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Morir un poco: Moda y sociedad en Chile 1960-1976
Morir un poco: Moda y sociedad en Chile 1960-1976
Morir un poco: Moda y sociedad en Chile 1960-1976
Libro electrónico567 páginas5 horas

Morir un poco: Moda y sociedad en Chile 1960-1976

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Pía Montalva nos ofrece en este libro sobre la moda la reconstrucción de una esfera femenina propia y específica, un espacio de autonomía en medio del oleaje que lo desbordaba todo. El recorrido comienza a principios de los años 60, cuando las chilenas aceptaban modelos impuestos desde afuera; le sigue aquella época de vertiginosos cambios representada por una moda sin pautas donde todo cabe, para terminar el ciclo en los años que siguen al Golpe de Estado, con el intento de imponer rígidas normas. Una escritura ágil, con enorme capacidad de síntesis, acompaña todo el texto, junto a una notable evocación del tono de época -especialmente entre el 68 y el 73-, la que se acompaña de un brillante análisis de la simbología implícita. A modo de ejemplo, cuando a fines de los 60 se usa arreglar la ropa entre una temporada y otra sin tener que comprar nuevos atuendos, la autora entiende que “ el reciclaje (...) en lo simbólico satisface plenamente la necesidad de un cambio continuo aunque sin un quiebre que implique reemplazar una vieja estructura por otra nueva”. De más estar decirlo, Pía Montalva entiende la moda inserta -con sus discursos, rituales e industrias- a partir de su propia especificidad en el proceso político-social-cultural que vive el país, sin ser mero reflejo de ese mundo. Un texto escrito desde dicha perspectiva es más que bienvenido para un público amplio y especializado a la vez.

Sofía Correa Sutil, historiadora
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jun 2016
ISBN9789563243703
Morir un poco: Moda y sociedad en Chile 1960-1976

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    Morir un poco - Pía Montalva

    FOTOGRÁFICOS

    PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

    Diez años han pasado desde que publicara la primera edición de Morir un Poco. Moda y sociedad en Chile 1960-1976. En esa oportunidad mi propósito principal era construir un relato histórico que diera cuenta y explicara la trayectoria sufrida por la moda y la vestimenta femenina, en un periodo de sucesivos cambios a nivel político, económico, social y cultural, todos ellos sustentados por diferentes proyectos nacionales. El acento estuvo puesto en las mujeres, sus principales destinatarias, quienes atravesaban por un momento de cuestionamiento de los roles tradicionales o al menos buscaban cauces para expresar un malestar compartido. Por otra parte las rupturas producidas en los centros de moda, desde mediados de los 60, afectaban significativamente la oferta de apariencias. 

    El relato describía la situación de la moda chilena a comienzos de los 60. Por lo pronto, daba cuenta de cómo esta operaba prescindiendo de un sistema propio que la sustentara y se limitaba a la adopción de versiones nacionales de los tres modelos estéticos posibles: la alta costura francesa y particularmente las propuestas de la casa Dior, el prêt-à-porter italiano y la confección seriada estadounidense. El primero databa de mediados del siglo XIX y coincidía con la tensión producida entre la confección a mano y la invención de la máquina de coser; el segundo emergía durante la posguerra ligado a la recuperación económica; y el tercero se inauguraba a comienzos del siglo XX desarrollándose con mayor fuerza durante la Segunda Guerra Mundial, favorecido en gran medida por el aislamiento en que se encontraba París, el principal centro de moda europeo. Hacia 1960, las chilenas imitaban estas propuestas que conocían gracias a las fotografías que se publicaban en las páginas de las revistas femeninas. 

    Otro de los propósitos centrales del libro –que operó como eje articulador del relato– era el análisis del vínculo Centro-periferia, su expresión en la moda y las formas cómo las propuestas elaboradas en el primer mundo eran recogidas desde una precaria condición tercermundista. Dicha tensión recorría los diferentes tópicos abordados. Estaba presente, por ejemplo, en el impacto provocado por las exhibiciones de la casa Dior en Chile, representando al modelo hegemónico, y la emergencia de imitadores locales que operaban en diferentes niveles; en la introducción de fibras sintéticas y artificiales al interior de la industria textil chilena bajo licencias inglesa, estadounidense y alemana que modernizaron el sector al introducir nuevas tecnologías con el consiguiente impacto a nivel estético; en la publicación de fotografías de moda provenientes de agencias de prensa extranjeras y su traducción a patrones de costura para ser reproducidos por las dueñas de casa; en el empleo de palabras francesas para significar distinción o elegancia (couture, atelier, haute coiffure, couturier). Precisamente en este intersticio –la distancia entre el original y la copia o adaptación- es donde se constituyó el componente identitario que marcó la diferencia posibilitando, a posteriori, la identificación de lo propiamente nacional en la moda chilena.

    En la medida en que lo local se afianzaba a través de un proyecto político emergían alternativas que apuntan hacia la constitución de un lenguaje propio. El desarrollismo formulado por la CEPAL y su materialización en el programa de gobierno de Frei Montalva resultaron fundamentales al relevar los vínculos con América Latina. Por otra parte, el estímulo a las organizaciones comunitarias permitió la puesta en marcha de programas de capacitación en costura y tejido orientados a las socias de los centros de madres, y la creación de espacios donde comercializar la producción artesanal. Paralelamente, se estableció en Chile una suerte de prêt-à-porter nacional, representado por las boutiques, que incorporó el componente faltante para la constitución del sistema moda. Una vez que estos nuevos espacios se legitimaron, fue posible identificar en el mercado nacional, los tres estamentos básicos que años antes aparecían dispersos como modelos a imitar. La alta costura, el prêt-à-porter y la confección en serie confluyeron, entre 1969 y 1973, en los festivales y exposiciones nacionales de la moda, organizados con este propósito. El círculo se cerró con la fundación de una revista femenina que hizo de la moda nacional uno de sus temas centrales. La nueva mujer chilena que proponía y exhibía a través de sus páginas requirió una apariencia afín. Paula modificó los cánones visuales asociados a la incipiente fotografía de moda para relevar las propuestas de las boutiques y los materiales nacionales. Constituido el sistema moda, emergió la crítica a la reproducción de las estéticas foráneas. Y con ella la moda autóctona, latinoamericana en sus inicios, y chilena, más adelante, en la medida en que sumó expresiones asociadas al mundo campesino, popular, y a los pueblos originarios. 

    El gobierno de la Unidad Popular introdujo tensiones adicionales al sistema moda que potenciaron la expresión de lo local precisamente porque el problema político hegemonizó el debate infiltrándose en cada aspecto de la vida cotidiana. En primer lugar el traspaso de las industrias textiles al Área de Propiedad Social impactó la oferta de productos disponibles, las alianzas que este sector había establecido con boutiques y revistas, y el impulso otorgado a los eventos de moda. Es decir, modificó su rol al interior del sistema moda. En segundo lugar el desabastecimiento impulsó las prácticas de reciclaje devolviendo al sujeto la iniciativa en materia de apariencias. Por último, la moda, como expresión burguesa que distinguía a los individuos, fue fuertemente cuestionada por el sector oficialista quien se sirvió de la misma para promover las bondades de su proyecto económico-social (productividad de una industria en manos de sus trabajadores). El sector opositor desarrolló una serie de estrategias tendientes a enmascarar su posición social, cultivando la sencillez, vistiendo la misma ropa a toda hora del día o adoptando ropa artesanal para las noches de fiesta.

    El Golpe de Estado cambió radicalmente la función de la moda, articulada ahora directamente al control social y político. La implantación del estado de sitio impactó las formas de sociabilidad, en la medida en que restringió la circulación y los espacios de encuentro. Un sector de la sociedad fue invisibilizado desapareciendo de la escena pública su cultura y estética. Por otra parte, la emergencia de una nueva elite dirigente, la militar, impuso sus propios gustos. La censura a los medios de comunicación controló la oferta cultural proveniente del exterior, la moda entre ella. El discurso público, impregnado de nacionalismo, remodeló las definiciones de mujer, hombre y joven, promoviendo apariencias afines, muy distantes de las que imperaban antes del 11 de septiembre de 1973. Sin embargo la apertura de los mercados complejizó crecientemente la administración del control social por la vía de las apariencias, minimizándolo en la medida en que ingresó al país, de forma inorgánica, un cúmulo de vestimenta importada proveniente –en esta primera etapa–, principalmente de fardos de ropa usada y saldos de liquidación de firmas estadounidenses. La dispersión de la oferta inauguró una etapa distinta en la historia de las apariencias femeninas en Chile, donde la tendencia creciente fue una alineación cada vez más precisa entre lo global y lo local.

    Muchas son las satisfacciones que a lo largo de estos diez años me ha proporcionado Morir un poco. En primer lugar, el lento pero creciente reconocimiento de la moda y la indumentaria como objetos de estudio, principalmente entre las nuevas generaciones que abordan total o parcialmente estas problemáticas en sus trabajos de tesis. Asimismo su recepción al interior de disciplinas tan diversas como la sicología, la sociología, la historia, la antropología, el diseño, el teatro, el periodismo-gesto que confirma mi intuición inicial respecto de su potencial significante, investigativo e interdisciplinario. Por otra parte, gracias a este libro he sido invitada a colaborar en diferentes medios de comunicación: La Cultura Domingo de La Nación, Mujer de La Tercera, y Radio Cooperativa. Allí he podido dar a conocer, entre un público más amplio, mis reflexiones respecto de las distintas dimensiones implícitas en la moda y la vestimenta contemporáneas, experimentando de paso otras formas de escribir y comunicarme.

    En esta edición he revisado cuidadosamente el texto, aclarando en algunos casos mis puntos de vista y agregando las referencias a las principales fuentes consultadas. En el prólogo he prescindido de los agradecimientos porque han crecido a lo largo de estos diez años y me resulta imposible mencionar a todas y todos con quienes me siento en deuda. En lo sustancial el relato es el mismo. He evitado a propósito insertar nuevos capítulos porque estoy convencida que los libros se escriben en circunstancias y momentos específicos. Responden a obsesiones puntuales de sus autores que cambian y adquieren otra densidad con el paso de los años. Una década después de la primera edición de Morir un poco, muchos de mis planteamientos se han visto enriquecidos por el conocimiento de otros datos sobre el periodo. E incluso modificados gracias a nuevas lecturas. Sin embargo, examinado el texto, estrictamente desde sus condiciones de producción y aparición, sostengo la mayoría de lo allí planteado. Hoy día mis preocupaciones trascienden el plano de los discursos públicos, centrales en este libro. Los visualizo más bien como canon o expectativa, tensionando y normalizando el relato autobiográfico que cada sujeto construye en el acto cotidiano de vestir y desvestir su propio cuerpo. 

    Pía Montalva Díaz

    Santiago, octubre de 2014

    PRÓLOGO

    Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma, señala el travesti La Agrado, en el film de Pedro Almodóvar Todo sobre mi madre, para explicar las múltiples intervenciones a las que ha decidido someter su cuerpo, todo hecho a medida, con el propósito de construir una identidad afín a su particular sensibilidad, pero también seductora para un otro. Al definirse como agradable y auténtica –desde su condición de travesti que, sin embargo, comparte con las mujeres formas de enmascaramiento comunes– La Agrado pone en tensión dos lugares a partir de los cuales podría explicarse el devenir de la moda femenina en Chile, desde 1960 en adelante. El impacto del cambio cultural ocurrido en esa década cuestiona los sistemas de representación del sujeto femenino, particularmente aquellos que dicen relación con la apariencia. La indumentaria y el conjunto de normas que indicaban a las chilenas cómo vestirse para mostrarse públicamente como mujeres encantadoras se sitúan al margen de una dinámica histórica, marcada ahora por la vorágine del cambio, distanciándose en forma abismante de la pulsión de las consumidoras, las que, sin saberlo, buscan capturar el conflicto por la vía de la construcción de la apariencia. 

    A mediados de los 60, las chilenas tienen la impresión de que sus hogares han dejado de ser un romántico refugio donde reina la felicidad, y comienzan a percibirlos como fuentes de tensiones y conflictos. Por otra parte, aquello que la sociedad en su conjunto les exige con urgencia –participación en diferentes niveles–, las encuentra desprovistas de recursos con los cuales hacerse cargo exitosamente de cada coyuntura. La idea de crisis inunda los espacios femeninos, y ninguna mujer puede sustraerse a ella, ya sea para negarla o para enfrentarla. El vestido se transforma entonces en un soporte material que oferta el cambio y proporciona la posibilidad de constitución de una imagen acorde a tiempos difíciles e inestables. Y, en ese sentido, el énfasis se traslada desde una intencionalidad que privilegia las demandas externas (agrado) a otra que valora la expresión de la subjetividad (autenticidad). 

    Si a principios de la década, las chilenas se ajustan disciplinadamente a las reglas que sobre el vestido impone arbitrariamente la alta costura francesa y sus reproductores nacionales, hacia fines de la misma se ven obligadas a optar en solitario por una u otra propuesta estética, porque lo relevante ahora es la representación de su especificidad como sujetos. En este proceso las mujeres se desorientan y distancian de aquello que, según el mito construido por algunos especialistas, las habría diferenciado en el contexto latinoamericano, su fama de elegantes. Como contrapartida, se sitúan críticamente frente al espacio doméstico, incorporan otros contenidos a sus reflexiones e intentan capturar el mundo que las rodea, aunque del modo menos traumático posible. En este intersticio, al igual que el personaje La Agrado, tratan de conciliar dos fuerzas en pugna. Inmersas en una tensión que parece haberse instalado definitivamente, enloquecen por algunas modas y combaten con furia, como si la disputa se jugara en el plano de la representación. Lo cierto es que gran parte de la lucha ocurre precisamente allí, porque la dinámica histórica privilegia la ruptura, es decir todo aquello que se establezca bajo la marca de la innovación. La moda, que se define como tal, en tanto incorpora en su movimiento un rasgo de novedad, y el vestido, que materializa ese gesto, emprenden a partir de mediados de la década un camino sin retorno en esta loca carrera por el cambio.

    En forma paralela, aunque no necesariamente equivalente, el país sufre una transformación de proporciones que dos hechos de enorme impacto público parecen anunciar unos años antes. El terremoto del año 1960 derriba todo aquello que alcanza su radio de influencia, modificando la geografía y dibujando los quiebres estructurales que están por venir. El mundial de fútbol del año 1962 pone en marcha el aparato mediático discursivo desde el cual se librará ahora la batalla simbólica por el poder y la legitimidad. En los años que transcurran entre 1960 y 1976 se modifican sustancialmente las características de la sociedad chilena. Se intenta ensayar diversos modelos políticos y económicos, se modifica la estructura de la propiedad, se produce el ascenso de nuevos grupos sociales. Sectores, hasta ese momento postergados, como las mujeres y las jóvenes, adquieren visibilidad en el espacio público y también en las políticas y los discursos. Existe un fuerte ingreso de los ciudadanos al consumo y tiene lugar un explosivo desarrollo de la industria cultural y los medios de comunicación de masas. En el plano de la vida cotidiana se le asigna un importante valor al cuerpo del sujeto, el cual genera toda una cultura y una industria ligada a los cuidados del mismo. Aumenta la cantidad y diversidad de la información proveniente del exterior y se multiplica la oferta de modelos a imitar, algunos de los cuales –como el vestido, la alimentación, las formas de sociabilidad, la ocupación de los espacios públicos, entre otros–, al ser adoptados logran alterar radicalmente los modos de vida y hábitos de las chilenas. 

    Todos estos hechos son determinantes en la elaboración de los diversos modos de representación que la sociedad levanta en ese periodo. En este proceso ni el vestido ni la moda están ausentes. Y no lo están porque, por una parte, el vestido, como soporte material o mediación simbólica, se revela como un objeto capaz de contener la enorme variedad de sentidos y discursos provenientes de un espacio cultural en proceso de fragmentación, donde se libra una batalla por las identidades. La moda en tanto discurso marcado por lo nuevo –es decir, discurso moderno por excelencia–, sintoniza como nunca antes con un momento en el cual se intenta poner en marcha distintos modos de transformación del sujeto y el mundo que lo rodea. El énfasis en el cambio, en el fervor revolucionario, favorece la posibilidad de erigir representaciones afines a esa dinámica histórica. En ese sentido, tanto por la presencia que ha tenido la moda en la cotidianeidad femenina, así como porque es este sector el que parece vivir más críticamente los quiebres que tienen lugar en el entorno, y que afectan ahora sus espacios domésticos, es que el tema de este libro nos parece particularmente relevante, también como aporte a la reconstrucción de la historia de las mujeres en Chile. 

    El texto que presentamos se propone explicar el modo como se han articulado el vestuario y la moda femenina en Chile, a aquellos hitos histórico-culturales ocurridos en el periodo comprendido entre 1960 y 1976, y que han afectado particularmente a las chilenas. Establecer esta vinculación permite comprender, entre otras cosas, la adopción o el rechazo de ciertas formas de vestir, la popularidad de algunas prendas y modas específicas, dando cuenta de los mecanismos reguladores de conducta que operan tras el sistema de la moda. Por otra parte, posibilita el análisis del nexo centro-periferia y la el impacto que han tenido ciertos paradigmas en el plano de las modas, así como también la reflexión respecto de cómo se instalan los discursos de moda sobre ciertas vestimentas en particular. En último término, contribuye al entendimiento de una dinámica propia de esta expresión contemporánea, que se presenta marcada por una temporalidad discontinua, y donde coexisten modas emergentes, modas legitimadas y modas residuales. Estas últimas vuelven a ocupar la escena pública cuando las condiciones del entorno se tornan favorables a ese movimiento.

    El primer capítulo expone el momento previo a la ruptura, donde la norma establecida por los costureros franceses y sus imitadores chilenos determina la noción de elegancia, y por lo tanto la apariencia de las chilenas. Sin embargo, en este mismo instante se establecen silenciosamente las bases desde las cuales se producirá el cambio.

    El segundo capítulo da cuenta de la instalación del sistema de la moda en Chile, a partir de la articulación de un conjunto de hechos que apuntan en esa dirección, como son el liderazgo de las mujeres en materia de modas; la creación de una revista femenina que opera como un importante mecanismo de difusión del prêt-à-porter chileno; la capacitación masiva de las mujeres en labores propias de su sexo (como la confección y el tejido) que tendrá como efecto en el futuro la existencia de un contingente de mano de obra disponible para emplearse en talleres, y recibir encargos en sus domicilios o en sus agrupaciones de barrio; y el desarrollo de la industria textil chilena que provee materia prima de calidad. Simultáneamente, y bajo el influjo de las teorías desarrollistas, se plantea la posibilidad de instalar un proyecto de moda propio y alternativo a las tendencias centristas provenientes principalmente de Europa.

    El tercer capítulo examina los mecanismos de difusión de la moda femenina en Chile, particularmente los eventos de moda, para dar cuenta del proceso de modernización y consiguiente autonomía que adquieren estas muestras, a partir de la creciente profesionalización del negocio de la moda en el país.

    El capítulo cuarto describe y analiza las modas y estilos de vestir de las chilenas, que tienen lugar luego de la instalación del sistema de la moda, es decir a partir del año 1968 y hasta el año 1976. Se plantean aquí la vinculación entre las disputas existentes en el espacio histórico, el rol que asume la mujer en este escenario, su paso desde lo privado a lo público y la construcción de la apariencia femenina. En forma paralela la narración señala el cambio que van experimentando las principales revistas femeninas del periodo al abordar el tema de la moda y cómo estas configuran, por la vía del discurso, el contenido metafórico de la misma.

    El capítulo final sintetiza el recorrido anterior, articulando la construcción de la apariencia femenina a los distintos proyectos nacionales, que se suceden en el intervalo elegido, para dar cuenta del proceso que va experimentando la moda femenina en Chile, en función de las disputas que ocurren en el entorno. La creciente socialización de la idea de crisis, y de un quiebre que se avecina inexorablemente, a principios de la década, así como los sucesivos ensayos que tienen como norte el cambio social (revolución en libertad y vía chilena hacia el socialismo) y que se proponen resolver o encausar esa crisis, culminan en el golpe de Estado del año 1973. La instalación de un nuevo orden, cuyos efectos a largo plazo resultan insospechados, reconfigura el escenario nacional. Por otra parte la apertura de los mercados y la implantación de un nuevo modelo económico provocan una importante alteración en los hábitos de vida de las chilenas. Hacia 1976 el giro es evidente. Cada modelo de sociedad, incluso por omisión, maneja una visión particular de la mujer y pone en marcha mecanismos de disciplinamiento y control social –en este caso el vestido y la moda–, que encauzan a las chilenas hacia diferentes objetivos nacionales, los cuales se van modificando a lo largo de los 17 años que nos ocupan.

    El texto en su conjunto apunta hacia la validación del discurso público como constituyente de realidad, porque en este caso en particular, es el responsable de una parte importante del contenido metafórico de cada moda y de su impacto en el espacio cultural. Es decir, no habría un sistema de la moda operando con autonomía sin un discurso especializado que movilice la oferta estética en una u otra dirección, manipulando la aceptación o el rechazo de ciertos tipos de vestimentas. Ello explica la importancia asignada a las revistas femeninas y a la forma como van estructurando el metalenguaje de la moda. Y también la riqueza de fuentes, a las que hemos dejado hablar, básicamente porque sus giros, sus silencios, sus fallas sintácticas, dan cuenta de la precariedad de un sistema en proceso de profesionalización. No ha sido el objeto de este trabajo contrastar formalmente el contenido del discurso público con, por ejemplo, testimonios de mujeres chilenas de las dos generaciones a las que aludimos en el texto. Y tampoco cotejar sistemáticamente las fotografías de moda de las revistas con un conjunto de referencias iconográficas diferentes, como álbumes familiares que representen a personas comunes y corrientes, aunque estas últimas están presentes con frecuencia en los soportes comunicacionales que hemos consultado. Pensamos que un procedimiento de este tipo, aunque aporta nuevos detalles, no modifica sustancialmente el eje del relato. Asumimos que dichas historias visuales y lingüísticas, si bien revelan la presencia de una tendencia en lo cotidiano, constituyen una construcción discursiva más. Por otra parte, los discursos públicos están inundados de realidad en la medida en que apuntan a un otro colectivo, poseen una intencionalidad clara y generan efectos visibles y dimensionables, como en este caso la adopción de las distintas modas durante el periodo tratado. Y en ese sentido el texto es exhaustivo en la descripción tanto como lo ha sido el trabajo previo de revisión de fuentes.

    Uno de los propósitos últimos del libro, que pensamos vale la pena mencionar aquí, tiene que ver con la legitimación al interior de los estudios culturales y particularmente al interior de la historiografía nacional de nuestro objeto de estudio, el vestido, profusamente citado a la hora de ilustrar modos de vida y comportamientos individuales o colectivos, o sensibilidades propias de una época, pero muy poco abordado desde la producción crítica, generada tanto al interior de la academia como al margen de esos espacios. Y denostado por el componente frívolo que soporta, el cual, por lo demás, le confiere gran parte de su atractivo, de su potencial seductor y significante, porque lo vincula con la cotidianeidad del sujeto. Los textos que indagan el tema del vestido y la moda en Chile son escasísimos, e inexistentes en el caso particular del periodo que nos ocupa. Por lo mismo ha sido necesario definir incluso la terminología específica a la que se recurrió para denominar prendas o telas, discriminando entre la nomenclatura que le asignan las palabras en otra lengua, la precaria adaptación que de estas hacen las revistas femeninas en Chile y el uso común. Esperamos que este libro dialogue en el futuro con muchos más.

    Pía Montalva Díaz 

    Santiago, mayo de 2004

    CAPÍTULO I

    Bajo la marca del simulacro

    1960-1967

    ¹. Los diseños de José Cardoch le transfieren a Textil Progreso el aura de la alta costura chilena. Revista Eva, ¹⁹⁶³."

    La década de los 60 se abre en Chile signada por la ruptura y, aunque habrá que esperar aún unos años para su materialización, lo cierto es que el movimiento telúrico del mes de mayo de 1960 y su seguidilla de réplicas, tienen algo de premonitorio. El deseo de cambio es compartido por un sector importante de la sociedad chilena porque el diagnóstico general apunta hacia una suerte de agotamiento del conjunto de esquemas que habían normado el orden social en el país. La llamada Revolución de los gerentes, impulsada por Jorge Alessandri, entra en crisis al inicio de la década, al producirse un retroceso en la aplicación de las medidas económicas de corte liberalizante que no generan los efectos esperados. Asimismo se desencadena una crisis política, en parte porque el discurso sustentado por la derecha chilena no sintoniza con la sensibilidad y las expectativas de las masas, las cuales comienzan a movilizarse bajo el influjo de conceptos como actividad, agitación, efervescencia, optimismo, audacia, rebeldía, lucha, revolución.

    En el escenario internacional, verdaderos huracanes soplan desde todos los flancos. La revolución cubana, en el contexto de una resurgente guerra fría, se presenta como la constatación de que es posible levantar un proyecto de sociedad de corte marxista radical en América Latina. El Concilio Vaticano II marca una renovación en la Iglesia Católica, que se propone ahora privilegiar el contacto estrecho y cotidiano con los fieles y asumir un mayor compromiso social con los problemas que los aquejan. La Doctrina Social de la Iglesia se expande con rapidez y ejerce su influencia en los sectores políticamente reformistas. La juventud comienza a erigirse como un sector potente que aspira levantar una cultura propia y no limitarse a imitar los patrones maternos y paternos. Existe de parte de este grupo el deseo de construir un mundo nuevo, más justo y solidario, pero también más liberal en el plano de las costumbres. Las mujeres, por su parte, experimentan el impacto que provoca la llegada de la píldora anticonceptiva, que les posibilita no solo el control sobre sus cuerpos, su sexualidad o el número de hijos que desean tener, sino que grados de influencia respecto de los índices demográficos de sus países. Inician un proceso de emancipación que se expresa en un aumento de sus niveles educacionales y en el posterior surgimiento de movimientos feministas que abogan por la igualdad de derechos entre ambos sexos.

    Hegemonía del modelo francés

    Toda la convulsión latente no tiene aún una expresión en el plano de la moda. Al inicio de la década, nada hace suponer que una transformación de gran envergadura e insospechadas consecuencias está por inaugurarse. Predominan todavía los patrones de los años 50, que las chilenas aceptan con gusto, volcando en esa dirección todo su deseo estético. Y aunque la oferta de modelos a imitar es variada (se puede mencionar a lo menos tres) el paradigma de la alta costura francesa –cuyas propuestas se orientan a un público mundialmente muy minoritario– mantiene su antigua hegemonía. Hacia 1961, la casa Dior ostenta un liderazgo indiscutible, creando anualmente cuatrocientos modelos de alta costura y trescientos para la boutique. Exporta sus productos a ochenta países donde tiene representantes, aunque en cantidades muy reducidas. Entre sus clientes figuran las actrices Elizabeth Taylor, Gina Lollobrigida, Sophia Loren, y miembros de algunas casas reales como la princesa Margarita de Inglaterra o la emperatriz Farah Diba de Irán. Dior representa la elegancia y por esos años no hay mujer que no sueñe con llevar un traje firmado Christian Dior. Pero no solo la etiqueta pesa, también el estilo emblemático de la casa. Lanzado en 1947, todavía en 1960 se asocia a lo estéticamente correcto, a aquello que se luce en galas y ocasiones importantes. El New Look es el estilo Dior por excelencia, concebido, según el modisto, para devolverle a la mujer el refinamiento y la elegancia que habría perdido durante la Segunda Guerra Mundial, donde cultivó las líneas militares. Dior se propone transformar a las mujeres en verdaderas flores. De hecho en Francia este estilo fue denominado Corolle.

    En Chile el New Look se difunde principalmente a través de las páginas de moda de las revistas femeninas, diseñadas mayoritariamente con material francés. Hacia 1960 no es la única tendencia que se expone, pero sí tiene una gran presencia en trajes de cóctel y de noche, y en vestidos veraniegos de corte juvenil. Como manifestación ya residual del conservadurismo de los años 50, esta estética contrasta con otra, geometrizante, que comienza a visualizarse poco a poco, especialmente en el traje sastre o tailleur, que desde su invención por el sastre inglés Redfern, a fines del siglo XIX, representa a la mujer que trabaja y deambula sin compañía por el espacio. Resulta evidente, entonces, que por esos años la alta costura francesa se encuentra en un proceso de modernización, intentando crear estilos distintos al Corolle, que, al menos, simulen de mejor manera una cierta sintonía con tiempos algo más vertiginosos y democratizantes. Sin embargo, dado los conceptos elitistas a partir de los cuales se construye, a largo plazo, la estrategia está condenada al fracaso. Jean Marc de Poix, director de Christian Dior Paris, explica a Eva en diciembre de 1961: 

    Nuestros modelos están dirigidos a lo más granado de la sociedad internacional. Damos por descontado que cuentan con comodidades suficientes para ser elegantes. Nuestras clientes tienen siempre una mucama para subirles el cierre y un automóvil grande que permite entrar a él con un vestido estrecho sin dificultad.

    ¿Qué ocurre en un país como el nuestro, donde, por ejemplo, quienes cumplen los requisitos para ser clientes de Dior constituyen una minoría casi inexistente? En general, puede hablarse de una adopción virtual del modelo, en el sentido que la adhesión se produce en el nivel de valores y reglas de uso, incluso aunque nunca se tenga la posibilidad de contemplar la vestimenta que los representa, más que en una simple fotografía. Mayoritariamente las chilenas, con mejores o peores resultados en sus propias prácticas vestimentarias, comparten el mismo concepto de elegancia que determina cómo vestir en forma apropiada para la ocasión y saber qué conviene según la propia personalidad, aunque es indudable que cierto talento innato marcará las diferencias y hará que unas pasen menos desapercibidas que otras. Los discursos estructurados desde las revistas contribuyen a difundir normas de uso claras y estables. Existen trajes de mañana, tarde, cóctel y noche que deben complementarse con accesorios apropiados (calzado, cartera y guantes) y peinados adecuados. Asimismo, sobrevestirse es considerado de pésimo gusto, y en ese sentido resultará fundamental articular la vestimenta al entorno: espacio privado o público, formal o informal, urbano o rural.

    Las páginas de moda de las revistas aportan descripciones técnicas que facilitan y completan el entendimiento de los modelos expuestos en las fotografías, permitiendo su reproducción. A principios de la década del 60 Eva publica secciones tituladas Los moldes de Eva o Modelos de París donde incorpora la tradicional foto de frente, dibujos con los datos constructivos, que no se alcanzan a visualizar en la imagen principal y moldes a escala 1:10 cm, trazados sobre una suerte de papel milimetrado, para que la dueña de casa no tenga problemas al ampliarlos. En ese mismo momentos, Rosita, una publicación que se comercializa a precios muy bajos y que contiene toda la información concerniente a lo que ella misma define como las tareas del hogar (labores, tejido, costura, cocina), considera una sección fija en la que incluye una muestra de la moda de la temporada, con patrones e instrucciones de confección. Por su parte, las tiendas que comercializan las máquinas de coser Singer y las librerías especializadas en figurines, como Weidner, ubicada en el centro de Santiago, distribuyen los moldes Mc Calls, de origen estadounidense, cuya variedad se extiende desde ropa infantil hasta vestidos de novia, más complejos de confeccionar. En el caso específico de la moda femenina, la edición, en español, de la revista alemana de patrones Burda, marca la pauta en lo que a confección casera se refiere, dado la excelente calidad de los moldes que contiene y la claridad de las instrucciones para cortar y coser lo diseños propuestos. Burda se vende en Chile bajo el formato de ediciones mensuales y números especiales con las colecciones de temporada, dos veces al año. Provistas de toda esta información y de las herramientas concretas para materializarla, las mujeres de clase media pueden ver realizado su deseo de estar a la moda. Incluso una que otra fantasía de ascenso social en un contexto donde los círculos sociales son en extremo cuidadosos con las y los advenedizos. Y por supuesto lucir un vestido al más puro estilo parisino, independientemente de si lo han fabricado ellas mismas o si han delegado la tarea en una costurera de barrio. Como contrapartida, las elites apoyan el establecimiento de una suerte de alta costura nacional que les provea de imitaciones de primera calidad y con telas exclusivas que, no son aquellas que procesa la industria nacional y que se publicitan masivamente. Solo un sector muy reducido de la clase dominante podrá efectivamente, en este periodo, adquirir o encargar parte de su guardarropa a París. El esfuerzo lo realizará cuando la ocasión lo amerite, principalmente porque aunque el lujo constituye un valor importante, no son tantas las situaciones sociales en Chile donde es posible llevar un traje de alta costura sin que el gesto sea leído como ostentación o falta de mesura. Por lo demás, a principios de los 60, una parte importante de la vida social transcurre al interior del propio hogar y a la hora del cóctel.

    Desfiles Christian Dior – Los Gobelinos

    El acontecimiento de moda más importante de los primeros años de la década es la presentación en Chile de las colecciones de temporada Christian Dior. En este periodo se alternan dos tipos de exhibiciones. Por una parte, muestras extraordinarias con fines benéficos, provenientes de Francia. Se estructuran a partir de vestidos originales, y son preparadas por expertos de la casa Dior quienes viajan a Chile a cargo de los eventos. Por otra, exhibiciones de temporada con fines comerciales organizadas regularmente por Los Gobelinos, representante exclusivo de la marca en Chile, donde se muestran reproducciones autorizadas e incluso firmadas de los modelos franceses. Los Gobelinos tiene a su haber un convenio con la casa Dior que data del año 1948, posterior al lanzamiento del mítico New Look. A partir del año 1953, y debido a la falta de divisas para su importación –es decir de un mayor control para todos los productos que ingresan al país, implementado a través la suspensión del dólar libre y la autorización previa del Consejo Nacional de Comercio Exterior, y que comienza a regir en 1952–, la casa comercial inicia la confección de ropa Dior en el país. Contrata a un grupo de modistos y técnicos europeos, responsables de generar la calidad exigida por la marca. Los profesionales viajan dos veces al año a Francia y seleccionan vestidos y accesorios de la última colección de temporada para su fabricación en Chile. La casa envía al país no solo los patrones de los vestidos sino también las llamadas toiles, o modelos fabricados en lienzo blanco, que contienen todos los detalles constructivos y terminaciones, con el fin de asegurar reproducciones de primera. A partir de las toiles, los diseños se confeccionan en telas exclusivas, incluso chilenas, las cuales se tejen especialmente y en metraje reducido, para estos fines. Así los vestidos se venden a menos de la mitad de lo que cuestan en la boutique de París. 

    Los desfiles de exhibición se organizan en Santiago a beneficio de instituciones como el Ropero del Pueblo, el Hospital Trudeau o las obras sociales de la Embajada de Francia. A estos eventos asiste un público muy escogido, lo que los transforma en un verdadero acontecimiento social. La estricta selección de los convocados obedece no solo a una política de la casa Dior, en el sentido de elegir una clientela adecuada a toda esa elegancia. Existen también poderosas razones comerciales, como por ejemplo, evitar que se cuelen los infaltables espías que despliegan todo tipo de estrategias, con el objeto de acceder a los originales para luego comerciar masivamente copias de los mismos vestidos. De hecho, en Chile la primera de estas presentaciones se realiza en diciembre de 1960, no en un lugar público, sino en la casa de la señora Errázuriz de Sánchez, lo que restringe el acceso a la muestra. La exhibición tiene por objeto promover el estilo Dior –a cargo en ese momento de Yves Saint Laurent– y, por lo tanto, nada está a la venta. La gira, que incluye ciento ochenta baúles, sigue su viaje a Buenos Aires. Para la casa Dior esta "tournée sudamericana" obedece a la necesidad de ampliar sus mercados, principalmente luego de constatar la existencia de un público potencial en el continente, que viaja cada

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