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La mordaza de Ifigenia: Materiales para una crítica feminista de la violencia
La mordaza de Ifigenia: Materiales para una crítica feminista de la violencia
La mordaza de Ifigenia: Materiales para una crítica feminista de la violencia
Libro electrónico852 páginas13 horas

La mordaza de Ifigenia: Materiales para una crítica feminista de la violencia

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En el presente libro se abordan las construcciones, narraciones y tecnologías históricas, religiosas, filosóficas y científicas del lenguaje y del discurso del «saber» que han determinado la identidad, la función y la constitución psíquica y corporal de las mujeres, así como su inscripción en los roles simbólicos, sociales, sexuales y laborales de género y su exclusión del espacio público. Aporta materiales y (con)textos para una crítica feminista de la violencia y enfoca las luchas de las mujeres para enfrentarse al silencio y a la injusticia de su condición, desde figuras trágicas como Antígona, Casandra e Ifigenia hasta las declaraciones, escritos y miradas de ilustradas, revolucionarias, filósofas, teóricas y artistas en la actualidad, a través de sus escritos, argumentos y razonamientos.

Erigidas en sujetos políticos de lenguaje, las autoras afrontan y desenmascaran en la escritura y las obras artísticas las mitologías, los discursos y las leyes que las han sometido –aunque no acallado–, manifiestan su resistencia al victimismo y a la esclavitud, y denuncian la guerra –de Troya a Bosnia, Palestina o Iraq– como fundamento de la violencia del patriarcado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2023
ISBN9788446050681
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    La mordaza de Ifigenia - Piedad Solans

    1. CONTINENTES DE (IN)SIGNIFICANCIA

    Sobre la (in)subordinación

    La educación no debe ir encaminada al desarrollo de la mujer, sino a la renuncia a sí misma. Mientras que el hombre debe esforzarse por profundizar sus conocimientos en todos los campos de lo cognoscible, la mujer ha de limitarse a adquirir unas nociones generales de literatura, arte, música o naturaleza. Esto le servirá para darse cuenta de la inmensa pequeñez de su horizonte y de su nulidad ante el Creador.

    John Ruskin

    ¿Qué palabras son esas que todavía no poseéis? ¿Qué necesitáis decir? ¿A qué tiranías os sometéis día tras día, tratando de hacerlas vuestras, hasta que, por su culpa, enfermáis y morís, todavía en silencio?

    Audre Lorde

    En 1998, la filósofa y feminista india Gayatri Chakravorty Spivak publicó un controvertido texto titulado «¿Puede hablar el subalterno?», en el que abordaba la condición del lenguaje y de la subalternidad bajo criterios de género, clase y etnicidad en las mujeres en India como resultado de la cultura colonial del Imperio británico. La exclusión del lenguaje, la amnesia y la falta de soberanía, la ausencia de escucha, significación y representatividad son vistas por Spivak como inherentes a los roles sociales, simbólicos y sexuales atribuidos a la identidad «femenina», así como a la domesticidad, la violencia y el dominio que, a través del lenguaje y de la imposición de silencio, el patriarcado, a lo largo de diversos trayectos históricos, y en su máximo exponente económico-cultural, el imperialismo colonial, ha ejercido secularmente sobre las mujeres. Un texto donde Spivak concluye que la subalterna femenina no tiene voz ni es escuchada y es representada a través del lenguaje dominador. El subalterno, concluye, no puede hablar. Y no sólo no hablar: «El subalterno como femenino no puede ser escuchado o leído. Y si en el contexto de la producción colonial el subalterno no tiene historia y no puede hablar, el subalterno como femenino está aún más profundamente en la tiniebla»[1].

    Esta ausencia, supresión de la voz y de la escucha, sordera y mudez, no se ha logrado, ejercido ni mantenido sin violencia. Y no es (una violencia) fortuita, natural o biológica. Forma parte de una episteme minuciosamente elaborada que sustenta la narrativa ideológica de lo masculino luminoso como dominante y lo femenino inferior en tinieblas, si bien no en la (apacible) noche de una nada original sino en el (violento) ir y venir de eclipses, figuras y espesores constantemente desplazados. Voces sumidas en un «oscuro y misterioso continente de insignificancia», como dijo la semióloga y cineasta Teresa de Lauretis refiriéndose a las mujeres y su exclusión histórica[2], o en la «desaparición» y la «no-existencia», como, aludiendo a la figura del subalterno, diría Michel Foucault: «La represión funciona, bien como una tendencia a desaparecer, pero también como un mandato al silencio, afirmación de la no-existencia; y, consecuentemente, establece que de todo esto no hay nada que decir, que ver o conocer»[3]. Lo cual indica: no es que esto (ella) no exista; es que de ello (ella) no se puede hablar; o no hay nada interesante que decir; o no tiene derecho al habla (en la tribuna, en el lenguaje público, en el espacio común). Y no sólo le está vetada la palabra. Es que no existe más lenguaje que el silencio para designarla. Y un imperativo: «Calla». Sin embargo, quien ordena callar, paradójicamente, afirma y nombra. El silencio no sólo se impone con la ausencia de voz. Se entrelaza y anuda en la ambivalencia de las palabras, en la materia y el vacío del lenguaje, con sus desplazamientos, sus ausencias, sus repeticiones. La negación no sólo transfiere lo que no se puede o no se debe ser, sino también la afirmación de lo que se puede o se debe ser (ergo, qué espacio ocupar, qué sentido otorgarle, qué categoría). Traspasar el límite excluyente del habla –implícito en el lenguaje– conlleva el castigo y, en última instancia, como vemos en las figuras fundamentales de Antígona, Medea, Eurídice, Casandra y Clitemnestra, el destierro, la muerte. Incluso en la Ilustración y en el Romanticismo, con sus juegos de máscaras del placer y del conocimiento, sus luces y sombras de razón y pasión, el discurso misógino masculino novela las figuras arcaicas del castigo, las desgraciadas Margarita de Goethe y Anna Karenina de Tolstoi, víctimas de una sexualidad desatada y censurada, o las figuras burguesas del aburrimiento, la disoluta Emma Bovary y la señorita Godeau de Alfred de Musset, bella e inútil como un florero, una «niña mimada» que pasaba los días de su existencia componiéndose, reclinada en un sofá, «sin hablar y casi sin moverse», cuyo destino era la entrega al matrimonio o la muerte interna por inanición.

    Si el lenguaje de las mujeres ha sido suprimido por y del saber, excluido del espacio público y relegado al no-lugar de la insignificancia a través de la disciplina y de la norma, la cuestión no está en certificar la evidencia de una desaparición sino en descubrir las configuraciones y los campos del discurso, cómo se nombra lo acallado, qué ha sido expresado en el silencio y por la voz que lo designa e impone. ¿Con qué lenguaje y en qué términos hemos sido deseadas, amadas, sublimadas, educadas, censuradas, excluidas, explotadas, degradadas, violadas, asesinadas las mujeres? ¿Qué dimensión adquieren el silencio y las palabras, qué se ha repetido, incesante, y qué se ha prohibido, persistente, decir en los desplazamientos, distancias y ambivalencias con que hemos sido nombradas? ¿Cómo y en qué momento (histórico) las palabras de las mujeres irrumpen desde el «oscuro y misterioso continente de la insignificancia» –como una queja, un lamento, una protesta, una acusación–, reclamando el derecho a hablar con lenguaje propio? ¿Con qué materia, desde qué lugar y qué cuerpo, a través de qué vínculos, dependencias, afectos y analogías se elabora este lenguaje, si hay un discurso que lo antecede, configurado por el saber masculino? ¿Cómo construir un lenguaje desde el silencio y la ausencia de voz? «¿Cómo narrar lo silenciado? ¿Cómo puede expresar la experiencia de quien ha sido perseguido o amordazado? ¿Existe un lenguaje para eso?», pregunta la feminista y activista argentina Alejandra Josiowicz, al aludir a la traducción de las narrativas contemporáneas sudafricanas y latinoamericanas de la esclavitud. «¿Cómo puede un lenguaje oficial traducir al mismo al que ha mutilado? ¿Cómo adquiere habla aquel que históricamente no ha tenido voz?»[4]. ¿Cómo va a darme voz quien ha hablado por mí, cómo va a escucharme, traducir y dar sentido a mis palabras quien me ha silenciado? ¿Cómo voy, si no he tenido voz, a adquirirla, a elaborarla y a alzarla desde lugares diferentes a los del discurso que me suprime? Para la filósofa feminista Celia Amorós,

    el oprimido no puede inventar desde cero un lenguaje alternativo, como discurso absolutamente otro, en el que dar forma a su experiencia: su recurso consiste en la re-significación –por ejemplo, cuando las mujeres hablan de «aristocracia masculina», de que ellas son «el Tercer Estado dentro del Tercer Estado, etc.»–, se vuelven polémicamente, con la potencia incisiva de una coherencia implacable, y contra sus detentadores. Su lenguaje, en la voz y los escritos de las mujeres, se les escapa y aliena, les descubre otro rostro imprevisto de significados que tratan de rechazar y a la vez no tienen más remedio que reconocer...[5].

    La ausencia y el silencio de las mujeres en el transcurso de la historia no es referido a su inexistencia en un «afuera» o vacío del lenguaje, sino a la paradoja de que su significación ha sido construida desde el «adentro» del lenguaje, siendo nombrada al tiempo que silenciada, suprimida y expulsada de éste. Esta paradoja, que anuda al sujeto-mujer como ausente y cautiva –«La mujer está al mismo tiempo ausente y cautiva: ausente en cuanto sujeto teórico, cautiva en tanto sujeto histórico»[6], afirma De Lauretis–, también abre su posibilidad de libertad. Es decir: esta ausencia, esta supresión es la zona de la que brota su emergencia. La ambivalencia le permite desplazar, re-volver y dar la vuelta, la revuelta que subvierte y despliega un lenguaje fundado entretejido en sus roturas y tensiones e inducido a manifestarse en la extrañeza de su condición.

    Este ensayo aborda lo que dicen las mujeres cuando hablan con su propia voz, una voz (de)vuelta y de revuelta, inseparable aunque insubordinada de la voz del otro. La voz que emerge de un cuerpo, de una sexualidad y de un lugar donde nunca estuvo el amo del discurso, pero que fue sometido, ocupado, colonizado por este. Pues la cuestión no está tanto en saber si existe una voz original que surge de una supuesta génesis y esencia femenina –una ontología del lenguaje que define un «ser-mujer» por su género–, sino en dilucidar qué dice, qué niega y afirma, qué interroga, qué quiere esta voz no inerte pero entramada en las articulaciones y la polivalencia del mandato –una antropología política y cultural del poder y el género–. Frente al «cállate» y la violencia epistémica del discurso, no puede decirse que las mujeres hayan callado ni que no hayan alzado la palabra, hundidas en el agujero negro de una psicosis colectiva en cuya caída hubiese sido borrada su memoria, subyugadas por el terror y el trauma silencioso de la historia. Si el poder ha ejercido violencia es porque se le ha opuesto resistencia. Al igual que a otros grupos de género, étnicos y sociales, a las mujeres no se les ha concedido la palabra pública, silenciando su voz y el lenguaje para nombrarlas o siendo nombradas con la voz (anhelante, impositiva, amenazante, normativa) del otro. La voz del otro ha emitido, organizado e impuesto el discurso desde una esencia universal que suprime toda diferencia subjetiva para inscribirla en un abstracto «Hombre» que fundamenta la «verdad» y la «realidad», como declara la filósofa Chantal Mouffe en «Feminismo, ciudadanía y política democrática radical» (1992): «[…] una naturaleza humana universal o de un canon universal de racionalidad a través del cual la naturaleza humana podría ser conocida, así como también la concepción tradicional de verdad»[7]. El género humano representado por la categoría Hombre elimina cualquier diferencia sexual, incluyendo en un (no tan neutro) masculino a la mujer. El Hombre, sujeto de poder, ha dotado al mundo de técnica, descubierto estrellas y planetas, investigado en la ciencia, explorado el espacio, emprendido hazañas, realizado guerras, fundaciones y conquistas, construido ciudades, palacios, iglesias, monumentos, redes de puentes, transportes y caminos. El Hombre, sujeto del saber, inscrito en el círculo renacentista como centro del Universo, posicionado como ego pensante cartesiano frente al objeto, se erige en dueño de todos los seres, poseedor de todas las cosas, hacedor de máquinas y de robots. Y ella, que, como diría la anarquista Teresa Claramunt, «como reproductora de la especie, es el primer obrero de la humanidad», anónima y no nombrada, ha sido confinada al tiempo que expulsada de los engranajes de tal cosmología. Pues, como escribe la filósofa panameña Linda Martín Alcoff, especialista en epistemología, feminismo y teoría de la raza, en Feminismo cultural versus post-estructuralismo (1988), «si bien el varón ha asignado a las características esenciales de la mujer diversas formas, esta es siempre el Objeto, un conjunto de atributos que puede predecirse y controlarse al igual que los fenómenos naturales». Y añade: «El puesto del sujeto autónomo, con voluntad propia, que puede rebasar los dictados de la naturaleza, está reservado a los varones en exclusiva»[8].

    La concepción arcaica e ideológica del Hombre, en el núcleo del mito y la religión, continúa latente en los discursos tecnológicos que, con connotaciones teologales, son propagados por las imágenes y la publicidad global en submensajes sublimes: la compañía telefónica Movistar difundía en los años dos mil un anuncio a todo color en las páginas de un periódico en el que se veía a un ejecutivo de pie sobre el planeta Tierra con un móvil en la mano dirigido al firmamento estrellado. Podría hablarse de una mística de la masculinidad que, inmersa en lo sublime tecnológico, eleva al «hombre» a los más altos logros gracias a su inteligencia cerebral. Lo que oculta la exclusión de las mujeres de la excelencia intelectual del mundo masculino, atribuida a la inferioridad y falta de objetividad femeninas, sin embargo es un androcentrismo ilimitado por el que estas han sido apartadas de la técnica, de la ciencia y de las armas en las sociedades a lo largo de la historia; ello ha respondido, como indica la socióloga Raquel Osborne, a una cuestión simbólica, un «monopolio masculino de la violencia y de la tecnología» que «confiere a las actividades varoniles un rol simbólico de identificación con el sexo masculino, con la virilidad», así como política y militar (agresivo-defensiva): «[…] la prohibición absoluta a las mujeres de fabricar y utilizar las armas y los utensilios/herramientas de la más alta tecnología»[9].

    ¿Quién detenta el poder? Quien tiene las armas y el acceso a la técnica. Una cultura masculina de elite guerrera e intelectual se ha apropiado de una tecnología que, como argumentaba la filósofa inglesa Sadie Plant en Zero + Ones. Digital Women and the New Technoculture (1998), es propia de las mujeres: «[…] antes de su origen y más allá de su fin, las mujeres han sido simuladoras, ensambladoras y programadoras de las máquinas digitales»[10]. Del telar al teléfono, de la máquina de escribir y el ordenador a los virus informáticos y al robot, las mujeres son en sí mismas «máquinas inteligentes» que dominan la numeración, los cómputos, los algoritmos, las redes, la informática y la cibernética. Han desempeñado un papel nuclear en la historia evolutiva de las sociedades, pero se han silenciado sus logros. Según Allan Galloway en Un informe sobre ciberfeminismo. Sadie Plant y VNS Matrix: análisis comparativo (1997), «ceros y unos nos demuestran persuasivamente que las mujeres han estado siempre inextricablemente unidas a la tecnología. […] Plant defiende la idea de que las mujeres han constituido siempre el núcleo laboral de todo tipo de redes, particularmente de la telefonía. […] Plant define la tecnología como un objeto primordialmente femenino. Arguye que las mujeres son máquinas inteligentes, que la robótica es femenina, que el cero (la nada dentro del código binario) siempre ha sido considerado el 0-tro, lo femenino»[11].

    «La partida se juega –escribe Osborne– entre quienes tienen las armas y quienes no las tienen: el poder de los hombres sobre las mujeres se asegura por el control absoluto de los primeros sobre las armas y el subequipamiento femenino en torno a las herramientas.» Los creadores de Facebook (Mark Zuckerberg), WhatsApp (Jan Koum y Brian Acton), Twitter (Jack Dorsey), Instagram (Mike Krieger y Kevin Systrom), YouTube (Chad Hurley y Jawed Karim), Apple (Steve Wozniak y Steve Jobs) y de las grandes plataformas ciberespaciales y tecnológicas con sus intrincadas redes de comunicación son considerados genios, fundadores de imperios, influyentes millonarios con dominios inmensurables. Sin embargo, las empresas de IBM, Google, Yahoo, HP, Intel, Twitter, Apple o Microsoft están lideradas por emprendedoras y especialistas como Virginia Rometty, Susan Wojcicki, Marissa Mayer, Emily White, Katie Jacobs Stanton o Isabel G. Mahe. Si bien son numerosas las mujeres cuyos estudios se incluyen en las esferas públicas con un trabajo filosófico, político, artístico y literario, son escasas las investigadoras conocidas en los campos de la ingeniería, la astronomía, la matemática, la computación, la informática y la electrónica, como Margaret Hamilton, Esther Corwell, Edith Clarke, Shafi Goldwasser, Frances E. Allen, Barbara Liskov y una lista interminable[12]. El silencio en torno al trabajo y las aportaciones de las mujeres, como señala Jennifer S. Light en el ensayo When Computers Were Women (1999), ha pretendido demostrar su desapego e incapacidad por las profesiones técnicas para relegarlas a un plano de inexistencia:

    La omisión de las mujeres en la historia de la informática perpetra conceptos erróneos sobre las mujeres como personas desinteresadas o incapaces en el campo. […] el trabajo de programador, percibido en los últimos años como trabajo masculino, se originó como trabajo de oficina feminizado. La historia presenta una aparente paradoja. Sugiere que las mujeres estaban de alguna manera ocultas durante esta etapa de la historia de la informática, mientras que la prensa popular en tiempos de guerra pregonó todo lo contrario: que las mujeres estaban irrumpiendo en ocupaciones tradicionalmente masculinas dentro de la ciencia, la tecnología y la ingeniería[13].

    Según Katherine Myronuk, profesora e investigadora del papel de las mujeres en las tecnologías, «[…] las mujeres siempre tuvieron un rol central en la tecnología, pero en los últimos tiempos han sido invisibles. Por ejemplo, en los principios de la informática, los primeros programadores fueron mujeres. Como las que trabajaron con la primera computadora, la Eniac. Ellas inventaron muchas de las pautas de programación que aún usamos hoy, pero es algo que casi nadie sabe»[14]. (¿En los últimos tiempos? Jean-Jacques Rousseau, siglo xviii: « La búsqueda de verdades abstractas y especulativas, principios, axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a generalizar las ideas, no es responsabilidad de las mujeres, sus estudios deben relacionarse con la práctica; [...] ya que, en cuanto a las obras del genio, pasan de su alcance; tampoco tienen la suficiente precisión y atención para tener éxito en las ciencias exactas»[15]). En Programmed Inequality. How Britain Discarded Women Technologists and Lost Its Edge in Computing (2017), Mar Hicks, historiadora de tecnología y género, relata «cómo Gran Bretaña perdió su dominio inicial en la informática al discriminar sistemáticamente a sus trabajadores más calificados: las mujeres»:

    Como herramienta de construcción del Estado en tiempos de estabilidad y paz, así como en tiempos de guerra, la historia de la informatización es en gran parte una narrativa de cómo el empleo intensivo de datos expande su alcance y poder al asumir y volver invisible un mayor número de trabajadoras de la información. Mientras tanto, la obra en sí se construyó como feminizada y descalificada a pesar de su aparente complejidad. Cuando la información sobre las computadoras Colossus comenzó a hacerse pública en la década de 1970 después de mantenerse en secreto durante décadas, se asumió que el trabajo de las mujeres con estas computadoras era de bajo nivel y carecía de habilidades y responsabilidades significativas. Concebidas como un papel de apoyo pasivo al trabajo «real» de descifrado de códigos, en lugar de una parte integral del descifrado de códigos en sí, las operadoras se vieron paradójicamente infravaloradas a sí mismas y a su trabajo en historias que se estaban reescribiendo para privilegiar el papel de las computadoras. La menor estima en la que se ha tenido durante mucho tiempo el trabajo de la mujer dio lugar no sólo a la desigualdad de oportunidades y salarios, sino también a la percepción de que el trabajo realizado por las mujeres era de alguna manera implícitamente inferior en habilidades […][16]. 

    Como diría la artista ciberfeminista Faith Wilding, los territorios tecnológicos y ciberespaciales son un dominio masculino negado a las mujeres; no obstante, las redes suponen una vía de experimentación y comunicación: «El ciberfeminismo es una nueva ola prometedora de pensamiento y práctica (pos)feminista. A través del trabajo de numerosas mujeres netactive, ahora existe una netpresence ciberfeminista distinta que es fresca, atrevida, inteligente e iconoclasta de muchos de los principios del feminismo clásico». 

    Al mismo tiempo, el ciberfeminismo sólo ha dado sus primeros pasos en la disputa de territorios tecnológicamente complejos. Para complicar aún más las cosas, estos nuevos territorios se han codificado en un grado mítico como dominio masculino. En consecuencia, la incursión ciberfeminista en varios tecnomundos (producción de CD-ROM, trabajos web, listas y grupos de noticias, inteligencia artificial, etc.) ha sido mayoritariamente nómada, espontánea y anárquica. Por un lado, estas cualidades han permitido la máxima libertad para diversas manifestaciones, experimentos y los inicios de diversos géneros escritos y artísticos. Por otro, las redes y organizaciones parecen algo carentes, y las cuestiones teóricas de género en lo tecno-social son inmaduras en relación a su desarrollo en espacios de mayor equidad de género ganados a través de la lucha. Dadas estas condiciones, algunas estrategias y tácticas feministas se repetirán cuando las mujeres intenten establecerse en un territorio que tradicionalmente se les niega. Esta repetición no debe considerarse con el habitual bostezo de aburrimiento cada vez que aparece lo familiar, ya que el ciberespacio es un punto crucial de la lucha de género que necesita desesperadamente la diversificación de género (y la diversidad en general)[17]. 

    El acceso a la técnica en el espacio urbano supuso una lucha profesional intensiva para prestigiosas arquitectas como Lina Bo Bardi, Zaha Hadid, Benedetta Tagliabue, Kasuyo Sejima, Carme Pinós u Odile Decq, entre otras. Para la arquitecta sudafricana Khensani de Klerk, la arquitectura es epistemológicamente masculina: «La arquitectura se percibe como un ideal neutral, y no lo es»[18]. Según el arquitecto neozelandés Mark Wigley, «la producción activa de distinciones de género se puede encontrar en cada nivel del discurso arquitectónico: en sus rituales de legitimización, prácticas de contratación, sistemas de clasificación, conferencias técnicas, imágenes publicitarias, información canónica, división del trabajo, códigos legales, estructuras salariales, ética profesional, créditos de proyectos». Considerada en la modernidad una ciencia de «hombres» según arquitectos como Le Corbusier –«la Arquitectura se ocupa de la casa normal y corriente, para hombres normales y corrientes», «nuestras necesidades son unas necesidades de hombres», «construir para el hombre, para que éste no se encuentre nunca ausente, en un futuro, de ninguna de las obras de la construcción, sino que se convierta en su invitado más honrado y en su Señor»– o Adolf Loos –que, tras afirmar que «la arquitectura despierta sentimientos en el hombre. Por ello, el deber del arquitecto es precisar ese sentimiento», destinó a las mujeres los espacios de las cocinas y de las labores de ama de casa: «Por todos estos motivos construyo la cocina-ha­bitación, que desahoga al ama de casa y le da un papel más fuerte en la vivienda que si tuviera que pasar el tiempo de cocinar en la cocina»; «la mujer austríaca procura atar al marido a la familia por medio de la cocina, mientras que la americana y la inglesa lo hacen con un hogar confortable»; «toda ama de casa sabe que la ropa se seca antes si corre el viento»–[19]. La arquitecta danesa Dorte Mandrup declaró al recibir el reconocimiento de la Lista Dezeen: «Permítame explicarlo; no soy una arquitecta. Soy un arquitecto. Cuando hablamos de género, tendemos a hablar de mujeres. Los hombres no tienen realmente un género. Sólo son neutrales. No género. Es por eso que no reconoce el término arquitecto masculino»[20]. A pesar de las tendencias y los esfuerzos para incluir a las mujeres en la profesión y hacer que las arquitectas se sientan especiales, el resultado apunta, según De Klerk, a todo lo contrario: «Expone un comportamiento similar a una cuota con la que la profesión se conforma y conserva el statu quo de mantener a las mujeres como trofeos que lo lograron en la esfera arquitectónica. Mira a Jane Jacobs, Lina Bo Bardi y Eve Ensler; las pocas mujeres (blancas) que llegaron a los estantes de la Historia. Retrospectivamente, si la profesión continúa en esta tendencia, el registro arquitectónico seguirá siendo un espacio definido por el hombre blanco». Pues no sólo la arquitectura aparenta un género neutro, según denuncia Khensani de Klerk, agregada en la universidad sudafricana de Arquitectura de Ciudad del Cabo, sino que también se identifica con la figura de Le Corbusier «como un hombre blanco fumador de puros sentado en su silla moderna». Zaha Hadid, Premio Pritzker 2004, star architect elevada al nivel de la fama de arquitectos como Frank Gehry, Renzo Piano, Alvaro Siza, Rafael Moneo o Norman Foster, manifestaba sobre su trabajo en diversas entrevistas: «Es una industria muy dura, dominada por hombres, no sólo en los estudios de arquitectura, también entre promotores y constructores. No se puede culpar sólo a los hombres. El problema reside en la continuidad. La sociedad no está diseñada para permitir a las mujeres regresar con normalidad al trabajo tras haberse tomado un tiempo de baja»[21]; o «A las mujeres siempre se les ha dicho No vas a lograrlo, Es muy complicado, No puedes hacer eso, No lo intentes, porque no vas a ganar ese concurso»[22]; o «Sigue siendo muy complicado para las mujeres actuar como profesionales, porque sigue habiendo mundos a los que no tienen acceso. No importa lo que hagas, no vas a poder entrar en ellos sólo por ser mujer»[23].

    «¿Cuántas niñas superdotadas se convencen a sí mismas de que no deben mostrar sus capacidades porque temen llegar a ser inadaptadas sociales o talentos cerebrales académicos, lo cual pondría en riesgo sus relaciones sociales, especialmente con el sexo opuesto?», se preguntaban Lynn H. Fox y Wendy Zimmerman en «Las mujeres superdotadas» (1988)[24]. Introducirse entre las elites masculinas de los territorios tecnológicos y en los sistemas técnicos de producción y comunicación significa que las virtudes femeninas que durante siglos dieron soporte al papel simbólico de las mujeres en la sociedad –pasividad, sumisión, amor, dulzura–, se revelarán superfluas, inservibles, incluso perjudiciales, como anunciara la teórica comunista y feminista Alexandra Kollontai en La mujer nueva (1918): «La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, virtudes que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombre. Privada de la habitual protección de la familia, arrojada desde el nido mullido al campo de batalla de la vida y de las clases, la mujer está obligada a armarse, a acorazarse con premura […]»[25]. ¿Armarse para participar en un campo de batalla? Y ponerse los pantalones: «¿Te imaginas que saliera a actuar, a cantar rock con una falda, una minifalda o algo femenino?», preguntaba la cantante Chrissie Hynde, alegando lo difícil que era tener un lugar en el mundo del rock. «No, tenemos que salir con vaqueros, como los tíos. El rock es machismo»[26]. La masculinización de las mujeres, su incorporación a los valores emocionales y estéticos de la masculinidad (firmeza, decisión, dureza), ha sido dominante incluso en campos excéntricos y subversivos como el de la música rock, punk y heavy metal en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, y si bien cantantes como Joan Jett, Suzi Quatro, Patti Smith, Tina Turner, Pat Benatar o Janis Joplin fueron divas que destacaron junto a Elvis Presley, Bob Dylan, Jimi Hendrix o los Rolling Stones, formaban parte de una épica patriarcal y anglosajona que, como la del cow boy, comprendía la agresividad, la provocación y la sexualización de gestos y movimientos corporales, una manera de peinarse, de vestirse de cuero negro ajustado y de tigresa agresiva, así como la parafernalia de luces, sonidos estridentes, gritos y efectos especiales en el escenario, produciendo una imagen rebelde, transgresora e infractora de las convenciones y las normas; un submundo configurado por la espectacularidad de los conciertos, las exigencias de las discográficas y el fervor de las masas de fans al cual las mujeres estaban subordinadas. Según el crítico Manuel Báez, en «¿Machismo en el metal y en el rock?» (2016), «son recurrentes las frases como el rock es para hombres, el metal no es para mujeres, esa canción es de maricas... perpetuando un estereotipo conservador nada deseable en un movimiento contracultural que se ha transformado paulatinamente en una parodia de sí mismo». Incluso en la actualidad, las referencias a las mujeres son degradantes: «A los grupos de metal que tienen una integrante femenina se les pone la etiqueta de chocho metal, tremendamente ofensiva y preocupante por los prejuicios que representa. Además, buena parte de la prensa enfoca las entrevistas o las crónicas en el aspecto físico de las integrantes de las bandas, desatendiendo la crítica musical»[27]. Aunque las reivindicaciones de autoras como Joan Báez, Patti Smith o Holy Near estaban relacionadas con la guerra y el antibelicismo, la denuncia de la pobreza y de la violencia, la protesta y la justicia social, en la mayoría de las letras de las canciones latían la subordinación y la queja paralizante frente al amor, como en la famosa I hate myself for loving you de Joan Jett: «Pienso en ti toda la noche y todo el día, / te llevaste mi corazón, después me quitaste el orgullo. / Me odio a mí misma por amarte, / no me puedo liberar de las cosas que haces, / quiero caminar pero corro de vuelta a ti, por eso / me odio a mí misma por amarte»; o en Love is a Battlefield de Pat Benatar: «Me ruegas que me vaya, / me haces quedarme. / ¿Por qué me hieres tanto? / Me ayudaría saberlo. / ¿Yo me pongo en tu camino, / o soy lo mejor que has tenido? / Créeme, créeme, no puedo decirte por qué, / pero he sido atrapada por tu amor / y estoy encadenada a tu lado»[28]; escasas veces rebelándose contra la sumisión, como en el caso de Gloria Gaynor en I will survive: «Al principio tenía miedo, / estaba petrificada. / Seguía pensando que nunca podría vivir / sin ti a mi lado. / Pero, entonces, pasé muchas noches / pensando en cómo me hiciste daño. / Y me volví más fuerte. / ¿Pensaste que me derrumbaría? / […] ¿Pensaste que me metería en la cama y moriría? / Oh no, no yo, / yo sobreviviré […] / Solía llorar, pero ahora mantengo la cabeza bien alta». En referencia a la posición de las cantantes de rock y metal con respecto al machismo y los estereotipos y prejuicios de la construcción de su imagen frente a la industria discográfica, Manuel Báez denuncia que «[…] una mujer que toca la guitarra y que según los cánones de belleza actuales es socialmente atractiva, siempre será juzgada por este hecho y criticada por el mismo. Es más, en algunas ocasiones, cuando sea discriminada positivamente por motivos industriales (menos calidad, pero más capacidad de vender una imagen sexualizada), su imagen estará por encima de su capacidad o su desempeño profesional»[29].

    No quisiera adentrarme en un campo de valoraciones y comparaciones ni, como ya en el siglo xix las calificara Mary Wollstonecraft, de injusticias y agravios, explorado y desarrollado por numerosas autoras e investigadoras feministas, sino en articular las respuestas de las mujeres a los lenguajes que han sellado su silencio y su inexistencia, así como en evidenciar la escasa movilidad de su fundamento mítico en la presencia de arcaísmos aún existentes en las redes sociales y los medios de comunicación y en la producción imaginaria y cultural de las sociedades globales contemporáneas. Lo que Michel Foucault denominó el «mandato al silencio», prescrito por la ley, mantenido por el temor y ejecutado, «legalmente», con violencia, es un arcaísmo que, en su apelación a las mujeres, adopta innumerables órdenes, decretos y máscaras. Recorre ancestralmente la escritura desde las epístolas de san Pablo («Vuestras mujeres callen en las congregaciones, porque no les es permitido hablar, como también la Ley lo dice»[30]), la condena de Antígona al silencio absoluto de la muerte por el tirano Creonte («Pues bajando al infierno, si necesidad tienes de amar, ama a los muertos, que, viviendo yo, no mandará una mujer»[31]) y «los nudos de una mordaza que detengan en los labios de la hermosa víctima la execración que va a lanzar contra los suyos» con que, según la tragedia, el rey Agamenón enmudeció antes del crimen ritual a su hija Ifigenia[32]. Mandato que se transmite, metamorfoseado por la filosofía, en la amenazante normatividad educativa del filósofo ilustrado Jean-Jacques Rousseau –«Cuando [la mujer] desconoce la voz de su dueño, cuando quiere usurpar sus derechos y mandar ella sola, sólo miseria, escándalo e indignidad resultan de este desorden»[33]–, en el desprecio insultante de Schopenhauer –«Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañera pacienzuda que le serene»[34]–, en el ultraje ofensivo de Antonin Artaud hacia «las estúpidas cartas» de su mujer –«Estoy harto de nervios, harto de razones; en lugar de protegerme, tú me agobias, me agobias porque lo que dices es errado»[35]– o en la «recomendación» política del revolucionario marxista Vladimir I. Lenin a las mujeres del Partido Socialista Ruso con respecto a su forma de escribir sobre la libertad sexual y la pasión amorosa, como indicara en una carta a su amante Inessa Armand, una de las políticas comunistas y feministas más poderosas del movimiento bolchevique en Rusia, defensora de la libertad sexual de las mujeres –«Dear Friend: recomiendo encarecidamente que el esquema del opúsculo sea escrito con mayor extensión. Hasta ahora debo hacer una sola observación: la reivindicación (femenina) de la libertad amorosa aconsejo que sea totalmente suprimida»[36]–.

    El lenguaje que ha amordazado y acallado a las mujeres se filtra por las fisuras de los cuerpos e, internalizado por el mandato, se fragmenta, retuerce y retorna en la enfermedad de las mentes «trastornadas», aunando los discursos y los saberes. Desorganización funcional, desconexión de la sintaxis, total mutismo, amnesia, incapacidad de articular un discurso coherente dictaminan en la histérica señorita Anna O., tal como fue observada, diagnosticada y registrada por la ciencia psiquiátrica de Joseph Breuer y Sigmund Freud a inicios del siglo xx. Una perturbación gestada en aquellas masas de insignificancia sumidas en la oscuridad de las cocinas que la duquesa de Newcastle, en el siglo xvii, comparó en sus escritos a las alimañas: «Las mujeres viven como murciélagos y búhos, trabajan como bestias y mueren como gusanos»[37]. Mujeres, digámoslo como se dijo de la duquesa, perturbadas[38], cuyas palabras excesivas y desvariadas pretenden, más allá de su oclusión corporal, romper el silencio pugnando por surgir en la escritura. Y no sin el odio, la rabia y la violencia con que fueron acalladas. Las voces de las mujeres irrumpen irrefrenables, rencorosas, incoherentes y desgarradas, o bien lúcidas, serenas y seguras, reclamando justicia, igualdad y un lugar para lo excluido. Así, Virginia Woolf, cuando escribe: «Para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles (que para los hombres). […] La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: Escribe si quieres; a mí no me importa nada. El mundo le decía con una risotada: ¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?»[39]. Y así, exclama la escritora Hélène Cixous, despedazando a mordiscos animales el silencio impuesto: «Hablar (gritar, aullar, rajar el aire, la rabia me impelía a eso sin descanso) no deja huellas: tú puedes hablar, los oídos están hechos para escuchar, la voz se pierde. ¡Pero escribir! Sellar un contrato con el tiempo. ¡Anotar! ¡¡¡Hacerse notar!!! Eso, está prohibido»[40]. Voces de mujeres anónimas que, en los cuadernos de quejas, en la Normandía de 1789, se dirigen a los hombres y les recriminan su hipocresía: «¡Hombres perversos e injustos! ¿Por qué exigís de nosotras más firmeza que la que tenéis vosotros mismos? ¿Por qué nos imponéis la ley del deshonor cuando con vuestras maniobras habéis sabido hacernos sensibles y conseguir que lo confesemos? ¿Qué derecho tenéis para pretender que tenemos que resistir a vuestras acuciantes impertinencias cuando no tenéis el coraje de dominar el desenfreno de vuestras pasiones?»[41]. Voces de mujeres como Olimpe de Gouges que, hijas de la Ilustración, en el Preámbulo a la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1792), interpelan desafiantes al poder masculino: «Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta». Desde la razón, acusan su tiranía: «La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos»[42]. Voces airadas que, con el odio con que han sido secularmente designadas y despreciadas, empuñan las palabras como un arma y disparan a matar; así lo hizo la vengativa artista y escritora Valeria Solanas en el SCUM Manifiesto (1967): «Cada hombre sabe, en el fondo, que sólo es una porción de mierda sin interés alguno. Le domina una sensación de bestialidad que le avergüenza profundamente; desea no expresarse a sí mismo sino ocultar entre los demás su ser exclusivamente físico, su egocentrismo total, el odio y el desprecio que siente hacia los demás hombres y que sospecha que los demás sienten hacia él»[43].

    El lenguaje se invierte y desplaza: de él a ella y de ellas contra todos. Valeria, al igual que harán artistas como Valie Export, Barbara Krüger, Shirin Nessat, Martha Rosler, Guerrilla Girls, Lynda Benglis o Sükran Moral, dispara las palabras con la misma violencia con que han sido prohibidas y proclamadas malditas por la voz del mandato. El lenguaje de artistas y escritoras no surge de una nada original ni emerge libre de sus ataduras; no es inmune ni se muestra indemne a lo que se ha dicho y aún se dice sobre ellas. Menos aún se expresa con la dulzura, el cuidado, el sacrificio, el sufrimiento o la sumisión que les fueron encomendados. Su silencio no supone que no haya palabra. Brota del daño y, lacerado, se entrecorta, anuda y explota en una blessure o herida, se desgarra para reconocerse, muestra su coupure y la injusticia de su condición y pugna por liberarse. Esta es, como diría la cineasta y escritora vietnamita Trinh T. Min-Ha, la naturaleza crítica y transformadora del lenguaje: «Cuando se las empuja lo suficientemente lejos, las palabras comienzan a mezclarse, ya no hay opuestos, y cuanto más se introduce una en ello, más se ve cómo esas palabras utilizadas excesivamente pueden también abrir silenciosamente un espacio crítico»[44]. La voz que se desborda está dañada, ultrajada, rota. Es enérgica, audaz. Lúcida. Excesiva. Un delirio, dirán algunos. Falta de lógica, dirán otros. Sin sentido, dirían muchos. Tonterías, dirán casi todos. Son reveladoras las palabras de Lenin dirigidas a Inessa Armand en una de sus cartas: «Estoy convencido de que eres una de las que se desarrolla, se hace más fuerte, se vuelve más enérgica y audaz cuando está sola en un puesto de responsabilidad… Me obstino en no creer a los pesimistas que dicen que – eres apenas – tontería y sinsentido»[45].

    El lenguaje de las autoras se nutre, paradójicamente, de las palabras hirientes del mandato, experiencia autorreflexiva del cuerpo y la palabra vulnerados, fundándose en la violencia de que han sido objeto: la Cassandra de Sara Tirelli, la Medea de Christa Wolf, las Antígonas de Marguerite Yourcenar y Anne Carson, la Penélope de Margaret Atwood, la Ifigenia de Antonina Grzegorzewska, las amas de casa de Marlen Haushofer, Martha Rosler y Alice Munro, la arrebatada Lol von Stein de Marguerite Duras, las nasty girls de Eva Lootz, la «perra» que Regina José Galindo inscribe con sangre en la piel del muslo. Explota en el grito silencioso de las «locas» pintadas por Marina Núñez, en el lamento de Marina Abramovic masticando cebolla, en el destrozo de cacharros de cocina de Martha Rossler o en el espejo roto de Barbara Kruger con las palabras YOU ARE NOT YOURSELF. Sucumben enajenadas en la espera hasta la muerte de la moderna Penélope –madre, hija, abuela– de Faith Wilding, se deslizan fantasmales en las poetas suicidas de Begoña Montalbán, susurrando dolor, anhelo, pasión, hastío. Mujeres que, desde que lograron hablar, reclaman la igualdad, la educación y la justicia que inmemorialmente les fue expropiada. Y apelan a la emergencia colectiva desde un olvido y una soledad impuestos: «He puesto mucho empeño en reunirlas hoy aquí, y desearía poder persuadirlas de frecuentarnos, unirnos y asociarnos de modo que podamos intercambiar consejos prudentes», declara ante un grupo de mujeres en el inicio de uno de sus discursos Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle (1623-1673), poeta, científica y primera mujer admitida en la Royal Society de Londres que participó en la formulación de las teorías moleculares en la Inglaterra del siglo xvii, «con el fin de ser tan libres, felices y célebres como los hombres, en tanto que hoy vivimos y morimos como si hubiéramos sido engendradas por bestias y no por humanos; pues los hombres son felices y nosotras somos desdichadas; ellos poseen toda la calma, el reposo, el placer, la riqueza, el poder y la fama, mientras que las mujeres viven agitadas por el trabajo y agobiadas por el dolor, se vuelven melancólicas a falta de placeres e inútiles a falta de poder, y mueren en el olvido al carecer de notoriedad»[46].

    Estas voces articulan sus configuraciones semánticas en el adentro triturado del universo de la insignificancia con que fueron silenciadas –engendrada por una bestia y muerta en el olvido, diría la duquesa de Newcastle–. Y lo harán maldiciendo, clamando, reclamando su inexistencia con la violencia, la lúcida crudeza o el sarcasmo de Angela Davis, Valie Export, Adrian Piper, Herta Müller, Sylvia Plath, Martha Rosler, Christa Wolf o Elfriede Jelinek; es decir, descubriendo y atacando por medio del exceso y la exageración la ideología enmascarada que subyace en el discurso de naturaleza, esencia y verdad que ha legitimado durante siglos su desaparición. Como evidencia Judith Butler en Mecanismos psíquicos del poder (2001), siguiendo a Hegel, Sigmund Freud y los conceptos psicoanalíticos de deseo, alienación y muerte, el poder no es solamente algo a lo que nos oponemos, sino también algo de lo que dependemos para nuestra existencia (recordemos las múltiples figuras que adoptan el amo y el esclavo, como el Pozzo y Lucky de Beckett en Esperando a Godot, los dos unidos por una relación de dependencia y necesidad mutua, de donde deriva la crueldad, la miseria y el delirio de ambos y la parálisis de la situación). El poder no sólo anuda amo y esclavo en la cuerda del trabajo, la necesidad y la supervivencia (los huesos que el amo tira al esclavo para roer y los huesos que el esclavo tritura y limpia para el confort del amo) sino también en el dominio afectivo, simbólico y semántico de lo que nos silencia y nombra. «El sometimiento», subraya Butler, «consiste en esta dependencia fundamental ante un discurso que no hemos elegido, pero que, paradójicamente, inicia y sustenta nuestra potencia»[47]. Y en esta dependencia y ausencia de elección se tejen, entrelazan y anudan los vínculos. «¿Cómo podemos sobrevivir –se pregunta– si las condiciones que garantizan la existencia son las mismas que exigen e instituyen la subordinación?»[48]. El poder que me subordina garantiza (nutre) mi existencia. O: me subordino al poder que garantiza (nutre) mi existencia. Paradójicamente, es esta dependencia el campo donde se establece una relación conflictiva y agónica, sostenida por una violencia invisible o manifiesta, en la que germina y «se cuece» la revuelta. En la ambivalencia del «tira y afloja» de la cuerda no pueden darse la libertad ni la reconciliación sino la movilidad y el flujo de las tensiones, en una trama de colisiones y desplazamientos múltiples y colectivos en la que las necesidades y las resistencias chocan y se entretejen, como señala Chantal Mouffe en Feminismo, ciudadanía y política democrática radical (1992), para quien «las relaciones de autoridad y poder no pueden desaparecer totalmente, y es importante abandonar el mito de una sociedad transparente, reconciliada consigo misma, porque ese tipo de fantasía conduce al totalitarismo. Un proyecto de democracia plural y radical, al contrario, requiere la existencia de la multiplicidad, de la pluralidad y del conflicto, y ve en ello la razón de ser de la política»[49]. Los nudos de la vinculación hallan en el conflicto un potencial de liberación.

    En la zona entre necesidad y conflicto, subordinación y poder, se agrieta la condición genérica de las mujeres como colectivo homogéneo, abriendo la posibilidad de un lenguaje no servil. La emancipación de las mujeres no consiste en incorporarse y adaptarse a las estructuras de la sociedad patriarcal, mientras los vínculos, códigos y articulaciones que han anudado su sometimiento y dependencia se continúan manteniendo. Numerosas mujeres, entramadas en sistemas económicos que, como diría Alexandra Kollontai, no conceden perdón, convencidas de que el trabajo las equipara al estatus público masculino y les asegura libertad e independencia, han sido absorbidas acríticamente por el capitalismo global y los sistemas de producción en una simbiosis que proporciona permanencia y delega colaboración, bien manteniendo papeles históricamente estipulados, bien potenciando su participación en estructuras patriarcales (la guerra, la explotación de las personas más débiles, la rapiña de bienes y recursos, la participación en gobiernos y empresas sin escrúpulos, el feudalismo de los poderosos) sin transformarlas. No hay vacuna que garantice la inmunidad: que por «ser mujeres» no se conviertan en replicantes, instrumentos administrativos, financieros y ejecutivos del poder que las mantuvo en una insignificancia que, a su vez, imponen «en nombre del Padre». Inducidas por los cambios económicos, sociales y tecnológicos, estas mujeres han asumido modelos masculinos neodarwinistas de competitividad y lucha: «La realidad capitalista contemporánea parece esforzarse en forjar un tipo de mujer más próximo, en cuanto a la formación de su espíritu, incomparablemente más parecido al hombre que a la mujer antigua. Este acercamiento es una consecuencia inevitable y natural de la mujer en la vida económica y social. El mundo capitalista no concede perdón sino a las mujeres que han conseguido rechazar las virtudes femeninas y asimilar la filosofía de la lucha por la vida que le es propia al hombre»[50]. Y si a principios del siglo xx Alexandra Kollontai describía los fenómenos de incorporación de las mujeres al trabajo industrial, la socióloga Raquel Platero señala su inserción masiva en las estructuras globales de las finanzas, las tecnologías de la comunicación y la información neocapitalistas en desigualdad y precariedad:

    La mundialización ha ido produciendo en diferentes partes del mundo una progresiva integración de las sociedades y de las economías nacionales en diferentes lugares. Está impulsada por la interacción de los avances tecnológicos, las reformas en el comercio y la política de inversiones y las cambiantes estrategias de producción, organización y comercialización de las empresas multinacionales. El capital ha sido siempre un proceso mundial: alcanza a todas las personas, […] basada en la interconexión de actividades humanas más allá de las fronteras territoriales. Tiene efectos directos sobre las mujeres: unas condiciones de trabajo y oportunidades diferenciales. Se está contratando a más mujeres que hombres, con unas condiciones de trabajo que están bajando y con unos ingresos e incentivos menores que los que se venían ofreciendo a los varones. Tiene que ver con una mayor cualificación y formación de las mujeres, gran disponibilidad de las mujeres a trabajar en estas condiciones, un mayor acceso a la tecnología de las mujeres, mucha oferta laboral en el sector servicios y manufacturados, el cambio de localización de estas empresas a lugares donde es más barata su producción, poder realizar este cambio por el acceso a la tecnología que lo permite, etc. Las multinacionales se trasladan a países en desarrollo donde eligen a las mujeres para trabajar en productos electrónicos destinados íntegramente a la exportación. El trabajo es redefinido como femenino y feminizado, caracterizado por empleos inestables, vulnerables, baratos[51].

    El «ser mujer», como si las «virtudes femeninas» fueran congénitas y esenciales, no garantiza, por gracia de la biología, la ausencia de violencia, de rapiña, de narcisismo y de crueldad, ni que las mujeres no devengan, en su subordinación, burócratas, torturadoras, criminales, corruptas, explotadoras, asesinas[52]. «Es inaceptable para mí asumir que el dominio femenino significa un mundo más amable y gentil. Las mujeres no son cuidadoras simplemente porque somos mujeres», alegaba en un chat en Facebook una mujer llamada Morag Macpherson con motivo de la publicación del libro Women’s Empowerment. A Man’s Perspective (2019), del psicólogo sueco Björn Larsson. «Cleopatra se acostó con hombres poderosos simplemente porque podía. Catalina la Grande y Boudicca fueron conquistadoras. Margaret Thatcher difícilmente podría considerarse como una persona más amable, gentil y cariñosa.» En la presentación del libro, Larsson critica el hipercapitalismo neoliberal propio del patriarcado y propugna que es necesario que las mujeres accedan al poder para contrarrestar la acción destructiva de los hombres en el planeta y generar un nuevo paradigma de sociedad: «Un libro sobre cómo introducir a las mujeres en el poder económico y político. El libro discute cómo cambiar la presente situación del liderazgo masculino, los valores patriarcales y los incesantes conflictos causados por una minoría poderosa de hombres a causa del dinero y del dominio. Ya que los hombres nunca cambiarán libremente para salvar esta peligrosa situación, las mujeres deben entrar muy pronto en el poder»[53]. Pero la opinión de las participantes difiere y la mayoría discute sus puntos de vista. «Las mujeres son individuos y es condescendiente pensar que podríamos salvar el mundo con nuestro liderazgo más amable e inclusivo», continúa Macpherson. «Algunas mujeres tienen estilos de liderazgo enriquecedores y otras no. Algunas mujeres lideran la industria minera y esas mujeres están interesadas en extraer recursos naturales al menor costo posible; otras son líderes políticos en sus propios estilos individuales, con sus objetivos y visión individuales». Mientras que una de ellas, llamada June Greene, augura: «Una vez que las mujeres se sientan empoderadas, no serán diferentes a los hombres que están empoderados. Ambos son seres humanos con las mismas tendencias humanas que tal vez tienden a manifestarse de diferentes maneras, lo que no necesariamente mejora o empeora». Aunque le indican el liderazgo de Margaret Thatcher, que vendió a su país, Larsson alega que, si bien hay mujeres como Thatcher, otras señoras como Angela Merkel están por encima, en educación y liderazgo político, de presidentes como Putin y Donald Trump. Su ideal es una mujer madura y «bien educada», entre cincuenta y setenta y cinco años. Estima que hay millones de mujeres en el mundo capacitadas para roles de liderazgo. Sin embargo, las participantes en el chat, mujeres anónimas y de clase media y baja, no están dispuestas a aceptar el liderazgo que propone Larsson. No quieren ese poder ni que sea un hombre quien se lo indique, y dudan de que por ser mujeres estarán libres de corrupción, crueldad, competitividad o violencia. Y atacan: algunas le insultan y ridiculizan. Una de ellas, airada, protesta: «Facebook, ¿por qué me muestras estos anuncios basura? ¿Me veo como una mujer que carece de poder? Este viejo chico es duro como las uñas y casi tan irritante». Otra, llamada Amy Allbritten, comenta, insertando un emoticono que ríe: «Dice el tipo que trata de VENDER su libro a las mujeres […]. Un gran atractivo que arrojaste allí, Björn. Adelante, señoras... envíenle 25 dólares a este tipo para que sepan lo marginadas que están... ¿Por qué el libro no es gratis, si está destinado a empoderar verdaderamente a las mujeres?». Y otra, Suzanne Jones, espeta: «¡No necesitamos un maldito libro! Sólo necesitamos ser reconocidas por nuestros logros». A lo largo de la conversación grupal, Larsson les incita a leer su libro y mantiene su posición, acusando finalmente a las mujeres de misoginia entre ellas. A lo que Morag Macpherson responde: «No creo que las mujeres sean misóginas. Las mujeres son personas/individuos en primer lugar. Creo que es un error agruparnos por género, ya sea retratándonos como las más adecuadas para administrar nuestros hogares o para administrar corporaciones». Lo que Larsson no asume de estas mujeres es que no les interesa el liderazgo masculino, no lo admiran ni quieren participar en sus jerarquías y no creen que deban redimir el mundo por esa vía. El hecho de que les pregunte si están contentas con el mundo actual y con la forma en que ejercen su liderazgo político y económico los hombres no es para ellas un argumento para introducirse en el sistema que las ha considerado inferiores, colocado en el lugar en que están y del cual desconfían. Al contrario que los varones, que han desarrollado y legitimado numerosas ideologías y reflexiones filosóficas y políticas con respecto al poder y al contrato social, estas mujeres no piensan en liderar o transformar el mundo. Desplazan la cuestión a reafirmar su lugar, a ser reconocidas, ejercer trabajos y ocupar cargos por sus propios valores. ¿Meterse en la madriguera? Participar de la épica de un poder eminentemente masculino no nos liberaría de nuestra propia violencia ni de la del patriarcado, ni tampoco del sexismo, dicen. Lo que revelan las participantes en el chat es que no creen ni confían en las estructuras masculinas ni en que estarán libres de caer en sus abusos e injusticias por ser mujeres.

    Pues el hecho de hablar públicamente no implica que sea con la propia voz. En la videoacción La voz humana (1998), la artista feminista María Ruido explora la reproducción del lenguaje dominante mostrándose ante la cámara con un esparadrapo tapando su boca, en el rol de una presentadora de televisión. Retransmite tanto el silencio de las mujeres como su participación en un lenguaje estereotipado, simulacro de reproducción de los discursos hegemónicos, de los que es receptora y comunicadora sin ser autora: «Decir todavía que las mujeres hablan/escriben de forma pública no se traduce en que lo hagan con palabras propias, sino, en muchos casos, mimetizando estrategias y prosodias para poder acceder a una cuota de ejercicio de poder». Estar en un lugar prominente y difundir el lenguaje dominante no garantiza un empoderamiento. Ruido pone en duda el esencialismo y aboga por una crítica de las prácticas lingüísticas que determinan los papeles de género: «Por otra parte, cambiar el lenguaje, rematerializarlo, es una práctica política que va mucho más allá de la adopción de un registro esencialista». Reproducir un lenguaje programado en absoluto modifica la posición de quien emite los mensajes. La manipulación, los engaños, las ficciones continúan intactas, reafirmando las políticas agresivas de la guerra, la venta de armas y la escalada militar, como revela la artista pakistaní Bani Abidi en The News (2001), una videoinstalación en la que confrontaba las tensiones y conflictos entre India y Pakistán en dos monitores de televisión, en cuyas pantallas una presentadora india retransmite las noticias de un atentado terrorista cuya autoría se achaca a Pakistán, mientras que una presentadora pakistaní informa sobre el mismo atentado terrorista atribuido a India. Son voces estipuladas y su género en absoluto es decisivo a la hora de emitir un juicio sobre lo que dicen. Sus palabras se encuadran en el marco de un relato bélico (la guerra, el enemigo, el terror, la victoria). Reproducen lenguajes patriarcales –la épica de la guerra– en un medio público. Asimismo, la artista libanesa Kinda Hassan, en un vídeo titulado Yet, Another Shot (2005) realizado en Beirut (Líbano) el día en que el diputado y periodista Juwan Tweiny fue asesinado, denuncia la banalidad del relato mediático, el oscuro agujero de significado en torno a un hecho trágico, un atentado terrorista, narrado in situ por dos presentadoras de televisión cuya única preocupación es la de su imagen frente a las cámaras. Como indica María Ruido, «una praxis discursiva crítica pasa por poner en evidencia las normas del marco lingüístico, que son las del juego social. Porque, como ya decía la poeta afro-norteamericana Audre Lorde, las herramientas del amo nunca van a desarmar la casa del amo»[54].

    La cuestión de las jerarquías y las relaciones de poder nos conduce a la figura moderna de la subordinación. ¿No han sido los actos espurios del poder realizados por subordinados, como demostrara Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963)? Mientras los de arriba toman las decisiones, los subordinados ejecutan. Y no sin placer. El mal, como subrayó Jean Améry contradiciendo a Hannah Arendt, no es banal. Cuando se está siendo torturado por hombres de la Gestapo, escribe Améry en Más allá de la culpa y la expiación (1966), la maldad de sus rostros no es banal y el dolor adquiere una dimensión aterradora, inhumana, irracional pero concreta, y se constata con estupefacción que «[…] los rostros del montón se transforman finalmente en rostros de Gestapo y cómo el mal se sobrepone y supera la banalidad. No existe, pues, la banalidad del mal, y Hannah Arendt, que se refirió a ello en su libro sobre Eichmann, conocía al enemigo del hombre sólo de oídas y lo observaba a través de la jaula de cristal»[55]. Si bien Arendt inscribía a un subordinado como Eichmann en un sentido polisémico de la banalidad (banalität) por su ausencia de reflexión propia y cierta vulgaridad y regularidad en la monotonía de actos administrativos de la vida cotidiana, lo banal se vincularía a la subordinación narcisista que emula ciegamente al otro como superior. El juicio de Améry sobre el desconocimiento del mal de Arendt no es del todo justo. Perseguida por la Gestapo en Berlín, Hannah Arendt se refugió en París; allí fue detenida y enviada al campo de internamiento de Gurs (Francia), donde vivió varios meses (y no en buenas condiciones, si leemos los testimonios de los refugiados españoles internados allí). En su banalidad, el mal encierra un goce perverso. Lidia Falcón, escritora y militante política, fundadora en 1977 de la Organización Feminista Revolucionaria, a partir de la cual se creó el Partido Feminista de España, así lo subrayaba cuando fue torturada por el sanguinario comisario Conesa y el siniestramente famoso Billy el Niño en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de Madrid, acusada de haber participado en un atentado terrorista de ETA en 1974: «Era un sádico. Le gustaba. Se veía que disfrutaba de esos momentos». El hecho de ser mujer y de ser madre suponía un plus de insultos y torturas. «¿Recuerda alguna frase que le dijera Billy el Niño durante el interrogatorio?», le pregunta el periodista. «Sí. Claro. Hay una que no se me olvidará. Nunca. Mientras me golpeaba en el estómago, me dijo: Ahora ya no parirás más, puta»[56]. Al contrario que el de muchos varones, el nombre de Falcón fue borrado de los archivos. No fue considerada una heroína. Traumatizada por la tortura, calló durante años. El dolor no es banal. Aunque sí lo sea quien lo ejecuta. El teniente berlinés Praust, oficial de las SS que torturó a Jean Améry en la terrible prisión Fort Breendonk, fortaleza situada entre Bruselas y Amberes, utilizada durante la ocupación alemana como campo de concentración con el nombre de Auffanglager (campo de recogida, según la jerga del Tercer Reich), fue descrito por éste como un hombre hogareño y afable:

    […] veo aún al hombre que irrumpió en el despacho y que parecía ser el jefe de Breendonk. Llevaba sobre su uniforme gris las solapas negras de las SS, pero recibía el tratamiento de «teniente». Era pequeño, rechoncho, y su rostro carnoso y sanguíneo, que se podría denominar, según una fisiognómica trivial, «gruñón-benévolo». Hablaba con voz bronca y estentórea […]. En la muñeca, atado con una cinta de cuero, llevaba colgando un vergajo, tal vez de un metro de largo. […] Quizá en este momento le va bien, y se siente a gusto en su pellejo rojizo de aspecto saludable, cuando vuelve a su hogar en coche después de una excursión dominguera. […] «Ahora pasa», me dijo con voz firme y afable[57].

    Nunca se borrará del archivo histórico imaginario la escena, retransmitida digitalmente por la WWW, en que la soldado norteamericana Lynndie England («Lynndie Rana England, nacida en Ashland, Estados Unidos, el 8 de noviembre de 1982; es una ex soldado de reserva del Ejército de los Estados Unidos, que sirvió a la Compañía 372 de la Policía Militar», según DBpedia) tiraba de la cuerda con que ataba, como a un perro, a un prisionero musulmán en la cárcel de Abu Ghraib en Bagdad, Iraq. Posa contenta y desafiante, mostrando su (miserable) poder sobre el cuerpo humillado y desnudo. Unos años más aún no estaban de moda las selfies– y habría posado para sí misma sonriente, con su pinta de muchachote bribón y el hombre arrodillado junto a sus botas militares (la artista norteamericana Valie Export hizo una performance en la que conducía a un hombre «a cuatro patas» por las calles de Nueva York, con collar y cadena, como un perro, pero, a diferencia del acto humillante realizado por la sargento England, en esta acción se revirtió una crítica al sometimiento y la subordinación en el intercambio simbólico de papeles de género). Lynndie Rana England, posteriormente condenada por tortura, no estaba sola: «Fue una de los once militares condenados en 2005 por las cortes marciales del Ejército en relación con el abuso y tortura de prisioneros en la prisión de Abu Ghraib en Bagdad durante la ocupación

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