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Expediente Aurora (45451114)
Expediente Aurora (45451114)
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Libro electrónico359 páginas5 horas

Expediente Aurora (45451114)

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Información de este libro electrónico

«Tengo cuarenta y dos años y hoy me he dado cuenta de que no existo».

«¡Mátala!» resultó ser una afirmación completamente desequilibrante y obsesiva para Aurora. Nadie podía sospechar lo que aquella palabra estaba tejiendo en su cabeza, ni siquiera ella misma. Sin embargo, la imposición de cambiar los planes en unas vacaciones fue el perfecto detonador para que Aurora comprobara hasta dónde era capaz de llegar para conseguir sus propósitos. Aunque para ello tuviera que improvisar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788418238901
Expediente Aurora (45451114)
Autor

May Artillo

Sevillana de nacimiento (febrero de 1970) y barcelonesa de adopción, May Artillo es la menor de tres hermanos. Escritora, guionista, coach en educación emocional, cofundadora de Historias Fantabulosas y cofundadora de la Asociación EFMA. El arte ha estado presente en su vida desde su nacimiento. Ya en sus primeros meses, su madre utilizaba el recurso de la música para relajarla y dormirla. A los dos años recitaba canciones y trabalenguas. A los cuatro escribía historietas y cómics, y a los once escribió y dirigió su primer guion de teatro. Apasionada de la literatura, del cine en general y del cine español en particular, del teatro y de la música, aunque admira cualquier expresión artística, comprendiendo la importancia que tiene el arte en nuestra educación, evolución y desarrollo. Su trayectoria profesional se encauzó en los sectores del marketing, administración y comercial, aunque en un segundo plano seguió ejerciendo su pasión por las letras, hasta que, por fin, decidió dedicarse profesionalmente a ello.

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    Expediente Aurora (45451114) - May Artillo

    Prólogo

    «Cada libro, cada tomo que ves tiene alma.

    El alma de quien lo escribió,

    y el alma de quienes lo leyeron

    y vivieron y soñaron con él».

    Carlos Ruiz Zafón

    El día que May me pidió que me encargara de escribir el prólogo de Aurora, me invadió una mezcla de sentimientos. Por un lado, el orgullo y la alegría de formar parte de este libro que he visto desde su gestación; y por otro, la responsabilidad de estar a la altura del mundo de Aurora.

    Cuando a finales del pasado año comenzó a compartir conmigo los primeros capítulos de su ópera prima, Expediente Aurora, sentí un profundo agradecimiento por su confianza hacia mí. Me emocionaba con cada letra, con cada frase, con todo el esfuerzo y cariño con el que estaba escrito. La amistad y el cariño que nos unen, junto con la magnífica historia y el valor literario, hicieron de la lectura una experiencia enriquecedora.

    Mientras recorría estas páginas, la lectura me llevó a experimentar que nada es lo que parece y que todo puede cambiar de la noche a la mañana casi sin darnos cuenta, y así estuve, llevada de sorpresa en sorpresa, hasta el final.

    La escritora May Artillo nos introduce en su primera obra literaria. Desde su niñez y en su adolescencia, su habilidad, imaginación y pasión por la literatura fueron in crescendo. Además de ser guionista, ha dirigido e interpretado varias obras de teatro. Todo este recorrido la llevó a estudiar y perfeccionarse, a lo que sumó su don para la escritura, para sumergirse en un mundo que sabía que era el suyo.

    Su exquisito vocabulario y el ritmo de la narración hacen de esta historia una obra literaria donde el suspenso, el misterio, la acción y las emociones nos llevarán de la mano por el mundo de Aurora.

    En esta historia, como en cualquier otra, uno se siente más próximo a algunos de sus personajes que a otros. Lo vivido por la protagonista pudo haber sido la historia de cualquiera de los lectores. El relato de su vida nos la muestra como una mujer sumisa, adaptable a las condiciones externas y a los mandatos familiares. Ese viaje existencial la lleva a transitar un cúmulo de sensaciones y emociones, diversas y confusas, hasta el punto de su explosión como mujer, hija, madre, esposa, amiga y amante. Su voz parlante —la de su mente— no descansa un segundo, mientras que sus propias sombras le muestran aquello que no quiere reconocer. Su historia —esbozada aquí con todas las facetas— me hizo vibrar, pasar por cada uno de sus viajes, encuentros y desencuentros, con miedos hasta confundirse con la locura, la complicidad, la dependencia, los juicios y la muerte.

    Lo que quiero destacar de este relato es que en esta obra está condensado todo lo que es necesario para afrontar la vida. Lo que he sentido, he experimentado en cada párrafo me hacía reflexionar y detener la lectura en algunos capítulos, ya que esa emoción oculta en mi inconsciente no me permitía aceptar aquello que, plasmado en la historia de Aurora, estaba en mí. Los sucesos que tan bien representa May en cada personaje, de alguna u otra manera, me llevaban hacia dentro, a lo más profundo de mi ser. Es un espejo en el que mirarnos. Donde descubrir que somos capaces de no reconocernos, de no integrarnos, de darle ese poder excesivo a la mente. Ese espejo que nos muestra que no nos atrevemos a poner límites, que le tenemos miedo a la valoración, a descubrirnos como personas, en un aprendizaje constante de esto que llamamos vida.

    Nos lleva en un ritmo vertiginoso, donde el odio, el miedo, el asco, la tristeza y la no aceptación pueden apoderarse de uno mismo. A medida que avanzaba en la novela, comenzó a tomar sentido aquello que me atrapaba desde el comienzo para embarcarme en una historia apasionante donde la vida y la muerte son parte de nosotros mismos. Me envolví en su mundo y pude hacer un viaje íntegro, auténtico y único. Aurora nos muestra las pautas anímicas y emocionales que se ocultan en su mente tras el malestar de la convivencia con sus padres, ya que en cada decisión que toma en su vida busca la aprobación y el consentimiento de sus padres. Ella, en un estado de enfado constante, no se permitía ser.

    Cada capítulo nos muestra una parte maravillosa de ese recorrido vital y nos va revelando las sombras que todos tenemos, y que, al no integrar la luz en nuestras vidas, no nos permitimos ser libres completamente de las ataduras mentales y de nuestras propias creencias.

    El desenlace nos lleva a reflexionar sobre las posibilidades que nos ofrecen la literatura y la imaginación. De crear y recrear mundos posibles. Los invito a este viaje.

    Gabriela Carrillo

    Córdoba (Argentina)

    Capítulo 1

    El portazo que doy al salir retumba en toda la calle, que a estas horas está desierta. También a mí me tiembla el estómago del golpe, aunque no sé bien si es por eso o por lo nerviosa que me pone mi madre ya de buena mañana.

    Miro el reloj y veo que son las seis y treinta y cinco. Empiezo a correr. No hay mucho que calcular: el tren sale a las seis y cuarenta y seis, hasta la estación tengo quince minutos andando, digamos que corriendo, con mi agilidad y la carga que llevo, puedo reducirlo a catorce. Aun así, continúo corriendo. Me he motivado y me repito que voy a llegar.

    «¡Tú puedes!», me digo.

    La mochila de la espalda va meciéndose de lado a lado; el bolso me golpea cada segundo en la pierna. Lo único que no se mueve es la pequeña mochila con las fiambreras para comer. ¡Dios!, ¿por qué voy siempre tan cargada? Sigo corriendo. Sé que voy a llegar a tiempo. Cada vez más calor. La chaqueta de poliéster me molesta, voy sudando. Me acuerdo de la madre que me parió, en el más estricto sentido literal. Sí, de esa, de mi madre.

    Decir que estoy hasta el gorro de ella sería quedarme demasiado corta. A decir verdad, no sé cómo puedo aguantarla.

    Todas las mañanas tiene algo que contarme, que recordarme, que encargarme o que reprocharme antes de que me marche a trabajar, eso por no mencionar las veces que, durante el día, me llama por teléfono.

    No soy precisamente de la clase de personas previsoras, que se levantan dos horas antes para poder hacerlo todo con tiempo y llegar al trabajo frescos como rosas. No. Yo no soy así. Bueno, para más atine, podría decir que soy todo lo contrario. Aunque, en honor a la verdad, todas las noches lo intento.

    Pongo el despertador a las cinco de la mañana con la sana intención de comenzar el día lo suficientemente relajada. De esa forma, me daría tiempo a desayunar ordenadamente, vestirme y asearme con calma, guardar algo de tiempo para los imprevistos que mi madre me trae de buena mañana, y aun así salir con los minutos necesarios para poder llegar a la estación como una persona equilibrada y no como una puta loca que es lo que parezco casi todos los días. Pero claro, no todo puede ser perfecto; y aunque todas las noches lo intento, todas las mañanas fracaso. La alarma suena, le doy a posponer. Vuelve a sonar, vuelvo a posponerla. Y así, hasta que ella abre la puerta del dormitorio, enciende la luz y, con ese tono delicado y suave, me grita: «¡Nena! ¡Levántate ya, que llegas tarde!».

    Por supuesto, la «nena» se levanta de golpe, con el corazón dando brincos en la garganta y la mala leche activada. A partir de ahí, todo puede pasar.

    Comienzo la ardua labor de prepararme todo en veinte minutos, que se me antojan más difíciles, con la sombra de mi madre pegada al culo hasta que me marcho. ¡No entiendo cómo tiene tanto que decirme a esas horas! La mayoría de las veces ni la escucho, aunque no voy a mentir, la oigo; con eso tengo suficiente para odiarla un poco más cada día. Tengo que reconocer que la jodida se lo curra.

    Cuando por fin salgo por la puerta, suspiro y el mismo pensamiento llega como por arte de magia a mi mente: «De hoy no pasa que busque piso». Pero cuando salgo a las cinco de trabajar y vuelvo, estoy demasiado cansada y decido hacerlo el fin de semana. Aunque no me he concretado de qué mes ni de qué año.

    Me da vergüenza la escandalera que lleva mi chaqueta cuando me muevo. En realidad, siempre hace ruido, pero cuando voy andando no lo percibo tanto. Corriendo es un despropósito. En momentos así es cuando me arrepiento de comprarme la ropa en el saldo del mercadillo en lugar de en una tienda. Por doce euros, ¿qué le quiero pedir?

    Sigo corriendo. A estas alturas ya no parece que me haya duchado, ni peinado, ni me haya puesto ropa limpia. Voy como una cerda. ¡Es lo que hay!

    Tomo la calle de la estación. Todavía no la veo, pero sí que veo los árboles de la plaza. Todas las estaciones tienen una plaza con árboles, que casualmente se llaman la plaza de la Estación.

    Me esfuerzo más. Aunque no me mueva más deprisa, mi mente está esprintando, mi cuerpo lo nota; sobre todo, por los jadeos que estoy regalando a mis convecinos. ¡Qué vergüenza doy! En estos momentos, cuando más patética me siento, es cuando más me dan ganas de estrangular a mi madre por ser la culpable de las altas dosis de ansiedad que acumula mi cuerpo, nada más empezar el día.

    Ya estoy en la plaza. No puedo entrar con esta velocidad al vestíbulo, entre otras cosas porque tengo que pasar por el torno, por eso freno la marcha antes de llegar, no me fío de frenar en seco por aquello de la inercia y me da la sensación de que yo llevo mucha. Prefiero ir reduciendo.

    He validado el billete y pasado el torno, solo me queda bajar al andén. Mientras bajo las escaleras, veo en el monitor que al tren con destino a Barcelona-Paseo de Gracia le queda un minuto para salir. Me apresuro y, justo cuando piso el andén, el tren entra en la estación. ¡Qué alivio siento! Me recompongo, me desabrocho la chaqueta y me coloco el pelo con la mano. Subo al tren, busco un asiento libre y me acomodo. A esta hora el tren todavía no va muy lleno, es el que viene del aeropuerto y va hasta Massanet, eso creo, por lo que es fácil encontrar un sitio que me guste. Suspiro de satisfacción por haber llegado a tiempo.

    Llego a la oficina a las ocho menos diez, diez minutos antes de mi hora. En la puerta, le envío un mensaje a mi madre para decirle que he llegado bien, si no, la mujer se preocupa mucho, y termina por llamarme al fijo y pegarme la reprimenda; cosa que seguro me pondría de peor mala leche.

    Algunos de mis compañeros ya están trabajando. Entran a las siete o las seis, o incluso algunos trabajan de noche. Yo trabajo de ocho a cinco con una hora para comer, y los fines de semana tengo fiesta, salvo alguna excepción. Trabajo en un almacén logístico y prestamos servicio de lunes a viernes, aunque en alguna ocasión especial, si un cliente se ha puesto muy pesado, hemos venido el sábado para poder atenderle. A mi jefe le repatean los clientes así, dice que son «uno sijos de puta». Es sevillano y suena así cuando lo dice. Ya estamos acostumbrados a su acento, además, él intenta disimularlo, aunque sin mucho éxito. Incluso habla catalán, y a eso sí que no nos acostumbramos. Un día, estaba hablando con un cliente por teléfono y casi nos meamos de la risa cuando lo escuchamos: «Miri, señó. Vusté no se procupi, que nosaltre arreglaremo tot lo que ha pasad». Aquello fue algo épico para él y para nosotros, uno de los momentos más divertidos que hemos vivido trabajando. Desde entonces, cuando tiene que atender a alguien en catalán, se encierra en el despacho. Fíjate, prefiere encerrarse antes que mandarnos a la mierda a todos, porque, al fin y al cabo, nos estamos riendo de él. Julián es un tipo tranquilo. Su cara de bonachón le delata, aunque su físico a primera vista dice otra cosa. Es alto, fuerte, moreno de piel, y con el cabello oscuro y alborotado. Creo que tiene unos treinta y seis años, aunque las gafas que lleva y su actitud le hacen mayor. No le gustan los malos rollos. Prefiere callarse que decir algo que pueda ofender y que eso genere una discusión. Por una parte, está bien, porque contribuye al buen ambiente en la oficina; pero, por otro, lo que consigue es que vivamos momentos de auténtica anarquía, cuando cada uno hace lo que le da la gana, sin tener en cuenta el bien común; o lo que es peor, de dictadura extrema, cuando a Julián se le hinchan mucho las pelotas y ya lo único que se escucha es «porque lo digo yo y punto». Yo pienso que si él fuera más firme, si no tuviera tanto miedo a decir las cosas, se ofenda quien se ofenda, todo iría mucho mejor.

    Cuelgo el teléfono y hago unas anotaciones en el ordenador. Miro el reloj y me sorprendo al ver que son casi las dos. Me pongo contenta de que ya sea la hora de parar para ir a comer. Mi estómago también se alegra, me lo hace saber a modo de rugido. Termino de hacer las anotaciones y cierro el programa. Cojo el móvil para ver si hay alguna llamada. Mensaje de mi madre: «Nena, ¿has comido?», dudo si contestar. Cierro la pantalla y lo guardo en el bolsillo, al momento lo saco de nuevo y le contesto. Si no lo hago ahora, me insistirá y terminaré haciéndolo luego. Mi madre puede llegar a ser muy persuasiva. Me pongo de pie y al momento aparece Cora por la puerta preguntándome si ya estoy lista. Le digo que sí y nos vamos hacia el comedor. Cora también lleva la misma mochila que yo con las fiambreras. De hecho, nos las compramos juntas, una tarde que al salir fuimos al centro. La miro y la veo muy seria, va muy decidida. Pienso que tiene hambre. Cora es mi mejor amiga aquí dentro. Ya puestos, también es mi mejor amiga allí fuera. Pero no se lo digo nunca. Ella a mí sí que me dice que me quiere mucho y que soy un gran apoyo para ella, pero yo pienso que lo hace porque casi siempre me ve sola, y eso le da algo de lástima. Soy de ese tipo de personas que se lleva bien con todo el mundo, que no parece caerle mal a nadie, pero que nadie la tiene en cuenta para casi nada. Bueno, sí, para poner dinero en los regalos de cumpleaños. Para eso siempre se acuerdan de mí. Es alucinante la capacidad que tenemos de incluir algo que generalmente excluimos, cuando incluirlo nos beneficia.

    Cora me señala un sitio libre junto a la ventana. Es el sitio que más nos gusta; si está libre, nos sentamos siempre ahí. Dejamos nuestras cosas para guardar el sitio y nos vamos a por los táperes que están en el frigorífico.

    —¿Qué llevas hoy? —me pregunta Cora mirando mi táper.

    —Hoy traigo menestra y un par de trozos de merluza, ¿y tú?

    —Guiso de garbanzos de mi madre —me dice salivando—. Ayer fui a verla y me dio.

    —Tiene buena pinta.

    —Está que te mueres.

    Cora casi devora el guiso, se nota que está famélica. Siempre tiene hambre. Come a todas horas, no se salta ninguna comida, ni tampoco cuida estrictamente su alimentación. Come lo que quiere. Se nota que hace deporte y que se mueve mucho trabajando. Ella está en el almacén. Prepara los pedidos, recepciona el género y distribuye el stock. Trabaja igual o mejor que cualquier otro compañero hombre. Se ha ganado el respeto de todos en general y el mío en particular. Cuando empecé a trabajar aquí, ella llevaba unos meses. Al principio no hablábamos casi nada. Ella venía a la oficina a dejar albaranes y nos mirábamos, pero sin articular palabra. Solo me hablaba para preguntarme por algún pedido que no llegaba o por la hoja de ruta de algún chófer. Yo le contestaba sin más. Reconozco que la miraba siempre de reojo. Su forma de comportarse y de vestir, tan masculina, me incomodaba. Sentía vergüenza por ella. No comprendía que una mujer se comportara como un hombre, o como diría mi madre, «es una machorra». Independientemente del trabajo que realice, para mí, entonces, «una mujer debía ser una mujer». Pero, por otro lado, me gustaba verla aparecer, no sé, me daba cierta tranquilidad que estuviera allí. Tal vez porque siempre tuvimos conexión, aunque hasta unos meses después no nos daríamos cuenta. Fui dejando atrás ese prejuicio que tenía con respecto al aspecto de Cora. Tal vez porque me acostumbré a su forma de ser, o tal vez porque fueron entrando más mujeres en la empresa, y ahora era yo la que resultaba demasiado repipi. El caso es que un día se armó un buen lío porque no encontrábamos el pedido de un cliente y estuvimos como tres horas buscándolo. Al principio, se produjo una hecatombe. Era uno de nuestros clientes más importantes y Julián se volvió loco. Nos puso a todos a buscar. Tuvimos que dejar lo que estábamos haciendo para darle prioridad a eso. Estaba histérico. No paraba de dar órdenes, de hacer llamadas, de pasear de un lado al otro soltando toda clase de palabrotas por la boca. Después de un rato, Julián salió mucho más tranquilo. Al parecer, había hablado con el cliente, y no era esa tarde cuando tenía que enviarse la expedición, sino que salía dentro de dos días. Eso calmó el pronto de Julián, pero no lo tranquilizó. A quien sí tranquilizó fue a mis compañeros, que, uno a uno y de forma muy disimulada, se fueron escaqueando hasta que nos quedamos solas Cora y yo buscando. Al paso del tiempo, nos daríamos cuenta de que esa situación se iba a repetir muchas veces, ella y yo arreglando un desaguisado. También al paso del tiempo nos dimos cuenta de que aquel día fue el principio de nuestra amistad.

    Terminamos de comer, y vamos a dejar las cosas en mi mesa y a coger la chaqueta. Comemos lo más rápido que podemos para poder salir a tomar el café fuera. El de la máquina es un asco. Cuando llegamos, Claudia, Leo y Regina ya están sentadas. Cogemos unas sillas y nos ponemos a su lado. Dentro de unos minutos, llegan Martín y Javi. Poco después aparecen Nico, Álvaro y Capi; así es como todo el mundo conoce a Alfonso Capitán, el más serio del grupo. Compartimos la mesa, aunque casi siempre terminamos haciendo grupitos.

    —¿Alguien ha escuchado que se trabaja el sábado? —pregunta Martín.

    Todos le contestamos que no, con cara de sorpresa.

    —Pues, por lo visto, tenemos que trabajar. Algo urgente —continúa.

    —Yo no pienso venir —dice Claudia.

    —Yo tampoco —dice Regina con aire soberbio.

    —Ni yo —apunta Cora.

    —Estamos a jueves, ¿cómo nos van a hacer venir el sábado? Ya deberían habérnoslo dicho —añado yo.

    —Eso digo yo —dice Cora.

    —¡Claro! Tiene que avisarlo al menos con una semana —anuncia Álvaro.

    Armamos un revuelo con lo del sábado. Estuvimos varios minutos discutiendo si era legal o no, si íbamos a ir o no, cuando Claudia levanta la cabeza y ve al resto en silencio, viendo cómo discutimos y a punto de soltar la carcajada. Había sido una broma de Nico. Él es el bromista del grupo. Siempre está inventando cosas que nos dice para que nos piquemos. En realidad, no nos hace puta gracia, pero hay que reconocer que algunas de sus «putadas» generan cuanto menos escenas cómicas, como la de ahora mismo. Esa mañana había ido con el chisme a Martín, y se había liado una buena en el almacén. Un debate mucho más intenso que el de ahora. Capi se cabreó tanto que se lo preguntó a Ángel, el subdirector y mano derecha de Julián. Este, como no sabía de qué iba la historia, fue a preguntarle a Julián, que se puso de los nervios porque no lo tenía controlado. Llamó a la delegación de Madrid, a la de Sevilla, a la de Vigo y a la de Lisboa, para localizar de dónde procedía ese encargo. ¿Y qué encontró? ¡Nada! No encontró nada porque no había ningún encargo. Nico se acojonó. Les contó a sus compañeros la bromita inocente y les pidió que no dijeran nada. Capi se cabreó todavía más. A punto de soltarle un bofetón, ¡con el carácter que tiene!, en vez de eso, pidió perdón a Ángel y Julián, disculpándose por haberlo entendido mal. Julián sonrió y volvió a sus cosas. Ángel le recomendó que no se despistara tanto. Eso lo enfureció un poquito más aún. Ahora Martín había hecho lo mismo con los demás, aunque esta vez no fue a mayores.

    —Ahora que estamos todos —dice Claudia—, ¿tenéis pensado algo para Semana Santa?

    Todos negamos con la cabeza.

    —¿Por qué? —pregunta Cora.

    —Porque he pensado que podríamos alquilar una casa rural y pasar allí el puente.

    —A mí me parece buena idea —dice Álvaro.

    —A mí también —afirma Martín.

    —Me apunto —dice Cora.

    —Yo no lo sé todavía —dice Regina.

    —A mí me da igual. Por mí, bien. Lo que digáis —dice Capi.

    —Yo, si puedo llevarme a mi perro, me apunto —confirma Javi.

    Nico y Leo también se apuntan.

    —Bueno, entonces, menos Regina que todavía no lo sabe, los demás nos apuntamos al plan, ¿no? —pregunta Claudia.

    —Falta Aurora —interviene Cora—. Ella no ha contestado.

    Todos se vuelven hacia mí, esperando mi respuesta; y yo, que hasta el momento ni me había planteado ir, al verme tan observada, me da una vergüenza que me muero.

    —Pues…, yo no…, es que no-no lo sé todavía —suelto por fin.

    La cara me arde. Me da mucha vergüenza que me mire tanta gente a la vez, y más que me hagan preguntas incómodas. Bueno, tampoco es que me hayan preguntado si voy depilada o no, pero es que a mí este tipo de situaciones me incomoda mucho. Me avergüenzo de tener que contar con mi madre para tomar estas decisiones, de no tener la libertad que tienen ellos, y de vivir con mis padres teniendo cuarenta y dos años, y una hija de dieciséis.

    —¿Por qué no lo sabes? —pregunta Leo—. ¿Tienes planes?

    —No —contesto rápido.

    Todos vuelven a mirarme otra vez, porque Leo me ha preguntado con cierta sorna y ha parecido que estaba escondiendo algo. Niego con la cabeza y suspiro. Alguna que otra sonrisa se escapa. Me hace gracia. Piensan que tengo un lío o algo así, que estoy preparando una escapada, y que por eso no voy y por eso he titubeado al contestar.

    —Venga, Aurora, cuéntanos —bromea Nico—. ¿Quién es?

    —No es nadie, de verdad. Es solo que no creo que vaya —respondo contundente.

    —Bueno, mujer, tampoco seas tan drástica. Deja al menos una posibilidad —me pide Martín.

    —No es eso.

    —Me parece que aquí la que siempre calla esconde algo —insiste Martín con tono musical.

    —¡Vale, está bien! No escondo nada, ni tampoco tengo un novio o un amante. Es por mi madre.

    —¿Qué quieres decir con eso? –pregunta Martín.

    —Que mi madre me pondrá alguna pega.

    —¿Y por qué te va a poner pegas? –pregunta Claudia.

    —Porque mi madre me pone pegas a todo.

    —¿Le pides permiso a tu madre para todo? —pregunta con asombro Claudia.

    —No es exactamente permiso, no le pregunto «¿puedo hacer esto o lo otro?», pero mi hija y yo vivimos con ellos, y es muy controladora.

    —¡Vaya! No sabía que tienes una hija —dice Martín mirándome fijamente a los ojos.

    Nunca me ha dicho nada, pero esas cosas se saben, creo que le gusto, y creo que saber que tengo una hija lo ha decepcionado. Mejor así, me hubiera resultado más duro decepcionarlo yo si algún día me hubiese pedido una cita. A mí él no me gusta como pareja. En ese terreno mis gustos son muy lejanos a Martín.

    —¿Y no piensas que con el tiempo que falta puedes ir preparando el terreno? —propone Regina.

    —Puede…

    —Seguro que sí, Aurora. Se lo dices ahora que todavía falta un mes, y así tiene tiempo de asimilarlo —sugiere Álvaro

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