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Yo, una novela
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Libro electrónico413 páginas6 horas

Yo, una novela

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Información de este libro electrónico

El intrigante retrato de una familia japonesa en trance y de una mujer que encuentra su centro creativo entre dos mundos separados por la cultura y el idioma.
A veinte años del exilio familiar de Japón a Estados Unidos, Nanae llama por teléfono a Minae para recordárselo, y así un torbellino de recuerdos y reflexiones envuelve a las hermanas tal como el temporal de nieve que arrecia en esa noche cercana a fin de año: las rígidas costumbres japonesas frente a las engañosas libertades norteamericanas; las dificultades para encontrar un lugar en el mundo; el conflicto con la lengua materna; los sacrificios que implica la creación; la soledad inherente a todo exilio y el dilema desgarrador de volver o no a la tierra natal.
Con su prosa sobria, inteligente y a la vez íntima, Mizumura nos acerca a su mundo y al hacerlo nos ofrece un reflejo de las condiciones de nuestro presente, signado por el movimiento y la negación del pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ago 2022
ISBN9789878388953
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    Yo, una novela - Minae Mizumura

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    Mizumura, Minae

    Yo, una novela / Minae Mizumura

    1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:

    Adriana Hidalgo Editora, 2022.

    Libro digital, EPUB - (Literatura_novela)

    Archivo Digital: descarga

    Traducción de: Luisa Borovsky.

    ISBN 978-987-8388-95-3

    1. Narrativa Japonesa. 2. Exilio. 3. Japón. I. Borovsky, Luisa, trad. II. Título.

    CDD 895.63

    Literatura_novela

    Título original: Shishōsetsu from left to right

    Traducción: Luisa Borovsky

    Editor: Fabián Lebenglik

    Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

    y Mariano García

    Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

    Imagen de tapa: Cecilia Szalkowicz

    Retrato de autor: Gabriel Altamirano

    Fotografías de interior: © Toyota Horiguchi

    © 1995 by Minae Mizumura

    Publicado por primera vez en Japón en 1995

    por SHINCHOSHA Publishing Co., Ltd., Tokio

    Derechos de traducción al español acordados

    con Minae Mizumura a través del Japan Foreign-Rights Centre/Ute Körner Literary Agent, S.L.U.

    © Adriana Hidalgo editora S.A., 2022

    www.adrianahidalgo.com

    ISBN Argentina: 978-987-8388-95-3

    Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723.

    Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito.

    Disponible en papel

    Índice

    Portadilla

    Legales

    Nota de la traductora

    Yo, una novela

    Glosario

    Acerca de este libro

    Acerca de la autora

    Colección Literatura_novela

    Nota de la traductora

    A Tomoko Aikawa, por ofrecerme con generosidad su inagotable saber sobre la literatura y la lengua japonesa

    Yo, una novela se publicó en Japón con el título Shishōsetsu de izquierda a derecha. La palabra shishōsetsu designa a un género confesional, -la novela del yo o novela de estado mental- que tuvo un rol clave en la literatura japonesa moderna. Podría decirse que es un autorretrato pintado con palabras. Hay en Japón quienes lo consideran incluso una expresión más pura y sincera que la ficción convencional, en la que un autor piensa y habla sin la mediación de sus personajes o del narrador omnisciente, como ocurre en el honkaku shosetsu, la novela real.

    Minae Mizumura aborda uno y otro género: a Yo, una novela, publicada en 1995, le siguió en 2002 Una novela real (que Adriana Hidalgo publicó en español en 2008). Fruto de sus consideraciones sobre las palabras y el lenguaje, en las dos novelas la autora exhibe su notable habilidad como narradora mientras explora las aspiraciones y tradiciones de sus predecesores e indaga en su propia experiencia de vida en los Estados Unidos.

    En Japón Yo, una novela se promocionó como la primera novela bilingüe del país porque combina libremente el japonés con el inglés estadounidense. Su título original anuncia que la obra rompe con la antigua tradición de las novelas japonesas: en lugar de conservar la habitual alineación vertical está escrita e impresa en sentido horizontal, de izquierda a derecha, para que los lectores no tengan necesidad de girar el libro cada vez que se encuentren con una palabra o frase en inglés.

    Esta traducción al español se propone reproducir el formato y el sentido bilingüe de la obra en un contexto monolingüe. Recurre a una tipografía diferente para las palabras que aparecen en inglés en el original e inserta la grafía japonesa cuando se hace referencia a un tema específicamente japonés. Así refleja también la importancia que la autora otorga al aspecto visual de la lengua escrita.

    Luisa Borovsky

    Página de la novela original

    Sin darme cuenta estaba de pie, mirando la alta biblioteca de roble que se encontraba frente a la computadora. En el estante superior vi la colección de libros con tapas bermellón que desde hacía tiempo nadie tocaba. Me estiré para tomar uno. Lo abrí. El familiar olor a moho me invadió. Los últimos veinte años, y muchos más, estaban presentes en ese olor.

    Viernes 13 de diciembre de 198X

    Veinte años han pasado desde nuestro...

    ¿Nuestro exilio? No. Suena demasiado ordinario. ¿Tal vez el Exilio?

    No... ¿El Éxodo? Sí, ¡el Éxodo! La palabra es Éxodo.

    Veinte años han pasado desde el Éxodo.

    ¿Y si empezara con ¡Ay!?

    ¡Ay! Veinte años han pasado desde el Éxodo.

    Podría agregar signos de exclamación.

    ¡Ay! ¡Veinte años han pasado desde el Éxodo!

    Tres signos de exclamación indicarían con claridad el dolor agudo que sentía.

    ¡Ay! ¡¡¡Veinte años han pasado desde el Éxodo!!!

    No. Demasiado vulgar. Quitemos los dos signos añadidos. Borro uno, después el otro. ¿Lo que oigo es una sirena? Sí, es una sirena. Sin duda, oigo a la distancia una sirena...

    El débil sonido se acercaba, se abría paso en la oscuridad. Un sonido que acentuaba la soledad de la noche de invierno. De algún modo parecido y sin embargo muy ajeno a la sirena que oía en la niñez. En lugar del largo lamento de un aullido animal, un ee-oo electrónico que alternaba tonos agudos y graves. Imposible saber si se trataba de la policía o de una ambulancia. Un sonido siniestro, escalofriante.

    Alguien ha muerto. Tal vez le dispararon. ¿Un estudiante? ¿De nuevo una prostituta? No. Es la nieve.

    Nieve.

    La ventisca era feroz. La primera nevada del invierno había empezado esa tarde y poco a poco su intensidad fue en aumento hasta que ahora, en plena noche, la nieve caía en abundancia. Todo quedaba bajo su manto.

    Debe ser un accidente de tráfico.

    Me puse de pie, me alejé de la computadora, fui hacia el ventanal. No había salido de casa en todo el día, tampoco el día anterior, y el que lo había precedido. No había puesto un pie afuera, no había abierto una ventana siquiera. Mi movimiento repentino hizo que el ambiente cerrado se sintiera denso, caluroso y polvoriento. La sirena se oía cada vez más cerca, pero en lugar de girar hacia mi calle siguió por la avenida principal, hacia el centro de la ciudad universitaria.

    Hasta la vista. Adiós, ma belle Sirène.

    Seguí junto a la ventana.

    Abajo, brillantes en el aire helado, copos de nieve infinitamente pequeños bailaban alrededor del farol de la calle. El viento hacía vibrar la ventana de cristal doble.

    ¿Cuánta nieve había caído?

    Tarō o nemurase

    La nieve se amontona sobre el techo de Tarō

    Tarō no yane ni yuki furitsumu

    y lo adormece.

    Jirō o nemurase

    La nieve se amontona sobre el techo de Jirō

    Jirō no yane ni yuki furitsumu

    y lo adormece.

    Era el único poema que él sabía recitar de memoria.

    Una noche Tono se había quedado aquí, junto a esta ventana, mirando la nieve que caía, y un poco cohibido había recitado esos versos.

    Y cuánto, cuánto habría deseado tener delante de mí esa escena nevada.

    Nieve... nieve que cae en abundancia... y que con silenciosa intensidad forma una capa cada vez más espesa. En lugar de esos copos que revolotean al viento como la arena en el desierto, se forman ahora 牡丹雪 –botan yuki–, peonías de nieve, copos llenos de humedad que caen como pesadas flores redondas. Todavía recordaba el escalofrío que me causaban cuando chocaban con la palma de mi mano. Al menos, eso creo. ¿Mi recuerdo es sólo la ilusión de un recuerdo? Mientras recordaba o intentaba recordar ese escalofrío, entre los grandes copos como flores que caían silenciosos pude trazar una línea de techos de paja nevados: se elevaban a la distancia y se mezclaban con las blancas montañas lejanas, que a su vez se fundían con la blancura del cielo iluminado por la nieve.

    Es posible que esta campestre escena invernal se haya perdido para siempre, tal vez sólo exista en el folklore o en los carteles turísticos de la compañía nacional de ferrocarril. Por cierto, yo misma nunca había visto algo semejante. Sin embargo, mientras imaginaba que ante mí se desplegaba ese panorama con montañas nevadas a lo lejos, la nostalgia oprimía mi pecho.

    Lo que veía en ese momento, a través de un granulado velo de nieve, era el enorme edificio de ladrillos del Centro de Estudiantes Afroamericanos que se hallaba enfrente, y a su lado, el Cabaret Universitario.

    Cuánta quietud... aunque es viernes por la noche.

    A través de la ventana con cristal doble debían oírse la música y las risas de los estudiantes negros de todo el campus, que aplaudían y realzaban las frases del DJ con gritos roncos –Oh, sí– mientras bailaban, moviendo su cuerpo al ritmo de la música con una ductilidad que pocos o tal vez ningún japonés habría sido capaz de igualar.

    Cada vez que oía esos sonidos llenos de vida sentía pena por mí. Ellos se divierten tanto y yo, aquí, tan infeliz. Pero esa noche el Centro de Estudiantes Afroamericanos estaba tan silencioso como una ruina abandonada y las puertas del Cabaret Universitario, con sus arcos góticos, estaban cerradas.

    Entre los dos edificios se abría un callejón estrecho y sinuoso donde en el verano habían matado a dos prostitutas negras. Por lo general aun en invierno las prostitutas deambulaban frente a los gastados peldaños de piedra de mi edificio y de un salto subían en algún auto que se detenía. Pero esa noche no había señal de ellas. Con ese clima, seguramente no tendrían clientes. Una de las prostitutas, notoriamente más alta que las demás, era siempre amable conmigo. De pronto advertí que no la veía desde hacía tiempo. ¿Habría sido una de las víctimas? Pobre chica, tan amigable. Me gritaba cosas como ¡Eh, china, me gusta tu abrigo! y yo le respondía Gracias... siempre tímida, por supuesto. Como las otras prostitutas, llevaba el abrigo abierto para dejar a la vista las prendas vaporosas que tenía debajo, y unos zapatos con tacones vertiginosamente altos. En el callejón donde ocurrieron los asesinatos había algunas manchas de sangre descoloridas, pero después de esa nevada quedarían cubiertas por capas de nieve, barro y arena hasta la primavera.

    Más adelante en el callejón sucedía algo excepcional, nadie trabajaba hasta tarde en la redacción del periódico universitario. En una noche como esa no había manera de regresar a casa. No pasaban autos, nadie andaba a pie. A la distancia se distinguía un brillo nebuloso de luces fluorescentes en los edificios altos, inmóviles entre remolinos de nieve.

    El eco de la sirena se desvaneció. La noche quedó totalmente en silencio.

    Apoyé la cabeza en la ventana, fascinada por la nieve, hasta que perdí el sentido del tiempo y el espacio. Sólo existía la danza muda de la nevisca, sus copos brillantes como chispas glaciales, relucientes fragmentos de fuego helado.

    Y entonces, a través de esos fragmentos relucientes, más allá de esas lejanas montañas nevadas que imaginaba, vi una horda de yamambas, viejas brujas que trotaban descalzas, haciendo cabriolas en la ventisca. Esas mujeres del folklore japonés, que vivían en las montañas, se habían levantado de su tumba para correr desenfrenadas en la oscuridad de la noche.

    Con la cabellera desgreñada ondeando en la tempestad corrían por la cresta de la montaña y bajaban hacia el valle. Una de ellas era mi abuela, otra mi bisabuela, allí estaba mi tatarabuela. Esas mujeres del pasado, con las que tenía lazos de sangre, entonaban un animado estribillo nagauta.

    A-ara omoshirono-o yamameguri...

    Oh, qué placentero es recorrer las montañas...

    Ven con nosotras, rápido, ven, pedían. Sus voces llegaban desde todas partes hasta mis oídos.

    Todo mi ser respondió al llamado de esas mujeres del Sol Naciente. Mi sangre y la suya eran parte de un arroyo que fluía sin cesar, con asombrosa regularidad, desde hacía cientos, miles, decenas de miles de años. A través de las colinas llegaba el eco de sus pasos inaudibles. El viento rugía. ¡Sí, allá voy, abuela! Poco después también yo corría por las cimas. El calor de mis plantas fundía la nieve, mis pies levantaban tierra negra, fértil y fragante. Entonces besé el suelo y grité: ¡Mi país amado, mi patria, he regresado!.

    No, no. Haz que suene más clásico: Entonces grité: ¡Mi país amado, mi tierra natal, he retornado a ti!.

    Besar el suelo, ¿de dónde venía eso? Es curioso, qué fácil es caer en el traduccionismo.

    Cuando el Papa visitaba un país, su primer gesto consistía en ponerse de rodillas y besar el suelo con reverencia. No le importaba que la tierra manchara su espléndido atavío blanco. Ningún japonés haría algo semejante.

    Un acto de gran humildad. Pero sólo desde el punto de vista de personas que usan una mopa con un largo cabo para limpiar el piso, a las que jamás se les ocurriría avanzar de rodillas con un trapo casero en la mano. Mis ancestros siempre miraban hacia abajo. Tenían una íntima relación con el suelo que pisaban, oponían la menor resistencia posible a la fuerza de gravedad. Para limpiar la casa, sembrar arroz o arrancar malezas mantenían la nariz cerca del piso, del suelo, de la tierra. Un día, mientras pasaba el verano en Tokio, vi mujeres que en cuclillas arrancaban las malezas. Llevaban prendas deportivas de colores brillantes, zapatillas blancas y anticuados paños teñidos de azul en la cabeza. Si cambiaban de lugar evitaban incorporarse. Giraban sobre una pierna, se movían con la destreza de un cangrejo. En cambio, siempre veía a George –el encargado del edificio, que era negro– de pie en los peldaños de la entrada trasera, mopa en mano, erguido, sacando pecho. ¡Hola, George!, lo saludaba, y él, agitando la mano libre, con la cara envuelta en sonrisas, me respondía ¡Hola!. En lugar de inclinar la cabeza hacia el piso, la levantaba un poco. Sólo si un homo erectus como él besaba el suelo se lo consideraba un acto de gran humildad. Y sin embargo...

    ... y sin embargo nada de eso tiene la menor importancia, ¿verdad, Minae?

    No, ninguna de esas cosas tenía importancia.

    El problema siempre había sido simple: regresar o no regresar.

    Había estado bebiendo Jack Daniel’s desde el momento en que empecé a tipear la entrada de hoy en el diario y era agradable sentir el cristal frío de la ventana en mi frente caldeada. Oí el rumor de la máquina que lentamente se abría paso por la calle para barrer la nieve.

    Tal vez había soñado un sueño largo, demoledoramente largo. Sí, eso debía ser. Me quedé dormida en el kotatsu de nuestra casa de Tokio. La abuela trata de despertarme: "Vamos, sé una buena niña, tienes que dormir en tu futón". Me froto los ojos para despertar y tiendo mis brazos para que me levante... En verdad, los días habían pasado con una contundencia cruel. Había vivido en el tiempo real, que nunca podría recuperar. ¿Qué aprendí de todos los años que viví acobardada? ¿Qué había aprendido de esos años irreversibles, qué habría debido aprender? Tal vez, que la relación entre tener sangre japonesa en las venas y ser japonesa era en el mejor de los casos tenue, más sutil que la hebra de una telaraña.

    De modo que llevar tu sangre en mis venas, abuela, no fue suficiente para que deseara volver. Para hacer que anhelara desesperadamente el regreso. Aun así, ahora estoy a punto de regresar. Después de haber llegado a la tierra prometida voy a dejarla atrás para volver a casa, a Japón.

    Mientras mi frente seguía apretada contra la ventana, el lento avance de la máquina que quitaba la nieve de la calle se volvió tan amenazante como un tanque ruidoso que atraviesa un territorio ocupado. Recordé quién era y qué hacía, regresé al gran escritorio que había sido el de Tono y miré la computadora que también había sido suya. Él me había enseñado cómo usarla y la había dejado como regalo de despedida. Yo me sentía orgullosa de tenerla, de saber usarla. Sabía con certeza que en el campus ningún estudiante de literatura tenía una máquina de última tecnología como aquella, el único objeto ultramoderno de mi departamento. Lástima que sólo supiera inglés.

    Vi lo que había escrito y agregué otra línea.

    ¡Ay, veinte años han pasado desde el Éxodo!

    9:45 a.m. Una llamada de Nanae.

    Suspiré mientras levantaba mi vaso de whisky. Lo encontré aguado, con el hielo derretido.

    De nuevo ese sonido.

    ¿Cuál era la causa de ese ruido en el radiador?

    El ruido no parecía tan fuerte durante los años en que Tono vivía aquí conmigo. Era extraño que un radiador estruendoso me recordara a mi antiguo novio, en especial porque 殿, Tono, como burlonamente lo llamaba, era la palabra que se utilizaba para dirigirse a un señor feudal japonés. Alto, de piel clara, Tono parecía estar al nivel de ese nombre, aunque sus orígenes poco tenían de aristocráticos. Cuando volvió a Japón tuve que recortar mis gastos para quedarme en este departamento. A pesar del vecindario poco atractivo, era espacioso y elegante, tenía techos altos y pisos de madera. Y la calefacción nunca dejaba de funcionar en medio de la noche. Incluso en ese momento al clang clang en la pared le siguió el vigoroso soplo del vapor en el radiador. En realidad, en las habitaciones hacía más calor del que habría preferido. En esas noches en las que nada se movía excepto mi sombra, los sonidos del radiador dejaban en claro que estaba muy sola.

    El anteojudo Tono era brillante, y una persona completamente buena, honesta y escrupulosa, casi por demás. Después de conseguir un puesto en la universidad donde había estudiado en Japón me propuso matrimonio. Mientras hablaba pasaba los dedos por su cabello, como solía hacer cuando estaba nervioso. Me negué diciendo que no podía pensar en casarme hasta que completara mi siempre esquivo doctorado. El alivio inundó su cara, sus hombros encorvados se relajaron. Me alegró haber tenido la sensatez de rechazarlo.

    Pero entonces... entonces de pronto me enfrenté a mi propia soledad.

    Cuando Tono se marchó pensé que si hubiera presentido esa desesperada soledad nocturna, si hubiera sabido que pasaría a solas las noches de invierno con sus tormentas de nieve, habría podido aprovecharme de sus escrúpulos o –considerando que eso sonaba horrible– habría sido mejor que lo abrazara y me casara con él. Su padre había muerto siendo joven, su madre lo había criado sola y él esperaba que viviéramos con ella. ¡Oi vei! Seguramente habría podido intentarlo y sobrevivir como cualquier mujer japonesa que comparte la casa con su suegra. Y en ese caso... considerando que según decía, el suyo era un hogar tradicional donde se comía arroz glutinoso con alubias adzuki en las ocasiones festivas y se esparcía sal después de los funerales, en esta oportunidad seguramente habrían sacado el kotatsu y yo estaría bajo el acolchado abrigado y confortable. Aunque con su madre allí no podría quedarme dormida... bebería una taza de té recién preparado, tan caliente que debería soplarlo, tal vez pelaría una mandarina cobijada en la palma de mi mano. Afuera las peonías de nieve caerían serenas, copiosas y en silencio, seguirían acumulándose hasta que todo se reflejara en el resplandor brillante de la nieve.

    Mi decisión de no cometer el mismo error que mi hermana evitó que asediara a Tono. Aunque ocurrido hacía tiempo, la imagen desconsolada de Nanae cuando llegó al aeropuerto Kennedy me acechaba. Mientras nuestros padres la miraban ansiosos, Nanae dejó caer desde un hombro patéticamente delgado su equipaje de mano y lo puso en el suelo. Aquí tienes lo que pedías, dijo, y me entregó una caja de tarjetas ilustradas donde se leían clásicos poemas waka. Seguramente ya nadie se entretiene con este juego en Año Nuevo porque no se venden en las papelerías pequeñas. Las conseguí en Takashimaya. No llevé otra cosa para leer en el avión porque pensé que estaría demasiado agotada. Por eso la caja está abierta. Lo siento, no pude resistirlo. Después se dirigió a nuestros padres. Me temo que no les traje nada. Lo siento. Tratándose de Nanae, fue una especie de disculpa sorprendentemente adecuada. ¿Ganarse primero su simpatía fue la manera inconsciente de contener la ira de Madre? Como era previsible, Madre respondió: Está bien, no necesitamos nada, te llevaremos a casa. Nuestros padres la acompañaron hasta el parking, uno a cada lado, como si tratara de un objeto muy frágil.

    De todos modos, terminó. No tiene sentido seguir pensando en eso. Se acabó.

    Después de la partida de Tono liquidé una tras otra las botellas de licor guardadas en el armario, hasta llegar al Jack Daniel’s. Desde entonces sólo compré Jack Daniel’s, tal vez porque me permitía imaginar que seguía bebiendo esa última botella y así ignoraba el paso del tiempo. Tenía una capacidad limitada para el alcohol y nunca supe distinguir la calidad de las bebidas, de modo que cualquiera me gustaba.

    Con el vaso en la mano encendí la luz de la cocina. En la pileta de lavar se produjo la conmoción habitual: una docena de cucarachitas pálidas trataron de escapar a la claridad imprevista. A veces, si me levantaba a beber agua durante la noche y veía cucarachas, en un repentino frenesí las rociaba con insecticida. ¿Habría causado mutaciones? En los últimos tiempos me parecía que todas las crías eran albinas. Al principio la proliferación de esas cositas blancas me causaba escalofríos pero me acostumbré a ellas. Esta vez abrí con serenidad el refrigerador, tomé de la bandeja unos cubos de hielo y los dejé caer en mi vaso. Más bien chico, con los ángulos redondeados, el refrigerador era un modelo antiguo, reliquia de los años previos a la guerra. Le faltaba la puerta del congelador, dañada por un inquilino anterior, y tenía las paredes cubiertas por una capa de hielo tan gruesa que casi nada cabía adentro.

    El tiempo transcurría con lentitud en los Estados Unidos. El propio edificio de ladrillo de cuatro pisos era un remanente de la época de la iluminación a gas. Voluntariamente embaucada por esta cápsula del tiempo había dejado que las cosas llegaran a este punto.

    Regresé al teclado.

    ¿Qué haría Nanae en ese momento?

    Me horrorizó pensar cuánto tiempo habíamos pasado ese día hablando por teléfono sin que lograra mi objetivo. ¿Dos horas? No, mucho más. Tal vez tres. ¿Cómo sobrevivía ella sin esas llamadas?

    Mis dedos golpetearon el teclado.

    Nanae llamó a primera hora de la mañana para recordarme que se cumplía el vigésimo aniversario de nuestro Éxodo.

    ***

    El teléfono sonó a las 9.45.

    La mañana asomaba por las rendijas de la persiana cuando –con apática conciencia de que otro día había empezado– tendí la mano desde el colchón apoyado en el piso y conecté la clavija del teléfono con el enchufe de la pared. De inmediato el teléfono sonó. Me sobresalté. El miedo me atravesó. Podía ser una llamada del departamento de literatura francesa.

    –¿Habla Minae Mizumura?

    –Sí.

    –¿Qué demonios está haciendo?

    ¿Qué podía responder? Era incapaz de darme una explicación a mí misma. Y me aterrorizaba que la manera en que vivía –oculta en un departamento que permanecía todo el día en penumbra, como un caracol dentro de su cascarón– pudiera quedar en evidencia.

    Todas las noches, cuando la esperanza de recibir una llamada de Tono se desvanecía, habitualmente desconectaba mi teléfono. Además del deseo concreto de evitar que mi hermana me despertara, el principal motivo para hacerlo era el miedo. Un miedo neurótico, por supuesto. Si todos los departamentos de posgrado tenían en su nómina un par de estudiantes morosos, ¿por qué al mío debería importarle que siguiera posponiendo mis exámenes orales con la excusa de que mi director de tesis pasaba a menudo largos períodos en un hospital? Por lo demás, ¿en la inmensidad de los Estados Unidos alguien más que Nanae tenía noción de que yo existía? ¿Por qué habrían debido saberlo? Aun así, tenía mucho miedo. Desde el momento en que me despertaba por la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando la oficina cerraba, vivía temiendo que el teléfono sonara y me dieran el último aviso –"Se acabó su tiempo"– que me despojaría de mi identidad de estudiante de posgrado.

    La noticia de que Rebecca Rohmer –nada menos que ella– había sufrido un colapso en sus orales me había puesto muy nerviosa. En los departamentos de literatura casi nadie reprobaba. Sin embargo, aunque pareciera increíble, Rebecca –una de las mejores alumnas de mi escuela secundaria– había reprobado. Incapaz de manejar la tensión, había empezado a gritar en medio del examen.

    El teléfono siguió sonando, amenazador.

    Espera. Podría ser una llamada equivocada. Alguien que trata de comunicarse con el Servicio de Seguridad Social a primera hora de la mañana. Sucedía a menudo, mi número difería sólo en un dígito. Levanté el auricular, previendo la posibilidad de oír la voz áspera de una mujer mayor.

    –Hola.

    –Hola. ¿Cómo estás?

    De inmediato todo estuvo en orden. Era Nanae, mi hermana. Me sentí aliviada. También irritada porque su llamada, a esa hora, me había causado una enorme inquietud. Las llamadas de Nanae nunca duraban un par de minutos. Tendida en el colchón, boca abajo, me apoyé en los codos, giré y apreté el auricular al oído.

    Nanae era adicta al teléfono. La suma de las horas de nuestras conversaciones telefónicas habría podido llevar a la lógica conclusión de que yo era igualmente adicta, pero en mi caso se debía a que sus llamadas eran muy frecuentes. Si pasaban dos días sin comunicación, ella telefoneaba para preguntar: ¿Todavía estás viva?. En general me llamaba por la noche porque después de las once las tarifas bajaban más de la mitad. La noche anterior la había escuchado parlotear sobre algún tema trivial hasta que me empezó a doler la oreja. Tuve que cambiar el auricular a la oreja izquierda y, más tarde, de nuevo a la derecha. No podía imaginar que llamaría tan temprano.

    El teléfono había sonado en el preciso instante en que lo conecté. Seguramente ella había esperado impaciente, sentada en el borde de la silla, que yo atendiera su llamada. Habitualmente sucedía cuando tenía que contar algo desagradable. Por ejemplo, que le habían robado el auto –un viejo cacharro– y que misteriosamente había reaparecido en el mismo lugar unos días después. O que las tuberías nuevas se habían roto, o que uno de sus dos gatos se había enfermado. Problemas que yo no podía resolver.

    Nanae hablaba en voz baja, con distintas modulaciones. A menudo en su tono sombrío se percibía resentimiento y maledicencia, angustia causada por la soledad, o fatiga. De vez en cuando se la oía alegre e incluso, en raras ocasiones, chispeante. Por suerte su "Hola. ¿Cómo estás?" de esa mañana sonaba animado, sin duda. Sentí que mi irritación desaparecía.

    –¿Qué pasa? Es temprano.

    –Habías desconectado el teléfono de nuevo, ¿verdad?

    –Anoche, después de nuestra conversación, estuve despierta durante horas.

    –Por Dios, ¿cómo puedes estudiar en esas condi-

    ciones?

    No estudio. Ese es el problema.

    Nanae nunca tomaba muy en serio mis lamentos sobre mí misma. Su autocompasión no dejaba espacio para la mía. Ella, que vivía sola en Manhattan, no podía imaginar que yo, una estudiante de posgrado, amparada por el sistema universitario con una beca que solventaba mis gastos y mi seguro de salud, pudiera tener algún problema. Si se resfriaba, me llamaba y tosiendo en el auricular, decía: "¿Sabes que eres muy afortunada? Yo no puedo pagar un médico. No tienes idea de cuánto cobran por la primera visita". Como si yo fuera responsable de esa injusticia. Y por supuesto, creía que su soledad era mucho peor que la mía, aunque en realidad ella contaba con otras personas para hablar por teléfono o almorzar y con un lugar de trabajo al que iba esporádicamente. De modo que, a diferencia de mí, al menos tenía una vida social. También tenía dos gatos a los que prodigar su afecto. Durante el año anterior yo prácticamente no había salido de mi departamento y casi no había mantenido una verdadera conversación con alguien además de ella. Aun así, mi hermana estaba convencida de que merecía más compasión que yo. Y aunque parezca raro, yo sentía lo mismo.

    Madre solía decir que Nanae había sido una niña muy exigente: Si la dejaba sola un minuto, empezaba a chillar. ¡No podía ir al baño siquiera!. Era su respuesta habitual cuando me quejaba de alguna desigualdad en la manera en que nos había criado. En cambio a ti siempre se te veía alegre jugando por tu cuenta, de modo que sin quererlo dejaba que te las arreglaras sola. Los niños son distintos desde que nacen, ¿qué más puedo decir?

    En algún momento mi hermana y yo habíamos intercambiado nuestros roles. Aunque Nanae era la mayor, descargaba en mí sus problemas con una especie de indefensión que, pese a todo, me obligaba a sentirme responsable por su bienestar. Por cada una de mis llamadas telefónicas recibía cuatro o cinco de ella.

    –Me desperté temprano –continuó Nanae–. En realidad, casi a las nueve, pero desde entonces he marcado redial cada cinco minutos. Sabía que el teléfono estaba desconectado. Sólo se trataba de esperar que lo conectaras de nuevo.

    –Lo siento –dije, aunque no lo lamentaba demasiado. Sus llamadas a la medianoche habían sido el motivo para que empezara a desconectar el teléfono. Me pregunté de qué se trataba esta vez, si le había sucedido algo. Por su tono de voz dudaba de que fuera algo serio.

    –Llegó el paquete. Al fin.

    –Me alegra.

    Nanae llevaba un tiempo empecinada en que le enviara cualquier novela japonesa que ya hubiera leído y la semana anterior finalmente había despachado el paquete por

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