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Las naves de Horus 2: Babel. Entre dioses y hombres
Las naves de Horus 2: Babel. Entre dioses y hombres
Las naves de Horus 2: Babel. Entre dioses y hombres
Libro electrónico478 páginas6 horas

Las naves de Horus 2: Babel. Entre dioses y hombres

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Información de este libro electrónico

Los secretos sobre Babel y los Anunaki que el mundo debería conocer.

En esta segunda entrega, los protagonistas se verán inmersos de nuevo en una apasionante aventura que transcurrirá inicialmente en Irak y posteriormente transitarán ciudades como Estambul y La Habana, con el fin de desentrañar la verdadera historia de los Anunaki y cuanto sucedió en la antigua Mesopotamia 12.600 años atrás de nuestro tiempo.

Cuanto descubran será entregado a los autores de esta saga, quienes no quedaron al margen de una emocionante intriga que se desarrolló en España, Cuba y Guatemala. Mitos como el origen de la primera religión, la llamada torre de Babel o Gobekli Tepe quedarán al descubierto en este apasionante recorrido por la historia nunca contada y descubierta gracias a la más importante de las revelaciones: el idioma primigenio. La posibilidad de traducir las tablillas de arcilla enterradas en lo que fue la antigua Sumeria, y que han sobrevivido milenios bajo el polvo del desconocimiento, ha permitido reescribir la historia tal y como sucedió realmente, poniendo al descubierto la vida de Enki, el más importante de los Anunaki, un rey humanista, inteligente, gran general y apasionado navegante, así como la localización de la ciudad Panteón donde descansan sus restos y los de numerosos reyes.

El asombroso y apasionante desenlace de esta historia pretende abrir los ojos a multitud de personas ávidas de conocimiento, que encontrarán en Las naves de Horus 2 la respuesta a grandes mitos hasta ahora ocultos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2021
ISBN9788418548383
Las naves de Horus 2: Babel. Entre dioses y hombres
Autor

H.G. Tómas

H.G. Tómas (Morata de Jiloca, Zaragoza, 1961) es miembro de las FAS desde 1975, Ejército de Tierra. Especialista en Telecomunicaciones. Investigador histórico-científico. Escritor. Inventor de la Palanba y sistemas de construcción de grandes monumentos de la Antigüedad.

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    Las naves de Horus 2 - H.G. Tómas

    Introducción

    El relato que presentamos supone la reconstrucción de la historia de una civilización que existió hace más de 12 600 años y está basada en el hallazgo de lo que denominamos Tesoro de Khalifan. Lo descrito en las tablillas de arcilla contenidas en dicho tesoro y la posibilidad de realizar una correcta interpretación y traducción, tanto de las imágenes figurativas como de la escritura cuneiforme que aparece en ellas, lo ha hecho posible.

    Para llevar a cabo tan ambicioso proyecto tuvimos la fortuna de ser los beneficiarios de un descubrimiento excepcional: «el idioma original», aquel que idearon nuestros ancestros hace decenas de miles de años y que se extendió por el mundo haciendo posible que los seres humanos, que por circunstancias climáticas y geográficas habían quedado separados e incluso aislados, pudieran entenderse miles de años después.

    El hallazgo y comprensión de este idioma primigenio nos dio la posibilidad de conocer la historia de una civilización hasta ahora desconocida y que será narrada según la propia versión de sus artífices. Así, hemos podido desvelar el Eengurra & Babel, el templo religioso y símbolo de poder más grande construido en la Antigüedad, lugar que fue objeto de peregrinación para adorar a los dioses y llevar las ofrendas que por acumulación hacían poderosos a los mandatarios.

    Dicho templo se convirtió, por su significado y magnificencia, en el centro de la civilización hasta su temprano final por las razones que revelaremos. Respecto a esta gran construcción, ha quedado relativa constancia, dándose grandes desfases entre el tiempo en que algunos expertos la suponen y otros sucesos muy posteriores como el diluvio universal.

    El libro del Génesis, perteneciente al Antiguo Testamento de la Biblia cristiana, hace alusión a dicha construcción, así como el Libro de los Jubileos, texto religioso de origen hebreo. Historiadores como Flavio Josefo o el mismo Heródoto de Alicarnaso, entre otros, hacen mención de dicho monumento. Sin embargo, son sus verdaderos constructores quienes nos desvelarán el misterio a través de su forma de expresión: las tablillas de arcilla, inicialmente figurativas y posteriormente insertas junto con la escritura cuneiforme.

    Aquellos que se autodenominaban el pueblo de los Is llegaron a Sumer, actual Mesopotamia, de la mano de An, su líder, huyendo del frío que generó el acentuamiento de la última glaciación terrestre, pues el ritmo de congelación aumentó entre los años -12800 y -11500 de nuestra era, durante el periodo frío conocido como «Dyras reciente», un evento de cambio climático abrupto, en el que la tierra volvió a las condiciones glaciales durante mil trescientos años aproximadamente. Este hecho facilitó la migración hacia Europa, Asia y actual Mesopotamia por parte de los humanos llamados de Cromañón, que se encontraban asentados en el corazón de la actual Siberia.

    Buscando climas más templados, se desplazaron con su ganado convirtiéndose en trashumantes; después, una nueva sociedad se abrió paso con la creación de ciudades, reinos y países. Aquellos viajeros llegados del norte, de piel blanca y cabello pelirrojo o rubio, se encontraron por primera vez con personas de rasgos distintos a los suyos que denominaron «cabezas negras», hombres y mujeres con la piel del color de la miel que mostraban una larga y negra cabellera, menos desarrollados socialmente y que, sin embargo, tenían en común un lenguaje similar que les permitió entenderse y, con el tiempo, asimilarlos socialmente.

    En la nueva tierra, bajo el mandato de An y en poco tiempo, los Is se expandieron, consolidando su organización social. Construyeron graneros en el seno de las montañas y desarrollaron la agricultura mediante el uso del yugo adaptado a los bueyes que sus sabios inventaron.

    Fomentaron los canales de riego, levantaron ciudades, fábricas de cerámica y ladrillos que eran capaces de esmaltar. Trabajaron el bronce, la plata, el oro y las piedras preciosas. Levantaron templos y construyeron embarcaciones con las que navegaron, fomentando el comercio y el contacto con otras gentes. Idearon la escritura, ampliaron el idioma original y colonizaron nuevas tierras.

    Miles de tablillas de arcilla, que originalmente fueron relatadas verbalmente, han sido descubiertas por los arqueólogos en la tierra comprendida entre el río Tigris y el Éufrates, escenificando cientos de historias de igual modo que, actualmente, se hace con las estampitas de santos, plegarias y celebraciones religiosas. Con el tiempo, las tablillas y sus misivas sufrieron retoques, distando en muchos casos de las originales que habían sido creadas cientos e incluso miles de años atrás, adaptando el mensaje y personificándolo en el mandatario del momento. Todo ello, sumado a una deficiente e incompleta traducción e interpretación de dichas tablillas, ha llevado a un relato totalmente erróneo de lo sucedido trece mil años atrás de nuestro tiempo.

    En la presente entrega, abarcaremos el tiempo transcurrido desde la llegada de An a la caverna del pueblo situada en la cueva de Shanidar, actual Irak, y el desenlace de lo acaecido en el nuevo reino a través de sus actores principales, los siete hijos de An, los Anunaki.

    El colofón de la presente entrega llegará de la mano de Enki, el séptimo Anunaki y último gran rey, que nos introducirá en el tiempo en que ocurrió el desastre que asoló su ciudad de Eridu y dejó aislado y en desuso el Eengurra, templo también conocido como Babel, que él había levantado.

    Cuando An, desde los fríos y boscosos valles de la actual Siberia, señala a su pueblo el camino que ha de recorrer para encontrar una vida mejor, lo hace como jefe supremo de una sociedad avanzada, dotada de una escala social y avances que impondrán de forma decidida en la tierra que piensan colonizar. Los siete hijos de An serán llamados a continuar la obra de su padre hasta límites desconocidos por el momento.

    Parte primera

    Capítulo I

    El tesoro de Khalifan

    Dr. Parker. Indianápolis. 13 de enero de 2014

    Aquel lunes de fecha un tanto fetichista no auguraba, en principio, nada especial. Inmerso en la rutina académica que me absorbía la mayor parte de mi tiempo, me dispuse a aparcar el vehículo cerca de la biblioteca pública de Indiana; allí, debía recoger un libro que venía de otra biblioteca más especializada en el tema que necesitaba estudiar. La suerte del madrugador me proporcionó un espacio para estacionarme justo enfrente del regio edificio, deposité unas monedas en el parquímetro y atravesé la avenida dejando a mi espalda el American Legión Mall, un cementerio dedicado a los caídos en la Primera y Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam.

    Subí la escalinata y pasé bajo la bandera que todo lo preside en mi país, para entrar acto seguido en el bello e histórico edificio construido en 1917. En el gran salón, donde se encuentra la recepción con forma circular, destaca lo que todos llamamos «la palmera», una simulación ornamental de dicha planta, con brazos tubulares y lona blanca, que nace en el centro de dicho lugar de admisión. Un contraste de modernidad rodeado de madera noble y mucha historia.

    La empleada que atiende bajo la figurativa palmera me reconoció enseguida, sin duda, en un alarde de memoria, dada la gran cantidad de gente que pasa por el lugar.

    —¿De nuevo por aquí, profesor?

    —Qué remedio, necesito documentarme —respondí.

    Rápidamente, buscó en el ordenador la numeración de la solicitud que yo le entregué y me anotó la planta y lugar donde podría recoger el libro. Ya enfilaba mis pasos hacia las escaleras cuando la citada recepcionista me llamó:

    —Disculpe, señor Parker.

    Me giré sorprendido.

    —¿Recuerda mi nombre? —le pregunté.

    —Está en la fotografía —me respondió. La cara que debí poner provocó una carcajada de la funcionaria; después, me mostró un sobre del tamaño de una cuartilla donde figuraba impresa una imagen mía con mi nombre—. No es lo habitual, pero ayer un hombre me insistió en que usted vendría a recogerlo. Se marchó rápidamente y no pude negarme.

    —Le estoy agradecido… ¿Podía decirme cómo era esa persona? —insistí con tono cordial.

    —Claro… Blanco, joven y con la altura de un jugador de baloncesto.

    Había pasado mucho tiempo desde que finiquitamos nuestro compromiso con la conocida «hoja de ruta» a finales del año 2012; desde entonces, no había tenido noticias de mis amigos «de las alturas», los mismos que me proporcionaron percepciones mentales y conocimientos que asustarían a cualquiera, dándose el caso de mis limitadas posibilidades para darlos a conocer.

    Por razones que desconocía, no deseaban contactar directamente. Del mismo e imprevisto modo que ellos casi siempre utilizaban, querían hacerme saber algo que, sin duda, pondría en marcha una nueva aventura. Posiblemente, estaba escrita en el interior del sobre que me habían entregado y que la impaciencia me pedía leer rápidamente.

    Sin embargo, opté por no mirar su contenido y esperar el momento en que me reuniera con mi amigo Sheldon. Sería él quien tuviera el honor de descubrir el misterio. En esta ocasión, evitaría cualquier recelo que pudiera enturbiar nuestra vieja amistad, la cual tuvo su prueba de fuego en la ya lejana aventura vivida en Egipto.

    De regreso a la Universidad, me recluí en mi despacho y dejé el citado sobre debajo del libro que había recogido en la biblioteca; hasta las cinco de la tarde, no tenía que impartir la última clase, de modo que disponía de tiempo más que suficiente para hablar con Sheldon.

    Como cada día, mi amigo apareció con sendos cafés americanos, a los que yo debía aportar una chorradita del whisky que tenía bien escondido por razones obvias.

    Me disponía a enseñar el sobre a Sheldon cuando sonó el teléfono, mi sorpresa fue escuchar al otro lado del auricular a Martin, nuestro tercer socio de aventuras.

    Desde que en el año 2010 fue trasladado por la agencia al estado de Florida, donde resolvió la entrega del primer pendrive a nuestros amigos españoles, habíamos mantenido un contacto permanente con visitas esporádicas, tanto por nuestra parte, buscando el calor y las playas de fina arena, como por la suya, viajando al viejo Chicago, donde Martin seguía conservando su apartamento y un cariño especial por Gloria, su anciana vecina, cuya ayuda en la custodia de la caja metálica fue vital.

    A finales del año 2013, Martin había sido enviado a la zona del Kurdistán iraquí, lugar desde el que seguramente nos llamaba.

    —¿Cómo estás, viejo? —preguntó nuestro hombre de acción.

    —Bien, estoy bien y en compañía de Sheldon. ¿Qué hora tienes en aquella tierra?

    —Son las nueve de la noche en el Kurdistán, hora de recogerse, amigos míos.

    Mientras hablaba por teléfono, señalé a Sheldon el sobre que dormía debajo del libro recogido aquella mañana, lo miró indiferente, pero le insistí, haciéndole señas, para que lo abriera y leyera el interior.

    Mientras Martin me ponía al corriente de algunos aspectos de su rutina en aquella tierra dolorida por las guerras, observé los gestos de sorpresa que ponía Sheldon; cuando terminó de leer, hizo mención de darme la hoja escrita, pero la rechacé y le acerqué el teléfono.

    —Dale a Martin las noticias, ya que tú has sido el primero en conocerlas.

    Sheldon saludó a nuestro sufrido y resistente amigo para después comentarle que tenía en sus manos un sobre que acababa de abrir; su contenido eran unas noticias de quien él ya sabía y que le causarían sorpresa.

    —¿Otra aventura? —comentó Martin.

    Después de la conversación telefónica, Sheldon y yo nos quedamos en silencio, mirando fijamente la hoja, que había sido escrita, como siempre, en un perfecto y casi académico inglés. En ella nos marcaban las pautas de una nueva misión, era otra hoja de ruta, y nuestro semblante se transformó.

    —¡Sííííí! —gritó Sheldon.

    —¡Cómo lo echaba de menos! —añadí.

    Pese a nuestro entusiasmo inicial, un cúmulo de papeleo, compromisos y explicaciones hizo imposible tener listo el operativo necesario para salir del país hasta pasados varios meses.

    A finales de mayo, y con destino a una supuesta misión arqueológica, subimos al vuelo que nos trasladaría a Europa y, desde allí, al Kurdistán iraquí.

    Martin. Ciudad de Erbil. Irak

    Desde la conversación telefónica mantenida el pasado mes de enero con Sheldon y Parker, dispuse todo lo necesario para que mis amigos no tuvieran problema alguno con las autoridades locales, siempre sobre la base de avalar un trabajo relacionado con la arqueología, circunstancia que era habitual en la región, dada la gran concentración de lugares antiguos por estudiar y descubrir.

    En cuanto a mis servicios en la zona, estos se circunscribían a labores de enlace con la inteligencia creada por el Gobierno kurdo y su brazo armado. Desde el año 2011, y con el inicio de la guerra en Siria, la zona se había vuelto insegura por la constante infiltración de grupos armados, fundamentalmente islamistas, que se enfrentaban al ejército sirio y a las milicias kurdas del mismo país.

    Por otra parte, la situación de Irak en esas fechas era de una incipiente guerra civil, un conflicto que enfrentaba al Gobierno federal y sus aliados chiíes contra un conglomerado de grupos y sectores mayoritariamente suníes.

    La apuesta de nuestro Gobierno por el mantenimiento de un estatus de colaboración con la autonomía kurda nos había aislado prácticamente de la contienda generalizada que se desarrollaba en todo el área circundante. Erbil, la capital kurda, era, en cierto modo, un oasis de modernidad en el páramo de la guerra.

    Aeropuerto internacional de Erbil. 2 de junio de 2014

    Con las horas de aquel día tocando a su fin, aterrizaba el vuelo procedente de Ankara. Un salvoconducto expedido por el Gobierno kurdo me permitió pasearme por la terminal junto a los funcionarios de seguridad y recoger a mis amigos al pie de la escalerilla.

    Nuestro encuentro fue celebrado con gran efusividad y, para completar el momento, les trasladé los saludos que Cleopatra¹ me había transmitido para ellos; después, apremié a mis colegas para trasladarnos cuanto antes a la capital.

    —¿Veremos a tu chica o está fuera del país? —preguntó Sheldon.

    —Cierto, ¿qué paso con la belleza? —añadió Parker.

    —Está en Mosul, en un curso de adiestramiento para la policía iraquí; ella sabe dónde estamos y, si puede, vendrá —aclaré a mis amigos.

    —Cuéntanos un poco de tu vida con esa guerrera —insistieron.

    —¡Cómo echo de menos hablar solamente por teléfono! —les respondí, eludiendo el tema entre risas compartidas.

    Después de los avatares compartidos con mi rubia durante el accidentado viaje a Egipto, un chispazo emotivo nos sacudió a ambos. Cleopatra y yo decidimos vivir juntos, ella hizo un gran sacrificio en su carrera y vino a la Florida; después, partimos juntos a la misión actual en el Kurdistán iraquí y, ciertamente, habíamos comentado por aquellos días la falta que nos hacía ver a nuestros aventureros profesores.

    Apenas seis kilómetros nos separaban del alojamiento que, situado en un remodelado edificio, hacía las veces de residencia oficial donde convivían los distintos operativos que venían al país. El emplazamiento contaba con un fuerte dispositivo de seguridad.

    En unos minutos, nos adentramos en el segundo de los cinco cinturones que circunvalan la ciudad para llegar, instantes después, al «Hotelito», apodo con el que denominábamos al ya comentado edificio utilizado por todos los servicios de nuestro país en la zona.

    El miércoles 4 de junio salimos temprano en uno de los todoterrenos que yo había conseguido junto con la autorización de mis superiores, siendo mi responsabilidad garantizar la seguridad de aquella misión arqueológica.

    La carretera que debíamos tomar nacía de una de las principales arterias de la ciudad y, llegados a la zona industrial situada más al norte, una gran recta nos llevaría al encuentro con las montañas por una carretera que cada vez se haría más sinuosa.

    Sheldon y Parker, adormecidos por el cambio horario, entreabrían los ojos y me miraban de reojo sin decir palabra; habíamos salido un tanto precipitados y sin desayunar.

    Evidentemente, mis amigos esperaban alguna solución al respecto, pero me hice de rogar; pasados unos minutos, comenzaron las quejas.

    —Un poco de paciencia, que ya llegamos —les dije.

    —¿Dónde? —preguntaron.

    —A un restaurante americano —respondí.

    —Qué gracioso —respondieron al unísono.

    Durante la primera media hora de carretera, el tráfico fue intenso; en ese y en otros muchos aspectos, aquel país es bastante más moderno de lo que la gente imagina. El paisaje combinaba verdes zonas agrícolas con numerosas poblaciones y no daba la impresión de tener en su camino un restaurante americano precisamente; sin embargo, tenía un as guardado en la manga.

    Antes de afrontar la primera rampa que nos llevaría a la parte más montañosa del viaje, me desvié a la derecha. Un gran letrero anunciando el lugar al que me dirigía espabiló de golpe a mis amigos.

    —¡Villa americana! —gritó Sheldon al ver el cartel.

    —No lo puedo creer, un restaurante americano en medio de la nada, lo tenías bien calladito —añadió Parker.

    Ya en el interior del local, nos acomodamos en la zona acristalada, que permitía una vista clara y diáfana de la extensa y moderna urbanización donde gran parte de nuestros compatriotas disfrutaban de una pequeña ciudad netamente americana.

    Media hora después, y tras ingerir un consistente desayuno, mis amigos se daban por satisfechos. Por mi parte, apuré una cocacola y salimos en dirección a las montañas, que nos acompañarían durante más de hora y media, hasta terminar los ciento veintitrés kilómetros que nos separaban de la famosa cueva de Shanidar².

    Conocía muy bien la zona, pues solo unas semanas atrás, y estando al mando de mi grupo operativo, fuimos avisados por Inteligencia del movimiento de personas sospechosas; a resultas de la intervención, interceptamos un grupo de infiltrados que iban ocultos en varios camiones que se dirigían al norte de Mosul. El descubrimiento de un mapa en poder de uno de los sospechosos nos lanzó a una frenética investigación de la zona que ahora íbamos a visitar. Después de un estudio minucioso del entorno, localizamos una casa de campo donde se ocultaba otro grupo de hombres y esta vez fuertemente armados.

    Las milicias kurdas intervinieron e instaron a rendirse a los infiltrados, que respondieron con una andanada de disparos, iniciándose una seria refriega que fue solventada por los obuses de un carro de combate que exterminó a aquellos suicidas.

    La documentación encontrada entre los restos de aquel grupo de insurgentes nos indicó que habían llegado desde Siria. Aquello disparó las alarmas en nuestra central, cuyo panel operativo se encontraba en un búnker bajo el denominado Hotelito donde había alojado a mis amigos.

    Solo el compromiso personal de garantizar la seguridad de Sheldon y Parker, cuya ficha en la agencia no era ajena para mis superiores, hizo posible que yo pudiera continuar junto a ellos; algo gordo estaba a punto de suceder, todas las luces rojas se habían encendido.

    A las once de la mañana, llegamos hasta un pequeño grupo de casas de campo, una aldea que lleva el nombre de la cueva que íbamos a visitar y situado en el margen izquierdo de la carretera; aparcamos y nos dirigimos hasta uno de los edificios de planta, donde se encontraba la oficina con los responsables de aquel entorno prehistórico.

    En aquellas fechas, no había nadie realizando estudios en el interior de la gruta y tan solo algunos turistas de la zona podían incomodarnos.

    Nos atendió el responsable del área arqueológica y, después de las lógicas presentaciones, le explicamos nuestras intenciones, evidentemente, no las verdaderas, respecto a la famosa gruta que presidía aquel excepcional paisaje.

    Aclarados los aspectos más «crematísticos», el asunto quedó abonado para que nadie se acercara al lugar durante los días que durara nuestro supuesto estudio.

    El acuerdo incluía tres habitaciones para pernoctar y, solventada la logística, arrancamos con nuestro vehículo hasta el aparcamiento situado a los pies de aquel gigantesco palacio de piedra; después, ascendimos por una pequeña senda de suelo empedrado y perfectamente escalonado los ochocientos metros que nos separaban de una vista impactante.

    Desde nuestra visita a Egipto, no había tenido la ocasión de inspeccionar lugares que, por su propia transcendencia, estuvieran al nivel de lo que veía; en este caso, era la propia naturaleza la que había creado aquella inmensa oquedad que, ciertamente, sobrecogía.

    Mis amigos apenas se inmutaron ante mi emocionada visión del lugar, lanzándose rápidamente a ojear las diversas catas arqueológicas esparcidas por la superficie del arcaico interior.

    —Pura deformación profesional —me dije al verlos tan afanosos.

    Después de recorrer hasta el último rincón de aquel grandioso recinto, nos sentamos en la entrada de la gruta y, con la mirada puesta en la verja que cerraba un acceso que nadie gestionaba en aquel momento, tal y como habíamos acordado, Parker echo mano a un bolsillo interior de su chaleco y sacó un sobre que me entregó.

    —Lee la nueva hoja de ruta —me dijo.

    Desde mi llamada telefónica a primeros de año, sabía de su existencia, sin embargo, y por precaución, habíamos desistido de comentar nada que no fuera en persona, aquel era un buen momento y entonces leí rápidamente la nota.

    —¿Tenemos visita? —pregunté.

    —Así es y, a ese respecto, debo comentaros algo.

    —Cuenta, «don secretos» —le dije riendo.

    —Como recordaréis, viajé en septiembre de 2012 a Nicaragua para realizar la entrega de la memoria externa que debía recoger uno de los españoles que darán vida a esta historia³. Aquel mismo día en que contacté brevemente con el español en un restaurante de la ciudad de Granada, alguien más habló conmigo, inicialmente, se presentó como un turista llamado Paul Resu.

    —¿Y quién era realmente? —pregunté.

    —Sé que parecerá una locura, y por eso decidí esperar el momento adecuado para contároslo.

    —Pues empieza, hombre, que te ha costado dos años —añadió Sheldon.

    —La persona que contactó conmigo se apellidaba Resu. ¿No os dice nada?

    —Ese apellido al revés sería User⁴ —respondí.

    Parker cabeceaba afirmativamente mientras Sheldon y yo nos mirábamos con cara de bobos.

    —Esa es la persona que nos visitará —nos confirmó—. Esta tarde tendréis ocasión de conocer a alguien que es la historia viva de miles de años, un hombre inmortal. Lo sé, cuesta asimilarlo.

    El mediodía pasaba de largo y decidimos regresar al pequeño y disperso poblado para comer y descansar, debíamos prepararnos para lo que pudiera ocurrir aquella noche y tal vez renovar nuestra capacidad de asombro.

    A las seis de la tarde, regresamos a la cueva. Millones de años nos recibían con los rayos del sol resbalando por el oeste y dando paso al manto gris que se apoderaba de un interior inmensamente silencioso. Nos adentramos unos pasos y dejamos nuestras mochilas en el suelo; después, colocamos en el suelo tres faroles de gas que activaríamos tan pronto la penumbra se apoderara del arcaico entorno. De pronto, el ruido de un desprendimiento nos hizo dirigir nuestra asustada mirada hacia el fondo de la gruta. Los pequeños movimientos telúricos se daban con relativa frecuencia en la zona, por lo que no era de extrañar que eso fuera lo ocurrido. Tras comprobar que no había más derrumbes que pusieran en peligro nuestras cabezas, giramos la mirada hacia la entrada de aquel túnel natural y un escalofrío nos dejó clavados. La imagen a contraluz de una persona en el centro mismo del umbral de la caverna fijó nuestra tensionada atención.

    Durante unos segundos, recelamos qué hacer y, ante la duda, optamos por quedarnos quietos, sin movernos, casi sin respirar; aunque no lo habíamos comentado entre nosotros, coincidimos en esperar prudentemente a que el visitante se manifestara.

    La tenue cortina de luz en la bocana de la gruta ennegrecía para nuestros ojos la silueta del recién llegado y nos impedía ver de quién se trataba.

    Mi desconfianza innata no me abandonaba y, en mi espalda, a la altura de mi cintura, llevaba la pistola que nunca me defraudaba. No hizo falta echar mano, el extraño habló.

    —Amigos, soy Paul Resu y vengo solo, no hay de qué preocuparse.

    Ni que decir tiene que ver a una persona que ha soplado más de cuatro mil velas impresiona, por muy preparados que creyéramos estar.

    Seldon y yo optamos por seguir expectantes. Solamente Parker, quien ya lo había conocido, se adelantó y le extendió alegremente su mano.

    Aquel hombre, posiblemente el arquitecto más importante de la historia, se acercó decidido, saludó a Sheldon y, por último, a mí, haciendo gala de una simpatía innata. Sin dar pie al inicio de conversación alguna, realizó varios comentarios jocosos sobre el tétrico lugar, consiguiendo que se rompiera el hielo rápidamente; finalmente, explicó que había llegado en un taxi desde Mosul. Podía ser, pero algo me decía que no era verdad. La desconfianza, imprescindible en mi trabajo, me acompañaba de forma natural.

    Parker y Paul Resu recordaron su encuentro en Nicaragua y así fue como Sheldon y yo descubrimos nuevos datos acerca de nuestros interlocutores en España, también del curioso desenlace que propició el hallazgo de la controvertida memoria informática por parte de uno de los españoles.

    Nunca llegué a comprender qué motivaba tanto viaje para las citadas entregas, circunstancia que, sin duda, provocó bastantes quebraderos de cabeza a nuestros amigos europeos.

    Aquello me rondaba por la cabeza y, dada la confianza que mostraba aquel hombre milenario, le hice la pregunta.

    —Discúlpame… No sé si llamarte por tu nombre antiguo o el actual.

    —Como tú quieras, he tenido muchos nombres —me respondió.

    Decidí llamarlo por su antiguo nombre egipcio, parecía lo más correcto.

    —User, ¿qué razón hay para realizar las entregas con tan complicados viajes?

    El arquitecto me miró sonriente.

    —Las respuestas la da siempre el tiempo, amigo mío —argumentó prolongando la sonrisa.

    Instintivamente, cabeceé en positivo; definitivamente, no insistiría por ese lado, estaba claro que aquel hombre no hablaría del tema por el momento; realmente, nos acabábamos de conocer.

    La penumbra se iba a apoderar de la cavidad en breves instantes y encendimos los faroles de gas. User comentó que debíamos esperar a que la noche se cerrara totalmente para mostrarnos aquello que le había llevado junto a nosotros.

    En el exterior del impresionante refugio natural, el tiempo fluía ruidoso al compás del rumor de un cercano torrente, y la luna, en cuarto creciente, llenaba de magia montañas y valles.

    Algunas farolas y las luces de las casas dispersas decoraron el paisaje campestre con un fondo ambiguo y opaco. Los últimos atisbos de luz agonizaban y fue entonces cuando decidí volver a la carga con nuevas preguntas.

    —Arquitecto, ¿regresaste a Egipto?, ¿qué fue de todos tus amigos? —insistí al amparo de la blanca luz de los faroles.

    El arquitecto me miró y, sin decir palabra, recorrió con su mirada la inmensa gruta. Quizás mis preguntas habían llegado tarde y la hora del desenlace de aquella cita era inminente; pasados unos segundos, se dirigió a mí.

    —Un día os contare con detalle esa parte de la historia. Pero sí, pudimos reencontrarnos en la tierra del Marcado y, pasado un tiempo, regresé a Egipto, debía viajar al Sinaí, como bien sabéis. En todas las historias hay una parte triste que ahora no es el momento de recordar, tiempo habrá.

    A las nueve de la noche en punto, nuestro hombre se puso en pie y, farol en mano, se dirigió hacia el centro de la gruta. Nosotros seguimos sus pasos alumbrando el desigual y pedregoso suelo.

    No era mucha la información que había aportado el enigmático visitante y, sin embargo, yo había sacado en claro que nos volveríamos a ver, eso era lo realmente importante para mí.

    User había traído con él una especie de petate, un bolsón de color verde oscuro que dejó en el suelo; tras rebuscar en su interior, sacó, en primer lugar, una esfera plateada de tan perfecto pulido que brillaba de forma natural sin apenas luz; su tamaño simulaba el de una pelota de balonmano. La manipuló con sumo cuidado y después la depositó sobre una piedra de superficie plana, de unos dos palmos de altura.

    —Esta esfera es un objeto que contiene una tecnología que ha absorbido un tiempo pasado y puede mostrarnos todo cuanto ocurrió en él. Imaginaos que podéis entrar en la trama de una película que veis en el cine o la televisión y realizar un viaje en el tiempo sin dejar la actualidad. Sin embargo, os aviso de que sus efectos no son inocuos, pues, al activarse su conexión temporal, se mantiene de forma que caminaremos como fantasmas dentro del pasado. Debemos ser cautos y no entrometernos, de alguna manera las personas que veréis pueden percibirnos. Igualmente, si alguien quedara atrapado por la acción magnética de la esfera, entraría en un estado catatónico y su mente quedaría atrapada en otro estadio del tiempo. Actuad siempre bajo mis indicaciones y dejad las armas que llevéis.

    Yo era el único que portaba una, le hice caso y oculté la pistola en una de las mochilas. Entonces, nos entregó a cada uno un reloj rectangular que no resultó serlo exactamente, en él se observaban dos pequeñas pantallas y tres pequeños botones en el lado derecho, al uso de cualquier reloj normal.

    Según nos explicó, con la primera pantalla y utilizando el primer botón, era el medio para introducir una clave que nos conectaba con aquella esfera plateada. La segunda pantalla, cada vez que pulsáramos el tercer botón, nos indicaría la fecha en que nos encontrábamos dentro del campo temporal que generaría dicho artilugio. El peculiar reloj también tomaba nuestro pulso, de forma que, desde el mismo momento en que tocara nuestra muñeca, se convertiría en intransferible, imposible para nadie más. Para salir y desconectar de todo aquello, debíamos pulsar durante tres segundos el botoncito del centro.

    User rebuscó de nuevo en el bolsón y sacó varias gafas similares a las empleadas para nadar en una piscina, con la única diferencia del color azulado de sus cristales. Nos las colocamos en la cabeza, listas para cubrir nuestros ojos cuando él dijera.

    A su voz, introdujimos en el reloj la clave —7777— y nos colocamos las gafas, así esperamos unos instantes hasta que de la esfera emanó una iluminación azulada, casi hipnótica, que no deslumbraba y, sin embargo, irradiaba hasta el último rincón de la inmensa cueva.

    Hice la prueba de bajar levemente las gafas, comprobando sorpresivamente que la luz irradiada por la esfera no se apreciaba sin aquellas pequeñas lentes. Su espectro luminoso no era perceptible para el ojo humano y la oscuridad en el ancestral recinto era total a simple vista.

    El visitante milenario nos hizo señas para que lo siguiéramos y, de forma obediente, así lo hicimos hasta quedar pegados a la pared rocosa del lado izquierdo de la caverna. Con aquellas peculiares gafas, teníamos una perfecta y azulada visión nocturna que nos permitía movernos sin temor a tropezar.

    De improviso, la esfera nos introdujo en un espejismo visible en tres dimensiones; el tiempo que marcaba nuestro reloj retrocedió hasta el año -13427 y vimos con asombro proyectarse ante nosotros una gran comunidad de personas de piel blanca, con ropajes de cuero bien elaborados y cuyo pelo rubio o pelirrojo resaltaba mucho. Hacían su vida en un valle, recogiendo de una ladera algo similar al trigo o cebada silvestre; otros acompañaban manadas de gamos y cabras en dirección a una

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