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Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía
Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía
Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía
Libro electrónico642 páginas10 horas

Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía

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A la hora de aproximarse a la producción literaria de épocas pasadas, conviene tener en cuenta que las maneras de transmitir y de recibir la literatura han variado considerablemente a lo largo de la historia. Hoy, por ejemplo, solemos acceder a la literatura medieval a través de productos impresos o electrónicos. En este libro se intenta determinar, en la medida de lo posible y a partir fundamentalmente de evidencias textuales internas, la forma primaria de difusión y de recepción de los poemas en cuaderna vía del siglo XIII. A partir de ahí, se proponen posibles contextos receptivos coetáneos para el grupo de obras examinado y se estudian e interpretan algunos de los rasgos constatables en los textos conservados teniendo en cuenta sus formas primarias transmisión y de recepción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2013
ISBN9788437092232
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    Transmisión y recepción primarias de la poesía del mester de clerecía - Pablo Ancos García

    Capítulo 1

    Modalidades de transmisión y recepción de la literatura en Occidente hasta el siglo XIII: Resumen histórico

    Una historia exhaustiva de las formas de comunicación de la literatura en Occidente hasta la Edad Media sobrepasa con mucho el alcance de este libro y la capacidad de su autor.2 El esbozo a gruesas pinceladas que se ofrece a continuación es, pues, necesariamente parcial, esquemático y meramente expositivo.3 Su objetivo es proporcionar un contexto histórico tanto a la problemática teórica sobre la función de la letra y de la voz en la producción y comunicación literarias de épocas pasadas que se expondrá en el segundo capítulo, como a lo que se dirá a partir del tercero sobre los poemas del mester de clerecía.

    1.1. Antigüedad

    Composición oral, transmisión vocal y recepción auditiva dominan todos los ámbitos de la comunicación en la Grecia arcaica. Hacia el siglo VIII a. de C., se introduce la escritura alfabética, que se va extendiendo poco a poco hasta normalizarse y generalizarse hacia el siglo V a. de C. Platón (427-347 a. de C.) muestra recelos por la fijación que tal escritura imponía a una comunicación hasta entonces dominada por la voz y el oído. Para él, los textos escritos no hacen sino repetir una y otra vez lo mismo (Fedro, ed. Fowler 1914: 565) y, por tanto, no son aptos para transmitir el conocimiento, que se adquiere a través de la conversación hablada, en la que emisor y receptor pueden ir variando la forma y el contenido del mensaje.4

    Según Jack Goody e Ian Watt (1996: 61), Platón se encontraba escindido entre su propio modo de operar lógico-racional, crítico, analítico y asociado con la escritura, por un lado, y la nostalgia de un pasado absolutamente oral, vocal y acústico, por otro. A pesar de ello, parece que los temores del filósofo, pionero de una larga lista de intelectuales que refunfuñan ante la novedad, no eran del todo fundados y que no sólo las composiciones orales, sino también los textos escritos de cualquier índole estuvieron puestos al servicio de la transmisión a través de la voz durante toda la Antigüedad (Svenbro 1998: 60 y 93). La propia evidencia textual conservada apunta en este sentido (Balogh 1927).5 A esto habría que añadir el carácter poco favorable para una lectura puramente individual, visual y rápida tanto de las materias sobre las que se escribía (cortezas de árboles —byblos, liber—, hojas de palmera, piedra, arcilla, tela, cuero, tablillas de cera, papiro, etc.), como del soporte material más habitual de la escritura (los rollos —kylindros, volumen—) y del tipo de escritura utilizado (la scriptio o scriptura continua). En cuanto a los productos hoy considerados literarios, en repetidas ocasiones se ha señalado el carácter retórico de los mismos, que casi pide la vocalización. De hecho, ésta adquiría en algunos casos rasgos casi teatrales. Esto ocurre, claro es, con los géneros dramáticos como la tragedia, que, según nos informa Aristóteles (384-22 a. de C.) en su Poética, constaba de argumento, personajes y pensamiento, pero también de dicción (o sea, de la expresión del pensamiento mediante el lenguaje), melodía (ritmo, música, canto) y espectáculo (ed. Richter 1998b: 46-47). La poesía épica, por su parte, carecía de música y de espectáculo, pero no de dicción (1998b: 60), que, sin embargo, no debía ser excesivamente brillante (1998b: 61) y, en todo caso, tenía que ajustarse a la caracterización de los personajes (1998b: 58). En el Ion, Platón se refería al canto como parte constituyente de la recitación de la épica y de otras composiciones poéticas por parte de actores y rapsodas (ed. Richter 1998a: 33).

    Ante este panorama dominado por la difusión vocal y la recepción acústica, se ha debatido si en Grecia llegó a existir la lectura visual, rápida y silenciosa. Josef Balogh (1927) y Marshall McLuhan (1993: 128-30) vinieron a negar su existencia. Bernard Knox (1968), sin embargo, aporta dos ejemplos en los que parece demostrada ya en el siglo V a. de C. en Atenas.6 En la centuria siguiente, Knox (1968: 432-33) observa que en Safo, de Antífanes, aparece una adivinanza en la que se pregunta qué es de naturaleza femenina y tiene hijos que, aunque sin voz, pueden hablar a quienes están lejos, sin que las personas que estén alrededor del destinatario del mensaje los puedan oír. La respuesta es ‘la carta’, de género femenino y con hijos (letras) que hablan a los ausentes. Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (1998: 21) señalan la aparición, hacia la misma época, del verbo dielthein, ‘recorrer’, para designar un tipo de lectura más visual, que recorre el texto escrito. Este tipo de lectura parece darse, sin embargo, más para documentos particulares, cartas y mensajes contenidos en tablillas de cera, que para los productos que hoy consideramos literarios.

    Jesper Svenbro (1998: 80-87) apunta dos factores que pueden haber contribuido a la aparición de la lectura visual y silenciosa hacia el siglo V a. de C. Por un lado, la proliferación de la producción escrita a partir de esta centuria; por otro, la experiencia teatral, que separa, a la vista del receptor, el texto escrito del emisor vocal (visto hasta entonces como mera prolongación del texto). La lectura visual y silenciosa empieza a aparecer representada de manera abundante en el arte estatuario durante la época helenística. Ahora bien, esta lectura:

    siguió siendo un fenómeno marginal, practicada por profesionales de la palabra escrita [...] como si fuera imposible borrar la razón primordial de la escritura griega: producir sonido, no representarle. (Svenbro 1998: 93)

    Con todo, la normalización del alfabeto griego en el siglo V a. de C. contribuye a que, a partir de ese momento, se multiplique la producción escrita. Tanto Platón como Aristóteles eran, al parecer, poseedores de nutridas bibliotecas privadas (Dahl 1982: 29; Millares Carlo 1971: 227). Y legendaria es la de Alejandría, cuya creación se inicia en el siglo III a. de C. y cuyos fondos, en sus distintas dependencias, se cifraban en unos 750.000 rollos en el momento de la destrucción por Julio César, a mediados del siglo I a. de C., de su sede principal en el Museo (Millares Carlo 1971: 228-30; Dahl 1982: 26-29). Si las cifras son ciertas, habrá que esperar milenios hasta la aparición de otra biblioteca similar. Con todo, se ha señalado (Cavallo y Chartier 1998: 22) que la biblioteca de Alejandría, a pesar de su aspiración universal, no era una biblioteca de lectura, sino más bien una manifestación de ostentación y, en el sentido etimológico, un almacén de libros al alcance de muy pocos eruditos. En cualquier caso, su creación generó una escuela impresionante de práctica filológica textual y, por ende, una atención al texto escrito inédita hasta entonces.

    Por su parte, hacia el siglo II a. de C. Roma parece haber adoptado ya de Grecia tanto el aspecto físico del soporte material básico de la escritura (el rollo o volumen), como ciertas prácticas de recepción de las producciones escritas (Cavallo y Chartier 1998: 25; Cavallo 1998: 97-98). En este sentido, se ha dicho que en Roma se fue formando un público literario no muy amplio, pero sí:

    una minoría tan numerosa que puede ser vehículo —oyente o lector— de la literatura [...]. Esta minoría numerosa existió en la antigüedad clásica ya en el ámbito ateniense, probablemente desdes el siglo V, y a partir del siglo III en el helenístico-alejandrino. En Roma se formó tardía y lentamente; no aparece ostensiblemente hasta el final de la República. (Auerbach 1969: 231)

    En cuanto a las modalidades de difusión y de recepción de la literatura, parece que algún tipo de vocalización ante una o más personas, con participación probablemente de la gesticulación, sería la forma primaria de transmisión de la mayoría de los productos literarios que hoy nos han llegado por escrito durante toda la Antigüedad latina (Cavallo 1998: 109-10).7 Al parecer, en ocasiones el autor mismo realizaba una primera vocalización de su obra ante otras personas, con lo que podía darse la ecuación yo de la enunciación (lírico o narrativo) = autor = emisor vocal.8 Por otro lado, los autores parecen cada vez más conscientes de la capacidad de fijación de la escritura y de la necesidad de corregir varias veces antes de consignar definitivamente algo por escrito, lo cual no se opone a la emisión primariamente vocal y la recepción esencialmente acústica de sus composiciones.9 A veces, el libro se ve como un objeto separado del yo enunciador, un al que se apostrofa, como ocurre en Ovidio (43 a de C.-17 d. de C.) y en Horacio.10 Otras, el rollo se convierte en la primera persona de la enunciación, un yo o un nosotros que se dirige al receptor, de manera semejante a lo que ocurría en Grecia con los llamados objetos parlantes (o como ocurrirá en la estrofa 70 del Libro de buen amor). Ahora, sin embargo, el autor queda claramente separado como una tercera persona que manda su obra a un público distante, sentándose las bases para una distinción entre el autor y el emisor vocal de la obra.11

    Con el aumento de la producción escrita, la literatura sale del ámbito privado y de un círculo restringido de literatos. La vocalización a través de la lectura en recitationes en lugares públicos sigue siendo la forma más extendida de difusión de las obras en Roma, y no estaría exenta, seguramente, de una gesticulación que la acompañaría, según prescribía la actio retórica (Cavallo 1998: 110-12). La actuación musical, la representación teatral y la recitación también se daban para distintos géneros. En cualquier caso, aparece una clase lectora (el vulgo, la plebs), que va más allá de los círculos estrictamente literarios y que se extiende por las provincias.12 La mujer queda incorporada a ese público, algo que no se apreciaba, de forma tan generalizada y explícita al menos, en Grecia. Así, Ovidio, por ejemplo, dedica a las muchachas el tercer libro del Arte amatoria, con el que pretende convertirse también en el maestro de «mea turba, puellae», y no sólo de los muchachos, a los que iban dirigidos los dos primeros libros (Arte amatoria III, vv. 811-12; ed. Ciruelo 1983: 210). Surge una especie de ansiedad lectora que puede llegar a ser ya, a veces, objeto de mofa y parodia: Marcial (h. 40 d. de C.-h. 104 d. de C.) se la atribuye a Ligurino, poeta pesado, de quien se queja porque «et stanti legis et legis sedenti, / currenti legis et legis cacanti» (Epigramas III, 44, vv. 10-11; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 230). Es evidente que se trata de un autor-lector en voz alta que persigue al yo lírico por todas partes, pues éste le dice a Ligurino: «sonas ad aurem»; y culmina el epigrama siguiente, sobre el mismo poetastro, con un «tace» (Epigramas III, 44, v. 12, y 45, v. 6, respectivamente; ed. Shackleton Bailey 1993, I: 230 y 232).

    A esta ampliación del público receptor corresponde también, al parecer, una diversificación de las modalidades y contextos de recepción. Así, Cavallo (1998: 113) señala que, además de la recepción acústica de textos leídos en voz alta en espacios públicos, se daría en Roma y en las provincias una lectura individual musitando las palabras y una lectura doméstica, ejercitada por un lector, esclavo o liberto, o por el propio autor. Eric Auerbach (1969: 237) consideraba que sólo el género epistolar en prosa y la novela se destinaban a este tipo de lectura privada o semiprivada, aunque, seguramente, habría que ampliar el tipo de obras así recibidas. Además, como en Grecia, la lectura silenciosa también existiría, pero sería poco frecuente; y no indicaría necesariamente una técnica avanzada de lectura, sino que podría responder a factores tales como el estado físico o de ánimo del receptor (Cavallo 1998: 113). Seguramente, esta práctica sería también más habitual entre los profesionales de la escritura.13 De hecho, Quintiliano señala que el aprendizaje de la lectura es un proceso muy lento que, en última instancia, desemboca en la capacidad, dificilísima de adquirir, de que el ojo recorra el escrito un poco por delante de la voz que lo pronuncia.14 Sea como fuere, parece atestiguada la práctica de una lectura, si no totalmente silenciosa, sí rápida, al menos de documentos contenidos, como ocurriera en Grecia, en tablillas de cera (el soporte material predecesor del códice) y no en rollos.

    En este sentido, acabamos de ver cómo Ovidio y Marcial, entre otros, apostrofan a un receptor singular, al que a menudo se refieren con el nombre de lector. Cabría la posibilidad de que este fuese lector en un doble sentido, a la vez receptor visual de las composiciones y emisor vocal de las mismas, bien para sí mismo o bien para otras personas que asistirían a un acto de lectura en voz alta. Pero también sería posible que se tratase de un lector visual o de la individualización de un oyente, inserto en un público más amplio, que recibe la obra a través del oído. En este sentido, nos encontramos también con toda una serie de obras dirigidas bien a un receptor a quien el autor se refiere, utilizando una doble fórmula, como lector uel/aut auditor o lector et auditor, bien a un receptor cuya actividad se caracteriza como legere uel/aut/et audire. Marcial, por ejemplo, asegura que «lector et auditor nostros probat [...] libellos / sed quidam exactos esse poeta negat» (Epigramas IX, 81, v. 1; ed. Shackleton Bailey 1993, II: 302).15 La interpretación de esta doble fórmula, que, en principio, parece indicar dos modos diferentes de emisión y/o de recepción de las obras, ha sido debatida.16 En el caso de la expresión con la conjunción copulativa, podemos pensar (como, quizá, sugiera el uso de la tercera persona del singular en el ejemplo de Marcial) que el receptor aludido podría ser un lector individual que lee visualmente pero pronuncia las palabras (y, por tanto las oye) casi al mismo tiempo; o que alude a un solo individuo que utilizaría dos modos diferentes de acceder a las obras en dos momentos distintos (en uno mediante la lectura visual y en otro mediante la participación en un acto público o privado de vocalización); o bien que el narrador-autor se refiere al emisor vocal y al receptor acústico como personas distintas y que la concordancia verbal se da con uno solo de los dos elementos que componen del sujeto. En el caso de que la conjunción que une los términos de la expresión sea disyuntiva, se podría pensar en dos modos posibles de recepción de la obra (lectura visual o recepción acústica), practicados por dos tipos de receptores diferentes en distintos contextos de recepción; pero también sería posible que el autor se estuviera refiriendo tanto al lector en voz alta (es decir, al emisor vocal de la obra) como al receptor acústico al mismo tiempo. Y siempre cabría la posibilidad de que ambas expresiones fueran clichés exentos de significado o de que no hubiera ninguna diferencia entre ellas.17

    Todo esto parece apuntar en Roma a una multiplicidad de formas posibles, más o menos usuales, de transmisión y de recepción de la literatura y, en general, de los textos escritos. Algunos datos externos vendrían a corroborar esta variedad. Así, se tiene noticias de la existencia y expansión del comercio de libros a partir de la época de Cicerón (Dahl 1982: 36-41; Millares Carlo 1971: 54-55). El librero (bibliopola), productor y vendedor de libros, tenía a su servicio esclavos especializados (librarii) que podían llegar a producir hasta mil copias de un mismo texto. Los potentados tenían, asimismo, talleres de copia privados. Las primeras bibliotecas privadas son de conquista y ostentación, pero pronto se convierten en parte del otium señorial, cosa que ocurre ya hacia el siglo I a. de C. (Cavallo 1998: 99-101). En Hispania se tienen noticias de la existencia de bibliotecas privadas en una media docena de ciudades (Escolar Sobrino 1998: 13); la primera pública que se conoce es la de Asinio Polión en el siglo I a. de C. (Millares Carlo 1971: 231-34). Luego Augusto (siglo I a. de C.) y Trajano (siglo I d. de C.) construirían monumentales bibliotecas públicas en Roma (la Octaviana y la Palatina, el primero; la Ulpia, el segundo). Fuera de Roma la más notable, aunque tardía, es la de Constantinopla (siglo IV d. de C.).

    El auge en la producción de libros y la proliferación de bibliotecas privadas y públicas tienen su correlato también en las transformaciones del libro como objeto material. Cavallo (1998: 107) ha señalado cómo, hasta los siglos II y III d. de C., leer un libro equivalía a leer un rollo o volumen. Esta apariencia física limitaría la capacidad de movimientos del lector o del emisor vocal, que tendría ocupadas las dos manos, y haría difícil una lectura de consulta, facilitando, quizá, la vocalización de lo escrito (Cavallo 1998: 108). La práctica de la scriptio continua y de formas de escritura que no separaban las palabras mediante espacios claramente perceptibles al ojo favorecería también, según Paul Saenger (1997: 7 y 298), la vocalización y explicaría, quizá, la dificultad que atribuía Quintiliano a la actividad de la lectura en la que el ojo debía recorrer primero lo que la boca pronunciaba después, sin ayudas gráficas que delimitaran el campo visual. El paso del rollo o volumen al codex, el libro con páginas, cuyo precedente formal se encontraba en las tablillas de cera, y la paulatina sustitución del papiro por el pergamino (membrana) como material sobre el que se escribía también podrían haber tenido su efecto en la recepción de lo escrito. Así, resulta significativo que, en todos los casos anteriormente citados en que parece sugerirse una lectura ocular rápida, ésta se refiere, como ocurría en Grecia, a escritos contenidos en tablillas de cera, no en rollos, que la dificultarían enormemente. Es, asimismo, digno de reseñar que la tarea de copia, en los talleres de los bibliopolas o en los establecimientos privados, era prácticamente siempre al dictado, pues resulta muy difícil copiar visualmente de un rollo. En cuanto al material sobre el que se escribía, el uso de la piel de animales es muy anterior al siglo II a. de C., cuando adquiere forma definitiva la biblioteca de Pérgamo. Sin embargo, es posible que en su perfeccionamiento y triunfo definitivo jugase un papel importante esta biblioteca, donde por primera vez se utilizó de forma masiva, quizá debido a la prohibición de exportar papiro impuesta en Egipto a raíz de las quejas de su biblioteca rival, la de Alejandría. Es posible, además, que el pergamino resultara más barato que el papiro. En cualquier caso, el pergamino permitía una producción continua en cualquier zona geográfica no dependiente de la importación de papiro y, al ser más resistente que éste, posibilitaba el uso de las dos caras del folio para la escritura y ofrecía una mayor durabilidad. El pergamino no resultaba apto para los rollos por su rigidez, pero era óptimo para los códices, ya que sí permitía el doblado. En éstos se utilizó el papiro esporádicamente, pero el pergamino se impuso rápidamente.

    El codex, pues, podía contener mucho más texto que el rollo. Además, facilitaba la localización de la materia, posibilitaba una lectura más móvil desde un punto de vista físico, al liberar una de las dos manos, y permitía una reorganización de los contenidos del libro con la contención de más de una obra en el mismo objeto material. Marcial habla maravillas de la novedad del códice de pergamino y recomienda al comprador de sus poemas que adquiera libros «quos artat brevibus membrana tabellis», alabando la enorme capacidad de almacenamiento de lo escrito del códice de pergamino (Epigramas I, 2; ed. Shackleton Bailey, 1993, I: 42).18 Marcial parece dar a entender, asimismo, que el códice, de tamaño reducido, permitiría una lectura más ágil y libre. El cristianismo vendrá a darle un impulso definitivo hacia los siglos II y III d. de C. La compresión y reorganización del texto escrito que supone el códice provoca la creación de toda una serie de convenciones editoriales (Cavallo 1998: 129-30): nuevos tipos de escritura; títulos iniciales y finales; el sistema de incipit / explicit insertos en el propio texto para marcar el inicio y final de una misma composición; paginación; ornamentación e ilustración; etc. Paralelamente a estas convenciones, el códice va adquiriendo mayor tamaño. Se abren así las puertas hacia un tipo de lectura más fragmentario, por segmentos, frente a la lectura panorámica del rollo (Cavallo 1998: 131), lectura que, sin embargo, no se impondrá hasta mucho más tarde. Y es que a este auge del códice y de sus potencialidades corresponden cronológicamente la desintegración del Imperio romano y un descenso en la alfabetización, con la progresiva diversificación del latín en los distintos vernáculos. Estos factores acaban por provocar la desaparición del público receptor de literatura relativamente amplio que acabamos de describir, un público que ya se habría desintegrado hacia los siglos V o VI de nuestra era (Auerbach 1969: 245). La recepción del latín como lengua escrita va quedando cada vez más reducida al ámbito religioso, se atomiza en diversos centros de saber y carece de las connotaciones de lectura recreativa, del otium, que tenía en Roma, convirtiéndose en una lectura de formación espiritual y moral. Como apunta Cavallo:

    de una lectura libre y recreativa se pasaba a una lectura orientada y normativa. El «placer del texto» fue sustituido por una labor lenta de interpretación y de meditación [...]. El códice paulatinamente se había convertido [...] en el instrumento del tránsito de una lectura «dilatada» de numerosos textos –difundidos entre un público variado y estratificado, como era el de los primeros siglos del Imperio– a una lectura «intensiva» de pocos textos, sobre todo la Biblia y el Derecho, leídos, releídos y leídos de nuevo. (1998: 132-33)

    1.2. Edad Media

    Poco a poco, pues, el ámbito de las instituciones religiosas se convierte en el principal (y prácticamente único) contexto receptor y transmisor de la literatura de la Antigüedad y en el primordial foco productor de nuevas obras, de inspiración religiosa, moralizante y didáctica en su mayor parte. La recepción de la literatura adquiere una función utilitaria, subordinada a la adquisición de conocimientos lingüísticos, morales y espirituales. Se reduce el número y la gama de obras que se consumen. La progresiva evolución del latín y su diversificación en los distintos vernáculos determinan también en buena medida los procesos receptivos, que, al parecer, adquieren modalidades un tanto diferentes en función del sustrato lingüístico de cada zona. En efecto, como señala Walter Ong (1984: 6), llega un momento en que el latín se convierte en una lengua básicamente textualizada, que se hablaba sólo después del aprendizaje de su escritura.

    De forma muy general, las modalidades en que se produce la recepción literaria a lo largo de la Edad Media Latina han sido divididas en dos grandes etapas (Petrucci 1999: 183-96; Cavallo y Chartier 1998: 30-34; Parkes 1998; Hamesse 1998). En la Alta Edad Media se practicaba una forma de recepción de lo escrito pausada y lenta, meditada, rumiada. Se accede a pocas obras, que se consumen de cabo a rabo una y otra vez. A partir de finales del siglo XI y, sobre todo, del XII, con el proto-escolasticismo y el escolasticismo, se pasa a una recepción de un número mayor de obras, pero de forma más fragmentaria y rápida, con menos tiempo para la asimilación, un tipo de recepción que se consolidará a lo largo de los siglos XIII y XIV. La vista cobra cada vez más importancia, aunque sin descartar nunca al oído, y se favorece un acceso en diagonal a los textos.

    Para la Alta Edad Media, Armando Petrucci (1999: 184) distingue tres tipos posibles de recepción en los centros religiosos: la lectura privada en silencio; la lectura privada en voz baja, susurrando las palabras, base de la ruminatio meditativa, de la manducatio de la palabra; y la recepción grupal auditiva a través de la difusión de los textos mediante una lectura en voz alta por parte de un lector (en el refectorio, en la celebración de los oficios divinos y, quizá, en las escuelas monásticas).

    En cuanto a la primera forma de recepción, la lectura ocular en silencio, hemos visto que ya debía de existir en la Antigüedad, pero que su práctica no parece haber sido muy corriente. Lo mismo podría decirse del período inmediatamente posterior. Así, el ejemplo al que se vuelve una y otra vez resulta problemático. San Agustín (354-430), en sus Confesiones (VI, 3), señala que San Ambrosio «rumiaba» (ruminaret) el pan de Cristo «con la boca interior de su corazón» (occultum os eius, quod erat in corde eius).19 En el escaso tiempo libre que le dejaban sus ocupaciones, Ambrosio, obispo de Milán, se retiraba a sus dependencias privadas, que siempre dejaba abiertas, donde

    se dedicaba a reparar el cuerpo con el sustento necesario o el alma con la lectura (lectione). Cuando leía, sin pronunciar palabra ni mover la lengua, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido (cum legebat, oculi ducebantur per paginas et cor intellectum rimabatur, vox autem et lingua quiescebant) [...]. Cuando yo entraba a menudo a verle, le hallaba leyendo en silencio, pues nunca lo hacía en voz alta (eum legentem vidimus tacite et aliter numquam). Me sentaba a su lado sin hacer ruido —pues ¿quién se atrevería a molestar a un hombre tan absorto?— y pasado un tiempo me marchaba [...]. Sospecho que leía así por si alguno de los oyentes, suspenso y atento (auditore suspenso et intento) a la lectura, hallaba algún pasaje oscuro en el libro que leía (ille quem legeret), exigiéndole que se lo explicara (exponere) u obligándole a exponer (dissertare) las cuestiones más difíciles [...]. Aunque quizá la razón más fuerte para leer en voz baja era la conservación de su voz (causa servandae vocis [...] poterat esse iustior tacite legendi), pues se ponía ronco con suma facilidad. Cualesquiera que fueran sus razones, ciertamente eran buenas. (Traducción española, en Rodríguez de Santidrián (ed.) 1990: 144-45; interpolaciones latinas entre paréntesis, en Simonetti et al. (eds.) 1993, II: 96)

    El pasaje ofrece más de un problema interpretativo. Parece evidente que San Agustín se admira ante la práctica de San Ambrosio (a la que se llama lectio), no tanto (Carruthers 1990: 171 y 330) por lo inusitada, como por el hecho de que el obispo de Milán leyera siempre de esa manera.20 Además, también es claro que alaba las ventajas de tal práctica, pues permitía a San Ambrosio abstraerse de todo lo que le rodeaba (que era mucho) y escudriñar interiormente y sin distracción el contenido del mensaje. Sin embargo, dudo que aquí se esté aludiendo a una lectura puramente silenciosa, como la que hoy en día practicaría «un lector que estuviera sentado con un libro en un café frente a la iglesia de San Ambrosio en Milán, leyendo, tal vez, las Confesiones de san Agustín» (Manguel 2001: 68-69).21 La versión española traduce tacite legere ora como ‘leer en silencio’, ora como ‘leer en voz baja’; y vox et lingua quiescebant se interpreta como ‘sin pronunciar palabra y sin mover la lengua’, cuando podría querer decir, simplemente, que la voz y la lengua de San Ambrosio reposaban, sin que sea necesario suponer un enmudecimiento total. Lo único que el texto de San Agustín implica es que los que se encontraban alrededor de Ambrosio no podían entender lo que éste decía, no que leyera en absoluto silencio. En este sentido, Jorge Luis Borges ya vio que de lo que se está hablando aquí es del «arte de leer en voz baja» (1976: 112), aunque, a la luz de los datos aportados arriba, exagerara diciendo que San Ambrosio fue el primero en practicarlo y romantizara mucho las implicaciones posteriores de esta práctica. Como señala Carruthers (1990: 171), en este pasaje se distingue entre una actividad emisora, la pronuntiatio (la lectura en voz alta del oficiante religioso, del maestro o de quien ostenta el conocimiento a uno o más oyentes, que pueden hacer preguntas); y otra receptora, la meditatio personal, interior, que es la que practica San Ambrosio. El hecho de que se pronunciaran o no las palabras no parece excesivamente significativo, pues, al fin y al cabo, incluso hoy en día, en la práctica de la lectura silenciosa, se produce un movimiento de las cuerdas vocales (Chaytor 1945: 6; McLuhan 1993: 136).22 Sí es llamativo, no obstante, el enorme grado de concentración que supone lo que está haciendo San Ambrosio, concentración que le permite captar el significado último del texto escrito y que, como veremos, al parecer resultaba difícil de alcanzar.

    Una distinción semejante entre lectura como proceso receptor privado y como actividad emisora ante una comunidad queda establecida de modo explícito un poco más tarde por Casiodoro (h. 490-583), fundador de Vivarium. Como indica Petrucci (1999: 184), en su «Prefacio» a De institutione divinarum litterarum Casiodoro establece una diferencia entre la sedula lectio y la simplicissima lectio (ed. Migne 1995, 70: 1109). La primera actividad receptora es intensiva, interior y privada (solitaria o realizada con la ayuda de unos pocos colaboradores), y permite atravesar inmediatamente el sentido de los textos. La segunda es más bien una actividad de emisión vocal y de recepción acústica grupal, apropiada para los monjes menos cultivados.

    En este sentido, Malcolm Parkes (1998: 137) señala cómo la hermenéutica de la recepción del texto escrito en la Alta Edad Media seguía la de la Antigüedad y abarcaba la lectio o desciframiento del texto (discretio) mediante el análisis de sus componentes gramaticales para poder leerlo en voz alta (pronuntiatio); la emendatio o corrección del texto; la enarratio o análisis de sus características retórico-literarias y semánticas; y el iudicium o valoración de sus cualidades estéticas y de contenido. La habilidad de San Ambrosio, de San Agustín y de Casiodoro parece haber consistido en poder realizar todo este complejo proceso de forma fluida, acortando así el largo camino que va del texto escrito a la mente, un camino que, típicamente, había de entrar por los ojos o los oídos, salir por la boca y volver a entrar por el oído repetidas veces hasta ir quedando fijado en el intelecto. San Isidoro de Sevilla (h. 562-636) muestra ya una conciencia de la autonomía entre la palabra escrita y la hablada, al considerar las propias letras como símbolos de las cosas (Parkes 1993: 20-23 y 1998: 143), un requisito previo para que se produzca la conexión entre escritura y mente indispensable para un acceso más rápido a los textos (requisito que ya encontrábamos en la Grecia del siglo IV a. de C. en la adivinanza de Antífanes aludida en el apartado anterior). Así, San Isidoro señala:

    litterae autem sunt indices rerum, signa verborum, quibus tanta vis est, ut nobis dicta absentium sine voce loquantur. [Verba enim per oculos non per aures introducunt]. (Etimologías I, 3, 1; ed. Oroz Reta et al. 1982-83, I: 278)23

    La Regla de San Benito (h. 540) pone también de relieve una distinción entre un tipo colectivo de emisión vocal y de recepción puramente acústica de los textos religiosos (en el refectorio, en los oficios divinos), por un lado, y la práctica de la lectura privada, que debía hacerse de forma absolutamente individual, pero que, de lo que puede deducirse, suponía vocalización. Así, en el capítulo 48, se señala que los hermanos deben ocuparse todos los días durante cierto tiempo en labore manuum y en lectione divina. Desde Pascua hasta el primero de octubre se determina que los monjes:

    ab hora autem quarta usque hora qua sextam agent lectioni vacent. Post sextam autem surgentes a mensa pausent in lecta sua cum omni silentio, aut forte qui voluerit legere sibi sic legat, ut alium non inquietet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

    Desde el primero de octubre hasta la Cuaresma se prescribe que los hermanos:

    usque in hora secunda plena lectioni vacent [...]. Post refectionem autem vacent lectionibus suis aut psalmis. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

    Sin embargo, durante la Cuaresma:

    a mane usque tertia plena vacent lectionibus suis [...]. In quibus diebus quadragesimae accipiant omnes singulos codices de bibliotheca, quos per ordinem ex integro legant; qui codices in caput quadragesimae dandi sunt. Ante omnia sane deputentur unus aut duo seniores qui circumeant monasterium horis quibus vacant fratres lectioni, et videant ne forte inveniatur frater acediosus qui vacat otio aut fabulis et non est intentus lectioni, et non solum sibi inutilis est, sed etiam alios distollit. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229)

    Si se encuentra un monje así, habrá que corregirle y, si persiste en su actitud, castigarle para ejemplo de los demás. En cuanto a los domingos, se prescribe que:

    lectioni vacent omnes, excepto his qui variis officiis deputati sunt. Si quis vero ita neglegens et desidiosus fuerit, ut non velit aut non possit meditare aut legere, iniungatur ei opus quod faciat, ut non vacet. (Ed. Monjes de la Abadía de Glenstal y Holzherr 1994: 229-30)

    La Regla de San Benito hace, pues, hincapié en ese tipo de recepción privada a través de la lectura en voz baja, requisito previo de la meditación. Además, se pone de relieve la dificultad, a la vez que la necesidad, de alcanzar el grado de concentración necesaria (el monje ha de estar intentus lectioni) para realizar tal tipo de lectura, de manera que no se moleste a los demás y se pueda captar el significado último del texto. Nos encontramos, pues, ante una lectura reposada, lenta, hecha de cabo a rabo, de principio a fin (per ordinem ex integro), de una cantidad de texto muy reducida (a cada hermano se dará singulos codices una vez al año, al parecer). Se trata de rumiar la palabra de Dios hasta exprimir al máximo su sentido espiritual, y digerirla y asimilarla por completo en el intelecto, como se pone de relieve, por ejemplo, en uno de los sermones atribuidos a San Agustín:

    Et [...] lectiones divinas [...] et legere et audire debetis, ut de ipsis in domibus vestris, et ubicumque fueritis, etiam loqui et alios docere possitis, et verbum Dei, velut munda animalia, cogitatione assidua ruminantes, utilem succum, id est, spiritualem sensum, et vobis sumere. (Ed. Migne 1995, 39: 2022)

    El contenido de las obras debe rumiarse, repetirse una y otra vez hasta llegar al intelecto y, a partir de ahí, ser almacenado en la memoria.24 Y en la Edad Media, junto a métodos mnemotécnicos eminentemente visuales (como los que se han apuntado de Quintiliano y los que aparecerán, sobre todo, con el escolasticismo), la repetición vocal-auditiva parece haber desempeñado un papel fundamental (Carruthers y Ziolkowski 2002: 1-23).

    Este sermón atribuido a San Agustín incluye la doble fórmula legere et audire, que parece poner de relieve la persistencia de diversos tipos de recepción que necesitan tanto de la vista como del oído (Green 1994: 178). Un recorrido a través de los 221 tomos de la base de datos electrónica de la Patrología latina (Migne 1995), que recoge obras principalmente de entre 200 y 1216, ofrece la siguiente frecuencia de aparición de las diversas modalidades de la doble fórmula:25

    Predomina la fórmula con las conjunciones disyuntivas (76 apariciones, frente a 17 con la conjunción copulativa). Los casos en que el primer elemento es legere/lector son, asimismo, más abundantes (62 apariciones frente a 31 que empiezan por audire/auditor). La frecuencia de aparición de estas expresiones parece bastante constante a lo largo de todo el período cubierto. En el apartado anterior, se ha apuntado, respecto de la literatura latina, lo problemático de la interpretación de esta doble fórmula. Lo mismo ocurre con los textos patrísticos. No obstante, llama la atención una serie de aspectos. En primer lugar, el lector ya no es calificado de amice o delicate; para San Jerónimo (h. 342-420), San Agustín, Pedro el Venerable (h. 1092-1156), Juan de Salisbury (h. 1115-80) o Felipe de Harvengt (fines del siglo XII) es pudicus, pudicus et religiosus, prudens, sobrius, devotus o peritus. El cambio de orientación de la literatura parece evidente. En segundo lugar, y sin pretender otorgar un carácter definitivo a esta afirmación, la fórmula con la conjunción copulativa parece hacer referencia más bien a una actividad receptora individual a través de la lectura privada en voz baja. Así, en la Alia vita Sancti Bonifacii de Othlonus Sancti Emmerammi Ratisponensis, se lee:

    nos quoque in hoc terminum ponamus libelli praesentis, quatenus ad tempus cessante labore, legendi lector et auditor vires possit reparare. (Ed. Migne 1995, 89: 653)

    La concordancia del verbo possit es en tercera persona del singular, como ocurría con el ejemplo de Marcial aducido en el apartado anterior, lo que podría querer indicar que lector et auditor eran una misma persona que leía y, pues pronunciaba las palabras, oía también el texto; o bien que accedería a la obra de dos modos diferentes en distintos momentos. Por contra, y en tercer lugar, algunas de las citas con la conjunción disyuntiva parecen apuntar hacia audire y legere como dos actividades bien delimitadas (receptora la primera, predominantemente emisora la segunda), realizadas por dos personas diferentes, el receptor (auditor) y el emisor vocal (lector). Así ocurre, por ejemplo, en el «Prólogo» de la Vita Sancti Aldegundis de Hucbaldus Sancti Amandi, en el que se distingue entre legere y audire legentem y entre las acciones del lector (recitare), del cantor (cantare) y del predicador (exponere):

    Ignorantia neminem, qui legere vel audire potuerit legentem [las vidas de santos], excusabit. Ubi jam Scripturae verba non resonant? In ecclesiis a lectoribus quotidie recitantur, a cantoribus delectabiliter cantantur, a praedicatoribus utiliter exponuntur. (Ed. Migne 1995, 132: 859)26

    No obstante, como se acaba de señalar, siempre es posible que la doble fórmula tenga significados diferentes en obras distintas. Así, por ejemplo, Juan de Salisbury se dirige en el «Prólogo» de su Polycraticus ya a un lector et auditor (ed. Giles 1969, III: 16), ya a un lector uel auditor (ed. Giles 1969, III: 14), sin que parezca establecerse ninguna distinción entre los dos.

    Sea como fuere, en el contexto religioso de la Alta Edad Media latina la letra y la voz, la vista y el oído colaboraban, en íntima simbiosis, en la labor de difusión y de recepción de las obras, y esto a pesar de que el latín se convirtió en una lengua textualizada (Ong 1984: 6). Se aprecian diferencias, sin embargo, en los tipos de recepción de las obras dependiendo de la cultura, de la clerezía de los clérigos ordenados. Los más letrados, como San Ambrosio, San Agustín, Casiodoro o San Isidoro de Sevilla, parecen haber salvado con más facilidad el hueco entre palabra escrita e imagen de las cosas que quienes poseían una cultura menos elevada, para los que era indispensable pasar por la vocalización. En los primeros, la letra y la vista desempeñan, quizá, una función más predominante que la voz y el oído, pero sin descartarlos en modo alguno, pues transmisión vocal y recepción acústica siguen jugando un papel fundamental en la meditación, en la ruminatio que ha de seguir a la lectura individual, así como en la lectura colectiva. A partir del siglo VI parece concederse más importancia a la lectura ocular individual, como demuestra la regla de San Benito, pero las dificultades para adquirirla son numerosas. En este sentido, a la propia dificultad de leer se añadía la de leer el latín. Como ha puesto de relieve Auerbach (1969: 277-78), la preocupación por la formación del clero se da ya desde muy pronto (el Concilio de Vaison en el año 529; la época carolingia, etc.) y llega, para la época que nos interesa aquí, hasta el IV Concilio de Letrán (1215) y aun después. A principios del siglo IX se celebran los primeros concilios en los que se apunta la conveniencia de la predicación en lengua vulgar (Tours, Maguncia) y continúa la preocupación por la educación del clero. De fines del siglo VIII es la recomendación, procedente de los Capitula ad presbyteros parochiae suae del obispo Teodulfo de Orleans, de que:

    qui scripturas scit, praedicet scripturas; qui vero nescit saltem hoc quod notissimum est plebibus dicat. Nullus ergo se excusare poterit quod non habeat linguam unde possit aliquem aedificare. (Ed. Migne 1995, 105: 200; y véase Auerbach 1969: 278 y n. 87)

    El consejo se repetirá en los siglos siguientes (véanse Migne (ed.) 1995, 119, 140 y 161: 709, 636 y 481, respectivamente; y Auerbach 1969: 278). Precisamente, el conocer sólo un tipo de misa es de lo que se acusa al clérigo simple del milagro IX de los MNS. A este respecto es también relevante la idea, recogida en primer lugar por Gregorio Magno a finales del siglo VI y recurrente a lo largo de la Edad Media, de que la pintura es a los analfabetos lo que la escritura a los que saben leer (Migne (ed.) 1995, 77: 1128). Sobre ella volveremos en el capítulo 4.

    Los siglos XI y XII marcan un hito en la historia de la lectura (Cavallo y Chartier 1998: 32). Las prácticas de la escritura y de la lectura, separadas con anterioridad, pasan a exigirse mutuamente (Cavallo y Chartier 1998: 32; Petrucci 1999: 73-91). Si antes se solía escribir para almacenar y se leía poco, ahora se puede escribir para leer y leer para componer. Surgen tratados de la lectura, como el Didascalicon: De studio legendi, compuesto en los años 20 del siglo XII por Hugo de San Víctor (h. 1096-1141). Como ha puesto de relieve Saenger (1997: 245 y 415-16; 1998: 191), en el Didascalicon se distinguían tres formas de lectura, en las que el orden y el método son esenciales:

    Trimodum est lectionis genus: docentis, discentis, vel per se inspicientis. Dicimus enim ‘lego librum illi’, et ‘lego librum ab illo’, et ‘lego librum’. (Didascalicon III,vii; ed. Buttimer 1939: 57-58)

    Hugo de San Víctor presenta, pues, una asociación clara entre la lectura y el mundo escolar, asociación que se hará fundamental a partir de la formación de las universidades a finales del siglo XII. De la lectio divina se pasa a la lectio scholastica. Además, se contempla la posibilidad de la lectura individual, actividad que se caracteriza con el verbo inspicere, que, como señala Saenger (1997: 245), tiene una connotación visual evidente y entronca con el uso de videre como verbo para designar la lectura por parte de monjes de las Islas Británicas desde el siglo VII y, a partir del siglo XI, también de autores y copistas en el continente. Por último, Hugo de San Víctor da por sentado que con la expresión ‘leer un libro’, sin complementos, se está haciendo alusión a esta actividad receptora eminentemente visual, a la inspección textual.27

    En este sentido, Juan de Salisbury señalaba la ambigüedad léXIca del verbo legere y establecía, en pleno siglo XII, una distinción entre éste y prelegere (Hamesse 1998: 162; Saenger 1997: 246 y 416, y 1998: 193):

    Sed quia legendi uerbum equiuocum est, tam ad docentis et discentis exercitium quam ad occupationem per se scrutantis scripturas; alterum, id est quod inter doctorem et discipulum communicatur, (ut uerbo utamur Quintiliani) dicatur prelectio, alterum quod ad scrutinium meditantis accedit, lectio simpliciter appelletur. (Metalogicon I, XXIV; ed. Webb 1929: 53-54)28

    Con la terminología de Juan de Salisbury, se pone de relieve una vez más que la operación eminentemente visual de escrutar las escrituras por uno mismo, con la evidente interiorización del acto receptor que conlleva, se denomina como lectio; y se considera la prelectio una herramienta fundamental en el proceso de enseñanza y aprendizaje.

    No obstante, como señala Michael Clanchy (1993: 252), Juan de Salisbury se encontraba, a mediados del siglo XII, en plena controversia entre nominalistas y realistas, y tenía serios problemas a la hora de definir lo que eran las letras:

    Littere autem, id est figure, primo uocum indices sunt, deinde rerum, quas anime per oculorum fenestras opponunt et frequenter absentium dicta sine uoce loquuntur. (Metalogicon I,xiii; ed. Webb 1929: 32).

    Estamos aquí a medio camino entre San Agustín y San Isidoro, pues, lo que corrobora la dificultad para salvar el hueco entre palabra escrita y cosa representada sin pasar por la palabra hablada todavía en pleno siglo XII. Por eso, no es de extrañar que, en la segunda década del siglo XIII, Richalm, abad de Schöntal, en su Liber revelationum de insidiis et versutiis daemonum adversus homines, se quejara de que a menudo los demonios le interrumpían cuando realizaba su lectio eminentemente visual y meditativa (cum lego solo codice, et cogitatione) y le obligaban a pronunciar las palabras escritas en voz alta (ore legere), desconcentrándole, haciéndole salir de su ensimismamiento mediante la palabra hablada externa y privándole así del conocimiento íntimo que buscaba.29 En efecto, este contacto íntimo y ensimismado con el escrito es puesto de relieve por la orden del Císter, como lo era ya en la Regla de San Benito, pero sigue acarreando problemas a la hora de producirse. De hecho, se ha señalado que «the medieval reader, with few exceptions [...] was in the stage of our muttering childhood learner» (Chaytor 1945: 10). Esta comparación es, probablemente, inadecuada, porque no tiene en cuenta las implicaciones que conllevaba la ruminatio en voz baja, que no respondía necesaria ni exclusivamente a una incapacidad o falta de destreza, sino que emanaba también de una necesidad intelectual y éticoreligiosa. Por tanto, las razones de que se llevara a cabo la lectura de este modo son muy diferentes en el niño actual y en el hombre medieval. Sin embargo, la afirmación de H. J. Chaytor podría servir como buena descripción del modo en que se leía durante un período que se extiende, para lo que nos concierne aquí, al menos, hasta el siglo XIII.

    En este sentido, se ha afirmado que la principal aportación del escolasticismo a la práctica de la lectura es su regulación como método didáctico (Hamesse 1998: 162), como se aprecia en Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury. La aparición de las universidades a partir de finales del siglo XII y la creación de las órdenes religiosas mendicantes en el siglo XIII desempeñarán también una función fundamental en este sentido. Por tanto, parece que, frente a las opiniones de Chaytor (1945) y McLuhan (1993), mucho antes de la invención de la imprenta «el estudio visual del texto sustituyó a la audición» (Hamesse 1998: 164). La lectio o prelectio (en el sentido que Juan de Salisbury da al término) ocupa un lugar central en el curriculum universitario y se convierte en la llave de acceso, junto con la disputatio y la praedicatio (Hamesse 1998: 172), no sólo a las siete artes liberales comprendidas en el trivium (gramática, retórica y lógica o dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), sino también a los estudios superiores de derecho, medicina y teología. Se trata de una actividad, emisora por parte del profesor y receptora por parte de los estudiantes, en la que la vista y la voz, el oído y la letra desempeñan un papel fundamental.

    Este cambio de actitud apreciable a la hora de recibir los textos tiene su correlato en el modo de componerlos, producirlos y almacenarlos. Así, en cuanto a la presentación de lo escrito sobre la página, durante la Alta Edad Media se empieza por abandonar la scriptura continua, primero en las Islas Británicas y en las zonas continentales de Europa en las que la romanización no había sido completa y los vernáculos no tenían su origen en el latín (Saenger 1982 y 1997). De este modo, en las zonas periféricas del antiguo Imperio romano es donde, al parecer, se percibe más pronto y más claramente la escritura como manifestación autónoma de la lengua (Parkes 1998: 143). Además, a partir de la escritura cursiva latina aparecen en toda Europa nuevos tipos de escritura minúscula con rasgos geográficos marcados. Desde finales del reinado de Carlomagno, la escritura carolina se va extendiendo por toda Europa. En la Península Ibérica cala en la zona pirenaica ya en el siglo IX, pero no se adoptará plenamente hasta el XII en toda la zona cristiana (Millares Carlo 1971: 47). Se introducen, empezando asimismo en las Islas Británicas, signos de puntuación nuevos y comienza el uso de las mayúsculas (Parkes 1993 y 1998: 145-50). Todo ello facilita el acceso visual a los textos.

    En cuanto a los libros en sí, Clemente y Orígenes estudiaron en Alejandría y fundaron bibliotecas. San Jerónimo y San Agustín poseyeron también bibliotecas. Tras la caída del Imperio romano, la Iglesia se convierte en el principal agente productor y conservador de libros en toda la cristiandad occidental. Casiodoro prescribe en Vivarium el estudio y copia de textos religiosos, pero también paganos, griegos y latinos. Los benedictinos otorgan gran importancia a la lectura y la copia de libros es una de sus actividades fundamentales. Los monjes irlandeses también desempeñan una función destacada en la transmisión escrita de obras religiosas y de la Antigüedad e introducen innovaciones importantes. Hacia el siglo VI cuentan ya con más de trescientos establecimientos en Irlanda y Escocia (Dahl 1982: 52-53), que se extienden después por el continente. El renacimiento carolingio da, asimismo, un impulso a la actividad monástica a partir del siglo VIII. En la España visigoda, Hipólito Escolar Sobrino (1998: 22-25) cifra en más de cien los centros de enseñanza en catedrales y monasterios, con focos culturales esparcidos por toda la Península (Toledo, Zaragoza, Sevilla). San Isidoro debió de contar con una biblioteca considerable. Tras la invasión de 711 continuaron los escritorios y bibliotecas cristianas en la zona mozárabe, pero en continua decadencia (Escolar Sobrino 1998: 30). En el norte, por su parte, nada se puede comparar al auge de la producción libresca en al-Andalus, donde a partir del siglo X ya se introduce el papel (Toledo y, sobre todo, Játiva serán importantes centros productores), y se tienen noticias de un activo préstamo e importación de libros, así como de numerosas bibliotecas, entre las que destaca la famosa y bien nutrida de Alhakén II (Millares Carlo 1971: 250; Escolar Sobrino 1998: 64; Faulhaber 2003: 485). Como contraste, los inventarios de los fondos de la biblioteca de Ripoll, una de las más importantes del noreste peninsular, muestran que únicamente tenía 65 códices en 979; 192 en 1047; y 246 a mediados del siglo XII, aunque su repertorio era considerablemente moderno y contaba con obras de Julio César, Juvenal, Virgilio, Horacio, Terencio; Donato, Prisciano; Porfirio, Boecio; y tratados de aritmética y de música (Millares Carlo 1998: 246; Faulhaber 2003: 485). Esto parece un fenómeno extendido por toda Europa: en la Alta Edad Media (hasta los siglos XI y XII), las instituciones eclesiásticas solían poseer muy pocos códices. Bobbio, que tenía unos 700 en el siglo IX (Dahl 1982: 67), era una de las bibliotecas

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