Popapocalipsis
Por Lautaro Vincon
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¿En qué medida la tecnología es una herramienta a favor de la humanidad y no una nota de suicidio global que se escribe lentamente?
En el año 2096 la Unión de Mundos Circundantes ha sucumbido ante el Pescador, que controla cada una de las conexiones de la Red. Entre modificaciones genéticas, viajes interplanetarios y la comodidad del miserable espejismo que produce el confort, la sociedad se encuentra inmersa en la opresión causada por los toques de queda y las represiones incesantes. Detrás de este oscuro panorama, las personas continúan con los despojos de sus vidas. Cansado de la vigilancia y las desigualdades latentes, un grupo de rebeldes decide recurrir a la última esperanza para cambiarlo todo: el encargado del turno nocturno de un videoclub que vive en los comienzos del siglo XXI.
Popapocalipsis, de Lautaro Vincon, no es un panfleto premonitorio sino una novela en clave de ciencia ficción que irrumpe en el pensamiento y cuestiona el presente en el que vivimos para entender si este puede o no definir el futuro que queremos. Con un ritmo y una tensión trepidantes, el camino hacia la salvación subyace en la travesía de extraños personajes que, orgánicos o sintéticos, intentarán resolver los conflictos acumulados por décadas solo para proteger los restos de una realidad que tiene el tiempo contado.
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Popapocalipsis - Lautaro Vincon
Lautaro Vincon
Popapocalipsis
Ómicron
Books
POPAPOCALIPSIS
Lautaro Vincon
Ómicron Books
1era edición digital: Noviembre, 2021
Ambato, Ecuador.
© 2021 Lautaro Vincon
© De esta edición Ómicron Books.
ISBN: 978-9942-40-703-0
Edición: Cristián Londoño Proaño
Corrección de texto: Cristián Londoño Proaño
Ilustración: Shusterstock
Diseño de portada y maquetación: REDA+
Todos los derechos reservados de acuerdo a la
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Aún ahora, en este momento, alguna inconcebible inteligencia de nuestro remoto futuro puede estar entrometiéndose con nuestros actos y con la consecuencia de ellos.
JOHN D. MACDONALD, Escapar al caos
PRIMERA PARTE:
Mañana es otra cosa.
1. VIDEOCLUB
El Renault 12 frena pegado al cordón. Baja una chica. Tomás la observa de reojo. Devuelve su atención a la pantalla de la computadora cuando confirma que ella cruza a la heladería.
El último videoclub del barrio abre durante toda la noche. Cierra a las cinco. La persiana se levanta de nuevo a las diez de la mañana. Tomás trabaja ahí desde que terminó el colegio, hace ocho años. Cubre el turno nocturno. Llega a las nueve. El dueño le paga la cena. En caso de tener hambre, lo deja agarrar cualquier cosa. De no ser por la bendita heladería, el videoclub se hubiera fundido hace rato. Nadie alquila VHS . Incluso los DVD pasaron de moda. Ahora es la época de los Blu-rays con definición 4K Ultra HD . Si la piratería le juega en contra a la compra, más al alquiler. La heladería de enfrente atrae clientes igual que mosquitas a la luz. Por inercia, algunos se percatan del cartel del videoclub y se acercan. Según los cálculos, dos de diez que entran se llevan algo. El trabajo de Tomás es sencillo: como la mayoría de la gente del barrio tiene número de socio, lo único que hace es registrar la fecha y el cliente en la planilla; a los de paso, les abre una cuenta nueva y les deja en claro que tienen que devolver la película dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes. Pocos casos hay de clientes que nunca regresan. Entonces, Tomás, o su compañera, los llaman. Están los que se excusan y piden disculpas por haberse olvidado. Existen, también, los que jamás atienden porque dieron un número de teléfono falso. Gajes del oficio, dice el dueño.
La campana de la puerta suena. Se impone sobre Paranoid Android , que susurra bajito. Tomás pausa el Quake Uno . Levanta la cabeza. La chica del Renault saluda. La bolsa con el pote de helado en su mano. Miro y cualquier cosa te aviso, dice. Tomás asiente. Retoma el juego. En la pantalla, recorre un castillo y le dispara al zombi que le arroja tiras de piel arrancadas de su propio cuerpo.
La chica se arrima en silencio. Apoya la caja vacía de la película sobre el mostrador. Pausa de nuevo. Tomás le dice que ya se la trae. En el depósito, busca entre los estantes. P, Q, R, S. Shrek Para Siempre . De vuelta adelante, guarda el disco en la caja. La chica dice que no tiene cuenta, puede darle la de su novio. Mientras Tomás anota los datos en la planilla, ella le explica que la película es para su cuñada de diez años que vio todas las de Disney . Tomás dice que Shrek no es de Disney . Viene con eso de hadas y princesas, contesta la chica. Se despiden.
Cansado de la voz de Thom Yorke, apaga la música. Enciende el televisor. Lo deja mudo. Canal 11 retransmite Los Simpson . Bart se amiga con Huesos. Desaforado, Homero se atraganta con pedazos de comida. Tomás va a la heladera. Agarra el paquete de Mantecol . Lo come a mordiscones. Vuelve al mostrador. Descansa las manos en el teclado. No llega a sacar la pausa. El portal se abre en medio del videoclub. La luz azul que emite parece la de una linterna gigante que busca dejarlo ciego. En otra situación, podría haber pensado que el sueño lo estaba afectando pero recién son las doce y media. Del otro lado, una voz lo llama. No por su nombre, o por lo menos no lo oye. Lo único que distingue son tres palabras: vení, acerrrcate, rrrápido. Si se llega a ir y su jefe encuentra el juego en la computadora, le llamaría la atención. Pueden mirar la tele, comer de arriba; sin embargo, colmo de los colmos, están prohibidos los videojuegos. Así que quita el pendrive con la versión portable del Quake y se lo guarda en el bolsillo.
La voz continúa llamándolo. Vení, acerrrcate, rrrápido.
Tomás avanza hasta el portal. El videoclub desaparece.
***
Los cableados se saturan. Se pasan información. Saben que llegó. Saben cómo buscarlo. Desde el centro de cómputos, teclean órdenes. Detectar la huella iónica generada por el portal. La señal, mal que les pese, figura bloqueada.
Invisible en los mapas. Las firmas biométricas son apenas fantasmas. Indeterminables. Intentan graduar usando la base de datos como entramado comparativo. Sin registros, sin duplicados, sin genoma vinculado. Inaplicables las leyes de Mendel. Los censos, publicados hace rato, resultan inútiles. La única respuesta son las siglas NN.
Los soldados corren por los techos. A cuestas los chalecos de zylon . Sus sombras se confunden con las luces de neón. Saltan las casas. Alteran el toque de queda. Los ven pasar los vecinos asomados a las ventanas, se estremecen ante su presencia, ante el retumbar de las botas sobre las tejas. Se cuelgan de las chimeneas de las fábricas. Activan sus pulsos electromagnéticos. Tecnología que hayan usado para traerlo será desactivada de inmediato. Las llamadas se multiplican en los auriculares instalados en los cascos. Asienten, en silencio, los soldados.
Las caras de los moderadores se reproducen en las tablets . Dicen que lo encontraron, que no, que es una trampa, que es una señal espectro. Dicen que es la anomalía. También, que se lo veían venir, que los rebeldes son unos jodidos, que se los tendrían que haber cargado cuando tuvieron la oportunidad. Dicen: exterminarlos. Exterminar, como si hablaran unos fumigadores sobre las hormigas, sus enemigas eternas.
***
Una bola azul en el vacío. Un globo que se infla hasta el límite antes de la explosión. El centro se vuelve celeste, turquesa, verde. Ilumina los árboles a un par de metros. Las caras de aquellos que lo esperan. A pesar de las ganas por verlo llegar, uno de los hombres se cubre los ojos ante el resplandor. Mira entre los dedos. Lo ve. Es, o no, lo que imagina. Viste zapatillas rojas de lona; un jean gastado; la remera amarilla con el estampado del fantasma rosa de Pacman ; la campera negra Adidas desabrochada. Las puntas del pelo castaño vuelan hacia arriba por la fricción del viaje.
***
Una ráfaga de aire le da de lleno en la cara. Tomás parpadea rápido. Su alrededor está iluminado. El portal detrás