Un optimista en América
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«Si la Academia Sueca ignoró a algunos de los más grandes autores del siglo XX en lengua francesa (Proust), alemana (Kafka), inglesa (Joyce) y española (Borges), en mi arbitrario parecer Calvino representaría a la literatura en italiano dentro de esa serie».Karelia Vázquez, El PaísAl regresar de su primer viaje a los Estados Unidos, que se extendió de noviembre de 1959 a mayo de 1960, Italo Calvino decidió reelaborar el diario y la correspondencia que mantuvo con sus amigos durante aquellos meses tan señalados: «A mi partida hacia los Estados Unidos, y también durante el viaje, me prometí que no escribiría un libro sobre América (¡hay tantos!). Sin embargo, cambié de idea. Los libros de viaje son un modo útil, modesto y completo de hacer literatura. Son libros con utilidad práctica, aun cuando, o justo por eso, los países cambian año tras año y al hacer una imagen fija de cómo los hemos visto, registramos su esencia mutable; y podemos expresar de ellos algo que va más allá de la mera descripción de los lugares visitados, establecer una relación entre nosotros y la realidad».
Publicado de manera póstuma en 2014, Un optimista en América es una de las obras más fascinantes y desconocidas de Calvino, una personalísima cartografía literaria cuya lectura ofrece a los lectores muchas de las claves sobre su paradójica concepción de la polis —a la vez eterna y mudable—, una de las más recurrentes obsesiones en la trayectoria del genial autor italiano.
Italo Calvino
ITALO CALVINO (1923–1985) attained worldwide renown as one of the twentieth century’s greatest storytellers. Born in Cuba, he was raised in San Remo, Italy, and later lived in Turin, Paris, Rome, and elsewhere. Among his many works are Invisible Cities, If on a winter’s night a traveler, The Baron in the Trees, and other novels, as well as numerous collections of fiction, folktales, criticism, and essays. His works have been translated into dozens of languages.
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Un optimista en América - Italo Calvino
Edición en formato digital: noviembre de 2021
Título original: Un ottimista in America, 1959-1960
En cubierta: fotografía de Italo Calvino
de © Farabola/Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2002 The Estate of Italo Calvino
All rights reserved
© De la traducción, Dulce María Zúñiga
The Estate of Italo Calvino, 2021
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra
solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18859-65-6
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Prefacio
UN OPTIMISTA EN AMÉRICA
América a primera vista
Tótems y luces intermitentes
La ciudad de las descargas eléctricas
La agenda de las muchachas
¿América no está americanizada?
A caballo por las calles de Nueva York
La integración
El villager
Ventajas de lo provisional
Where are you from?
La escuela de la dureza
La sociología y el crisol
La herencia africana
La ola católica
El espresso-place
La invasión puertorriqueña
El Actors Studio
La Wall Street electrónica
El college de chicas
Entre máquinas que piensan
Jet y tradición
El sabbat de las brujas
El diablo en el país de Dios
Hazlo tú mismo
Vida de hotel
La organización de las comidas
Las chicas solas de Nueva York
La televisión a color
La televisión y las ideas
«Cultura de masas»
El consumo de los clásicos
¿La frivolidad está de rebajas?
Una masa de élite
Vacaciones en la URSS
Macartismo cansado
Comunismo con K
La historia y la geografía
Nostalgia de la dialéctica
La antítesis
Arte y antítesis
Arte y seguridad
Vida de escritor
Escritores-fantasma
Una familia típica
La ciudad desaparece
La rotación de los barrios
Los intelectuales de provincias
Los Estados Unidos encerrados en casa
Paternalismo
La muerte del radical
Un bar
Conferencia en el templo
En coche
Color estacionamiento
Las ferias de automóviles
El reino del óxido
Los museos marcianos
El paisaje y los automóviles
El mundo abstracto
Las hijas del divorciado
Los niños contra los «persuasores ocultos»
Las catedrales del consumo
La cena en solitario
El color de la miseria
Las contradicciones del sistema
Un lugar seguro
Los nómadas privilegiados
Los projects
Imágenes olvidadas
Los establecimientos humildes
Hombres que se borran
Publicidad
Chicago
Primer balance del American way of life
Las mujeres: las felices y las inadaptadas
La ciudad «diferente»
A las puertas de Asia
El Pacífico
Los estibadores privilegiados
La casa del profesor
Chessman
El monumento
Babbitt
Droga
Valle de la Luna
Public relations
El Año de la Rata
La otra cara
No es verdad lo que siempre se dice
Los paraísos terrenales
Las residencias de ancianos
La ciudad demasiado grande
El peatón sospechoso
La sombra de la silla eléctrica
Hollywood
Mordido por cisnes
Cowboys
Un neoyorquino en provincias
Las esposas
Salud de Las Vegas
Al contrario de aquello...
Consideraciones socialistas sobre los medios de transporte
Área deprimida
Los pueblos de indios
Lawrenciana
Atómica
Mitología de Texas
Las botellas en el bolsillo
Felicidad falsa y verdadera
Para hombres
Nueva Orleans como en los libros
El sindicato del striptease
Las fronteras de la confianza
Destino aventurero
Los últimos napoleónicos
El carnaval de Nueva Orleans
La poética de los «duros»
Incendios
La bolsa en provincias
El Sur profundo
Implicado
El consejo de guerra
El meeting de los jóvenes
El Estado Mayor negro
El domingo negro de Montgomery
Una escuela de dignidad
El movimiento negro
Los aliados
En tierra enemiga
La espina en el flanco
Los hombres de izquierdas
Una ciudad
Paisaje de América
Las lectoras de Joyce
Breve investigación sobre el catolicismo
El ojo y la costumbre
La actitud hacia los Estados Unidos
Psicoanálisis
The Connection
Los beatniks
Del diario de Giovanni B.
Voluntarios
El baile de las muchachas negras
La raza humana
El único enamorado de los Estados Unidos
Los sombreros de Pascua
Fifth Avenue
El apellido que no se menciona
Las alarmas atómicas
La utopía americana
Problemas e intereses
Qué se entiende por catástrofe
Más catástrofe
Las dos morales
Europa
Prefacio
Entre noviembre de 1959 y mayo de 1960, Italo Calvino hizo su primer viaje largo a los Estados Unidos, un viaje que por varias razones puede definirse como «iniciático». Vivió sobre todo en Nueva York, la ciudad que más amó, que lo absorbió «como una planta carnívora absorbe una mosca». Visitó numerosos estados y centros urbanos —Cleveland, Detroit, Chicago («la verdadera ciudad americana, industrial, material y brutal»), San Francisco, Los Ángeles, Montgomery, Nueva Orleans, Savannah («la ciudad más bella de los Estados Unidos»), Las Vegas y Houston—, conviviendo con escritores, editores, agentes literarios, pero también con hombres de negocios, sindicalistas, activistas por los derechos civiles (el más importante de todos, Martin Luther King), así como con gente de toda índole.
Cuando regresó a Italia, reelaboró y dio forma narrativa a los apuntes de sus diarios y a la correspondencia pública y privada de aquel viaje que tanto lo había entusiasmado y enriquecido por dentro. Tenía la intención de publicar un libro «como Los viajes de Gulliver. Aventuras, y sobre todo desventuras, por cierto, no me faltaron».
En agosto de 1960, en un texto dirigido a Carlo Bo, quien le pidió hacer un balance de aquel viaje, Calvino dijo:
A mi partida hacia los Estados Unidos, y también durante el viaje, me prometí que no escribiría un libro sobre América (¡hay tantos!). Sin embargo, cambié de idea. Los libros de viaje son un modo útil, modesto y completo de hacer literatura. Son libros con utilidad práctica, aun cuando, o justo por eso, los países cambian año tras año y, al hacer una imagen fija de cómo los hemos visto, registramos su esencia mutable; y podemos expresar de ellos algo que va más allá de la mera descripción de los lugares visitados, establecer una relación entre nosotros y la realidad y un proceso de conocimiento.
Son cosas de las que me he convencido hace poco: hasta ayer creía que viajar solo podría tener una influencia indirecta en la sustancia de mi trabajo. En este sentido fue importante haber tenido a Pavese como maestro, gran enemigo de los viajes. La poesía nace de un germen que nos persigue durante años, tal vez desde siempre, decía él, más o menos; ¿qué tiene que ver con esta maduración tan lenta y secreta el haber estado unos días o unas semanas aquí o allá?
Viajar, claro está, es una experiencia vital, que puede hacer madurar o cambiar algo en nosotros como cualquier otra experiencia, pensaba, y un viaje puede servir para que escribamos mejor porque habremos aprendido algo más de la vida. Por ejemplo, uno visita la India y al volver a casa escribirá mejor, no sé, las memorias del primer día de escuela. Como sea, a mí siempre me ha gustado viajar, independientemente de la literatura. Y con ese espíritu he realizado mi reciente viaje americano: porque me interesaban los Estados Unidos, saber cómo son de verdad, y no para —qué sé yo— hacer un «peregrinaje literario» o porque quisiera «hallar inspiración».
En los Estados Unidos me sucedió algo inusitado: fui presa de un deseo de conocimiento y de posesión total de una realidad multiforme, compleja y «diferente de mí». Fue algo similar a un enamoramiento. Entre enamorados, como es sabido, se pasa mucho tiempo riñendo. En viajes subsecuentes a los Estados Unidos, tiempo después, cada tanto me sorprendo a mí mismo discutiendo con América; en cualquier caso, es como si viviera ahí todavía, me lanzo ávido y celoso sobre todo lo que escucho o leo acerca de aquel país y pretendo ser el único que lo comprende [...].
¿Aspectos negativos de los viajes? Viajar, se sabe, implica distraerse del horizonte de objetos determinados que forman el mundo poético propio, disipar esa concentración absorta y un poco obsesiva que es una condición (una de las condiciones) para la creación literaria. Pero, en el fondo, aunque nos dispersemos, ¿qué importa? Humanamente, es mejor viajar que quedarse en casa sin salir. Primero vivir, luego filosofar y escribir. Es primordial que los escritores vivan con una actitud que los lleve a una mayor adquisición de la verdad. Ese algo que se reflejará en la página, sea lo que sea, será la literatura de nuestro tiempo, nada más.
En marzo de 1961 (como refirió a Luca Baranelli en una carta de enero de 1985), una vez terminada la corrección de las segundas pruebas y elegido el título —Un optimista en América—, Calvino decidió «no publicar el libro, porque al releer las pruebas lo sentí demasiado modesto como obra literaria y no lo bastante original para ser un reportaje periodístico. ¿Hice bien? ¡Bah! De haber sido publicado en aquella fecha, el libro hubiera sido un documento de época y una fase de mi itinerario, tal como lo percibió Raniero [Panzieri]».
UN OPTIMISTA EN AMÉRICA
América a primera vista
Me arrepentí de no haber viajado en avión. Habría llegado a Nueva York impulsado por el ritmo de los grandes negocios, de la política del más alto nivel, de los personajes sonrientes de las telefotos. Es la mejor manera de llegar hoy a los Estados Unidos. Sin embargo, me dejé convencer de que era preferible viajar por vía marítima («¿Quieres probar? ¡Será una maravilla!»). Me embarqué en el transatlántico más moderno que zarpó de El Havre. Aun así, no fue maravilloso: llegué a Nueva York abrumado por la sombra de otra América: la América del tedio provinciano, del aburrimiento de los viejos matrimonios, la del bienestar sin vitalidad ni fuerza interior.
El barco es un medio de transporte anacrónico y, al igual que los balnearios de aguas termales, está atestado de ancianos que pasan las tardes jugando al bingo —una especie de tómbola— o apostando a carreras de caballos ya celebradas, transmitidas en diferido.
El quinto día, al amanecer, en medio de una pálida bruma, subí a cubierta, bien arropado, y me asomaba por encima del cuello levantado de mi abrigo para empezar a divisar Nueva York. De pronto, en el horizonte ya claro, entre las luces de una costa irregular, una montaña va tomando forma. Y, de repente, todo es perfecto. Al final, esa era la mejor manera de llegar. El viaje, lo diferente, solo tiene sentido si se paga la llegada, y algunos de nosotros, privilegiados y nerviosos, lo pagamos con apenas un poco de impaciencia.
Alzándose en el cielo escasamente iluminado, los rascacielos aparecen como las ruinas de una monstruosa Nueva York, como podría ser dentro de tres mil años si la abandonaran hoy. Es una masa porosa y casi diáfana que deja filtrar la claridad. Por aquí y por allá aparecen luces que se han dejado encendidas olvidadas (¿durante la fuga de los últimos habitantes?) y luego se apagan todas a la vez: ya es de día.
Poco a poco van aflorando colores en las enormes formas grisáceas. Son completamente diferentes de los que esperaba nuestro recuerdo basado en fotografías, y se pierden en un diseño de volúmenes y formas cada vez más complicado, minucioso y laberíntico. Todo permanece silencioso y desierto. De pronto, ¡los coches! Allí, en la base, quién sabe desde hacía cuánto tiempo circulaban y circulaban como una corriente de hormigas luminosas, sin que ninguno de nosotros lo hubiera advertido.
Tótems y luces intermitentes
Un torrente de automóviles corre por las calles y las carreteras. Al principio, lo que más impresiona a un europeo es lo largos que son los coches; es increíble lo largos y anchos que son a veces.
Pasados unos días se deja de tener esa impresión y todo se vuelve natural en relación con la escala particular de las dimensiones norteamericanas. Entonces la mirada del europeo —mientras avanza en coche por la corriente del tráfico— es atraída por la variedad de características de la parte trasera de los coches. Observo las diversas formas de los faros: cada uno lanza referencias e insinuaciones, desde las obvias (los enormes proyectores redondos que recuerdan las persecuciones cinematográficas entre gánsteres y policías) hasta las más secretas. No hay un solo tipo de luces intermitentes del que no se pueda hacer toda una interpretación simbólica en el marco de la mitología norteamericana: las hay con forma de aleta —homenaje a los orígenes, al mundo de los balleneros de Moby Dick—, en forma de flecha —homenaje a los indios del Far West—, de pináculo de rascacielos —homenaje a la prosperidad de la época americana—, o bien de misiles o cohetes —homenaje a la conquista del espacio y al futuro desconocido—.
Naturalmente, ya que estamos en el país del psicoanálisis, muchas luces intermitentes requieren una interpretación en clave simbólica: los símbolos masculinos son más numerosos, pero también abundan los femeninos, como consagración de una aceptación pacífica del matriarcado.
Por ejemplo, la cola baja y larga de algunos coches dibuja un ligero arco en su borde superior, formando una curva sutil parecida a una ceja, y, debajo, los faros asemejan dos enormes y alargados ojos de diva hollywoodense que se te clavan como dardos.
Mientras busco un espacio libre en un estacionamiento repleto, conduciendo un coche americano demasiado largo para mi torpeza de exconductor de coches italianos compactos, captura mi atención una especie de museo de tótems. Me confunden tantas referencias ideológicas, costumbres y alegorías existenciales. Ahora estoy a punto de creer que los coches sirven solo como tabernáculos para esos objetos mágicos o, más bien, que no consisten en otra cosa que en eso, construidos enteramente de cristal. Acabo siendo «suspendido» en el examen de conducción. Y, así, en una maniobra de marcha atrás demasiado consciente y cuidadosa —encontrándome dividido entre el escalofrío religioso y el instinto iconoclasta—, calculo mal el viraje y, cuando siento un golpe y escucho el sonido de cristales rotos, termino por «suspender».
La ciudad de las descargas eléctricas
Primeras definiciones de Nueva York: es una ciudad eléctrica, impregnada de electricidad, en la que uno se carga de corriente a cada paso. Dondequiera que pongas la mano recibes choques eléctricos. Cuando bajas de un coche, al coger la manilla para cerrar la portezuela te estremece una descarga eléctrica. En casa no puedes tocar el pomo de una puerta, barandilla, grifo o interruptor sin que tu brazo reciba una sacudida, un tirón hacia atrás, surcado por una descarga. Basta con hacer un viaje en taxi, pasar del frío de la calle al calor excesivo de las casas, o atravesar una estancia arrastrando las pantuflas por la moqueta, para que te cargues como un acumulador.
Con los reflejos condicionados estoy alerta; mi mano duda antes de tocar los objetos más inocentes. Temo y espero la sacudida. Si no llega me siento frustrado; ahora ya la necesito, la deseo. A veces también un apretón de manos o una caricia desprenden chispas. Una carga eléctrica se transfiere de las cosas al ritmo de los días, a los sentimientos y a las relaciones. ¿Es verdadera energía, o es un agotamiento extremo de nuestra propia tensión lo que nos hace más sensibles a la energía que emana de las cosas?
Una vez terminada la época heroica de las grandes aventuras individuales y colectivas, la conciencia norteamericana languidece hoy por falta de intensidad, de objetivos. Anda en busca de un bienestar que —alcanzado o por alcanzar— se ha convertido en un monótono ajetreo de la vida cotidiana. Pero la tensión también procede de las cosas, del proceso económico, de la fiebre productiva que habita al margen de la voluntad humana. El mundo de las cosas está despierto, insomne; lo anima una especie de racionalidad implícita. En cambio, el mundo de los hombres parece manejado por autómatas somnolientos.
Mientras me froto las yemas de los dedos, punzadas por el polvillo eléctrico de Manhattan, busco el secreto de esa discordancia, el punto en que la energía humana debería conectarse con la de las cosas, pero no lo encuentro.
La agenda de las muchachas
Sabía muy bien que los Estados Unidos ya no eran el país de la aventura; pero no me esperaba que las jornadas de los neoyorquinos excluyeran totalmente la posibilidad de lo imprevisto. Las semanas están siempre planeadas con antelación, y la vida es gobernada por el schedule, por el programa, la agenda. Con veinte días de antelación debes tener confirmadas las citas de trabajo, saber con quién vas a comer, y las cocktail-parties a las que estás invitado. Debes saber con anticipación a quién deseas invitar a casa a cenar y a qué reuniones vespertinas irás a tomar un scotch. Ahora que, si quieres ir a Broadway, al teatro, debes reservar asiento tres o cuatro meses antes.
Las mujeres en Nueva York trabajan todo el día, y todas las noches salen con alguien. Si quieres invitar a una, debes hacerlo con, al menos, un par de semanas de antelación; ella consulta su agenda, tú la tuya, se fija una fecha y se anota el nombre.
«De esta forma, me tocaba salir con una chica diferente cada noche — dice Giovanni B., a quien, por ser italiano, le gustan mucho las mujeres—. En una ocasión, alguna me interesó más que las otras; quise volver a verla pronto, pero las siguientes dos semanas ella tenía todas sus noches comprometidas, igual que yo. Tuvimos que postergar dos semanas nuestra segunda cita. Creí que moriría durante la espera. Cuando finalmente nos volvimos a ver, ya no fue tan agradable; yo no podía quitarme de la mente a otra chica con quien acababa de salir y a la que volvería a ver dos semanas después. A ella le había sucedido lo mismo con otro. Durante meses continué persiguiendo chicas de las que me separaba una larga lista de citas programadas con semanas de anticipación, enamorándome de cada una, pero olvidándolas antes de encontrarlas de nuevo... Estaba desesperado».
«¿Y luego?».
«El hechizo se rompió con Muriel: comenzamos a salir steadily, o sea, todas las noches, pareja fija».
«Entonces, ¿ya eres feliz?».
«Claro que no. Ahora me siento atado de pies y manos. Todas las noches con ella. Esto no es vida».
¿América no está americanizada?
La primera impresión del que viaja a Nueva York es que los Estados Unidos no están en absoluto americanizados, que los europeos lo estamos más que ellos. Empiezas a escandalizarte por el hecho de que no logras conocer a ningún neoyorquino que tenga coche (porque no sabrían dónde aparcar; todo el mundo prefiere ir en taxi). En las oficinas (ya sean de negocios privados o de entidades públicas), al europeo que espera conocer la rigurosa eficiencia del organization man le da la sensación de que solo se encuentra con una complaciente aproximación, una simple buena voluntad. También da la impresión de que la juventud no viste al estilo americano, como en Europa. Tampoco saben qué son esos billares eléctricos que nosotros llamamos flippers. (Aquí se llaman pinball machines, pero para encontrarlos hay que ir a un sitio especial de Times Square). Además, hay otra cosa, y no la menos importante: se tiene la impresión de que este es el único rincón del planeta que ha escapado al dominio de la Coca-Cola.
Ahora te das cuenta de que todo lo que has visto estos días es América, más América que esa idea de América que persiste en nuestros países europeos. La americanización que se produce hoy en el mundo no es sino la imagen del contraste entre un nivel tecnológico-productivo-distributivo más avanzado, al que una parte de la humanidad ha llegado, y un nivel tradicional inamovible, del que es cada vez más difícil escapar para el resto de la humanidad. En cambio, aquí lo viejo y lo nuevo son ramas de la misma planta: el organismo acumula y transforma sus contradicciones en un proceso de crecimiento continuo, casi salvaje.
A caballo por las calles de Nueva York
Entendí cómo dominar las calles de Nueva York: a caballo. Los primeros días no lo sabía. Quise comprar o alquilar uno de esos coches de cola larguísima, solo para sentir cómo era estar integrado en la vida estadounidense; pero todo el mundo me disuadió de ello. Ese es el camino equivocado, decían, porque tener coche en Nueva York es una molestia.