Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Pablo el Loco
Pablo el Loco
Pablo el Loco
Libro electrónico350 páginas5 horas

Pablo el Loco

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En la delgada línea que recorre lo surreal, lo mágico y lo fatalista, Pablo el Loco nos dibuja una realidad hostil y a la vez llena de vitalidad, una especie de Walt Whitman atemporal habitando un mundo caótico donde los valores humanos se pondrán de manifiesto a través de sus ojos.

—¿Por qué lado llorarán los jodidos cíclopes? Seguramente nunca lo sabré.

Samper, Dante, la progenie, los nómadas, recuerdos de una vida pasada, el buen salvaje, la locura, Hound Dog y Elvis Presley, doscientas formas de matar y una única manera de sobrevivir, Pedro el Mudo, delirios, certezas y sobre todo el loco. Pablo el Loco.

Este es un relato huérfano de padres y repleto de soledades, es un relato de mundo, actual y a la vez recogiendo lo mejor de una tradición narrativa como es el realismo mágico. Una crítica existencial a la decadencia de nuestros días sin perder la esperanza, la vitalidad y la profunda creencia en lo grande de la vida. El lector será llevado por Pablo el Loco a reflexiones tan necesarias como olvidadas, en el marco de un universo post-apocalíptico no tan lejano a nuestros días.

«Los libros que el mundo llama inmorales son los que
muestran su propia vergüenza».
Oscar Wilde

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2020
ISBN9781005596743
Pablo el Loco

Relacionado con Pablo el Loco

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Pablo el Loco

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Pablo el Loco - Rafa G. Bonilla

    PABLO EL LOCO

    Rafa G. Bonilla

    © Rafael González Bonilla

    © Diseño de portada:

    David P. Zarain

    Rafa G. Bonilla

    Todos los derechos reservados

    Para Alicia,

    incansable sanadora de locos

    y también de cuerdos

    KAFKA Y PABLO EL LOCO

    (A modo de prólogo)

    En 1904 Kafka escribió en una carta a su amigo Oscar Pollak:

    «Pienso que solo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo».

    Pablo el Loco representa todos esos valores que el oficio de la literatura requiere, práctica, fuerza, tesón, sinceridad, desgarro, las ideas más bellas contadas de la forma más grotesca o, por qué no, al revés. Y a sabiendas de que quizá sea mucho decir de un autor novel como Rafa G. Bonilla, desde la humilde opinión de las personas que conforman este jurado —léase, Gerardo Sanz (fotógrafo), Mike Terry (músico), Penélope Crespo (diseñadora gráfica e ilustradora), y con voz pero sin voto, Roberto Pico, Jorge Abril y un servidor, David P. Zarain— Pablo el Loco, y por ende, Rafa G. Bonilla, lo logra y lo merece.

    Rafa G. Bonilla, filólogo, diseñador multimedia y ahora escritor. Porque escritor no es solo aquel que publica, sino aquel que tiene conciencia de su propia obra y del trabajo de creación de esta, y por ello, publique o no, venda más ejemplares o menos, sencillamente lo es.

    Nacido en Vitoria en 1977, adoptado por diferentes ciudades, Burgos, León, Cáceres, Zamora, Londres y por último Valladolid, donde lleva más de veinte años agitando la vida cultural con sus ideas, trabajos y proyectos, nos presenta una novela distópica, una historia kafkiana sobre los valores, la superación y una profunda crítica a la sociedad, al más puro estilo de Huxley o incluso del propio Orwell.

    Con un tono tranquilo, apenas sin levantar la voz, Pablo el Loco reflexiona sobre la sociedad actual y sus caminos, los que todos transitamos y en los que todos alguna vez hemos ganado o perdido. Un cuaderno, como el autor lo llama, donde la moraleja final, (en palabras prestadas del propio Kafka), «es un hacha que rompe el mar helado dentro de nosotros».

    La beca Kafka tiene la vocación de dar a conocer a nuevos talentos rompiendo las fronteras de las distintas disciplinas artísticas, de la edad, del sexo, o de cualquier otro parámetro que implique el encorsetamiento del arte, ayudando, en la manera que sea posible, a la difusión de la obra distinguida.

    Es una beca independiente, libre y autogestionada, basada en un conjunto de criterios donde la principal premisa del jurado es el talento y la actitud, la forma y la esencia de la obra.

    Kafka es un club de ocio y de organización de eventos que aboga por la cultura, situado en la calle Arribas 14, Valladolid. Encuéntranos en las redes sociales como Kafkaunderground.

    Esto es todo, disfruten de Pablo el Loco y de sus aventuras y desventuras, de sus sonidos alegres y de sus canciones tristes. Ahora, el libro, está en sus manos.

    David P. Zarain

    15 octubre del 2017

    Cuaderno I

    Dicen

    Dicen mis detractores que estoy chiflado, loco de atar. Pablo el Loco me llaman, cuando no lo hacen por mi otro nombre, Pablo el Tuerto, aunque pensándolo bien tampoco hay que concederles mucho crédito. Cuentan de mí mentiras tan absurdas y verdades tan crudas que ni ellos mismos se las creen, hasta el punto que he llegado a la conclusión de que no me conocen en absoluto, aunque en lo de tuerto tienen razón.

    Siempre ha sido así, siempre he ido a contracorriente porque el sentido común me ha dicho que la corriente va al revés, que el mundo gira hacia el lado incorrecto. No consigo encontrar la lógica a muchas de las acciones que otros realizan a diario sin plantearse si están bien o mal, si tienen o no sentido, ni a la manera de pensar de millones de individuos, tan racional que siempre nos ha conducido, de una manera o de otra, hacia el desastre. En todo esto influye también, y mucho, la pasividad, la dejadez, la comodidad de verlo todo desde un confortable sofá en una pantalla a todo color. Nadie lucha ya por sus ideales, sino por los de otros que pueden permitirse el lujo de que la gente mate y muera por ellos. Nadie va ya a pasear por el campo sin otra motivación que observar la perfección de la naturaleza en sus árboles, nadie admira la belleza simple de quedarse quieto junto a un arroyo a escuchar el fluir de sus aguas, a deleitarse con los fugaces destellos que producen sus remolinos cuando encuentran una roca en su camino. Nadie piensa en el amor, ni en el honor, ni en el altruismo, ni en la integridad. Todo el mundo tiene un precio, todo el mundo pide algo a cambio, todos actúan o piensan movidos por un egoísta interés personal, por la envidia, por la codicia o por una combinación de las tres.

    Dicen mis detractores con gran pompa que han descubierto tal o cual planeta o que han aislado tal o cual gen microscópico, muestran con gráficos los resultados de sus análisis e investigaciones, salen por televisión luciendo su gran sonrisa blanca de dientes perfectos, o quizá son todos los que están del otro lado de la pantalla con los dientes como un desguace observando al tipo de la gran sonrisa blanca mientras suelta su verborrea sin decir gran cosa, quizá son los que viven al día sin preocuparse, ya no solo por el mañana ni por el hoy, sino por ellos mismos o por los demás. Todos forman parte de la misma mierda, los que creen en algún dios o los que no creen en ninguno, los que son tan crueles como para pisotear a los demás y los que son tan pusilánimes como para dejarse aplastar bajo sus pies, los que son de derechas y los que son de izquierdas, todos. Yo no entiendo a esa gente, y ellos no me entienden a mí, pero son mayoría y yo estoy solo. Por eso soy el loco.

    Bueno, a decir verdad no estoy completamente solo. Lo he estado durante mucho tiempo. No puedo calcularlo porque no tengo reloj, y tampoco lo necesito. Nadie lo necesita en realidad, pero todos lo llevan, los ponen en las torres, en sus muñecas, en las fachadas de los edificios, en sus pequeños bolsillos del chaleco destinados a tal efecto, en carteles luminosos… Los ponen allí y los miran cada poco, comparan unos con otros para ver si hay desincronización, les dan cuerda para que sigan funcionando, ¿para qué?, me pregunto. ¿Para qué inventaron esa rutina, esa manera de condenarse a cadena perpetua atados a esas agujitas que giran en el sentido de las agujas del reloj recordándonos a cada segundo que ese segundo ya no va a volver, que el siguiente será totalmente diferente y tampoco volverá a repetirse, y así sucesivamente? Yo no necesito mirar, soy consciente de cada segundo que pasa. Luego se me olvida, claro, pero durante ese segundo sé que ese segundo no se volverá a repetir jamás, e intento aprovecharlo porque es un segundo menos de mi vida, único en la gran línea del tiempo, un segundo que algún espabilado inventó para vender relojes o para que yo me ande preocupando por semejantes tonterías.

    Sé que ha sido mucho tiempo, años, puede que lustros, incluso décadas. Ya estaba solo cuando estábamos todos juntos, antes de que se fueran o murieran, pero ahora es diferente, es otro tipo de soledad, más profunda. Durante todo este tiempo me he sentido como el único hombre de la Tierra, aunque sé que no lo soy, he visto a otros a lo lejos muchas veces. Seguro que de entre todos ellos aún queda por ahí alguien afín a mí, que piense como yo, alguien que no se fije en el tiempo transcurrido ni en el tiempo que le queda pero que viva cada segundo, que sea capaz de disfrutar la belleza de las pequeñas cosas buenas de la vida, que no sea vil. Estoy convencido de ello, pero es prácticamente imposible que coincidamos alguna vez. Sé que nunca nos llegaremos a conocer y es una pena, porque si hubiera más gente como yo nada de esto habría pasado, nadie se habría ido, cada uno seguiría con sus cosas y yo no estaría aquí, escribiendo esto a la luz de la fogata que enciendo cada noche en el mismo bidón oxidado. Me apena pensar en eso, en que nunca nos conoceremos, digo. Seguro que él, o ella, también está apenado por lo mismo porque, si es como yo, piensa igual que yo y siente igual que yo, y como yo tampoco estará solo del todo. Quizá tenga a alguien como yo tengo a Pedro. Pedro el Mudo le llamo, porque nunca le he oído hablar ni una palabra. Vaya pareja, Pedro el Mudo y Pablo el Loco. Parece de broma, el título de una comedia de esas que echaban por la tele cuando la tele era en blanco y negro y tenía dos antenas gordas que salían por detrás de su cabezota como un caracol deforme y biónico…

    Bueno, a decir verdad no somos una pareja, ambos vamos por libre, pero siempre acabamos buscándonos o encontrándonos aunque pasen varios días o semanas, y otras veces caminamos juntos recorriendo el bosque, cazando, pescando o simplemente haciéndonos compañía. Son esos ratos los que más aprecio, caminar por terreno virgen rodeado de cantos de pájaros, exuberante vegetación, valles y montañas, solo pero en su compañía, con la seguridad de saber que hay alguien detrás de mí que me va cubriendo las espaldas al igual que hago yo con él, compartiendo frutos y animales, durmiendo en la cueva o alrededor del fuego del bidón, cuando hay bidón. Quizá sea un eremita, un asceta huraño que quiero mantenerme apartado de lo que queda del mundo y, si siguiese igual, si nada hubiera cambiado, en el mundo digo, lo sería con más convicción todavía, pero el silencio sereno de Pedro, su independencia, su amistad a media distancia, no me desagradan en absoluto. Yo sí le hablo y sé que me entiende porque lo veo en sus ojos marrones, cuando sonríe o cuando pone cara de enfadado. Le cuento cosas de antaño, de mi vida anterior, de las estrellas, me desahogo con él cuando algo me perturba, pero no hablo todo el rato, también sé apreciar el silencio. De hecho es lo que más me gusta de muchos sonidos artificiales, cuando no están, y ahora no están en absoluto, ni Pedro tampoco. A veces lo hace. Se marcha sin avisar antes de que amanezca y yo me despierte, supongo que porque no quiere que le vea partir. Puede que vuelva hoy o que no lo vea en un mes, o lo que creo que es un mes, porque no cuento los días, ni los que llevo vividos ni los que me quedan, que no podría contar aunque quisiese porque nadie sabe cuándo ni dónde va a acabar, nadie puede elegir no morir, lo único que uno puede elegir es cómo vivir, mirar o no el reloj, pero claro, para eso tienes que saberlo, tienes que hacer esa elección conscientemente, y pocas personas de las muchas que conocí se dieron cuenta de ese pequeño detalle, de manera que ahora estoy completamente solo, como a mí me gusta pasar los segundos.

    Los días transcurren y yo sigo entretenido merodeando por los alrededores, revisando las trampas para conejos, observando el caudal del riachuelo, siguiendo su cauce unos kilómetros arriba o abajo para ver dónde hay mayor concentración de peces, tallando muñecos de animales en madera verde y blanda recién cortada… Cocino casi todos los días, a veces una sopa de verduras, otras un guiso de conejo o de ardilla con hierbas aromáticas, o aso peces al fuego ensartados en un palo. El invierno pasado conseguí un saquito de sal y tuve truchas en salmuera para el resto del invierno, lo cual me ahorró tener que cocinar muchas noches, porque cocino por las noches, esa es la comida fuerte del día, pero no la pude conservar para este invierno, la sal digo. Olía a pescado y algún animal la encontró y se la comió. Supongo que tendría un buen ardor de estómago porque era bastante cantidad, pero bueno, él se lo buscó.

    Durante la mañana como alguna fruta, flor de cardo o baya. Siempre sé dónde crecen y siempre salen más, aunque hay días en los que no pruebo bocado hasta la cena, sobre todo cuando estoy lejos de la civilización, y hago al contrario cuando estoy cerca: omito la cena, hacer fuego y con ello que alguien me vea, y me alimento a base de raíces y frutos que recojo y guardo en mi mochila.

    Algún día tengo que reunir valor y cazar un jabalí. A veces los oigo en ciertas zonas del bosque. Pedro también los ha oído, porque es mudo pero no sordo. Si lo hiciera tendría carne para todo el año. Es cierto que tendría que matarlo, desmembrarlo, salarlo, esconderlo y esperar. Eso es mucho trabajo, pero la recompensa merece la pena. Si Pedro me ayuda lo podemos compartir. Hay de sobra para los dos, pero tenemos que prepararlo todo concienzudamente, construir una trampa y hacer que el jabalí caiga en ella. En cuanto vuelva Pedro se lo voy a proponer a ver qué le parece, aunque seguro que está de acuerdo porque en temas de comida siempre lo está.

    Lavo mis ropas sin ningún tipo de criterio, no cuando están muy sucias, que también, sino cuando me da por ahí. No es algo que me preocupe mucho, la verdad. Ya sé que no huelo a flores ni a suavizante ni a champú de camomila, ni tampoco a loción de afeitado porque no me afeito, me limito a recortarme la barba con la navaja o la tijera porque me molesta cuando alcanza cierta longitud. Seguro que huelo a salvaje, a libertad, a bosque, a tierra húmeda. Prefiero estos olores mil veces a los anteriores, aunque ya te digo que son solamente conjeturas, porque yo me huelo y no huelo a nada, supongo que porque ya me he acostumbrado, sin embargo los otros olores, los artificiales, los detecto a bastante distancia sin ningún problema y al revés, ellos, los que quedan, no me detectan a mí, porque el bosque y yo olemos igual, o casi. De todas formas, y por si acaso, intento mantener un mínimo de higiene. Me quedo en pelotas y me meto descalzo en algún riachuelo con las ropas en la mano, las lavo bien frotándolas entre ellas o contra alguna roca suave cuando tienen más suciedad de lo normal y las tiendo al sol en varias ramas, procurando que queden estiradas para que sequen antes. Es una especie de ritual que repito más en verano, claro, cuando las ropas secan en un rato y se está bien desnudo, pero cada invierno me obligo a hacerlo al menos un par de veces y lo hago, por supuesto, con un buen fuego encendido.

    Hoy ya he cenado, y como cada vez que ceno, recuerdo las cenas de antes en la mesa baja del salón frente al omnipresente televisor, con una bandeja de plástico con asas a los lados apoyada sobre mis rodillas o sobre la misma mesa, ingiriendo productos manufacturados de dudosa procedencia mezclados con sustancias artificiales para realzar su sabor, su color o su consistencia. Comida de mierda frente a un aparato que no hacía sino soltar mierda por su pantalla y altavoces, mientras mi vida de mierda pasaba por delante de mí sin que me diera cuenta, sin que pudiera elegir qué hacer con ella. Recuerdo esas cenas de antes y me siento mucho más feliz con mis cenas de ahora, frente al fuego, bajo las estrellas, con comida sencilla preparada de manera sencilla, sin Coca-Cola ni vino tinto, escuchando los rumores del bosque y en paz conmigo mismo, a veces con Pedro el Mudo y otras veces solo, como hoy, consciente de que lo he elegido así y libre de toda mierda. Hoy ha sido pescado. No sé qué tipo de pescado es, pero estaba delicioso y jugoso, con el toque ahumado que le da la madera seca. Los cazo con un palo, algo así como lanzamiento de jabalina a corta distancia, desde que perdí el pequeño retel que tenía, que por cierto, funcionaba a las mil maravillas. Estaba yo pescando felizmente en un remanso cuando me invadió una imperiosa necesidad. Podía haber cagado allí mismo pero preferí salir del agua y hacerlo como las personas, o casi, acuclillado junto a un árbol. Luego cavaría un hoyito y le daría sepultura, como hago siempre, de modo que dejé el retel enganchado en unas piedras que sobresalían de la corriente y me fui despreocupado. Cuando volví ya se lo habían llevado entre los dos, el pez que lo desenganchó y la corriente que se lo llevó. Luego lo he buscado, pero sin éxito, aunque no pierdo la esperanza. Nunca hay que perderla, porque ella es la última. Si ella se va te quedas solo, solo de verdad, peor incluso que yo, que renegué de todos menos de ella. Por eso ahora los ensarto con un palo bien afilado. Normalmente son truchas o el que he cogido hoy, que está también muy bueno pero nunca he sabido su nombre, su especie. Lo atravesé a la primera, lo asesiné sin miramientos porque me lo tenía que comer, mi cuerpo necesita al suyo para sobrevivir, para que pueda absorber sus proteínas y sus ácidos grasos, así que ya lo tengo asimilado: soy un asesino de peces, pero al menos lo sé, e incluso me da algo de pena cuando arrebato sus vidas felices de peces que van por debajo del agua sin enterarse de casi nada, ajenos a la vorágine del resto del mundo y a mi palo afilado. En ese sentido no tengo remordimientos porque sé que si fuese al revés el pez no dudaría ni un momento en espetarme el palo a mí. En cuanto lo tengo clavado en mi lanza lo saco del agua para que se asfixie y muera enseguida, porque al principio temía que se escapasen y dejaba el palo clavado en el lecho del río con el pescado ensartado como una brocheta gigante y subacuática, pero me di cuenta de que los pobres animales tardaban mucho en morir y era yo quien que los torturaba alargando su agonía. Eso no está bien, por lo que ahora los saco y los dejo tranquilos que coleen lo que quieran hasta que se quedan sin respiración, y claro, se mueren, pero sufren mucho menos tiempo. Luego viene la parte macabra. Ya no le duele porque la muerte cura todos los dolores, así que en parte me quedo más tranquilo. Con mi vieja navaja de acero al carbono le rasgo el vientre de arriba abajo, desde sus branquias hasta su aparato excretor, e introduzco los dedos desnudos en sus entrañas, el índice y el corazón, para agarrar todas sus vísceras y arrancarlas de su cuerpo laxo en una sola maniobra. Las suelo tirar al río para que se las lleve la corriente, o las entierro, porque algún animal puede olerlas y acercarse a ver qué pilla, y yo no quiero animales merodeando por los alrededores de mi casa, sea cual sea en ese momento. Ya asesinado y limpio lo ensarto en un palo más pequeño y adecuado para cocinar al fuego vivo. Primero lo tuesto un poco por fuera, muy cerca de las llamas chisporroteantes para que selle bien y no se le escape nada de sabor, ese es el truco para que quede en su punto por dentro, y luego lo mantengo un poco más apartado pero con el calor suficiente para que se acabe de hacer sin chamuscarse. Solo ha quedado un montoncito con las espinas y la cabeza, el resto está a buen recaudo ya en algún lugar de mi sistema digestivo. Puede que fuese el pez cabrón que soltó mi retel o puede que no, qué más da. Me encanta la cena por lo que es y por lo que conlleva, el mejor momento del día para reflexionar sobre los pormenores de la cena.

    Dicen mis detractores que he perdido el norte y de paso los más elementales principios de la buena educación y de los modales en sociedad. No es cierto. Nunca los tuve. Sí es verdad que durante años he utilizado tenedor de ensalada, de pescado y de carne, sin olvidar el de marisco, cuchillos de carne, de pescado y paleta para untar, cuchara de consomé y cucharita, copa de agua, de vino tinto, de vino blanco y de champán, platito para el pan y el resto de la parafernalia, pero fue solamente por imitación, porque todo el mundo lo hacía así y así me lo enseñaron, y pronto me di cuenta de que esas convenciones sociales no sirven para nada, es más, son en cierto sentido contraproducentes. No se debe estandarizar la manera de comer, al igual que no se debe estandarizar la manera de vestir, o de hablar, o de pensar. Son correas para nuestra mente, ataduras que nos impiden ser nosotros mismos, y digo yo, si no somos nosotros mismos, entonces, ¿quién coño somos? ¿Para qué nacemos y para qué existimos, para ser como otro tío nos diga que tenemos que ser? Eso no tiene ningún sentido. Ninguna convención social lo tiene, ni las reverentes maneras de saludar a un desconocido, ni el decoro al vestir, tanto en hombres como en mujeres, ni por supuesto, el sombrero. Siempre me ha fascinado la insistencia de la gente en quitarse o ponerse el sombrero en señal de respeto, mira qué ejemplo más bueno: Yahvé, el dios judeocristiano que es dios de los judíos y dios de los cristianos, no creo que se preocupe mucho, si es que existe y se preocupa por algo, por si la gente que asiste a sus iglesias se quita el sombrero o se lo pone, y aun así, esa gente que acude a los templos está obcecada con el asunto. Tanto es así que está mal visto y uno puede ser objeto de reprimendas e incluso de expulsión del templo, ya sea iglesia o sinagoga, por incumplir tamaña estulticia, pero eso no es lo peor. La gracia viene cuando se da uno cuenta de que lo que para los católicos es reverencia y respeto para los judíos es ultraje y profanación, y al revés: es obligado descubrirse la cabeza al entrar en lugares sagrados del cristianismo y no hacerlo es un agravio, y sin embargo, al entrar en una sinagoga, cementerio u otro lugar santo para los hebreos hay que cubrirse forzosamente la cabeza con una kipá o cualquier otra prenda, e incluso en muchos templos te prestan o regalan una si no tienes y quieres acceder. Ese es el nivel de disparate que alcanzan orgullosos cuando se trata de sus costumbres, de sus modales, de su respeto y su buena educación, y por si eso fuera poco además se meten con los míos. Yo creo que no tienen razón, que no los he perdido, si es que los tuve alguna vez, sino que los he cambiado por otros más lógicos, más naturales, que no requieren tanto esfuerzo ni tanto artificio, no son cínicos ni falsos. Es mejor usar un tenedor cuando la comida quema en los dedos, y lo demás son chorradas. Es mejor ponerse un sombrero cuando te da mucho el sol o cuando tienes frío en las orejas, y lo demás son chorradas.

    Dicen muchas cosas de los demás, de quienes no son ellos o no son como ellos, pero nunca dicen nada de ellos mismos. He pensado sobre eso y creo que la razón es que no tienen nada que decir sobre sí mismos, de manera individual, me refiero. Antes, cuando estaban todos, hablaban entre ellos, por supuesto, y se contaban muchas cosas quienes tenían muchas cosas que contarse, pero contaban cosas en las que ellos habían estado envueltos de manera aledaña o de las que habían sido testigos. Hablaban de fútbol, de carreras de coches, de lo que había hecho tal famoso o del nuevo amorío adolescente de cual famosa, de que el coche tenía que pasar la revisión en un mes o de que el jueves había que llevar a los niños a kárate, o a las niñas a ballet, o yo qué sé. Pero no hablaban de ellos mismos, de qué sentían, de qué amaban o qué odiaban... La rutina impuesta los alienaba de tal manera que ya se habían acostumbrado y no echaban de menos hablar de sus sentimientos, y esos eran los que hablaban, imagínate los que no, y no me extraña, porque en esas circunstancias a uno no le quedan ganas de hablar de nada, si tuviera algo de lo que hablar. Piensa en alguien que se pasa la mitad del día apretando un tornillo tras otro en una fábrica y la otra mitad la emplea en dormir y alimentarse. Como comprenderás es una vida que no da para mucha conversación, una vida vacía. Y otra, y otra, y otra, y decenas y cientos y miles y millones. Vidas vacías unidas a otras vidas vacías formando un gran grupo que critica las vidas vacías de otros que, también en grupo, critican a su vez a sus contrarios. No parece un juego divertido, pero no creo que les importe mucho porque ni siquiera se dan cuenta de que están participando en él, de manera que no es solo que no me conozcan en absoluto, sino que tampoco se conocen a ellos mismos, lo cual es mucho más triste porque llevan, cada uno consigo mismo, toda la vida juntos, y a mí me conocen solo de pasada.

    En breve me voy a meter en mi cueva a dormir, parece que Pedro no va a volver esta noche, pero volverá alguna mañana, como siempre. Estará ahí mirándome cuando me despierte, como si nunca se hubiera ido. Tuve mucha suerte de encontrar esta cueva, es una de las casas que tengo repartidas por el bosque, y es la mejor porque tiene una entrada estrecha que se camufla muy bien y de noche prácticamente no se ve. Además está al lado de río y no tengo que desplazarme para coger agua, es pequeña y con el suelo bastante liso, aunque de tierra, y está razonablemente alejada del valle, de la civilización más cercana, pero no muy arriba de la montaña, con lo que el frío es moderado. Al principio olía a pelo mojado y sucio, a humedad y a podredumbre, pero he ido quemando día tras día hierbas aromáticas que dejo secar al sol, y he logrado crear un buen ambiente y eliminar los olores desagradables. Duermo sobre una colchoneta plastificada de esas que llevan enrolladas los exploradores en lo alto de sus mochilas y me tapo con la piel del inquilino anterior, un oso pardo mediano y viejo que acabó muriendo solo tumbado junto al río. Cuando lo encontré varios carroñeros ya se habían dado un festín a su costa. Estaba medio podrido y tenía el abdomen abierto con las tripas fuera. Espanté a las alimañas y me quedé un buen rato sentado a su lado, aguantando el hedor y viendo pasar el agua clara de media montaña que todavía fluía con fuerza, salvaje. Mirar el agua es como mirar el fuego, es hipnótico, te adentra en un trance semiconsciente muy agradable sin necesidad de estimulantes externos. Quiero pensar que el oso también lo sabía, también disfrutaba de observar el agua sin más, dejándose atrapar por su encanto sobrenatural, y por eso eligió ese sitio para morir en lugar de quedarse en esa cueva que olía a oso moribundo. Me cae bien aquel oso, yo habría hecho lo mismo. Tuve que desollarlo con ayuda de mi navaja porque esa piel, después de lavada, me ha salvado de morir congelado muchas noches desde entonces, y claro, el resto del oso lo enterré, pero no por motivos religiosos, sino para que no siguieran comiéndoselo los carroñeros, que uno puede ser oso, y viejo, y morirse solo en el bosque y no pasa nada, pero una cosa es eso y otra es que además se coman tu cadáver y te dejen ahí, a verlas venir. Ya tuvieron su banquete, así que el resto a enterrar, que todo el mundo se merece un respeto, por lo menos cuando ya está muerto y no se puede defender.

    También está la cama de Pedro, por supuesto, no más lujosa que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1