klugman trabajaba en la biblioteca de Newark: mientras contabilizó con notable precisión las botellas de Jack Daniel's que había en el sótano de la casa de su amiga Brenda Patimkin —«veintitrés botellas para ser exactos, y a todas les colgaba del cuello, intacto, el librillo en que se explica a futuros consumidores hasta qué punto constituye un acto de elegancia la ingestión de tan noble líquido»—, apenas se dignó mencionar que en la Sección de Arte de la biblioteca había «una edición de lujo, a gran tamaño», de Gauguin. Nos dijo, eso sí, que «la amplia escalera de mármol que conducía a la sala de lectura principal era imitación de una que había en Versalles». Y aun así, siempre nos quedará la duda de si lo que le interesaba realmente era la escalinata o «las chicas de pechos erguidos» que subían con agitación por ella.

    Hay bibliotecas que su historiador prefirió mantener en un pudoroso misterio. Ismael Cuende, que tuvo el raro privilegio de acceder a la Biblioteca de Olencia, solo la menciona para confirmar que allí descubrió, por pura casualidad, «un opúsculo publicado en la Imprenta de Saturnino Robla, en Ordial, en mil ochocientos sesenta y nueve, titulado El Sarampión en la Villa de Anterna y pueblos limítrofes o descripción topográfica de la Villa, críticas de las doctrinas del Sarampión e historias clínicas de la epidemia, que según constaba en la portadilla era Obra laureada en público concurso por la Sociedad de Amigos del País de Ordial, en el mismo año de su publicación». En otro momento oblicuo acredita que en la misma biblioteca pudo consultar «el Diccionario Geográfico-Estadístico de España y Portugal de Miñano y Bedoya, y el Diccionario Geográfico-Estadístico de España y sus Posesiones de Ultramar de Madoz Ibáñez». Pero Ismael Cuende, tan acucioso a la hora de redactar la memoria necrológica, si incompleta, de Celama —«convencido de que enumerar a los muertos iba a permitirle mayor libertad que contabilizar a los vivos»—, para calificar a la Biblioteca de Olencia eludió cualquier tropo, cualquier adjetivo, ya diera vida o matara.

    A este mismo género elusivo pertenecería la de Monseñor Gaetani, obispo de Betulia, de la que el Marqués de Bradomín solo dice que «tenía tres puertas que daban sobre una terraza de mármol» y que era una biblioteca «llena de silencio y de sombras». Cierto parecido ofrece «el santuario de la ciencia de la Galaxia», cuando, tras la destrucción y el sangriento Saqueo de Trántor, la biblioteca queda definida como «un edificio de pequeñas dimensiones que en su parte subterránea alcanzaba una enorme extensión de silencio y ensueño». Y, sin embargo, La Enciclopedia Galáctica de Trántor había pretendido ser «un sumario gigantesco de todos los conocimientos…, un compendio universal de la sabiduría…, la obra más monumental que la Galaxia había concebido nunca». En realidad sería más exacto decir de todo el conocimiento, pues no se trataba de repetir todos los datos de la Biblioteca, dado que gran parte de ellos eran triviales.

    En cambio una biblioteca terrenal, y mucho más modesta, como la de Rémy François de Valleray, conde de Ordebec, apenas sería recordada por su millar de volúmenes, de no ser por los cuarenta y tantos cuadros que enloquecían al comandante Danglard. Lo que aquí nos llama la atención, sobre todo, es su «desorden inaudito que quitaba cualquier solemnidad a la estancia: botas, sacos de grano, medicamentos, bolsas de plástico, pernos, velas derretidas, cajas de clavos, papelotes esparcidos por el suelo, las mesas y las estanterías»…

    El desorden es uno de los nombres del laberinto. «Laberinto de papel» era la biblioteca del abuelo Salvador —podéis llamarlo Voro—, cuya vida también lo fue y decidió dejar en herencia a su nieto Tito la cifra de su secreto —«cada secreto que guardas añade lastre a tu existencia»—, a través de una lista de libros que fueron como el hilo de Ariadna en el laberinto de las estanterías. Había dejado «marcados dos tipos de libros. El primero, aquel en el que el protagonista se enfrenta a su lado oscuro, a sus miedos, ya fuera de una manera intangible, como en los cuentos de Poe, o encarnándolos en un personaje como el monstruo creado por Víctor Frankenstein, la huidiza ballena blanca de Moby Dick, el hombre malvado encerrado en Mr. Hyde y, de una manera más subliminal, los monstruos marinos e incluso la propia sociedad a la que detesta sin complejos el capitán Nemo. Y hablando de sociedad, y aquí comenzaba el segundo tipo, Robinson Crusoe y El señor de las moscas eran un buen par de ejemplos de cómo los individuos reaccionan ante un escenario adverso lejos de una comunidad mayor que los juzga; en ambas obras, la metáfora de la isla, junto a la soledad del náufrago, acaba justificando el comportamiento desafortunado de los protagonistas ante los conflictos que les van surgiendo». Por lo demás, una biblioteca que, en tiempos inclementes de guerra y de posguerra, había sido registrada, revuelta y deshilvanada por los Hunos y por los Hotros.

    Si, frente a las bibliotecas suntuosas o exquisitas por el cuidado que sus dueños pusieron en su construcción o abastecimiento, llama la atención la del conde de Ordebec por su desorden, reclama la nuestra la del presidiario Alexandre Krämer por su contenido y por su emplazamiento inusitado. Era, en efecto, «una celda de alto techo, profunda como el saber de un monje, […] una estancia circular cuya ventana había tapiado en favor de una claraboya que le daba el aspecto de un patio de luces forrado de libros. […] no había nada glorioso en aquella biblioteca, todo era utilitario: diccionarios, enciclopedias, la colección completa de los Que sais-je?, del National Geographic, el Larousse, la Britannica, el Quién es quién mundano, el Robert, el Littré, el Alpha, Quid, ni una sola novela, ni un solo diario, manuales elementales de economía, de sociología, de etología, de biología, de historia de las religiones, de las ciencias y técnicas, ni un solo sueño, solo los materiales del sueño…». El soñador era aquel joven sin edad y preservada belleza, impaciente «por zambullirse en sus hojas, por abandonarse a aquella pequeña caligrafía aplicada, tan tranquilizadora, tan prieta, como si se tratara menos de llenar esas páginas que de cubrirlas de palabras (por delante y por detrás, sin márgenes, con las tachaduras hechas a regla)»… Él fue el negro, malgré lui, de todos los éxitos millonarios de J. L. B. Escribía, sabedlo.

    Brumosa como el manual del doctor Kerrn era la biblioteca de la fábrica «de extractos hormonales» del doctor Martini, el «Comendattore», que era su propietario y director. La fábrica se hallaba en los alrededores de Milán y tenía una biblioteca con más de 10000 volúmenes; pero para acceder a ella, había que respetar unas reglas singularmente severas. «Bajo ningún pretexto estaba permitido sacar libros fuera de la fábrica; se podían consultar solamente con el permiso de la bibliotecaria la señorita Paglietta. Subrayar una palabra, o simplemente hacer una señal a pluma o a lápiz, era una transgresión muy grave. La señorita Paglietta tenía que revisar cada libro devuelto, página por página, y si encontraba alguna señal, el libro había que destruirlo y sustituirlo por otro nuevo, a expensas del culpable. Estaba prohibido incluso el mero hecho de dejar un marcapáginas entre las hojas o doblar la esquina de una página». De entre sus 10000 volúmenes solo tenemos noticia precisa de uno: el tratado sobre la diabetes del doctor Kerrn, por el que el Comendattore sentía veneración, aunque no entendiera gran cosa de los brumosos fundamentos del manual.

    Las memorias de Pier Francesco Orsini están escritas en una biblioteca de la que únicamente se menciona su «quietud». ¿La misma «soledad y quietud» que percibió Minaya en los libros de la biblioteca de su tío Manuel? Algo mejor librada sale la biblioteca de la Casa del Barco, fundada por don Godofredo Barallobre: de ella sabemos, por el propio Monsieur Pichot —de la casa Pichot et Michel, su proveedor de libros franceses—, que «debía de ser la mejor biblioteca francesa de Europa». Y, sin embargo, apenas si se hace referencia a la recepción de «un tal Verlaine y un tal Rimbaud, poetas de expresión más bien extraña». Su fundador mantuvo correspondencia con Buffon, Linneo y más tarde —inexplicablemente, por cierto— con Cagliostro; don Godofredo «enviaba al Norte sus barcos con vinos y lampreas y los traía cargados de libros prohibidos». Precisamente una de las rarezas que encerraba la biblioteca —aparte de pasadizos secretos ocultos tras los paneles de la librería— era una carta de Cuvier que, en marco dorado, colgaba de una pared: «carta larga y expresiva en que el naturalista agradecía a don Godofredo Barallobre la descripción anatómica de las lampreas que le había enviado, así como el ejemplar disecado que, desde hoy, figura en mi colección». Lástima de biblioteca.

    En casa del joven Dick Swiveller había «un engañoso mueble; en realidad, una cama, pero con aspecto de librería, que ocupaba una posición distinguida en su aposento y que diríase que desafiaba toda sospecha y soportaba toda pesquisa. No hay duda de que, durante el día, el señor Swiveller creía firmemente que esta secreta comodidad era una librería y nada más, que cerraba los ojos a la existencia del lecho, negaba resueltamente la presencia de las mantas y desechaba el almohadón de sus pensamientos». Sin haberlo leído, ratificó así el sobrio alejandrino de Victor Hugo: Une bibliothèque est un acte de foi. Menos digna de fe fue la de Gray Maturin, de la que dice su historiador que «se había inspirado en una sala del palacio de Amalienburgo de Múnich, y, salvo que no había lugar para los libros, todo era perfecto». Vacía o cerrada con llave, todo es uno. Y así, la otra biblioteca del propio Gray, cuando se asentó en París, en la casa que les cedió el tío Elliott Templeton, tras la bancarrota de la Gran Depresión del 29, «era un cuarto pequeño, con alto friso de madera dorada y castaña, que Elliott había encontrado en un castillo antiguo. Los libros estaban fuera del alcance de cualquier lector, protegidos por una celosía dorada al fuego, cerrada con llave; pero quizá esto era de celebrar, pues la mayor parte eran obras pornográficas ilustradas del siglo XVIII. En su coetánea encuadernación de tafilete, presentaban, no obstante, un aspecto agradable a la vista».

    No quisiera acabar sin recordar la biblioteca del poeta Nierenstein Souza, que el cronista Bustos Domecq percibió así:

    En estantes de pinotea, divisamos la nutrida serie de libros, en la mesa de trabajo, un tintero en el que pensaba un busto de Balzac y, en las paredes, unos retratos de familia y la fotografía, con autógrafo, de George Moore. Calé las gafas y sometí a un examen imparcial los ya polvorientos volúmenes. Ahí estaban, previsiblemente, los lomos amarillos del Mercure de France, que tuvo su hora; lo más granado de la producción simbolista de postrimería de siglo y también unos tomos descabalados de Las Mil y Una Noches de Burton, el Heptamerón de la Reina Margarita, el Decamerón, el Conde Lucanor, el Libro de Calila y Dimna y los cuentos de Grimm. Las Fábulas de Esopo, anotadas de propia mano de Nierenstein, no escaparon a mi atención.

    La preferencia del poeta por la narración oral era manifiesta, como corroboró esta acotación de su puño y letra en un ejemplar de Mallarmé:

    Es curioso que Mallarmé, tan deseoso de lo absoluto, lo buscara en lo más incierto y cambiante, las palabras. Nadie ignora que sus connotaciones varían y que el vocablo más prestigioso será trivial o deleznable mañana.

    Sabemos que el arte es largo, y la vida, breve. O, por decirlo con la afilada melancolía de Ángel González, «largo es el arte; la vida en cambio corta / como un cuchillo». Thomas Wolfe menciona que «el doctor Johnson observó que un hombre debería revolver media biblioteca para escribir un solo libro». Aquí se han revuelto varias, pero es preciso llegar a la resignada conclusión de que no todas están, ni pudieran estarlo aunque tuviéramos memoria para abarcar el universo todo. Margaret Lea, que sabía muy bien de lo que hablaba, pues tenía una librería de viejo —tres plantas, siete salas, miles de volúmenes— y era insaciable lectora, confirmó lo que todos aceptamos resignados: «Hay demasiados libros en el mundo para poder leerlos todos en el transcurso de una vida, de manera que hay que trazar una línea en algún sitio». Ya Valéry nos había advertido, no sin abatimiento resignado, que un poema nunca se acaba: se abandona. (Un poème n’est jamais fini, juste abandonné). Y Julián Carax nos enseñó que «un libro no se acaba nunca y que, con suerte, es él quien nos abandona para que no pasemos el resto de la eternidad reescribiéndolo».

    Hay que trazar una línea en algún sitio… Yo la he trazado aquí. Alberto Manguel, que las ha visitado casi todas e incluso edificó la suya, echará de menos varias. Yo me he limitado a registrar apenas «hasta seis docenas» —como los libros de don Diego de Miranda—, que me parecían dignas de «felice recordación» por su rareza, su simpatía, su capricho o simplemente su obviedad. Todas vienen a ser imaginarias, si los libros no (o no siempre); son —podría haberlo escrito Roquentin en su diario— «como héroes de novela; se han lavado del pecado de existir».

    Cuenta Sainte-Beuve que un amigo le anunció un día a Chamfort:

    Je viens de faire un ouvrage.

    Comment! Un livre?

    Non, pas un livre, je ne suis pas si bête, mais un titre de livre, et ce titre est tout¹⁵.

    No he sabido ser tan inteligente como el amigo de Chamfort, y así doy a las prensas este Gabinete mágico, o Libro de las bibliotecas imaginarias, si bien, para no ser tonto del todo, amparado en la autoridad de quienes las imaginaron.

    ¹ Pitigrilli quiso así defenderse de los lectores apresurados, como aquella señorita que abrió el libro en el tranvía, «leyó el principio, luego algunas páginas de en medio, saltó al final, retrocedió y releyó el final y, a juzgar por la expresión de su inteligente rostro, comprendió a grandes trazos todas las vicisitudes de la novela». Pitigrilli dedicó su Farmacéutico a aquella «impaciente desconocida» y «para impedirle comprender el sentido de la historia» puso «todos los capítulos en desorden. Y para ahorrarle la molestia de buscar con su plegadera de olivo cómo termina», empezó por el capítulo sexto. (Algo parecido hizo Sterne con el «Preface» de su A sentimental Journey).

    ² En esta modestia incluye Rousseau la lengua: «No es posible imaginar idioma más modesto que el de la Biblia, precisamente porque todo está dicho con candor». Y añade con alguna dosis de rejalgar: «Pues para hacer inmodestas las mismas cosas, basta con traducirlas en francés» (Emilio, libro IV). O al inglés, como pudo experimentar Francie Nolan.

    ³ Recuérdese que las bases del existencialismo moderno se hallan ya en su célebre principio: «Está el que come ante el Diccionario, en el tole tole, hasta el tas, tas, tas». Estas palabras son de 1921: Sartre tenía entonces dieciséis años, y Sein und Zeit no se publicaría hasta 1927.

    ⁴ Harari lo ha expresado así: «Si buscamos las primeras palabras de sabiduría que nos llegan de nuestros antepasados hace 5000 años, nos encontraremos con un gran desengaño. Los primeros mensajes que nuestros antepasados nos legaron rezan, por ejemplo: 29 086 medidas cebada 37 meses Kushim. […] ¡Lástima! Los primeros textos de la historia no contienen ideas filosóficas, ni poesía, leyendas, leyes, ni siquiera triunfos reales. Son documentos económicos aburridos que registran el pago de impuestos, la acumulación de deudas y la posesión de propiedades» (Sapiens. De animales a dioses. Barcelona: Debate, 2016, p. 142).

    ⁵ Vitali Shentalinski: Esclavos de la libertad. Los archivos literarios del KGB. Trad. de Ricard Altés Molina. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006, p. 163. Shentalinski ha contado así el milagro bulgakoviano: «El 7 de mayo de 1926 unos hombres fueron a casa de Bulgákov. […] No detuvieron al escritor, pero se llevaron sus manuscritos, entre los que se hallaba su diario íntimo, titulado Bajo la férula y escrito sin rebozo alguno [tres cuadernos del diario personal del escritor que abarcaban el periodo de 1921 a 1925], dos ejemplares mecanografiados del relato Corazón de perro… y un manuscrito titulado lectura de los pensamientos» […]. «El 3 de octubre de 1929, después de tres años y medio de combate epistolar», le devuelven los manuscritos. Pero «como el Maestro quema su incomprendido gran libro en la novela de Bulgákov, lo mismo hizo el propio autor con su diario; lo destruyó después de que este hubiera expiado su culpa durante más de tres años en la Lubianka». Solo que… ¡los manuscritos no arden! «La vida se encargó de hacer realidad esta famosa frase de El maestro y Margarita» (pp. 149-163, y Denuncia contra Sócrates. Nuevos descubrimientos en los archivos literarios del KGB. Trad. de Marta Rebón. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006, pp. 321-333).

    ⁶ «Nathaniel Hawthorne», pp. 100-101.

    ⁷ Leonardo Sciascia: El antimonio. Trad. de Carlos Clavería Laguarda. Madrid: Altamarea Ediciones, 2021, p. 91.

    ⁸ Lo especifica la Historia Augusta: «… qui censebantur ad sexaginta et duo milia» (Gor 18, 2). Ahí se lee a propósito de Gordiano el Joven, de quien alaba su amor por los estudios y su memoria singular (in studiis gravissimae opinionis fuit, forma conspicuus, memoriae singularis): «En Sereno Samónico, que fue muy amigo de su padre, tuvo un preceptor muy querido y estimado; tanto que cuando este murió legó todos los libros de su padre —llamado también Sereno Samónico—, que alcanzaban la cifra de sesenta y dos mil, a Gordiano el Joven. Esto le llevó a los cielos, pues, gracias al prestigio de las letras, tras entrar en posesión de una biblioteca de tal magnitud y esplendor, alcanzó la fama entre los hombres».

    ⁹ Macrobio, Saturnales III, 16, 6: vir saeculo suo doctus. De creer a Stephen Greenblatt, a Sereno Samónico quizá le debamos, aparte de los libros, la familiaridad con cierta fórmula sanitaria. Greenblatt nos recuerda además otro nombre: «Se decía que el gramático Tiranión poseía treinta mil libros; y que Sereno Samónico, médico experto en el uso de la fórmula Abracadabra capaz de librar de cualquier enfermedad, tenía más de sesenta mil: Roma había contraído la fiebre de los libros» (El giro, p. 61).

    ¹⁰ Fray Guillermo de Baskerville, acaso tras las huellas de la studiosa luxuria de Séneca, lo habría llamado «lujuria de libros». También el profesor Máximo Manso consideraría «a qué locos extravíos conduce la manía de hacinamiento de libros».

    ¹¹ Cabe la duda de si todos fueron suyos, o pertenecían a la biblioteca de Alejandría, que llegó a regentar por encargo de Tolomeo Evergetes.

    ¹² Histoire des recherches sur la quadrature du cercle (1754). El afán por buscar la cuadratura aparece como metáfora en la Divina Comedia (Par., XIII, 132-35), que en la traducción de Bartolomé Mitre canta: «Como afanoso geómetra procura, / sin hallar el principio que lo mueva, / del círculo encontrar la cuadratura…». Entre los antecesores de Montucla figura Nicolás de Cusa, quien ya tres siglos antes había compuesto un De quadratura circuli (1450). No lo olvidó Flaubert, que en su Diccionario de tópicos dejó escrito: «Quadrature du cercle [Cuadratura del círculo].—No se sabe lo que es, pero hay que encogerse de hombros cuando se habla de esto». Entre ambos cabe situar al valenciano Jaime Juan Falcó (Falcón), humanista, matemático y poeta (1522-1594), del que dijo Gracián «que tuvo alas en el ingenio» (Agudeza, disc. 54), a propósito de sus «agudísimos» Epigrammata; para lo que aquí nos interesa, es también el autor de un De quadratura circuli (Valencia, 1587). Y en fin, no se puede dejar de mencionar al médico norteamericano E. J. Godwin (1828-1902), «alto y con bigote», que a sus sesenta años proclamó su método para hallar la cuadratura del círculo. Lo bueno es que, el 5 de febrero de 1897, el proyecto fue presentado en la Asamblea General de Indiana y ganó por goleada: 67-0. Lo ha contado Manuel Ansede: http://elpais.com/elpais/2017/02/10/ciencia/1486759726_219935.html

    ¹³ Peter Kien, cuya biblioteca tendremos ocasión de visitar más adelante, lo elogia por este gesto al paso que ratifica el número desmesurado de volúmenes. A Peter Kien, el más grande lector imaginable, «los ciegos lo inquietaban: no comprendía que no pusieran fin a sus vidas. Aun cuando dominasen la escritura braille, sus posibilidades de lectura eran muy limitadas. Eratóstenes, el gran bibliotecario de Alejandría, un sabio universal que vivió en el siglo III antes de Cristo y llegó a disponer de más de medio millón de pergaminos, hizo un descubrimiento terrible a los ochenta años: sus ojos empezaron a negarle sus servicios. Aún veía, pero era incapaz de leer. Otra persona hubiera aguardado la ceguera total. Él pensó que vivir alejado de los libros era como estar ciego. Sus amigos y discípulos le suplicaron que no los abandonase. Él sonrió sabiamente, les dio las gracias y se dejó morir de inanición en pocos días».

    ¹⁴ Las características de la antigua biblioteca de ladrillo amarillento que los albergaba están definidas en El aborto: romance histórico 1966. En el Gran Índice de la Biblioteca quedaron anotados títulos como La vestimenta de piel y la historia del hombre, El estéreo y Dios, Me besó toda la noche, Cómo hacer crecer flores con luz de vela en cuartos de hoteles, Tinta de impresor, Hermoso pastel, Tocino muerto, El Dostoievski culinario («un libro de recetas de cocina encontradas en las novelas de Dostoievski»), El huevo fue puesto dos veces o Antes que nada el desayuno, entre muchos otros.

    ¹⁵ Francisco Rico, que también recoge la noticia de Sainte-Beuve, la adereza de este modo: «Convenevole da Prato, el maestro de Petrarca, comenzaba quotidie un libro con una mirabilis inscriptio y lo abandonaba una vez redactado el prólogo. A creer a Sainte-Beuve, un amigo le anunció un día a Chamfort: Je viens de faire un ouvrage. — Comment! Un livre? — Non, pas un livre, je ne suis pas si bête, mais un titre de livre, et ce titre est tout. Todavía más drástico, Jorge Luis Borges imaginó una biblioteca integrada exclusivamente por fichas, porque bastaba con los títulos. ¿Podría figurar en ella la obra maestra de la novela europea? Quizá sí, pero primero tendríamos que averiguar cuál es su título» (Rico, p. 435).

    La biblioteca de Alejandría

    [A. M. DEAN: La biblioteca perdida]

    Una de las más acreditadas de la historia, la biblioteca de Alejandría, todavía permanece envuelta en una incierta neblina, igual que Castroforte del Baralla. Debió de ser un símbolo del universo, y ya prefiguraba la biblioteca de Babel. Quizá lo contuvo todo, siquiera in nuce. William Golding ha conservado un diálogo entre el científico alejandrino Fanocles y el emperador romano. Por él sabemos que su padre, el bibliotecario Mirón de Alejandría, comenzó un diccionario, ignoramos si con pretensiones de total. Medio siglo anduvo componiendo datos y figuras. «Llegó a la F, pero fue demasiado para él», confesó resignado Fanocles, cuya vida había transcurrido entre el arrebato y el asombro¹⁶. Claro que la vida, habría dicho el emperador entre la resignación y el desencanto, «no está organizada para hacer felices a los hombres».

    Parece que la de Alejandría fue una biblioteca abonada al fuego. Y sin embargo, según el autor de La guerra de Alejandría, la ciudad había sido construida de piedra y de mármol y sin madera, a prueba de incendios: incendio fere tuta esse Alexandria. Pero ya en tiempos de César sufrió el primero, que tal vez se llevó aquel valioso ejemplar de Homero, corregido por el propio Aristóteles, que había pertenecido a Alejandro y se guardaba en un precioso cofre de Persépolis. Cuenta Plutarco que, al ver que «los enemigos pretendían aislar a César de su propia flota, este se vio obligado a prenderle fuego para evitar que cayera en poder de ellos; el fuego se propagó desde el puerto a los graneros y de allí a la gran biblioteca» (César, 49,3). El autor de La guerra de Alejandría, el propio César en su De bello civili, Cicerón, Lucano, Estrabón, Apiano silencian el incendio de la biblioteca. Solo Séneca acota que ardieron cuarenta mil libros: Quadraginta milia librorum Alexandriae arserunt (De tranq. 9, 5) y agrega una noticia perdida de Tito Livio: se decía que no hubo edificio más bello por su magnificencia y esplendor.

    Borges vio a Buenos Aires «crecer y declinar». La biblioteca de Alejandría creció y declinó, como los humanos, los imperios y las estrellas¹⁷. Imaginaria es la leyenda de su destrucción por el general Amrú. Cuenta la leyenda que, cuando Alejandría, la «perla del Mediterráneo», fue conquistada por sus tropas, el gramático Juan (u obispo Yahya, según Alí ibn al-Kiftí) pidió al general que le cediera los libros. Amrú trasladó la petición al califa Omar, su natural señor, el cual pronunció entonces la lapidaria o, por mejor decir, incendiaria frase: «Si dicen lo que el Corán, no son necesarios; si dicen lo contrario, deben ser exterminados».

    Todo el mundo conoce la vera o ben trovata frase del prodigioso Omar, y ya no es causa de admiración. Lo admirable es que el articulista de esa novela de novelas que es la Enciclopedia universal ilustrada Europeo Americana (8, 657) asegura que los datos proceden del libro VI de la Historia de Paulo Orosio. ¿Y cómo podría no serlo, si tenemos en cuenta que la Historia de Orosio solo llega hasta el año 417 (entre otras cosas porque el propio autor murió poco después), y que la toma de Alejandría ocurrió en septiembre del 642? Prerrogativas de la literatura¹⁸.

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