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El conocimiento de lo invisible
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El conocimiento de lo invisible

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Este volumen corresponde a la investigación filosófica y a la producción académica del autor, relativa a la metafísica principalmente, así como a una reflexión sobre la religión, en especial en sus relaciones con la ciencia.

El conocimiento de lo invisible diseña un itinerario que, partiendo de un análisis lógico de la experiencia, va más allá con la intención cognitiva, entrando en el campo de la metafísica y de la trascendencia. Este interés intelectual se resume en lo que, para Evandro, es el carácter específico de la filosofía: la búsqueda del fundamento y del significado. Estos dos conceptos aparecen en sus trabajos ya desde sus primeros ensayos sobre los fundamentos de las matemáticas, la obligación moral, la epistemología de las ciencias psicológicas, los derechos humanos y la esperanza de inmortalidad, que se mezclan de vez en cuando con el problema del sentido rastreable en los distintos niveles de la realidad, y culminan en la búsqueda del sentido de la vida en su totalidad.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial UFV
Fecha de lanzamiento15 mar 2022
ISBN9788418746826
El conocimiento de lo invisible

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    El conocimiento de lo invisible - Evandro Agazzi

    1.1. LA HISTORIA Y LA CIENCIA EN LA TRADICIÓN OCCIDENTAL

    En la cultura occidental, existen dos términos para referirse al conocimiento: historia y ciencia. Para rastrear las raíces que vinculan ambos conceptos a la noción de conocimiento, es necesario remontarse a los orígenes de la cultura griega, ya que en la actualidad estos términos tienen significados muy diferentes, en el sentido de que la historia se concibe esencialmente como una narración de los acontecimientos humanos, mientras que la ciencia se entiende como una investigación cuyo objeto principal es el mundo natural y, por extensión, también el mundo humano, que se investigan según metodologías específicas estandarizadas. El concepto griego de historia, tal como se encuentra, por ejemplo, en la primera línea del famoso Historias, de Heródoto, significa ‘investigación’, ‘búsqueda cuidadosa’, que se presenta ciertamente en una narración, pero con un propósito indicado por el propio Heródoto como un deseo de que el recuerdo de las «bellas y admirables hazañas» realizadas tanto por griegos como por bárbaros no se desvanezca con el paso del tiempo. En estas afirmaciones, encontramos la noción de historia como memoria rerum, la ‘conservación de los recuerdos’, que se ha impuesto en la cultura occidental y en virtud de la cual la historia se presenta como una narración, es decir, como un género literario, como un opus oratorium maximum. Por eso, solemos incluir las obras de los grandes historiadores entre las más significativas de sus literaturas respectivas, lo que no ocurre con los tratados e informes científicos. No obstante, no hay que olvidar que la noción de historia como investigación precisa y descripción fiel de los hechos se ha conservado incluso fuera del relato de los asuntos humanos, y aún hoy se habla, por ejemplo, de un museo de historia natural, es decir, de colecciones de animales y plantas muertas, catalogadas y expuestas como piezas de museo. No es casualidad, por poner otro ejemplo, que las obras biológicas de Aristóteles incluyan lo que se conoce en latín como Historia animalium, que es diferente del tratado De partibus animalium, que por otra parte tiene un carácter más científico, en el sentido de que es más teórico. Incluso a principios del siglo XIX, Lamarck tituló la obra en varios volúmenes que contiene sus estudios sobre los invertebrados Historia natural de los animales sin vértebras (1815).

    Volviendo al concepto de ciencia, debemos subrayar que en la filosofía griega clásica, el término episteme significaba pura y simplemente ‘saber’, como un conocimiento sólido y fundamentado, diferente de la simple doxa ‘opinión’, incluso si esta última fuera verdadera. Aquí radica precisamente la característica más interesante: el conocimiento, en sentido propio, no consiste simplemente en poseer la verdad, ya que una simple opinión también puede ser verdadera; el conocimiento requiere que la verdad también esté fundamentada, y aquí surge el problema de aclarar en qué puede consistir esta búsqueda del fundamento.

    Es interesante observar que tal búsqueda no se hace para la historia, que podríamos decir que se limita a una tarea expositiva y descriptiva, sin sentirse comprometida a dar razones de lo narrado. A lo sumo, el relato de los hechos se enmarcará en una determinada interpretación, que, sin embargo, no reclama una explicación. Precisamente, en el caso de Heródoto, por ejemplo, encontramos una especie de interpretación general de los acontecimientos humanos como inscritos dentro de una fatalidad, un destino predeterminado que también corresponde a un cierto poder divino, pero sin hacer intervenir a agentes sobrenaturales —divinidades— en el curso de los acontecimientos humanos, como hacía Homero. Es significativo que esta referencia al hado, al destino predeterminado, introduzca ya algunas dimensiones invisibles como elementos para la comprensión de los acontecimientos humanos, a los que se añade también, en este autor, una especie de saber moral, en el sentido de que este destino aparece frecuentemente como un elemento equilibrador ante las pretensiones orgullosas e injustas de los hombres.

    En cambio, en el caso de la ciencia, como ya hemos dicho, es imprescindible dar razón de lo que se presenta. Este dar razón se encuentra ya en la última parte del Menón platónico y, a continuación, con más detalle en otros diálogos, sobre todo en los Segundos analíticos, de Aristóteles, donde se define como una deducción rigurosa que, partiendo de unos primeros principios que son verdaderos en sí mismos y que, por tanto, no requieren de una fundamentación, constituyen las premisas de un razonamiento cuya conclusión será la afirmación verdadera que se pretende fundamentar. Precisamente porque tal afirmación suele ser la descripción de algún hecho empíricamente constatable (y, por tanto, visible en sentido amplio), estos primeros principios, a pesar de ser muy sólidos, son invisibles; es decir, solo pueden ser captados mediante una intuición intelectual.

    1.2. EL SIGNIFICADO DE LO EVIDENTE COMO VERDADERO POR SÍ MISMO: LA INTUICIÓN INTELECTUAL SUPERA A LA EMPÍRICA

    Lo expuesto anteriormente puede dar la impresión de que la búsqueda de una justificación o fundamento es necesaria para garantizar la certeza sobre el contenido de verdad de una determinada opinión. No excluimos que en muchos casos pueda ser así: aquellos en los que se duda de la verdad de una determinada proposición. No obstante, este no es el significado más profundo de la búsqueda de un fundamento. De hecho, esta búsqueda nace de una exigencia diversa, es decir, de la necesidad de responder a la pregunta sobre el porqué, pregunta para cuya respuesta hay que dar razones. Este es el requisito típico del logos, que es diferente de los requisitos de la simple constatación, que llamaremos, en un sentido amplio, dimensión de la empiricidad. En otras palabras, la pregunta sobre el porqué puede fácilmente surgir ante un contenido cognitivo sobre el que no hay duda y que suele definirse como evidente. Tomando como ejemplo la geometría elemental: en ella, se intuye claramente que en un triángulo isósceles —es decir, aquel en el que dos lados son iguales— son también iguales los ángulos de la base —es decir, los ángulos opuestos a estos lados—. ¿Qué necesidad hay, pues, de demostrar la verdad de esta proposición? No existe ninguna necesidad, si nos referimos a la certeza con la que se nos presenta esta verdad geométrica. No obstante, esta proposición fue objeto de demostración a partir de los postulados de la geometría euclidiana desde los primeros tiempos. La demostración solo sirve para mostrar que esta proposición es una consecuencia lógica de los postulados admitidos.

    Como ya hemos recordado, Aristóteles había subrayado que tales postulados deben ser «más verdaderos que la conclusión y la causa de ella», lo que evidentemente alude a un cierto tipo de evidencia que, por el hecho de no identificarse con el contenido de una intuición visual (aunque idealizada y esquematizada), podemos llamar evidencia lógica; es decir, como hemos dicho anteriormente, verdadera en sí misma.

    1.3. EL CONOCIMIENTO MATEMÁTICO

    Hemos tomado este sencillo ejemplo de la geometría elemental porque desde la Antigüedad se ha exigido, en matemáticas, que una proposición sea admitida o bien porque se deduce correctamente de los axiomas y postulados de la teoría, o bien porque es evidente, en el sentido de ser verdadera en sí misma. Este es el caso de los debates que se han suscitado desde la Antigüedad en torno al famoso postulado de las paralelas (es decir, el quinto postulado de Euclides), los cuales se referían a la posibilidad de demostrarlo como teorema a partir del resto, ya que no se consideraba totalmente evidente. Precisamente, la infructuosidad de los esfuerzos realizados en este sentido obligó, en cierto modo, a incluirlo entre los postulados, en parte porque sin él muchos teoremas geométricos serían indemostrables. Solo en el siglo XIX, con la construcción de la geometría no euclidiana, se demostró que este postulado es independiente de los demás, es decir, que no se puede deducir de ellos.

    Esta diferencia entre ver intuitivamente —aunque con los ojos de la mente, como en el caso de la intuición geométrica— y ver con base en una simple evidencia lógica, ya presente en las matemáticas antiguas, salió a la luz especialmente en algunos casos en los que la evidencia lógica contradecía la evidencia intuitiva. El ejemplo más conocido es el de la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado de un cuadrado, que es un caso particular de la inconmensurabilidad entre la hipotenusa y los catetos en cualquier triángulo rectángulo. Esta inconmensurabilidad se puede demostrar rápidamente mediante un simple razonamiento numérico, pero se derivan sorprendentes consecuencias geométricas intuitivas. De hecho, centrando un compás en el vértice donde la hipotenusa se cruza con un cateto y transponiendo su longitud a la línea del propio cateto, se determina un punto preciso en la línea que marca la longitud del segmento respectivo. Por lo tanto, esta longitud existe, pero ese punto no está entre los que son extremos de segmentos conmensurables con el cateto. Pues bien, si cada segmento contuviera un número finito (aunque muy grande) de puntos, el propio punto sería la unidad mínima de medida, cuyos múltiplos expresan la longitud de los distintos segmentos, y estos serían siempre conmensurables entre sí mediante una simple fracción. Así que esta es la conclusión: los puntos de cualquier segmento son infinitos en número. Esta conclusión era extremadamente chocante para el pensamiento antiguo, para el que infinito era sinónimo de inconcluso, y por lo tanto imperfecto, pero sobre todo embarazosa, porque el simple razonamiento muestra las primeras paradojas relativas al infinito. Por ejemplo, parece obvio que los números naturales son más numerosos que los números pares, ya que estos últimos constituyen solo la mitad de ellos. No obstante, está claro que, si tomamos cualquier número natural, existe un número par que le corresponde (es suficiente con multiplicarlo por dos) y, por otra parte, todo número par corresponde a un número natural (basta con dividirlo por dos); por tanto, entre los dos conjuntos infinitos existe una correspondencia biunívoca completa. Pasando a un ejemplo geométrico muy sencillo, consideremos el teorema por el cual el segmento que une los puntos medios de los dos lados iguales de un triángulo isósceles es paralelo al tercer lado (base) y tiene la mitad de su longitud. Por lo tanto, el número de sus puntos debe ser, intuitivamente, la mitad de los puntos de la base. Si tomamos un punto cualquiera de este segmento, basta con proyectarlo sobre la base desde el vértice y se determina un punto correspondiente en la base. Sin embargo, lo contrario también es cierto; es decir, si tomamos un punto cualquiera de la base, al proyectarlo desde el vértice, se cruzará con un punto, y solo uno, correspondiente en el segmento. De esto se concluye que hay exactamente tantos puntos en la base como en el segmento, que tiene una longitud igual a la mitad de ella. Fueron dificultades de este tipo precisamente (junto con algunas otras en las que no entraremos aquí) las que convencieron a los matemáticos griegos de excluir el tema de las colecciones infinitas o de las cantidades infinitas y añadir a los axiomas (como hizo Euclides) la proposición «El todo es mayor que la parte».

    De este modo, durante siglos, las matemáticas se abstuvieron rigurosamente de utilizar el infinito que se utiliza actualmente. A partir del Renacimiento, se empezaron a introducir los infinitos y los infinitésimos (preludio del cálculo infinitesimal) y se abordaron discusiones que quedaron momentáneamente zanjadas cuando —a principios del siglo XIX— el concepto de límite (especialmente por parte de Cauchy) vino a evitar, al menos, las principales dificultades que se planteaban. Sin embargo, la verdadera venganza del logos sobre las intuiciones visuales (aunque idealizadas) llegó cuando lo que se consideraban dificultades se transformaron en definiciones de nuevas entidades conceptuales. En particular, la paradoja por la que un conjunto puede ser puesto en correspondencia biunívoca con una de sus partes fue asumida como la definición de un conjunto infinito, y de este modo se abrió el camino a esa legitimación completa del infinito actual, que constituye la gran aportación matemática y filosófica de la teoría de conjuntos de Cantor. Pero incluso aquí se presentaron dificultades. De hecho, al principio podía parecer que solo existían dos tipos de conjuntos: por un lado, los conjuntos finitos y, por el otro, los conjuntos que eran realmente infinitos. Parecía que no había diferentes tipos de infinitud, ya que, mediante ingeniosas estrategias, se establecieron correspondencias biunívocas entre los números naturales, los enteros y los racionales, que en cierto sentido podían considerarse subconjuntos unos de otros en orden ascendente de inclusión. Este hecho se expresó diciendo que tenían la misma cardinalidad transfinita. No obstante, cuando Cantor, utilizando su famoso método de la diagonal, demostró que el conjunto de los números reales contiene infinitos elementos que no se pueden emparejar con los números racionales, quedó claro que era de un orden de infinitud —es decir, de una cardinalidad— mayor que la de los naturales, los enteros y los racionales. Se denominó cardinalidad numerable a aquella que poseen estos conjuntos, y la cardinalidad del conjunto de los números reales se denominó cardinalidad del continuo (ya que se pensaba que los números reales eran representables sin huecos en los puntos de una recta). No fue difícil demostrar que esta cardinalidad es también la del conjunto de puntos del plano, de una superficie, de un volumen. No solo eso, sino que un teorema fácil muestra que el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto dado M, cuya cardinalidad se denota, por ejemplo, con k, tiene una cardinalidad mayor que la de M, es decir, igual a 2k, por lo que, llamando por comodidad N a la cardinalidad de los numerables, la cardinalidad del conjunto de subconjuntos de los naturales es igual a 2N.

    Se plantea esta pregunta: ¿es quizá esta la cardinalidad del continuo que estaríamos inclinados a considerar como la inmediatamente sucesiva a la numerable? Sabemos que esta hipótesis del continuo ha demostrado ser independiente (es decir, no demostrable ni refutable) de los restantes axiomas de las teorías axiomáticas de conjuntos más conocidas, aunque esta cuestión abierta no ha impedido el desarrollo de una rica aritmética de los números cardinales y ordinales transfinitos ni una compleja exploración de este mundo de lo transfinito.

    Nos hemos referido a estos ejemplos relativamente sencillos para indicar cómo el conocimiento matemático —es decir, ese conocimiento que Occidente ha considerado tradicionalmente como el más cierto, universal y necesario— ha introducido una serie de entidades invisibles, a las que ciertamente no es fácil atribuir un estatus ontológico preciso (hasta el punto de que existen diferencias de opinión muy fuertes en las distintas escuelas que se ocupan de los fundamentos de las matemáticas). No obstante, está claro que hay que reconocerles algún tipo de existencia a estas entidades, ya que se hacen afirmaciones sobre ellas que, dentro de una determinada ontología regional, se consideran verdaderas. Todo esto sin entrar en discursos más complejos; es decir, discursos que se refieren a teorías matemáticas enteras, distintas e independientes entre sí, aun admitiendo algunos tipos de relación. Por ejemplo, la geometría proyectiva es totalmente independiente del postulado de la paralela, y en ella, por el contrario, se admiten los puntos en el infinito donde confluyen las paralelas de los distintos haces, lo que permite, entre otras cosas, establecer una interesante intercambiabilidad entre las propiedades de los puntos y las de las líneas, al tiempo que desaparecen nociones familiares como las de distancia, ángulo, perpendicular. Todo ello fue posible gracias a que, durante el siglo XIX, matemáticos como Pasch, Von Staudt, Peano, Pieri y Klein diseccionaron, por decirlo así, el contenido de ciertos conceptos y reformularon o añadieron nuevos axiomas mediante un trabajo de análisis puro y de construcción intelectual, que sacó a la luz realidades matemáticas inesperadas con propiedades muy precisas, aunque no pudieran representarse, por ejemplo, mediante figuras. Cabe señalar que este compromiso con el análisis lógico y la clarificación conceptual no se refería a las nociones geométricas de especial complejidad, sino precisamente a las basadas en intuiciones de gran inmediatez. Esto puede expresarse intuitivamente diciendo que no existen agujeros o huecos en una línea y que, una vez que los puntos de la línea son imágenes de números naturales, enteros, racionales y reales, no existen otros puntos en ella. Los matemáticos griegos no habían sentido la necesidad de dedicar un axioma especial a la continuidad, y solo Eudoxo y Arquímedes habían utilizado uno, casi siempre solo de forma implícita, que en el siglo XIX se denominó postulado de Arquímedes (este afirma que, tomadas dos cantidades homogéneas, siempre hay un múltiplo de la menor que supera a la mayor). Por otra parte, también en el siglo XIX, Cantor y Dedekind propusieron dos famosas formulaciones axiomáticas de la continuidad por separado. No son equivalentes y se demuestra que del axioma de Dedekind se siguen el axioma de Arquímedes y el axioma de Cantor, mientras que del axioma de Arquímedes, combinado con el axioma de Cantor, se sigue el axioma de Dedekind.

    1.4. EL CONOCIMIENTO DEL MUNDO FÍSICO

    El hecho de que el conocimiento matemático pueda, y en cierto sentido deba, referirse a entidades invisibles es algo que se acepta fácilmente, ya que las matemáticas siempre se han considerado una ciencia abstracta, cuando no una creación libre de la mente humana, que puede deleitarse en construcciones artificiales con la restricción, como mucho, de no caer en la contradicción. No es menos sabido, por otra parte, que es precisamente el uso de las herramientas abstractas de las matemáticas lo que ha permitido un conocimiento mucho más profundo del propio mundo físico, hasta el punto de inducir a no pocos filósofos a afirmar que las estructuras profundas de este mundo físico son estructuras matemáticas invisibles y que, conociéndolas, se pueden determinar características no visibles del mundo físico.

    Un ejemplo muy antiguo pero muy interesante aparece en una obra algo menor de Arquímedes, El contador de arena. El tema de este opúsculo es el cálculo del número de granos de arena que contiene (o puede contener) todo el universo, que en la época de Arquímedes se consideraba como el contenido de todo lo encerrado en la esfera de las estrellas fijas cuyo centro era la Tierra. El propio tema de este trabajo parece ser un desafío a la inteligencia humana, que quizá se incline por afirmar que el número de granos de arena que puede encerrar el universo es infinito. Pero ¿por qué se cree que es infinito? En realidad, porque se considera enorme e incalculable. El punto de vista de Arquímedes es que este número, por grande que sea, sigue siendo finito, y el reto es, precisamente, calcularlo. Se trata de una posición muy interesante, porque, por una parte, está de acuerdo con la tesis de que el infinito no existe y, por otra, se esfuerza por demostrar que este número enorme no es incalculable.

    ¿Qué significa incalculable? Significa que no se le puede atribuir algo como un nombre, un signo o un símbolo que lo represente, o una expresión lingüística o gráfica que lo denote. De hecho, esto era una dificultad para las matemáticas antiguas, que aún no conocían la notación posicional de los números, gracias a la cual podemos expresar gráficamente la cifra correspondiente a cualquier número grande. Para ello basta, como es sabido, con escribir, por ejemplo, 10 seguido de un número de ceros suficientemente grande para llegar al número deseado. Utilizando la notación de potencia, podemos escribir, por ejemplo, 10⁶⁸ para abreviar la escritura de 10 seguido de sesenta y siete ceros. A falta de notación posicional, los griegos designaban los números con las letras de su alfabeto, ampliando su uso mediante una serie de trucos de escritura que les permitían utilizar la M para la miríada (equivalente en nuestra notación a 10 000) y llegar a concebir la miríada de miríadas equivalente a 10⁸). Más allá de eso, no se podía expresar ningún número, aunque se sabía que, por muy grande que fuera un número dado, siempre existía el siguiente, el siguiente del siguiente, y así sucesivamente. Arquímedes introduce de forma genial una nueva forma de ordenar los números, definiendo por recurrencia clases cada vez más elevadas cuyos elementos son las clases de orden inferior. Así, todas estas clases contienen un número finito de elementos, pero siempre se puede ir más allá en la construcción de esta jerarquía ascendente. Una vez creada esta herramienta matemática para expresar números independientemente de su tamaño (operación que expresa en aritmética el equivalente al postulado euclidiano de la prolongación indefinida del segmento), Arquímedes pasó al cálculo propiamente dicho, empezando por establecer cuántos granos de arena contiene una semilla de amapola, luego cuántas semillas de amapola contiene una esfera de un centímetro de diámetro, cuántas esferas de este diámetro contiene una esfera de un estadio de diámetro, y así sucesivamente hasta calcular el volumen de la esfera de las estrellas fijas en cuyo centro se encuentra la Tierra, que él calcula mediante una ingeniosa forma de medir la amplitud del disco solar y deducir de ella la distancia del Sol a la Tierra. De este modo, puede finalmente expresar en su propia notación el número total de granos de arena contenidos en el universo, habiendo demostrado que es finito y calculable y, de hecho, que corresponde a un número no particularmente alto en su jerarquía recursiva (equivalente a 10⁶³). En este caso, podemos decir que, gracias a la combinación de una herramienta matemática adecuada y conjeturas físicas plausibles, se pudo conocer algo tan invisible como el número total de granos de arena del universo.

    Hoy en día, gracias a herramientas de cálculo considerablemente más avanzadas y potentes, así como a instrumentos de observación y medición de gran complejidad y precisión técnica, somos capaces de descubrir entidades inobservables, y establecer cantidades y propiedades cuyos valores calculamos con aproximaciones vinculadas al tipo de instrumentos que utilizamos. Esto es así cuando exploramos (como se suele decir) lo infinitamente pequeño o lo infinitamente grande, y no es casualidad que hayamos introducido algunos nombres o denominaciones nuevas para referirnos a estas cantidades invisibles, aunque sea conveniente reescribirlas utilizando las notaciones actuales de nuestros sistemas de medida, como cuando pretendemos saber qué pasó en el universo en los primeros 10-43 segundos después del Big Bang, o cuando afirmamos que una determinada galaxia está a mil años luz de la nuestra. En estos casos, tenemos la ilusión de utilizar los mismos conceptos que cuando hablamos de segundos con un cronómetro en mente o de centímetros como los que medimos moviendo una regla rígida, cuando en realidad medimos las distancias cósmicas utilizando mensajes de luz o los tiempos utilizando extrapolaciones de lo que conocemos de la física de altas energías.

    Estas observaciones nos permiten reconocer que, incluso en el ámbito del mundo físico —es decir, en el ámbito de lo que estamos dispuestos a afirmar que existe realmente—, admitimos la existencia física, y no puramente mental, de ciertas entidades invisibles. Obviamente, a condición de no ser prisioneros del dogma empirista radical según el cual solo podemos afirmar la existencia de lo que percibimos en la experiencia sensorial y, por tanto, negar otras formas de existencia a todo lo que no es directamente perceptible a través de los sentidos, pero que se afirma con base en cálculos y razonamientos que permiten llegar a afirmaciones propuestas como verdaderas. En este punto, es interesante preguntarse si esta forma de proceder, que adoptamos en la física o en otras ciencias naturales, podría utilizarse también fuera de este restringido campo de referencia.

    1.5. LA RAZÓN Y LOS SENTIDOS

    Si observamos los debates desarrollados hasta ahora en su conjunto, nos damos cuenta de un rasgo un tanto paradójico: señalamos al principio que el ser racional, al tratar de comprender y explicar lo que ve, introduce lo que no ve. Este hecho parece indicar que la razón (es decir, la facultad que preside la labor de interpretación y explicación) interviene como soporte, como integradora de lo atestiguado por los sentidos, es decir, de lo que podríamos llamar el contenido de la experiencia. Por otra parte, no es menos cierto que, desde el principio del pensamiento occidental, ha surgido una cierta oposición entre la razón y la experiencia, en el sentido de que los requisitos de la razón han aparecido a veces como para refutar la experiencia, para menospreciarla, para quitarle su poder cognoscitivo, en lugar de confirmarlo.

    Bastará con mencionar la filosofía de Parménides y su escuela. Es sabido que este filósofo presenta una antítesis entre opinión y verdad, en el sentido de que la opinión (basada en el testimonio de los sentidos) se considera siempre engañosa, falaz, mientras que la verdad aparece como una conquista de la razón, que refuta las apariencias engañosas de la experiencia sensorial. La tesis más emblemática de esta posición es la negación parmenídea del devenir; es decir, de lo que la experiencia ordinaria parece atestiguar de manera absolutamente clara e indubitable: el cambio está, por así decirlo, a la vista de todos y es la característica fundamental con la que se nos presenta lo que existe. Ante esta evidencia empírica, Parménides afirma su famoso principio: que el ser no puede no ser, ya que el no ser no existe y, por tanto, estrictamente no se puede pensar ni decir. Este principio de Parménides es considerado por él (pero no solo por él) como el principio cardinal para comprender toda la realidad. No obstante, el devenir parece atestiguar que existe una fase en la que un ente no es, y a continuación una fase en la que es, y de nuevo otra fase en la que deja de ser, lo que significa que, efectivamente, un ser puede no ser y que lo que no es puede, en un momento dado, ser. Parménides considera precisamente este hecho como la apariencia más engañosa que nos ofrecen los sentidos, y la condena como ilusoria. No es necesario recordar los sutiles argumentos con los que la escuela parmenídea intentó mostrar la inexistencia del devenir, así como la inexistencia de lo múltiple. Sabemos lo acreditadas que están estas doctrinas y, a la vez, lo desconcertantes que fueron para el pensamiento antiguo, hasta que fueron superadas en cierta medida por Platón y Aristóteles.

    No nos interesa aquí recordar las doctrinas de estos pensadores ni el modo en que superaron las tesis pamenídeas sin infringir el principio de Parménides entendido en su forma más correcta. Solo queremos observar que ya en este ejemplo vemos cómo las exigencias del logos, de la razón, son más fuertes que las de la experiencia, reforzando así una opinión muy extendida de que no se puede confiar en los sentidos porque a menudo nos engañan: los llamados errores de los sentidos parecen demostrar que nunca podremos, basándonos únicamente en la experiencia sensible, lograr la certeza de no engañarnos, mientras que esta certeza (al menos así lo han sostenido muchos filósofos) puede provenir de esa evidencia lógica o intuición intelectual que hemos mencionado.

    No obstante, la necesidad de que la experiencia y el logos trabajen juntos ha sido sostenida por varios pensadores de diferentes maneras; por ejemplo, afirmando que la razón nos lleva a ir más allá de la experiencia, sin negar que la experiencia tenga su propia esfera de verdad (en esencia, pidiendo al logos que dé la razón de la experiencia), y muy a menudo confiando al logos la tarea de construir un marco general de inteligibilidad de la realidad en el que incluso contenidos de la experiencia que a primera vista parecen irreconciliables puedan encontrar su lugar.

    Así, ya en la Antigüedad, nacieron varias ciencias exactas, como las matemáticas y la astronomía. En la primera, las intuiciones idealizadas de la sensación se aceptaban y justificaban mediante deducciones cuyos principios eran más abstractos y verdaderos en sí mismos. Estos (postulados y axiomas) se consideraban evidentes, pero en este caso se puede ver que esta evidencia más fuerte no es aquella de la cual proviene el proceso cognitivo, sino aquella que se descubre al final de un largo proceso de análisis y que, una vez alcanzada, puede constituir el punto de partida de la justificación deductiva. Este procedimiento surgió con especial claridad precisamente cuando, como hemos recordado, las exigentes demandas de rigor llevaron a los mayores matemáticos del siglo XIX a desmenuzar, revisar, analizar, sustituir y comparar con precisión las nociones y principios más básicos de sus disciplinas, sacando a la luz sutilezas que durante siglos habían permanecido, por así decirlo, enterradas bajo una aparente intuición matemática inmediata.

    En cuanto a la astronomía, desde la Antigüedad, los griegos la habían construido mediante la concepción de complejas arquitecturas geométricas de movimientos circulares hábilmente dispuestos en órbitas interconectadas, intentando así interpretar y describir lo que la observación perceptible muestra sobre la configuración del universo visible, y en parte (como señala Galileo) violentando el sentido cuando, en sus sistemas astronómicos, proponían modelos que estaban en desacuerdo con las apariencias en las que se basa el sentido común.

    Esta colaboración forzada entre empiria y logos se ha mantenido a lo largo de la historia de la cultura occidental, en la que han surgido de vez en cuando posiciones de empirismo más o menos radical que niegan al logos el derecho a proponer el conocimiento más sólido, y otras en las que, por el contrario, se ha reconocido al rigor y la claridad lógicos el privilegio de asegurar la certeza frente al testimonio incierto y a menudo falaz de los sentidos. El intento históricamente más interesante y fructífero de superar este antagonismo fue el nacimiento de la ciencia natural moderna, que propuso una nueva base para reafirmar la sinergia entre empiria y logos, que el pensamiento antiguo había conquistado especialmente a través del pensamiento de Aristóteles, en el que nunca se reniega de los derechos de la experiencia, en la medida en que esta da fe de lo que es cognitivamente primero con respecto a nosotros, y la razón, que, profundizando más, por así decirlo, llega a lo que es primero por naturaleza —es decir, originario en la naturaleza de la realidad—, que ya no puede ser captado en la experiencia, sino que la hace inteligible, ampliando la esfera cognitiva. La ciencia galileana no pretende seguir este mismo camino cuando se trata de conocer el mundo físico, sino que se contenta con un procedimiento más limitado: aquel en el que, restringiendo la atención a ciertos aspectos o atributos del mundo físico (aquellos que pueden ser cuantificados y matematizables), es posible formular una conjetura, una hipótesis que los interpreta y describe. A continuación, se somete al escrutinio de la comprobación experimental, cuyo veredicto, si es negativo, obliga a desecharla; si es positivo, autoriza a considerarla como verdadera, a la vez que permite la posibilidad teórica de que sea rechazada posteriormente en algún caso especial. Al mismo tiempo, estas características mostraban la existencia de la necesidad de introducir lo invisible para comprender y explicar lo visible, sin negar su ineludibilidad y añadiendo (detalle absolutamente fundamental) la consciencia del carácter limitado de este discurso.

    1.6. LA REALIDAD DE LO FÍSICAMENTE INOBSERVABLE

    Nos proponemos ahora retomar de modo más sistemático y profundo algunas reflexiones ya mencionadas anteriormente sobre el papel que desempeña la elaboración teórica en el crecimiento de nuestro conocimiento más allá de las fronteras de lo que es accesible al simple conocimiento sensorial. Para ello, examinaremos a continuación el significado inherente al concepto de observación, tal y como se entiende en las ciencias naturales, en particular en la que se considera como modelo de estas ciencias: la física.

    Según el tópico, el nacimiento de la ciencia moderna fue posible gracias a un repentino cambio radical imprevisto de una concepción del mundo, esencialmente abstracta y especulativa, a una imagen escrupulosamente elaborada y basada en observaciones. Existe algo de verdad en esta afirmación, pero este algo depende mucho de lo que se entienda por observación. En la filosofía de la ciencia del siglo XX, la observación se identificó frecuentemente con la percepción sensorial. Es comprensible si pensamos en la posición de empirismo radical defendida por Ernst Mach y aceptada por los filósofos del círculo de Viena, que a su vez tuvieron una poderosa influencia en la filosofía de la ciencia contemporánea. No obstante, esta no era la concepción de los fundadores de la ciencia moderna: Galileo Galilei, por ejemplo, expresó en su famoso pasaje de El ensayador (1623, pp. 347-348) la convicción de que las características de los cuerpos físicos que pueden ser percibidos por los sentidos son simplemente subjetivas y se producen, en el animal, por el movimiento y las colisiones de partículas inobservables dotadas únicamente de propiedades que pueden expresarse matemáticamente. Estas son, por tanto, las características reales del mundo físico. Además, en otras ocasiones, al defender la teoría copernicana, Galileo destacó explícitamente (en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo) que, al admitir que el Sol es estático y la Tierra gira sobre sí misma, la razón debe «hacer tal violencia al sentido, que contra este se ha hecho dueña» (Galilei, 1632, p. 235; Minazzi, 1994) y que, gracias a esta violencia, es posible conocer la verdadera constitución del cosmos.

    De todo lo anterior se desprende que la ciencia natural antigua se basaba esencialmente en las observaciones, entendidas como un relato fiel de los datos sensibles, mientras que la ciencia moderna se basa, por utilizar de nuevo una famosa expresión de Galileo, en «sensatas experiencias y demostraciones matemáticas». Las sensatas experiencias de Galileo no son tanto observaciones como investigaciones experimentales, por lo que tendríamos derecho a traducir esta expresión como experiencias razonables. En este matiz de significado se puede captar que la experiencia perceptiva debe ser guiada, interpretada, integrada dentro de un marco teórico, para que sea científicamente significativa. Esto equivale a decir que la ciencia moderna se diferencia de la antigua en el hecho de ser experimental en lugar de observacional. Esto también es terminológicamente claro, por ejemplo, en Newton, que habla de filosofía experimental al denotar la nueva ciencia natural. No obstante, veremos a continuación que tiene pleno sentido hablar de observación incluso en el caso de la ciencia actual, siempre que no la reduzcamos a la pura experiencia perceptiva, sino que tengamos en cuenta el amplio contexto de conocimientos previos, supuestos teóricos y logros tecnológicos que rodean la observación. Así, casi podríamos decir, paradójicamente, que se puede observar lo invisible, aunque, de forma más correcta, deberíamos decir que se puede conocer indirectamente lo invisible a través de la observación instrumental.

    Lo que estos fundadores de la ciencia moderna querían excluir de la ciencia era la admisión, sobre la base de la pura especulación, supuestas «esencias íntimas» o «cualidades ocultas» de las cosas, pero estas expresiones (de Galileo y Newton respectivamente) no significaban entidades o características inobservables. La forma correcta de entender estas expresiones mostraría que están relacionadas con cuestiones epistemológicas y ontológicas (como, por ejemplo, la distinción entre esencia y accidentes, y la cuestión del alcance cognitivo de la intuición intelectual), pero no entraremos en ello aquí.

    Por otra parte, si consideramos el rápido e impresionante crecimiento de la ciencia moderna en el campo de la propia mecánica, y luego en otros campos, debemos admitir que solo un grupo limitado de nuevas observaciones ha estimulado este crecimiento, mientras que sus progresos se han dado principalmente en el desarrollo de múltiples idealizaciones intelectuales: el progreso de la ciencia no ha sido el resultado de una mirada profunda, sino de un pensamiento profundo.

    1.7. UNA FORMA CORRECTA DE ENTENDER LA OBSERVACIÓN CIENTÍFICA

    Las reflexiones anteriores no pretenden en absoluto minimizar el papel de la observación en la ciencia, sino más bien aclarar que este papel está vinculado al hecho de que la observación científica va mucho más allá del registro de datos sensoriales. En otras palabras, la observación incluye la percepción sensorial, ya que esta constituye una primera fase de captación directa de la realidad de la que no puede prescindir ningún conocimiento auténtico, en particular el científico. No obstante, no se reduce a esta. Esto resulta especialmente claro si consideramos que las observaciones en las que se ha basado el progreso de todas las ciencias empíricas son instrumentales. Este hecho suele interpretarse en función de dos características evidentes: (a) las observaciones mediante instrumentos permiten una precisión mucho mayor que la simple percepción sensorial; (b) la observación instrumental está estandarizada y, por tanto, prácticamente libre de las características subjetivas que inevitablemente acompañan a toda percepción sensorial, por lo que, precisamente gracias este hecho es repetible. Se trata, sin duda, de ventajas, pero solo se pueden valorar correctamente cuando la observación instrumental y la percepción pura y simple se refieren a las mismas cosas, y esto solo sucede en raras ocasiones en la ciencia. En la gran mayoría de los casos, las observaciones instrumentales que supusieron verdaderos saltos en el conocimiento científico fueron las que permitieron observar algo que no era perceptible por la mera sensación. Por supuesto, hay que ver algo en el instrumento o a través de él (esta es la razón por la que la percepción se incluye en la observación), pero una pregunta suficientemente razonable es si ese algo existe realmente o si es más bien una mera imagen producida por el instrumento.

    Algunos de los eruditos (como Cremonini, colega de Galileo en Padua) que se negaron a reconocer los descubrimientos astronómicos realizados por Galileo con el telescopio se basaban precisamente en una duda legítima: la clásica máxima metodológica non fit scientia per visum solum (‘la ciencia no se obtiene solo mediante la vista’) se fundamentaba en la conciencia del sentido común sobre las ilusiones ópticas producidas artificialmente (como las de los espejos deformantes) y exigía que se aceptara como verdadera una percepción sensorial si coincidía con un marco teórico sólido ya aceptado como verdadero. En el caso de quienes eran contrarios a los descubrimientos observacionales de Galileo, este marco de referencia teórico era una cosmología metafísica en la que se suponía que el número de cuerpos celestes, sus trayectorias, su movimiento intrínseco, etc., estaban rigurosamente determinados y se correspondían exactamente con las pruebas aportadas por la percepción sensorial directa. Dado que las nuevas percepciones sensoriales que ofrecía el instrumento no concordaban con esta imagen, había que rechazarlas como ilusiones, del mismo modo que varias ilusiones ópticas conocidas. La forma más obvia de refutar estas objeciones es demostrar de forma convincente la fiabilidad del instrumento, pero sería muy ingenuo imaginar que tal demostración podría proporcionarla una simple comparación de las percepciones en determinadas circunstancias favorables. Lo que se necesita es una justificación teórica de su fiabilidad. En el caso de nuestro ejemplo, esto podría consistir en parte en una teoría óptica correcta sobre el telescopio: tarde o temprano tenía que haber una sustitución del marco teórico general de referencia para que las nuevas observaciones fueran aceptables. Esto significa que era necesario construir una nueva cosmología, y es lo que históricamente ocurrió.

    No obstante, una solución tan compleja aunque satisfactoria no siempre está disponible.

    Los historiadores de la ciencia han observado que, en algunos libros de anatomía microscópica del siglo XVIII, aparecen figuras cuidadosamente dibujadas de estructuras que en realidad no observamos. El misterio se aclaró cuando algunos estudiosos decidieron repetir las observaciones utilizando los mismos métodos de preparación de tejidos y los mismos microscopios que habían utilizado los antiguos científicos: las misteriosas figuras aparecieron, y no fue difícil descubrir que esto se debía a que esos antiguos microscopios no eran acromáticos y, por lo tanto, mostraban aberraciones que no podían detectarse como tales en aquella época. En este caso, fue un progreso tecnológico lo que permitió mejorar la fiabilidad del instrumento (y, al mismo tiempo, descartar las antiguas observaciones no fiables). Algo parecido ocurrió a principios del siglo XX cuando se propusieron pruebas observacionales a favor de la incipiente teoría neuronal en el estudio del sistema nervioso (lo que llevó a la concesión del Premio Nobel conjuntamente a Camillo Golgi y Santiago Ramón y Cajal en 1906). Dichas pruebas fueron posibles gracias a algunos procedimientos nuevos muy especializados (que implicaban principalmente tipos especiales de impregnación utilizados para observar el tejido nervioso bajo el microscopio), y durante algún tiempo se debatió la cuestión de si las estructuras observadas eran simplemente evidenciadas por estos métodos o más bien producidas por ellos. Las reflexiones y los ejemplos anteriores conducen a algunas cuestiones fundamentales. Algunos filósofos contemporáneos de la ciencia identifican la observación y la percepción, y sostienen, por ejemplo, que no podemos observar los electrones, porque no podemos percibirlos, sino tan solo percibir las huellas supuestamente producidas por ellos en una cámara de burbujas o en una placa fotográfica. Por tanto, concluyen los autores, admitir la existencia de los electrones es simplemente una consecuencia de aceptar una teoría física determinada y atribuirle un alcance ontológico particular. Evidentemente, esta posición no depende de algo que podría calificarse como una simplificación puramente nominalista (es decir, considerar la observación y la percepción como simples sinónimos), sino del hecho de atribuir solo a la percepción el privilegio de tener un alcance ontológico, ya que se supone que está libre de influencias teóricas: lo que la percepción muestra existe, mientras que lo que una teoría afirma podría no existir. Esta posición parece aceptar un nivel moderado o mínimo de realismo, en la medida en que se consideran reales las características directamente atestiguadas por la observación. No obstante, la observación se reduce a la percepción; así, las ventajas que la ciencia ha obtenido gracias a la observación instrumental quedan casi anuladas, puesto que se considera que esta observación no tiene ningún alcance ontológico. Por último, la razón por la que solo la percepción se considera ontológicamente comprometida es que es inmune a la teoría. Cada uno de estos puntos de vista es muy discutible.

    El realismo mínimo aceptado en esta posición se apoya en un análisis bastante simplista de la noción de existencia, a saber: decimos sin ningún problema que las sillas, las mesas, las montañas y demás existen porque las observamos (las percibimos); no queremos negar que la ciencia pueda hablar de cosas que existen, pero exigimos que el significado de existencia siga siendo el mismo. Por lo tanto, podemos atribuir existencia, al menos en principio, a aquellas entidades de las que se habla en la ciencia y que se consideran dentro del espectro de accesibilidad de nuestra observación (percepción), como pueden ser las características de un planeta que solo podemos ver con un telescopio, pero que un día podrían percibirse a simple vista si las mirásemos directamente desde una nave espacial. Una teoría no puede producir el mismo resultado, ya que a lo sumo es capaz de proporcionar una explicación lógica suficiente de ciertos estados observados (percibidos), pero nunca ofrecer una explicación necesaria de ellos, es decir, convincente e inequívoca.

    Los aspectos cuestionables que contiene esta perspectiva son, al menos, los siguientes. La intención de salvar el realismo del sentido común es razonable, pero esto se identifica concretamente con el idealismo berkeleyano del «esse est percipi» (‘solo las cosas percibidas son reales’), mientras que un análisis serio de la forma real en que se predica la existencia incluso en el discurso ordinario mostraría un espectro mucho más amplio de aplicaciones. Un segundo aspecto se refiere al papel atribuido a la teoría: este papel no está realmente especificado, sino que simplemente alude al hecho bien conocido de que cualquier teoría está siempre infradeterminada y también sobredeterminada respecto a un conjunto de datos empíricos y, por tanto, lo máximo que podemos exigirle a una teoría es que sea, como afirma Van Fraassen (1980), «empíricamente adecuada» —es decir, lógicamente compatible con los datos empíricos—, pero no que sea verdadera. Desde el punto de vista del predicado de existencia, esto equivale a afirmar que, para utilizar (con fines cognitivos o prácticos) una teoría, no necesitamos creer que las entidades que introduce son reales. Bien, pero esta supuesta diferencia entre percepción y teoría es cuestionable; incluso en el caso de la percepción, no estamos realmente obligados a creer que sus contenidos son reales. El hecho esencial es que no tenemos ninguna razón para creer que no sean reales, pero esta condición se aplica igualmente en el caso de las teorías. Un tercer aspecto va estrechamente relacionado con el segundo: la

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