Dios tiene tripas: Meditaciones sobre nuestros desechos
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Comentarios para Dios tiene tripas
14 clasificaciones4 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Una escritora muy creativa. Excelente lectura, perfecta para hacerla desde el inodoro
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Es una interesante manera de aproximarnos a lo simbólico de lo cotidiano, a los códigos ocultos de lo biológico.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Extraordinario!!!
Hablar de ir al baño de manera seria, pero con un gran sentido del humor - Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Solo un poco más del barato cinismo posmoderno de mierda, literalmente.
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Dios tiene tripas - Laura Sofía Rivero
PREFACIO
La escritura de lo asqueroso es difícil de digerir. ¿Por qué querríamos leer sobre suciedades si con ahínco fabricamos eufemismos, escondemos desagües bajo el piso y diseñamos casas que separan los desechos? Durante siglos nos hemos afanado en el ocultamiento. Quien pronuncia lo que nadie nombra comete un pecado capital: el del mal gusto. La adultez es un oficio de soslayo, la continua aspiración a lo invisible. Únicamente los niños pueden vivir su morbo a plenitud. Se ríen de él, lo hablan; no encuentran límites a sus preguntas. Dueños, amos y señores del humor escatológico. Solo a ellos les está permitido no tener reservas con sus entrañas.
Pero ni todo el recato ni el miedo a la fragilidad de nuestro interior podrá quitarle a los temas soeces su cualidad más inquietantemente bella: la universalidad. Conforman una experiencia humana compartida; aunque resulte tan general, se habla poco de ella. ¿De qué nos perdemos en ese tabú? Por considerarlo prosaico y poco importante, negamos algo intrínseco a nuestro paso por el mundo. Mutilamos lo indeseable sin ponerlo antes a prueba.
Los retretes y los desechos: no podemos escapar de ellos, son presencia ineludible en nuestros días, a pesar de que vivamos bajo su mutismo. Por considerarlos cotidianos, ya no nos detenemos a pensarlos ni mucho menos a sopesar sus implicaciones y sombras. También los evadimos por vergüenza. ¿Qué tan fácil es discutir y comparar las elucubraciones propias con las de otros? La suciedad obliga a la confidencia y, más aún, al silencio. Es un problema del lenguaje.
Tópicos bajos, groseros, banales; pero a la vez irrefutablemente humanos. Si en la literatura persisten —en la vomitada quijotesca del bálsamo de Fierabrás, en la varita de caca de Remedios la Bella— es porque dicha humanidad, demoniaca y divina, nos repele e interesa a un mismo tiempo. Son temas subterráneos: el sitio de lo que se piensa y no se dice.
Quizá por eso, por considerar ambas como manifestaciones de la intimidad, un autor comparó alguna vez al ensayo con las heces. Al hablar de la vanidad, Montaigne asegura que no lleva el registro de su vida por sus actos, sino por sus pensamientos. Y recuerda a un hombre noble que declaraba su vida a partir de su vientre: en su casa exponía los orinales de toda una semana para verse reflejado allí. Por ello, Montaigne afirma que sus ensayos son los excrementos de un viejo espíritu, a veces duros, a veces blandos, y siempre indigestos
. Nunca estreñidos. Nunca perdido entre esos silogismos y fichas, métodos que hoy pueden hacernos creer que pensar es palabra sinónima de investigar con pudor, de opinar con decoro.
La escritura: esa otra excreción. El ensayo no solo le pertenece al ágora y al periodismo, sino también a la confidencia, nombra lo indecible, domestica nuestros desvaríos. Es la escritura impúdica de quienes muestran sus cavilaciones sin recato.
Nuestro cuerpo jamás ha tenido dudas: la mente nació víscera y capricho.
CORRE QUE TE ALCANZA
I
Algo quiere salir y lo va a hacer. El intestino vibra, punzan las paredes del colon. De nada sirve apretar y aferrarse al ideal de la continencia: ningún esfínter resiste los embates de la marea excrementicia. El cuerpo es una fortaleza endeble. Su arquitectura cede pronto ante el espasmo. No existe una urgencia más terrible: con la diarrea alcanza su máximo significado. Cuando el malestar se comunica estrujando las tripas, no queda de otra más que correr al baño para expulsar el fuego interno. Un repentino ardor recorre las entrañas y la sustancia emerge con la misma presión que al abrir por completo la llave del grifo. La diarrea nunca avisa, a diferencia de los excrementos cotidianos, su naturaleza es la premura, un ahora absoluto, el grado cero del presente. Las heces acuosas son una tropa enemiga que hace combatir al autocontrol contra la naturaleza agreste, y esta última siempre gana. El intestino se afloja y no resta sino rendirse ante esa fuerza superior. Nadie puede escapar de esa persecución fatal.
Si en el lenguaje cotidiano se le llama por la palabra chorro es porque su consistencia hace malabares con los estados de la materia y plantea una pregunta fundamental: ¿por qué lo sólido no duele y lo líquido raspa? La diarrea es agua áspera, agua de lija. Una excreción arenosa que sale a propulsión por el desagüe de nuestro cuerpo.
De nada sirven las punitivas enseñanzas familiares que dictan cómo controlar los esfínteres. La diarrea los vence y con ello se impone victoriosa sobre nuestros modales, civilidad y autocontrol. El baño de casa, por ser un espacio íntimo, permite que las tripas se desahoguen y griten sin recato; deja a la diarrea explotar en el retrete. No obstante, su inoportuna visita fuera del hogar plantea un panorama completamente distinto, ese capaz de incrementar la paranoia del usuario del baño público. Aunque nuestro espíritu rehúse al ruido y los salpicones, el W.C. terminará pareciéndose a una garrafa de agua de tamarindo. Con la diarrea, la natura jactanciosa nos hace saber que el cuerpo y la materia no siempre pueden dominarse. Y esa incapacidad de regular algo tan mínimo como la apertura y cierre de un músculo circular no es sino una pequeñísima metáfora, recuerdo sucio, de la inexorable incertidumbre.
II
El pudor producido por las excreciones hace de la diarrea una afección que exige ser escondida. Aunque pueda justificar ausencias laborales, nadie va por la vida pregonando su aparición. Por el contrario, infinidades de diarreas han sido disfrazadas tras la monotonía de un llano malestar estomacal
. ¿Por qué no viniste ayer?, pregunta alguno. Y tener como respuesta el consagrado me sentía mal del estómago
nos permite figurar el verdadero martirio que hace del baño un chapoteadero marrón.
Debido a esta vergüenza, Thomas Jefferson ocultó de su familia durante más de veinticinco años que sufría de una diarrea crónica. No solo su temor por causarles una preocupación más lo motivó a callar sobre el día a día de su intestino; según lo revela su correspondencia, al presidente norteamericano simplemente no le gustaba hablar de cosas desagradables
. ¿Por qué la diarrea, a pesar de ser tan natural, es calificada de humillante? Resulta curioso pensar que los excrementos son concebidos como extensión del acto de crear. Su solidez es sinónimo de concreción, una tarea bien realizada, resistente. Mas la inconsistencia de aguacero peca de ser un acto no logrado, mediocre. El hombre también pinta su retrato a través de sus desechos.
Solo algunos doctores de Jefferson sabían de su queja visceral
, como él la llamaba. Y en la complicidad de sus dolencias, apostaron por diversos remedios para acabar de una vez con ellas. Algún galeno le recomendó tomar leche materna por tener noticias de una enfermera que se curó de tres años consecutivos de diarreas al beber el líquido