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Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración
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Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración

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¿Cómo es posible garantizar todos los derechos a todos los ciudadanos y respetar las diferencias culturales, religiosas, étnicas, etc.? ¿Por qué se vincula la garantía de ciertos derechos a la posesión de la nacionalidad? ¿No empuja la lógica democrática a una universalización de todos derechos?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9788481693416
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    Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración - Foro Ignacio Ellacuría Solidaridad y Cristianismo

    Foro Ignacio Ellacuría 

    Solidaridad y Cristianismo

    Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración

    José Antonio Zamora (coord.)

    Prólogo

    Las sociedades modernas han definido el concepto de ciudadanía desde la afirmación de la dignidad de cada uno de sus miembros y desde la consideración de los mismos como sujetos de derechos civiles, políticos, sociales y culturales. Los Estados obtienen la legitimidad de su capacidad para garantizar suficientemente dichos derechos. Es este horizonte el que permite comprender tanto las crisis de legitimidad de los Estados democráticos como los intentos de profundización y radicalización democrática que denuncian el carácter puramente formal o declaratorio de dichos derechos y pretenden generar las condiciones que permitan su cumplimiento real.  

    En nuestras sociedades existen mecanismos estructurales de carácter jurídico, social, económico, político, de genero, etc., y formas culturales arraigadas que impiden a sectores de la población el disfrute real de la condición de ciudadanía plena. Esto se muestra de modo especialmente dramático para los inmigrantes y para las minorías étnicas como los gitanos. Tengan o no papeles, se ven reducidos jurídica, social y culturalmente a no-personas y son percibidos como amenaza cultural o como mercancía supeditada a intereses nacionales y no como personas sujetos de derechos. Diferenciación e inferiorización se alían para sustentar una discriminación en el plano de los derechos ciudadanos. 

    Aunque un orden político democrático debería ser étnica y culturalmente neutral, todos los Estados privilegian determinadas identidades y discriminan a otras. Se construyen formas de dominación a partir de lógicas de identificación, diferenciación e inferiorización que precisan ser examinadas. ¿Cómo es posible garantizar todos los derechos a todos los ciudadanos y respetar las diferencias culturales, religiosas, étnicas, etc.? ¿Por qué se vincula la garantía de ciertos derechos a la posesión de la nacionalidad? ¿No empuja la lógica democrática a una universalización de todos derechos? ¿Qué función cumple la xenofobia en las sociedades que se llaman a sí mismas democráticas? ¿Es posible una sociedad realmente multiétnica, multicultural, multirreligiosa y que garantice la igualdad de derechos? 

    El multiculturalismo es un rasgo de las sociedades contemporáneas. Nadie puede negar que existen muy pocos Estados culturalmente homogéneos, si es que existe alguno. Se habla de sociedades multirraciales, pluriétnicas, multiculturales, en razón de la multiplicidad de grupos que presentan características culturales diferentes. En una sociedad en la que existen tantos grupos culturalmente diferentes, la coexistencia y el diálogo resultan problemáticos. ¿Cómo puede cada uno afirmar sus particularidades culturales sin dañar las de los otros? ¿Cómo ha de proteger el Estado las diferencias y evitar una lucha fratricida de intereses opuestos? ¿Cómo respetar las peculiaridades y resistir a las tendencias antidemocráticas de determinadas tradiciones culturales? ¿Cómo evitar que el Estado se convierta en el patrimonio de una forma particular de vida o de un grupo cultural, por mucho que sea el mayoritario? 

    Sobre estas cuestiones se reflexionó y debatió en las Primeras Jornadas sobre Ciudadanía, multiculturalidad e Inmigración organizadas por el Foro Ignacio Ellacuría a comienzos del año 2002 en Murcia. Las ponencias se recogen ahora en este libro. Algunas conservan el tono oral, ya que son la transcripción revisada de la conferencia mantenida en su día, otras han sido reelaboradas por sus autores con posterioridad y, en algún caso, se ha ampliado el contenido con reflexiones suplementarias. Un carácter especial posee la contribución de E. Shoufani. Se trató de una conferencia fundamentalmente testimonial en la que nos transmitió una experiencia verdaderamente excepcional. Esperamos que el texto que recoge sus palabras sea capaz de comunicar algo de la fuerza vital de este incansable luchador por la paz. Esto mismo es lo que nos mueve a conservar el diálogo que tuvo lugar tras su intervención. También se recogen algunos textos de miembros del Foro que no se presentaron en las mencionadas jornadas, pero que esperamos que contribuyan a enriquecer la reflexión y el debate propiciados por los ponentes. Han colaborado en la revisión del texto Antonio Murcia y José Cervantes. Nuestro deseo es que estas páginas ayuden a repensar el concepto de ciudadanía en el horizonte de una sociedad cada vez más plural desde el punto de vista cultural y en la que la inmigración irá ganando en significación. Mirar el marco de derechos y libertades desde quienes son excluidos de él quizás nos ayude a profundizar nuestro compromiso por radicalizar la democracia para que todos y todas sean reconocidos como personas y ciudadanos en forma plena.

    José Antonio Zamora

    Coordinador  Foro Ignacio Ellacuría  Solidaridad y Cristianismo

    Ética y políticas para una ciudadanía universal

    Demetrio Velasco

    Estamos en un momento de cambio acelerado por lo que se refiere a la construcción social de la realidad de nuestro mundo. El uso convencional de términos como globalización y mundialización quiere expresar este cambio. Algunos analistas sociales subrayan la profundidad de la transformación que estamos viviendo con expresiones como un mundo desbocado (Giddens), una segunda modernidad (Beck), un cambio de paradigma tecnológico (Sabel y Piore, Castells), un mundo sin sentido (Laïdi) o caórdico (Muguerza), un cambio ontológico profundo (Rosenau), un cambio de civilización (Morin), etc. Como todos los momentos críticos de la historia, también éste está cargado de ambivalencia: es un momento de amenaza y un momento de oportunidad. Las diferentes formas de afrontar este momento histórico tienen que ver con la percepción que de él se tiene, por lo que conviene que hagamos un esfuerzo de aproximación objetiva a un proceso tan inédito y tan complejo[1].  

    Las estructuras jurídico-políticas que han servido, hasta finales del siglo XX, para organizar la convivencia humana, como el Estado-nación y la ciudadanía, vinculada a la nacionalidad, se ven desbordadas por las nuevas dimensiones espacio-temporales de dicho proceso de globalización-mundialización y de los fenómenos de particularismo excluyente a él asociados, como los fundamentalismos o nacionalismos etnoculturales. Esto pone de manifiesto la necesidad de crear nuevas formas de organizar las relaciones entre los seres humanos, tanto individual como colectivamente, en clave más universalista y menos excluyente. Todos los actores implicados en esta gran transformación necesitan ser repensados, reformulados y resituados. Aunque la emergencia de nuevas organizaciones e instituciones internacionales es una expresión de esta necesidad[2], lo es también de una grave insuficiencia que deberemos subsanar cuanto antes, si queremos seguir llamándonos con convicción seres humanos. 

    Si como afirman algunos autores estamos, en una segunda modernidad que rompe los límites reduccionistas de la primera Ilustración, que limitaba lo humano a lo europeo, lo político a lo estatal y el sujeto individual al ciudadano, esta segunda modernidad se reflejaría en un proceso de transformación de las categorías espacio-temporales con las que construimos nuestro mundo. Por decirlo con palabras de Reyes Mate[3], la universalidad espacial que está desbordando nuestra topo-mono-gamia nos obliga a ser, coherentemente, topo-poli-gámicos, es decir, a estar casados con muchos lugares y a albergar dentro de nosotros una pluralidad de continentes, religiones y culturas. Estaríamos, también, ante una gran oportunidad histórica de poder pensar y configurar nuestro mundo de forma menos miope, reduccionista y excluyente. Para conseguirlo deberíamos no sólo aprender a pensar en los otros, haciéndoles justicia, a lo Rawls o a lo Habermas, superando nuestro etnocentrismo egoísta mediante el velo de ignorancia o la igualdad de irrelevancia, sino aprendiendo a entender que la diferencia de una inmensa mayoría de seres humanos se ha gestado, sobre todo, en una biografía escrita desde la exclusión y la injusticia. La fórmula, como recuerda Reyes Mate, consiste en saber mirar no sólo el presente o el futuro, como hace la razón moderna, para la que el pasado es irrelevante. También hay que saber mirar al pasado, a la experiencia, y ejercitar la memoria passionis, que nos hace responsables de una historia de exclusión y de injusticia en la que la mayoría de todos nosotros (una pequeña minoría a escala mundial) hemos sido los beneficiarios netos. La condición de que esta nueva universalidad no sea, de nuevo, escandalosamente reduccionista y excluyente es la actitud ética de la solidaridad universal. La Sollicitudo rei socialis lo afirmaba reiteradamente al hablar de que la otra cara de la interdependencia, rasgo clave de nuestro mundo globalizado, es la solidaridad... En mi opinión, recrear una ciudadanía cosmopolita, o al menos un análogo funcional a la ciudadanía democrática, es un objetivo que plasma bastante adecuadamente la envergadura de este reto. Es una exigencia ética nacida de la proclama universalista de los derechos humanos, que la política debe asumir como proyecto viable de construcción de un nuevo orden mundial. Cuanto más lejos estemos de hacer real dicho proyecto, más deslegitimados estaremos para seguir viviendo como lo hacemos. Creo que no es inoportuno recordar que si, cuando se crearon las Grandes Declaraciones de los derechos humanos, en el contexto de las revoluciones liberales, hubo un momento inaugural en el que se pudo expresar en un lenguaje performativo el no hay derecho, que declaraba obsoleto el orden vigente y daba origen a un nuevo orden de derechos y libertades, también ahora estamos en un momento en el que el espectáculo de este orden globalizado nos obliga a gritar el no hay derecho y a construir un mundo habitado por conciudadanos que se afirman como libres e iguales. 

    Pero para que esta forma de abordar la cuestión que nos ocupa no peque de ser una especie de exploración melancólica en el ideal de humanidad o de lo que alguien ha llamado con agudeza el prejuicio impecable de la perfección –la combinación de una actitud de omnipotencia (hybris) para hacer lo que se quiere y de la actitud de fin de los tiempos (parousía), que suele acabar alineándonos bien con los impecables, quienes se sitúan en el olimpo de una moralidad autocomplaciente, o bien con los implacables, que aplauden las soluciones quirúrgicas de carácter maniqueo[4]–, me propongo reflexionar sobre los cambios reales y sobre las oportunidades plausibles que la nueva situación nos plantea. Y comenzaré haciéndolo con una rápida mirada retrospectiva, que nos permitirá saber de dónde venimos y preguntarnos sobre qué podemos razonablemente esperar.

    1. La ciudadanía moderna: una herencia disputada

    La ciudadanía ha sido una fórmula creada para definir la forma de inserción de los individuos en la sociedad política. Y como creación histórica ha sido deudora de los diferentes contextos que la han visto nacer. En su definición e interpretación han pesado decisivamente las diferentes concepciones antropológicas y sociopolíticas. Así, aunque el concepto de ciudadanía nos sugiera multitud de aspectos éticos, jurídicos, políticos y socioculturales, como son los que se encubren tras la nociones de derechos y libertades, imperativos de pertenencia, representación y participación políticas, etc., no todos los entendemos de la misma forma ni les damos el mismo alcance. La discusión actual entre liberales, comunitaristas y republicanos es la mejor prueba de lo que decimos. Por todo ello, hablar de ciudadanía moderna es referirnos a una herencia que, desde su origen, ha estado marcada por la ambigüedad de sus interpretaciones y por la ambivalencia de su alcance sociopolítico[5].  

    Sin extenderme aquí en un tema ya conocido[6], me limito a recoger algunas cuestiones más pertinentes para el tema que nos ocupa. Es sabido que la universalidad de la proclama ilustrada se basó en un jusnaturalismo racionalista que afirmó como evidente la prioridad ontológica del individuo sobre cualquier otra realidad colectiva. La ciudadanía era la expresión de la dignidad del ser humano, de su autonomía y capacidad de autodeterminación para poder crear con sus iguales una vida en común digna de seres libres y sujetos de derechos. Así, el ideal moderno de ciudadanía, que se configuró en la revolución liberal, tuvo su expresión más básica en la exigencia de que cada individuo adulto tuviera derecho al sufragio por el mero hecho de ser un hombre y no por pertenecer a un estamento privilegiado o por estar adscrito a una corporación. La representación política fue, desde entonces, clave para legitimar cualquier institución política moderna. El lema revolucionario No representation without election, precedido del no taxation without representation, sustituiría progresivamente al reaccionario lema de la representación virtual. Sentirse representado será la razón fundamental que lleva al ciudadano moderno a aceptar la autoridad legítima de los representantes que ha elegido. Sin representación legítima, no hay democracia. No imposición (tributaria) sin representación, debería ser hoy un referente normativo en la integración sociopolítica de los inmigrantes. 

    Si los derechos ciudadanos debían su carácter garantizador de la libertad a su contenido de derechos universales del hombre; si el significado de la ciudadanía, como el de cualquier otra expresión de identidad del titular político moderno, el sujeto humano, venía codeterminado por el significado del hombre mayor de edad, su configuración jurídico-política debería haber tenido un carácter radicalmente cosmopolita. Desde estos presupuestos liberales es injustificable cualquier restricción de la ciudadanía[7]. Y, sin embargo, no fue así. La ciudadanía se encarnó en un espacio político y cultural clausurado y excluyente, como fue el de las fronteras del Estado-nación moderno, concebido, con frecuencia, en claves etnoculturales y racialistas. Como afirma F. Hinkelammert, la Revolución francesa no da muerte sólo al rey y a los aristócratas, sino también a los primeros representantes de los derechos humanos del ser humano mismo: Olimpe de Goughes, la mujer feminista, y Babeuf, el hombre de la igualdad obrera. Son esos derechos los que, en adelante, promoverán la emancipación humana[8]. 

    Es verdad que hubo una elite de ilustrados cosmopolitas que encarnaron este ideal y que se sentían y ejercían de ciudadanos del mundo por encima de fronteras estatales. Pero su carácter cultural y minoritario no se puede presentar como modelo, sobre todo, si tenemos en cuenta el carácter eminentemente conservador e incluso reaccionario de la mayoría de sus componentes. Quizá hoy estemos asistiendo a un fenómeno similar: el de las elites de la globalización y lo que algunos analistas han llamado la clase capitalista global. También habría que hacer referencia al creciente número de cibernautas y a su dimensión cosmopolita.  

    Lo más valioso de esta herencia ilustrada cosmopolita ha sido la formulación universalista del proyecto que autores como Kant llevaron a cabo, al vincular el cosmopolitismo con la ciudadanía y al abrir el gran debate moderno con la noción de un gran orden internacional basado en la sociedad civil[9]. Kant será, pues, una referencia obligada para quienes aborden el tema del cosmopolitismo[10].  

    Pero, como ya hemos dicho, en la historia real de las sociedades modernas, la lógica del universalismo de los derechos humanos estuvo mediatizada, cuando no negada, por otras lógicas de carácter particularista: la lógica nacionalista, la lógica burocrático-administrativa y, sobre todo, la lógica burguesa-economicista: la versión del jusnaturalismo racionalista que, encabezada por Locke, puso el énfasis en la condición de propietario que todo ciudadano tenía tener para poder ser libre, la que determinaría decisivamente el divorcio creciente entre ciudadanía y ejercicio universal de los derechos humanos. El liberalismo doctrinario, hegemónico en las sociedades occidentales hasta nuestros días, sería la expresión más evidente de este divorcio entre ciudadanía liberal y ciudadanía cosmopolita. En adelante, solamente cuando la lógica ilustrada, democrática y universalista, que ha convivido con las otras lógicas revolucionarias, enemigas del cosmopolitismo, y que con tanta frecuencia e intensidad se ha visto colonizada por ellas, sólo cuando dicha lógica democrática ha sido capaz de afirmarse y de imponerse sobre las demás hemos caminado hacia una ciudadanía menos particularista y excluyente o más inclusiva y universalizadora. Sabemos que, en al ámbito del Estado-nación, para que la lógica democrática se pueda imponer sobre las demás es imprescindible la existencia de un orden político legítimo, constitucionalista, que de verdad haga plausible el ejercicio de la ciudadanía. Hoy, parece que este orden político debe tener un alcance universal, y la cuestión está en saber si es viable y plausible. 

    De la historia pasada debemos sacar una doble lección: la primera, que las razones que han configurado en la práctica una ciudadanía de carácter excluyente han sido muchas y persistentes. Además de las arriba mencionadas, hay que mencionar las referidas a la cuestión del género y las relacionadas con los derechos humanos de tercera generación y con el multiculturalismo. El resultado ha sido que muy pocos, durante mucho tiempo y en los lugares más privilegiados, nunca todos, del todo, han sido ciudadanos de forma universal. Esto es importante que lo subrayemos cuando abordemos la cuestión de la exclusión del inmigrante, ya que sobre él van a confluir los peores efectos de la suma de las lógicas excluyentes de nuestras sociedades modernas. La segunda lección es que sólo la lógica democrática tiene, de verdad, virtualidad universalizadora.

    2. Las transformaciones del Estado nacional y la cuestión de la ciudadanía cosmopolita, hoy

    Hoy, tanto la ciudadanía como la representación política, que es uno de los ejes de la política democrática que la posibilita, han entrado en una profunda crisis. La globalización es, entre otras cosas, un progresivo proceso de vaciamiento de contenido del concepto de ciudadanía moderno y de las instituciones jurídico-políticas que lo han sustentado, como el Estado-nación[11]. Éste pierde capacidad de control sobre las decisiones que atañen directamente a la vida de sus ciudadanos. Abunda la literatura política preocupada por una ciudadanía crecientemente degradada, como es la de unos ciudadanos apáticos y pasivos, moralmente desarmados en un mundo cada vez más colonizado por el economicismo y la burocratización y condenados a encarnar el nihilista ideal del consumidor siempre insatisfecho. Representación, participación, consenso, empiezan a ser retórica. La opinión pública mundial así lo refleja[12]. Últimamente estamos asistiendo al espectáculo de las grandes cumbres y de la protesta antiglobalizadora, que son un ejemplo claro de lo que decimos. ¿Quiénes representan más y mejor a la mayoría de la población del mundo y a la causa de la humanidad? ¿Los siete u ocho estadistas rodeados de un par de miles de consejeros o los cientos de miles de manifestantes que protestan?[13]

    Es obvio que estamos asistiendo a una devaluación radical de la democracia. Hasta hace poco, apenas unas décadas, la democracia se consideraba un logro sólo asequible para quienes habían logrado cotas de desarrollo suficientes para tener solucionados sus problemas materiales básicos. Los dirigentes del mundo capitalista no mostraban recelo alguno en ayudar a las dictaduras militares o a los regímenes autocráticos, porque consideraban que la democracia era un lujo que llegaría con el desarrollo. Pero, de repente, el discurso ha cambiado. ¿Qué ha ocurrido para esta instrumentalización de la democracia? Conviene no dejar de lado esta cuestión cuando pensemos en soluciones que necesariamente deberán ser de carácter democrático[14].  

    Ya hemos dicho que uno de los efectos y, a la vez, una de las causas más importantes de esta situación descrita es la profunda transformación que está teniendo el Estado moderno. Para algunos, especialmente para los ideológicamente más proclives al globalismo, aunque no sólo para ellos, el Estado habría pasado de ser el sistema de poder legítimo, es decir, el legitimado para ejercer las funciones básicas de la seguridad, cooperación, justicia e integración sociales, a convertirse en un componente más del nuevo sistema de poder mundial que está emergiendo. En este nuevo sistema de poder, el Estado quedaría reducido a una asociación más entre otras y compartiría su autoridad con una pluralidad de fuentes de autoridad, entre las que se cuentan redes transnacionales de la producción y distribución de los recursos económicos y de todos aquellos recursos susceptibles de ser mercantilizados, es decir, casi todos. Las redes transnacionales de la comunicación, las del crimen y del terrorismo, las instituciones y organismos internacionales, los aparatos militares supranacionales, las organizaciones no gubernamentales, religiones transnacionales y movimientos de opinión pública, etc.[15] El Estado perdería su razón de ser, carente ya de soberanía y de autonomía para cumplir con su papel, y estaría llamado a desaparecer, cumpliéndose así el sueño de una sociedad con Estado mínimo (el gendarme), de matriz liberal, e incluso sin Estado, que tantos monstruos ha creado. La lex mercatoria sería la llamada a regular el orden internacional, aunque generando, sin duda alguna, el peor de los escenarios del orden natural hobbesiano.  

    Es verdad que esta ideología del fin del Estado, tan crudamente planteada, no es compartida por quienes se oponen al globalismo neoliberal, pero sí que pueden tener más cabida, entre ellos, unas concepciones pluralistas de lo jurídico y de lo político marcadas por el realismo político, que acaben por diluir el papel central que lo político democrático juega en la construcción de cualquier sociedad humana razonable y que faciliten, todavía más, el proceso de colonización economicista de toda la realidad que el actual proceso de globalización está llevando a cabo. No es éste el lugar para abundar en la importancia de este problema, que tanta trascendencia ha tenido en la historia occidental, pero tendrá que ser una de las prioridades del pensamiento social en nuestros días[16].  

    Es obvio que el Estado es una forma histórica y no la única forma posible de encarnar el ideal humano de lo político. Pero no es menos obvio que si, por ahora, el Estado democrático, aunque sea postmoderno[17] o postsoberano[18], sigue siendo el lugar político central de nuestras sociedades occidentales, ya que posibilita, como ningún otro actor de los arriba mencionados puede hacerlo, los fines que han sido su legitimación constitutiva: garantizar el contrato social y el ejercicio de los derechos y libertades, no parece razonable apuntarse a versiones del fin del Estado, aunque éstas sean las versiones débiles[19]. Como veremos más adelante, el camino para poder rescatar la razón política a nivel mundial pasará necesariamente por potenciar la recuperación del ideal de un Estado democrático transformado e integrado con los demás actores capaces de construir un orden democrático global. El que podamos coincidir con quienes afirman que el Estado-nación ha tenido su cenit en el último tercio del siglo XX no significa, pues, que con la obligada renuncia a mantener la forma histórica de dicho Estado tengamos que renunciar también a los logros de un sistema político legítimo articulado desde la representación y legitimidad democráticas. Esto debemos tenerlo en cuenta a la hora de trabajar por la extensión de la ciudadanía democrática como un momento imprescindible de la ciudadanía universal[20]. 

    Como afirma Habermas, no debemos reaccionar contra la globalización con un sentimiento proteccionista que se dirige contra cualquier persona o cosa que atraviese las fronteras nacionales (terroristas, películas, inmigrantes) o con posiciones neo-ludditas. Tampoco debemos resignarnos a transitar por una tercera vía que, aceptando la lógica del neoliberalismo, se centra en la tarea de preparar a las sociedades estatonacionales para la competencia del mercado y que espera de cada ciudadano que sea el empresario que gestiona su propio capital humano[21], obviando una de las tareas claves del Estado, como es la de garantizar los derechos sociales. 

    Debemos apostar por una política democrática capaz de ir poniendo las bases de un nuevo orden social, jurídico y político global, capaz de controlar la lógica del mercado y de garantizar los derechos y libertades de todos los seres humanos. Conscientes de que la apuesta tiene mucho de utópico, pero de que en ella nos jugamos la suerte de la humanidad. Es la apuesta por lo que alguien ha llamado un Estado nacional ilustrado[22].

    3. La construcción de una ciudadanía universal

    La construcción de un nuevo orden mundial es, hoy (cuando ya han existido las primeras guerras cosmopolitas: la guerra del Golfo, aprobada y legitimada en nombre del orden jurídico internacional y de los intereses de toda la comunidad humana, y una segunda guerra cosmopolita contra el terrorismo internacional), percibida, a la vez, como una imperiosa necesidad y, para muchos, entre los que me cuento, percibida también como una forma de amenaza para la ciudadanía cosmopolita[23]. Es obvio que han quedado obsoletos los modelos de Westfalia o el modelo cosmopolita de la Santa Alianza, ya que su estructura jerárquica y desigualitaria es incompatible con un proyecto de ciudadanía democrática. Pero no faltan analistas sociales que nos recuerdan que tanto el modelo de la Sociedad de Naciones como el de las Naciones Unidas siguen estando hipotecados por la misma lógica estructural que deslegitimó a la Santa Alianza[24]. Si así fuera, estaríamos lejos de estar creando las condiciones de posibilidad de la mencionada ciudadanía universal.  

    Creo que no le falta razón a D. Zolo, uno de los críticos más lúcidos del cosmopolitismo, cuando afirma que la ciudadanía cosmopolita no se puede construir al margen de la afirmación democrática de los derechos humanos fundamentales y que esto no se puede lograr, hoy por hoy, obviando el papel fundamental de los Estados nacionales; y que sólo los Estados democráticos posibilitarán un orden cosmopolita democrático. También coincido con él en que para construir un orden cosmopolita no debemos soñar con la creación de un Estado mundial, universal y con un grado de eticidad plena (el mismo Kant desechaba esta salida) ni con la desaparición de todo Estado en nombre de una sociedad civil universal que pacta o contractúa (democráticamente) sus instituciones universales y democráticas, ya que éstas no se pueden generar en el contexto de desigualdad e injusticia globales en que vivimos, sino que la construcción de dicho orden cosmopolita debe hacerse desde las sociedades democráticas estatonacionales articuladas políticamente. En este sentido, me parece muy pertinente la anécdota que el autor trae a colación: A veces se cuenta la historia del hombre que se encontraba perdido en algún lugar de Escocia y que se dirigió a un granjero para preguntarle si podía indicarle el camino a Edimburgo. ‘Oh señor’, respondió el granjero, ‘si yo fuera usted, no partiría desde aquí’. La doctrina según la cual el sistema de los Estados no ofrece el mejor punto de partida desde el que perseguir el orden mundial tiene algo de eso[25]. Es claro que esta posición de Zolo supone un juicio de valor sobre la naturaleza, el significado y el alcance de las organizaciones internacionales, consideradas como excesivamente centralizadas, burocratizadas, antidemocráticas y, lo que es peor, como resistentes a cualquier proceso democratizador, como lo fue la Santa Alianza. Como más adelante veremos, Zolo se conformará con lograr un orden político mínimo, de inspiración ideológica federalista, que garantice una relación entre los Estados menos desigualitaria y menos belicista. 

    Afortunadamente, la posición de Zolo no es la única existente. Hay otras posiciones, también razonadas, que nos permiten pensar en una sociedad civil global, en una esfera pública cosmopolita, en un nuevo orden jurídico y político internacional o en fórmulas transnacionales de diverso tipo[26]. Sin llegar a tener una posición muy definida al respecto, creo que hay indicios de que está emergiendo un entramado social de carácter transnacional que busca responder a los retos y urgencias de la globalización y que lo hace creando estrategias de movilización política, y que es consciente de los riesgos de hipotecarse a

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