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Ropavejeros: Crónicas de la ropa usada en Bogotá
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Ropavejeros: Crónicas de la ropa usada en Bogotá
Libro electrónico186 páginas2 horas

Ropavejeros: Crónicas de la ropa usada en Bogotá

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Crónicas de la ropa usada en Bogotá. Estos textos forman parte de «Los discursos de la ropa usada», trabajo de grado para optar al título de Especialista en Periodismo Urbano de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín (1997-1999). Trece de los relatos fueron publicados con el título «Historias nuevas para la ropa vieja», por la Editorial Universidad de Antioquia (2000), como ganadores del Premio Nacional de Crónica de ese centro de educación superior. Esta edición incluye dos textos adicionales que ayudan a contextualizar el tema: “Los de levita y los de ruana”, recoge la historia del vestido en Bogotá y hace referencia a las implicaciones culturales y sociales relacionadas con el guardarropa que, generalmente, escapan al observador desprevenido. El segundo aborda la historia de la ropa usada, desde 1548, en España, hasta la aparición de los locales de ropa usada en Bogotá. Algunos espacios y dinámicas urbanas aquí descritos han desaparecido o se han transformado, por lo tanto estos relatos forman parte de la memoria de Bogotá de finales del siglo XX. El autor ha sido galardonado con el Premio Nacional de Periodismo CPB, y con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría Crónica y Reportaje, entre otros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento25 abr 2021
ISBN9789585277694
Ropavejeros: Crónicas de la ropa usada en Bogotá

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    Ropavejeros - José Navia Lame

    Parte uno

    Los de levita

    y los de ruana

    "Ya sea en el pie, el busto o la cabeza,

    observaréis que siempre existe un progreso social,

    una reacción conservadora

    o una lucha encarnizada alrededor

    del pro o contra de alguna

    de las partes del indumento".

    Honorato de Balzac, De la vida elegante

    LA PRIMERA REFERENCIA al vestido se encuentra en la Biblia, Génesis 3. Después de que comieron de la fruta prohibida, a Adán y Eva se les abrieron los ojos y los dos se dieron cuenta de que estaban desnudos. Entonces cosieron hojas de higuera y se cubrieron con ellas. Y más adelante: El Señor hizo ropa de pieles de animales para que el hombre y su mujer se vistieran.

    Estas y otras enseñanzas del cristianismo desembarcaron junto con la bandera de la corona española, el 12 de octubre de 1492, en las costas del Nuevo Continente. Ese día, además de las tres carabelas, del puñado de aventureros y de los estandartes reales, llegó un nuevo orden cultural al continente recién descubierto por Cristóbal Colón. Y si bien el genovés se limitó a anotar, cuatro días después de su desembarco, que las mujeres traen por delante [de] su cuerpo una cosita de algodón que escasamente les cobija su naturaleza —anota Ricardo Herrén en La conquista erótica de las Indias—, muy pronto dejó ver algo más de sus intenciones con los indios de Guanahaní: son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes… Y así son buenos para mandarlos y hacerles trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuera menester y que hagan villas y sean enseñados a andar vestidos y [según] nuestras costumbres.

    Por eso no es extraño que una de las principales preocupaciones de los misioneros fuera cubrir las vergüenzas de los indios. Tanto influyeron los religiosos, que a partir de los primeros años del siglo XVI el mayor cargamento de las carabelas era tela para tapar los pecados de los aborígenes.

    Antonio Montaña, en su libro Cultura del vestuario en Colombia, relata que en la primera mitad del siglo XVIII un misionero del Atrato pedía: Se expidan órdenes que castiguen gravemente a los indios que se despojen de las guruperas y no vistan por lo menos calzoncillos y no se cubran las indias los pechos (…) es menester darle a estos infelices telas para cubrir deshonestidades y tenerlas es más cabal que darles ayudas otras de medicina, porque cubiertos tendrán acceso al señor en la iglesia y su perdón. Tanto se empecinaron los religiosos españoles en cubrir a los indios que ahora se los acusa de haber causado más muertes entre estos que cualquier tropa armada de mosquete, como señala Antonio Montaña. Esto se debía a que los indios no eran dotados de una segunda muda de ropa, y ante el temor de ser castigados no se quitaban el vestido y acumulaban piojos, chinches y pulgas (regalos de los españoles) y graves enfermedades de la piel.

    La erradicación de cualquier vestigio de impureza fue la principal consigna de los clérigos españoles durante su campaña evangelizadora, basada en el desconocimiento de cualquier otra posibilidad de salvación espiritual. En Nabusimake, el poblado ritual de los arhuacos de la Sierra Nevada, donde existió un monasterio de la orden capuchina hasta los años setenta, los indígenas cuentan que a los jóvenes allí internos les era prohibido usar su vestido tradicional y, más aún, seguir las costumbres religiosas de su comunidad.

    Pero este aparente sistema de igualación de dos culturas creado por la Iglesia tenía sus límites, pues pretendía que los indios se cubrieran para salvar su alma, pero guardaran distancia con los trajes de sus amos españoles. Estos, por su parte, se mantuvieron rígidos en su manera de vestir. El español Oviedo y Valdez, citado por Antonio Montaña, se queja de la incomodidad de la moda de España en tierras americanas: Porque con estos jubones y calzas muy cortados e aquellos papos, no hay provecho ni cosa que pueda ser al propósito de tierras tan cerradas de arboledas y bosques. Y luego añade: mejor atavío son alpargates y antiparas que estos zapatos de seda y carmesí que veo usar a hombres que no tienen qué comer.

    Empecinado, el español se negó a adaptar los materiales americanos a su vestimenta, y prefirió soportar el clima del trópico embutido en la ropa que traía de Europa. Tan solo cuando los años habían borrado de la memoria el origen inferior de estos materiales, los españoles decidieron incluir el algodón, los tejidos de palma, paja y diseños y cortes de origen nativo, relata Antonio Montaña.

    Es posible que esto obedeciera a que los españoles venían de una cultura donde ya regía la moda como un patrón cultural. En El imperio de lo efímero, de Gilles Lipovetsky, encontramos que la moda, en el sentido estricto, había salido a la luz a mediados del siglo XIV, casi ciento cincuenta años antes de que Colón pisara tierra americana. Durante milenios la vida de los pueblos se desarrolló sin culto a las fantasías y a las novedades, sin la inestabilidad y la temporalidad efímera de la moda, sin la permanente metamorfosis, sacudidas y extravagancias.

    Cien azotes a negras

    y mulatas por usar seda

    Este primer momento de la moda como sistema está marcado por la aparición de un vestido totalmente diferenciado en razón del sexo: corto y ajustado para el hombre, y largo y envolviendo el cuerpo para la mujer. Esta, en opinión de Lipovetsky, es la revolución que determinó las bases de la actual vestimenta. A partir de entonces, los cambios permanentes en la ropa dejan de ser accidentales y obedecen al afán de una regla constante de placer de las clases altas. Los cambios, sin embargo, afectan más los accesorios y ornamentos, mientras que la estructura del vestido se mantiene intacta. El jubón que usaron los primeros españoles en América, por ejemplo, perduró por unos sesenta años. Ante un sistema de moda que ya llevaba varias generaciones en Europa, es explicable que los españoles que desembarcaron en América no quisieran despojarse de los elementos que les daban identidad y que les entregaban estatus ante la desnudez o precariedad de la ropa de los derrotados.

    Cuando los españoles presintieron que el uso de la ropa y de otros accesorios por parte de quienes consideraban inferiores podía poner en duda su estatus social y su jerarquía, acudieron a las leyes para reglamentar el uso de ciertas prendas, según la ubicación en la escala social de entonces. El historiador antioqueño Raúl Alberto Domínguez Rendón recoge, en su tesis de grado de la Universidad Nacional de Colombia, un fragmento de la Cédula Real de Felipe II del 11 de febrero de 1571:

    Ninguna negra libre, o esclava, ni mulata trayga oro, perlas, ni seda; pero si la negra o mulata fuese casada con español, puede traer zarcillos de oro con perlas y gargantilla, y en la saya un ribete de terciopelo, y [no] puede traer ni traigan mantas de burato, ni otras telas, salvo mantelinas que lleguen un poco más abajo de la cintura, pena de que se la quiten, y pierdan las joyas de oro, vestidos de seda, y mantos que traxeren.

    El mismo autor anota que, en 1665, el Virrey del Perú prohibió a las negras y mulatas que vistieran cualquier tipo de seda, bajo la pena de confiscación de la ropa; la segunda vez le correspondían cien azotes y la expulsión de la ciudad de Lima.

    En Santa Fe, a los indios plebeyos tampoco se les permitía usar indumentaria española ni portar armas. Según Alfredo Iriarte, de estos privilegios solo podían disfrutar los caciques, a quienes, además, se les permitía poseer una casa en la ciudad. Por esta época, 1688, existían en Santa Fe unos tres mil blancos y diez mil indios. La ropa que circulaba entonces por las estrechas y empobrecidas calles era igual a un letrero luminoso que revelaba ante los demás quién era quién en la naciente ciudad.

    Aída Martínez Carreño anota que en la América española, más que en ninguna otra época y lugar, el vestido hablaba. El vestido ayudaba a señalar o borrar diferencias, y para los mestizos, interesados en destacar su componente español, el traje era una ayuda invaluable cuando lograban acceder a él. Las restricciones en el uso de la ropa no solo contribuían a mantener las diferencias sociales, sino la conducta sexual dentro de los cánones de la sociedad española de la época. En Breve historia de Bogotá, Alfredo Iriarte señala que, en 1794, cuando se llevaron a cabo los primeros bailes de disfraces en Santa Fe, el gobierno prohibió a los hombres vestirse de mujeres.

    No hay que olvidar que Vasco Núñez de Balboa, durante la expedición hacia el Pacífico, ordenó la muerte del hermano del cacique Torecha, y de otros dos indígenas de alto rango, al descubrirlos vestidos con enaguas de mujer, según cuenta el historiador argentino Ricardo Herren en La conquista erótica de las Indias. El mismo libro narra que el conquistador Francisco López de Gomara afirmó del hermano de Torecha: no solamente en el traje, sino en todo, salvo en parir, era hembra. Y enseguida cuenta que Balboa aperreó… a cincuenta putos que halló allí, y después los quemó, informando primero de su abominable y sucio pecado.

    La moda es solo para los nobles

    Las diferencias de clase social determinadas por el vestido no solamente sucedieron patrocinadas por los chapetones, sino por una sociedad criolla, jerarquizada, enriquecida durante el periodo de colonización y que veía en el vestido una forma de marcar distancias. Lipovetsky encontró esa misma práctica al esculcar la historia de Inglaterra durante el siglo XIV, cuando el parlamento promulgó leyes que determinaban los ropajes correspondientes a cada clase social, y señalaba castigos para los que, siendo de baja extracción social, usaran lo correspondiente a la nobleza. En Francia, durante siglos, el vestido respetó globalmente la jerarquía y cada quien llevaba el traje que le correspondía, según su ubicación social. El vestido de moda estaba reservado para las clases nobles.

    Sin embargo, esto comenzó a romperse con la aparición del nuevo rico, que acumuló grandes fortunas en la actividad comercial y bancaria, y siempre se las ingenió para burlar las restricciones y vestirse de forma muy similar a la nobleza. Al respecto, anota Lipovetsky: La confusión de atavíos y los intereses de la monarquía absolutista, hicieron que alrededor de la década de 1620, bajo el ministerio de Richelieu, las leyes suntuarias dejaran de ser explícitamente segregativas; los despilfarros suntuosos en materia de vestuario seguían siendo objeto de prohibiciones, pero en lo sucesivo se refirieron a todos los individuos sin mencionar condiciones.

    Esto fue reconocido en 1793, con el decreto de la Convención, que consagró el principio democrático de la libertad indumentaria, que no hizo sino ratificar una situación que, de hecho, ya ocurría entre las capas superiores y medias de la sociedad. Este acercamiento en la apariencia exterior de las capas sociales altas ocurrió, en opinión de Lipovetsky, debido a la ascensión de la burguesía, que llegó a tener un gran poder adquisitivo, y al desarrollo del Estado moderno. Estos elementos —agrega el filósofo y sociólogo francés— facilitaron la legitimación de los deseos de promoción social de las clases sometidas al trabajo. Por un lado, la moda —reservada inicialmente a la nobleza— guarda su condición de diferenciador social, pero también es considerada un agente particular de revolución democrática, pues permite el acercamiento de las categorías.

    En América, las restricciones de la corona española sobre el uso de trajes lujosos, seda y brocados, entre otros, terminaron por ser inoperantes a medida que algunas personas lograban cazar fortuna. Para ilustrar esto, Antonio Montaña cita un escrito de la época:

    (…) Y como ya bullía la moneda

    veríades mil damas y galanes

    con ropas costosísimas de seda

    granas, veinte y cuatrenes

    no se halla soldado que no pueda

    comprar ricas holandas ruanes

    pues antes la coleta y el anjeo

    solía ser el principal arreo (…)

    En la Santa Fe del siglo XVI, algunos funcionarios obtenían permisos para esquivar las disposiciones reales y se vestían con telas y trajes importados de Europa. Los criollos (hijos de español nacidos en América) comenzaban a dominar lentamente el comercio y a ganar espacio en el nuevo orden económico, político y cultural. A la par, los mestizos también iban ganando algún terreno en las actividades comerciales. Para 1793 más de la mitad de la población (57%) era mestiza. Los blancos sumaban el 34%, según Julián Vargas, en Historia de Bogotá, conquista y colonia.

    Durante la Colonia, los criollos blancos lograron establecer notables diferencias frente a otras clases sociales. Una de ellas era el vestuario, y manifestaban su molestia por el uso generalizado de ciertas prendas. La historiadora Aída Martínez Carreño cuenta que Camilo Torres, El verbo de la revolución, se quejaba en una carta enviada a su paisano payanés, Santiago Arroyo: Aquí las señoras y aun la gente de medio pelo, están ya usando mantillas de paño azul, inglés.

    Antonio Montaña descubre un comportamiento similar un año después del grito de Independencia de la Nueva Granada (hoy Colombia). Don Alfonso Ricaurte escribe: (…) Todos en mi círculo creemos que debe reglamentarse el uso de la ropa, pues no resulta conveniente que ciertas gentes de procedencia no clara se den el lujo de vestirse como lo hacen las gentes de bien y se dan ínfulas de magistrados (…).

    Sin embargo, los esfuerzos de la burguesía criolla para mantenerse al día con la moda europea nunca fueron suficientes, pues la velocidad de las innovaciones, especialmente en los accesorios, aventajaba en mucho al ritmo de los barcos, champanes y recuas de mulas que requerían hasta siete u ocho meses para entregar su mercancía en Santa Fe, después de atravesar el mar, remontar el Magdalena y enfrentar el acechante camino desde Honda. Tal vez debido a ese aislamiento, las modas en Santa Fe realmente no variaron demasiado hasta principios del XIX, cuando comenzaron a darse cambios y transiciones que se hicieron más notables después de la Independencia.

    Daniel Ortega Ricaurte señala, en Cosas de Santa Fe, que don Manuel Benito de Castro vestía en 1812 lo mismo que en 1767; don Felipe Vergara murió en 1819 con el traje colonial y el general José Miguel Pey llevó los atavíos coloniales hasta que murió en 1838. Ortega Ricaurte, sin embargo, logra confeccionar un vestido tipo de los señores encopetados de finales del siglo XVIII:

    "… larga casaca

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