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La bruja novata
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Libro electrónico204 páginas2 horas

La bruja novata

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¡Treguna mecoides trecorum satisdi!
¿Quién no recuerda el conjuro con el que la bruja en prácticas Miss Eglantine Price se lleva a los hermanos Charles, Carey y Paul a un mundo de magia y aventuras? Por desgracia, cuando una consigue el título de hechicera en un curso por correo llamado Cómo convertirse en bruja en 10 sencillas lecciones, los problemas no tardan en aparecer. Desde viajes en el tiempo hasta accidentados vuelos en escoba, las peripecias de esta bruja novata solo acaban de empezar.
Bienvenidos a un clásico de la literatura infantil y juvenil, adaptado con éxito al cine en 1971. Una novela de culto que trasladará a los lectores de todas las edades a un universo de sueños, fantasía y desastres mágicamente divertidos.
IdiomaEspañol
EditorialRBA Libros
Fecha de lanzamiento18 abr 2019
ISBN9788427218451
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    La bruja novata - Mary Norton

    p003.jpg

    Títulos originales ingleses: The Magic Bed-Knob y Bonfires and Broomsticks.

    Autora: Mary Norton.

    © Mary Norton, 1957.

    © de la traducción: Ángela Esteller García, 2019.

    © del diseño de la cubierta: Lookatcia.com, 2019;

    con ilustración de: Júlia Gaspar.

    © de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

    Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

    rbalibros.com

    Primera edición: abril de 2019.

    RBA MOLINO

    REF.: OBDO487

    ISBN: 978-84-272-1845-1

    Composición: El Taller del Llibre, S.L.

    Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

    del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

    comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

    a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

    (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

    si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

    (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Todos los derechos reservados.

    A Kristoffer y Peter

    El boliche mágico

    Cómo la conocieron

    Érase una vez tres niños cuyos nombres eran Carey, Charles y Paul. Carey tenía más o menos tu edad, Charles era un poco más pequeño y Paul solo tenía seis años.

    Los enviaron a pasar aquel verano con una tía en Bedfordshire. Era una anciana que habitaba una vieja casa cuadrada, rodeada por un jardín en el que no crecían flores: había césped, arbustos y cedros, pero ninguna flor, y aquello le daba una apariencia seria y triste.

    Los niños se sentían cohibidos en aquella casa, con su gran vestíbulo y sus anchos pasillos; tenían miedo de Elizabeth —la huraña y vieja doncella— y también de su tía, cuyos ojos eran de color azul claro envueltos en un halo rosado y no era muy dada a sonreír. Pero les encantaba el jardín, el riachuelo que lo atravesaba y la campiña cercana, con sus setos enmarañados y su aromática pradera.

    Pasaban todo el día al aire libre.

    Jugaban en el interior de los graneros, junto al río, por los senderos y en las colinas. Como estaban de visita y, en el fondo, eran buenos niños, acudían con puntualidad a la hora de las comidas. Los días transcurrían, uno tras otro, todos iguales..., hasta que la señorita Price se lastimó el tobillo. Y en ese preciso momento empieza esta historia.

    Seguro que todos conocéis a alguien parecido a la señorita Price. Iba ataviada con abrigos y faldas de color gris y envolvía su cuello largo y delgado con un pañuelo de seda con estampado de cachemira que había comprado en The Liberty, los grandes almacenes de Londres. Su nariz era marcadamente puntiaguda y las manos, rosadas y muy limpias. Montaba en una bicicleta muy alta con una cesta en la parte delantera, en la que se desplazaba para ocuparse de los enfermos y dar lecciones de piano. Vivía en una casita pulcra situada en una vereda al final del jardín, y los niños la conocían de vista y siempre le daban los buenos días. En todo el pueblo no había nadie tan elegante como la señorita Price.

    Un día, los niños decidieron ir a recoger setas antes de desayunar. Se levantaron casi antes de que la noche se hubiera escurrido de la casa dormida y, en calcetines, atravesaron de puntillas el vestíbulo. Cuando llegaron al exterior, el jardín, empapado de rocío, estaba muy tranquilo; al caminar, sus pies dejaban huellas negras sobre el césped nacarado. Hablaban en susurros porque parecía que el mundo, a excepción de los pájaros, todavía estaba durmiendo.

    De repente, Paul se detuvo, mirando fijamente la pendiente que descendía por el césped hacia la oscuridad de los cedros.

    —¿Qué es eso?

    Todos se detuvieron y clavaron su mirada donde Paul indicaba.

    —Se mueve —dijo Paul—. ¡Venga, vamos a ver!

    Carey, con sus largas piernas, tomó la delantera.

    —Es una persona —gritó, y luego empezó a avanzar más despacio, esperando a que el resto la alcanzara—. Es... —Su voz enmudeció por la sorpresa—. ¡Es la señorita Price!

    Y así era: allí estaba la señorita Price, sentada debajo de un cedro, sobre el césped mojado. Su falda y su abrigo grises estaban rasgados y arrugados, y el cabello le caía en mechones.

    —¡Oh, pobre señorita Price! —gritó Carey—. ¿Qué le ha sucedido? ¿Se ha lastimado?

    La señorita Price los observó con ojos asustados y después desvió la mirada.

    —Es mi tobillo —murmuró.

    Carey hincó sus rodillas en el húmedo césped. Ciertamente, el tobillo de la señorita Price tenía una forma muy extraña.

    —¡Oh, pobre señorita Price! —gritó de nuevo Carey, y las lágrimas asomaron a sus ojos—. Debe dolerle mucho.

    —Así es —dijo la señorita Price.

    —Corre hasta casa, Charles —ordenó Carey—, y pídeles que avisen al médico.

    En aquel momento, una expresión extraña se adueñó del rostro de la señorita Price y sus ojos se abrieron de par en par, como si tuviera miedo.

    —No, no —balbució, agarrando el brazo de Carey—. No, eso no. Solo ayudadme a llegar a casa.

    Los niños se la quedaron mirando, pero no estaban sorprendidos. Ni siquiera se preguntaban qué podría estar haciendo la señorita Price tan temprano en el jardín de su tía.

    —Ayudadme a llegar a casa —repetía la señorita Price—. Puedo poner un brazo alrededor de tu hombro... —dijo mirando a Carey—, y el otro, alrededor del suyo. De esta manera, quizá pueda ir dando saltos.

    Paul observó con semblante serio cómo Carey y Charles se inclinaban hacia la señorita Price. Entonces, suspiró.

    —Y yo cargaré con esto —dijo amablemente, recogiendo una escoba de jardín.

    —No la necesitamos para nada —le respondió Carey con brusquedad—. Ponla contra el árbol.

    —Pero si es de la señorita Price...

    —¿Qué quieres decir con que es de la señorita Price? Es la escoba del jardín.

    Paul se mostró indignado.

    —No es nuestra. Es suya. Es de donde se cayó. ¡Es la escoba sobre la que monta!

    Carey y Charles se incorporaron, con la cara enrojecida por el esfuerzo, y clavaron sus ojos en Paul.

    —¿La escoba sobre la que monta?

    —Sí, ¿verdad, señorita Price?

    La señorita Price palideció como jamás lo había hecho. Posó sus ojos en uno de los niños, y luego en el otro. Abrió la boca y después la volvió a cerrar, incapaz de articular palabra.

    —Y lo hace bastante bien, ¿verdad, señorita Price? —continuó Paul en tono alentador—. Al principio no era así.

    En ese momento, la señorita Price rompió a llorar. Sacó un pañuelo y se cubrió el rostro.

    —¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! Supongo que ahora todo el mundo lo sabe.

    Carey puso sus brazos alrededor del cuello de la señorita Price. Era lo que se solía hacer cuando alguien lloraba.

    —No se preocupe, señorita Price. Nadie lo sabe, absolutamente nadie. Paul ni siquiera nos lo había contado. Todo está bien. Personalmente, encuentro maravilloso eso de montar en una escoba.

    —Es muy difícil —dijo la señorita Price, y a continuación se sonó la nariz.

    Los niños la ayudaron a ponerse en pie. Carey se sentía perpleja y muy emocionada, aunque prefería no hacer más preguntas. Lenta y dificultosamente, atravesaron el jardín y recorrieron el sendero que conducía a la casa de la señorita Price. Los primeros rayos de sol brillaban con luz trémula entre los setos y hacían que el polvo de la carretera fuera de un pálido color dorado. Carey y Charles avanzaron con mucho cuidado, con la señorita Price suspendida entre ellos como si fuera un gran pájaro gris con un ala rota.

    Paul iba detrás..., con la escoba.

    Más sobre ella

    Después, en el camino de regreso a casa, Carey y Charles abordaron a Paul.

    —Paul, ¿por qué no nos contaste que habías visto a la señorita Price sobre una escoba?

    —No sé...

    —Pero, Paul, tendrías que habérnoslo contado. A nosotros también nos habría gustado verla. Ha sido muy feo por tu parte.

    Paul no respondió.

    —¿Cuándo la viste?

    —Por la noche.

    Paul se mostró inflexible y sintió que le venían ganas de ponerse a llorar. La señorita Price siempre pasaba tan rápido... Ya se habría marchado antes de que pudiera avisarlos y seguro que ellos le habrían dicho enseguida: «No seas tonto, Paul». Además, era su secreto, su entretenimiento nocturno. Como su cama estaba junto a la ventana, en las noches de luna llena la luz se reflejaba en su almohada y lo despertaba. Era muy emocionante quedarse allí, quieto, con los ojos fijos en el pálido cielo tras la negrura irregular de las ramas de los cedros. Algunas noches no se despertaba. Otras noches se despertaba, pero ella no aparecía. Sin embargo, la había visto con bastante frecuencia, y en cada ocasión, volaba un poco mejor. Al principio, balanceándose a ambos lados de la escoba, se tambaleaba tanto que Paul se preguntó si no sería más adecuado que montara a horcajadas. Asía la escoba con una mano y trataba de agarrarse el sombrero con la otra, y sus pies, en aquellos largos zapatos suyos, resaltaban de forma peculiar en el cielo iluminado por la luna. Una vez se cayó, y la escoba descendió muy lentamente, como si fuera un paraguas al revés, con la señorita Price aferrada al mango. Paul la había observado con nerviosismo hasta que alcanzó tierra firme. En aquella ocasión aterrizó sin percance alguno.

    En parte, no había contado nada porque deseaba sentirse orgulloso de la señorita Price. No quería que los otros la vieran hasta que no fuera muy buena, hasta que, quizá, fuera capaz de realizar acrobacias sobre la escoba y diera una imagen de confianza en lugar de una de terror. Una vez en la que alzó las dos manos al mismo tiempo, Paul casi la aplaudió. Sabía que aquello era difícil, incluso sobre una bicicleta.

    —¿Sabes, Paul? —refunfuñó Carey—. Has sido muy egoísta; la señorita Price se ha lastimado el tobillo y ahora no volverá a volar en años. ¡Charles y yo jamás tendremos oportunidad de verla!

    Más tarde, mientras estaban almorzando con gesto adusto en el oscuro comedor de techos altos, se alarmaron al oír que tía Beatrice decía inesperadamente:

    —¡Pobre señorita Price!

    Todos alzaron los ojos, como si hubiese leído sus pensamientos secretos, pero se tranquilizaron cuando vieron que proseguía con calma:

    —Al parecer, se ha caído de la bicicleta y se ha torcido el tobillo. Qué doloroso, pobrecita. Le enviaré algunos melocotones.

    Paul estaba sentado con la cuchara a medio camino de su boca y clavó sus ojos en Charles y Carey sucesivamente.

    Carey carraspeó para aclararse la garganta.

    —Tía Beatrice —dijo—, ¿podríamos ir nosotros a llevar los melocotones a la señorita Price?

    —Es muy considerado por tu parte, Carey. Si sabéis dónde vive, no veo por qué no.

    Paul iba a decir algo, pero un puntapié de Charles lo hizo callar; ofendido, engulló la última cucharada de sus gachas de arroz.

    —Sí, tía Beatrice, claro que sabemos dónde vive.

    Eran casi las cuatro de la tarde cuando los niños llamaron a la lustrosa puerta principal de la casa de la señorita Price. El sendero en el que esperaban estaba bordeado de vistosas flores y la brisa hacía ondear las cortinas de cotonía que colgaban de las ventanas medio abiertas del gabinete. Agnes, una muchacha de la aldea que ayudaba a la señorita Price en las tareas domésticas unas cuantas horas al día, abrió la puerta.

    Una vez en el pequeño gabinete, durante un instante, los niños sintieron miedo. Allí estaba la señorita Price, tumbada en el sofá, con su pie vendado y elevado sobre almohadones. Todavía tenía el semblante pálido, pero ahora su cabello estaba bien peinado y en su blusa blanca no había ni una mancha.

    —¡Qué melocotones más deliciosos! Gracias, queridos, y agradecédselo también a vuestra tía. Ha sido muy amable de su parte. Sentaos, sentaos.

    Los niños tomaron asiento con cautela en aquellas delgadas sillas de finos barrotes.

    —Agnes está preparando el té. Quedaos y hacedme compañía. Carey, ¿puedes abrir esa mesa de juego?

    Los niños se afanaron a preparar la estancia para el té: colocaron una mesita cerca de la señorita Price para la bandeja del té y extendieron un mantel blanco sobre la mesa de juego para los bollos, el pan y la mantequilla, el dulce de membrillo y el pastel de jengibre.

    Se tomaron el té y, cuando terminaron, ayudaron a Agnes a retirarlo. Entonces, la señorita Price enseñó a Charles y a Carey a jugar a las tablas reales y prestó a Paul un libro enorme lleno de dibujos cuyo título era El paraíso perdido. A Paul le gustó muchísimo, sobre todo por el olor que desprendía y por los bordes dorados de sus páginas.

    Cuando acabaron la partida de tablas reales y parecía que había llegado la hora de regresar a casa, Carey se armó de valor.

    —Señorita Price —vaciló—, espero que no se moleste por la pregunta, pero... ¿es usted una bruja?

    Se produjo un silencio durante unos instantes en los que Carey pudo oír los latidos de su

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