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Desde La Otra Orilla
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Libro electrónico167 páginas3 horas

Desde La Otra Orilla

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Información de este libro electrónico

Este libro trata de un hombre que hace una reflexin de la sociedad, desde el otro lado de la orilla. Dicho personaje, distanciado desde muy lejos de una sociedad que no quiere, y que por obvias razones es rechazado, es el personaje central de esta obra. Pero, no es un hombre de vestido y saco, como tantos que encontramos a nuestro lado. No, se trata de un hombre de la calle, un desechable, que por eleccin propia toma su camino desde la ms temprana juventud, cuando abandona de un modo brutal toda institucin que lo amarre a la hipocresa de la sociedad. Sin embargo, este andrajo de hombre lee. Y en su caminar,dentro de una mochila que lleva siempre consigo, tres libros le son bsicos para darle sentido a su vida y sostenerse en ella.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 abr 2015
ISBN9781506500959
Desde La Otra Orilla
Autor

Julián Calderón Rodríguez

Julián Calderón Rodríguez nació un 16 de enero del año 1951 en la ciudad de Bogotá, Colombia. Toda su vida laboral la desarrolló en aeropuertos del país como funcionario de operaciones áreas, pero su verdadera vocación ha sido la lectura y el desarrollo de obras escritas desde su más temprana juventud, como cuentos, poesía, ensayos, una biografía, notas de viaje, las cuales, por circunstancias que solo el albedrío conoce, no han sido publicadas, pero hoy tenemos la grata ocasión de presentar dos novelas de este autor a través de Palibrio. En la actualidad Julián Calderón reside en la ciudad de Cali y escribe una nueva novela.

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    Desde La Otra Orilla - Julián Calderón Rodríguez

    Copyright © 2015 por Julián Calderón Rodríguez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2015903166

    ISBN:   Tapa Dura               978-1-5065-0094-2

                 Tapa Blanda           978-1-5065-0093-5

                 Libro Electrónico   978-1-5065-0095-9

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 15/04/2015

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    707502

    V oy a intentar en lo posible ser lo más consecuente en lo que a mí se refiere, esto significa que trataré de dibujarme sin el prejuicio normal de todos, y no me importarán luego las consecuencias; allá los demás con sus convicciones o sus estupideces, que se ahoguen en su propia inercia, por no decir en su propia mierda. Por lo demás aquí estoy, en esta mañana gris de abril, mirando cómo aparecen los días, cómo va despertando la ciudad, sin que me sorprenda ya nada. Me parece tan ilusa toda esta cosa que llaman realidad que solo me detengo en lo inmediato. Carezco de ambiciones y por tanto de preocupaciones, pero esos que salen de sus apartamentos y toman presurosos sus vehículos para dirigirse al trabajo y a sus rutinas sin retorno se afincan con pasión enfermiza en la preocupación de cada día, y no satisfechos con ello esperan sin rubor pero con angustia la mañana siguiente. Los veo pasar en sus carros o a pie, cerca de mí, y solo me producen risa; ellos en cambio, cuando se dignan mirarme, lo hacen con lástima o con rabia. Claro, no soy uno de ellos, y por esta única razón no me pueden querer, ven en mí la escoria que ensucia la pulcritud de su sociedad, me rechazan, y si estuviera en la voluntad de muchos de ellos me harían desaparecer, como evidentemente ocurre con los llamados grupos de limpieza que asesinan a tanto mendigo extraviado durante las noches. No nos quiere esa sociedad y después se alarman y se preguntan con cierto temor hipócrita de dónde surge en estos parias el resentimiento que muestran contra una sociedad ordenada. Estos hombres de la sociedad son pueriles y no les gusta escarbar en sus propias miserias; me tienen sin cuidado a pesar de que los odio. Un día de estos, ya se verá, tomaré por mi cuenta un niño bonito rico y me lo comeré vivo, literalmente vivo, le destriparé sus bellos ojos y me los tragaré sin pudor; bueno, hablo con la rabia del resentimiento, de la impotencia y quizás no lo haga, muy a mi pesar, además en el fondo soy un tipo pacífico, ando solo, no me gustan las compañías y así voy jalonando la vida, s in embargo, no admito el orgullo que se pavonea en tanto burguesito que veo por ahí. ¿Qué se creen acaso? ¿Que poseen un privilegio ajeno a los demás mortales? ¿Acaso no defecan sus propias porquerías o ignoran que un día también la muerte habrá de llegar inexorable a cada uno de ellos? ¡Ilusos! ¡Idiotas! ¡Se comportan como dioses! Y hasta donde sé a los dioses igual les llega su hora. Nunca podría llegar a ser uno como esos, a pesar que nací en uno de sus hogares, pero todo tiene su límite y yo al mío, apenas pude, le puse su tatequieto. C uando se me dio, y quise, me refugié en la c alle, y aquí estoy . No lo lamento. Soy ahora un animal de la calle a quien nadie quiere y al que todos señalan y evitan. Es normal, aunque el disgusto por esta gente siempre esté allí, a la espera, de qué, no lo sé. ¿Saben ellos acaso mi historia? ¿O la de tantos que deambulan por ahí fatigados por las penurias de la suerte? ¿Qué ha de saber toda esta gente? Piensan que tras la fragilidad de sus urnas de cristal se encuentran protegidos y se equivocan. No lo duden, se equivocan. En algún momento de mi vida también fui yo uno de ellos y por ese motivo tengo conocimiento de sus debilidades y necedades. Son solo apariencia, quieren mostrar aquello de lo que carecen y pareciera que la superficialidad en ellos fuera virtud. No lo niego, la comodidad de sus hogares, un buen colchón para dormir, o quizás un buen desayuno como el que ahora se dispone a engullir aquella pareja sentada en el restaurante del frente, es una condición que todo hombre desea conseguir. Es legítimo que así sea, pero a cuento de qué ¿De tanta farsa pintada en sus quehaceres y obligaciones? Esa misma pareja que observo, el hombre ajado por los años, b ajito y rechoncho, que echa mantequilla al pan mientras toma un sorbo de café, y la mujer, más joven, aunque con una descomunal cadera, me producen pena. Han dejado al lado de la cafetería un bonito carro que es conducido por la mujer. No parecen esposos, tampoco amantes, quizás sean compañeros de trabajo de alguna oficina cerca, tal vez. El hombre rechoncho no deja de mirarme y me fastidia. ¿Qué tramará su inútil pensamiento respecto a mí? ¿Qué se dirá al observarme tan atentamente? ¿Le pareceré acaso una curiosidad o quizás se diga que soy un estorbo ambiental para el lugar? Allá él. Bueno, me observa y dice algo a la mujer, voy a acercarme un poco para ver si adivino la conducta del hombre. Ya veremos. Me parece, no obstante, que la observación del hombre es más bien de curiosidad y no refleja asombro ni mucho menos enojo. Creo que le ha llamado la atención que no parezca yo un desechable silvestre como tantos otros, que caminan la calle en busca del robo y del vicio. Es que tengo cierta dignidad de mendigo que no corresponde al estereotipo común y debe ser por esta circunstancia que el hombre me mira con cierta inteligencia de comprensión. Es probable que me haya visto un poco antes, sentado yo al frente del edificio de apartamentos, guardando en mi mochila de cachivaches el libro que acabo de cerrar y que leía con total abstracción, es posible que mirando mi indumentaria raída y sucia de pordiosero, pero concentrado en la lectura de un libro y que he guardado con diligencia dentro del morral, se haya dicho para sí, y se lo haya transmitido a la mujer q ue lo acompaña, pareciera yo un Gómez Jattin extraviado sin razón en la mañana lluviosa de la ciudad. Si es así, si esa es su reflexión, no se encuentra del todo equivocado. He sido de algún modo un trashumante de existencia, es decir, de algún modo soy poeta y por ningún motivo se me debe señalar como un vulgar paria, como un pordiosero de miseria. Sé que soy distinto y serlo, sentirme cobijado por la condición del conocimiento de vida que da leer libros, me produce cierta seguridad que no poseen, lo he dicho, todos estos que transitan los días y las noches en afanes y en sueños estériles. Aun el mismo hombre que me observa no me convence. Creo que se trata de alguien mediocre y sin objetivos y que se arrincona en cada día y ya. No me parece que haya hurgado nunca en libros que le den otras motivaciones a su propia existencia. Este hombre y la mujer pronto terminaran el desayuno y partirán a sus cosas, a sus rutinas y nunca más los veré, pienso, y no me importará, se irán y es como si nunca nos hubiéramos cruzado, como si nunca hubiéramos existido como presencia inmediata. Se van y me aburren, la lluvia es lacónica y triste, no obstante el tiempo continúa, no tiene paréntesis, es consecuente siempre hacia adelante y no para mientes si tengo hambre, si he tomado un café, o si he pasado una buena noche en esta acera que he convertido en habitación; parece un mal chiste, eso de mi habitación, pero lo cierto es que en este lugar he fijado mi residencia temporalmente. Soy ya conocido por algunos vecinos y pese a lo que soy a su mirada burguesa, no he sido mal tratado, tal vez han visto en mí, no al delincuente o al bazuquero rapaz que está a la expectativa del robo, sino una especie de habitante desamparado por la fortuna y el destino, pero en que se advierte la buena educación del lector; otros, lo he dicho, no me quieren. Y no es que me interese el juicio de tales personas, aunque si me importa que no me traten a las patadas como si fuera un desahuciado; en este punto pienso que soy un tránsfuga de mis propios principios, puesto que como un perro faldero, saludo a aquellos que cada mañana salen del edificio, de un modo servicial, y pese a que sostenga que no me importa su trato, mentiría si dijera que no siento cierto halago en tal tratamiento. Sé, claro, que es provisional y que estas personas pudientes y burguesas aceptan el saludo mutuo como un favor suyo y en aras, quizás, que no sean ellos mismos en algún momento objetivos de mis resentimientos y que descargue conductas vindicativas contra una sociedad indolente de la que hacen parte. Es contradictoria mi posición y no me alabo por ella, s in embargo, y para no hacerme de tripas corazón, advierto que son conductas legítimas de la condición h umana, y así no me guste o piense distinto, también me encuentro insertado en ella; es como si me sintiera d istinto, pero a la vez consolidado a través de un lenguaje prosaico, mi saludo de perro faldero cada mañana, cada tiempo, con esta gente a la que odio con resentimiento y a la que no obstante asimilo en oleadas de identificación, como si fuera uno de ellos, quizás en un alarde de querer convencerme que también un día fui un pequeño burgués de pocas pretensiones; es un contrasentido y me molesta, m ás aún cuando siento en lo más hondo de mis convicciones que si una vez renuncié a los privilegios de una clase decadente y me metí en los laberintos de la autenticidad, y ser descarnadamente auténtico frente a una sociedad hipócrita, n o era para llegar de nuevo a sentir una procaz necesidad de habitar sus limitaciones. Si yo decidí convertirme en libre, mal haría en encadenarme otra vez a la esclavitud de estos hombres, consumidores de sus propias mediocridades. Entonces no es el pálpito de la identificación que me hace acercar a ellos, por un apretón de manos, casi nunca, o un hola lejano y esquivo, casi siempre, cuando les da la gana de fijarse en mí, ni por la nostalgia de un pasado incierto en el cual pude haber sido y no fui, o por alguna otra razón que ignoro o simplemente evado, sino, acaso, digo, por el sentido de sentirme determinado, o fijado, o identificado, mirado por otro, señalado como algo que posee trascendencia y que hace que cualquiera, uno, participe de un mundo y de una misma naturaleza. Es algo así como fijación del ego en la historia universal del hombre, y aun cuando yo no comparta ideas fortuitas, o aleatorias, debo aceptar, no importa con que tanta reserva, que existe un cordón umbilical en esta historia que lo mete a uno en el cuento de la Armonía Universal, pero igual uno sabe que se trata de una bestial mentira, y no obstante todos en algún momento requieren de la instancia única de sentirse i mportantes , así sea a través del saludo de perro callejero. Me tiene sin cuidado el tener que dar explicaciones y más de esta índole, y muy a mi pesar las digo para que se vaya conociendo mi verdadero carácter. Se dirá que carezco de él. El transeúnte burgués que me observa como en una ráfaga difusa dirá, si tiene el debido tiempo de atención hacia mí, que un mendigo, mejor, un apestoso desechable no tiene carácter y ninguna consideración buena merece. En aras de la verdad social puede ser cierta en la medida de su concepción clasista; no obstante esa obsesión de mirar a los otros de menor rango social con displicencia y menosprecio, más en aquellos que detentan cierto poder económico, no deja de producirme asco porque de cualquier manera todos no dejamos de ser más que carne para gusano y el alarde que se haga hoy por la especial comodidad de vida que se tenga, gracias al dinero, habrá de llegar un día en que la certeza de la muerte no hará distinciones entre poderosos y miserables; y pese a que pueda parecer pueril o anacrónico o simplemente un estereotipo, plantear de un modo así lo evidente, lo cierto es que más allá de la circunstancia fortuita de vivir un tiempo y una época, cuando dejemos precisamente de ser vida y nos toque la muerte, no seremos entonces nada, y en esa nada el gusto por el dinero y el menosprecio hacia aquellos que no lo tienen, será nada. Como quien dice, allá en ese pasaje absoluto de la muerte, en el cual la carne ya no será carne, y la conciencia de las cosas habrán dejado de existir, nada ya tendrá sentido, y sin embargo, los hombres necios que se solazan con la plenitud de lo eterno, porque piensan que el dinero lo puede todo, no atisban más allá de su propia nariz y se reducen a este gustico momentáneo en el que viven. Allá ellos, ni yo ni nadie responde por ellos. Que se pudran en su fugaz hoguera de vanidades si eso les produce placer. Yo hace tiempo que carezco de ilusiones y no me mortifica de ningún modo e l pálpito de muerte . Sé, lo he aprendido cada día, que la vida es efímera, y que a nadie importa que millones mueran y nazcan cada veinticuatro horas. Esa tónica del asunto es inalterable y nada ni nadie lo cambiará. ¿Acaso la Ciencia creada por la inteligencia del mismo hombre? Lo dudo. La inteligencia de este hombre, acabará, a causa de su misma impotencia, de destruir y nunca se enterará de su misión sobre la tierra; de modo que recojo de nuevo la reflexión y me digo con cínica satisfacción que el placer del dinero y el poder social que da, es inocua e irrelevante. Una de las lecturas que facilitó el que yo aprendiera a mirar con desconfianza la altivez de los poderosos con su dinero fue Memorias de Adriano; me enseñó el contenido del libro, a través del hombre, la futilidad del poder y la certeza inminente de la muerte. El hombre no toca a la muerte, la muerte siempre toca al hombre. Todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana….pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota anticipada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Me gusta echar mano

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