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Democracia sin atajos: Una concepción participativa de la democracia deliberativa
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Libro electrónico580 páginas5 horas

Democracia sin atajos: Una concepción participativa de la democracia deliberativa

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"Un libro brillante" (Jürgen Habermas)

Este libro articula una concepción participativa de la democracia deliberativa que aspira a mejorar el control democrático de la ciudadanía y defiende la importancia de la participación ciudadana frente a concepciones que menosprecian su valor. Para ello, ofrece un análisis crítico de concepciones pluralistas, epistémicas y lotocráticas de la democracia. Sus defensores proponen varios "atajos" institucionales para solventar problemas que aquejan a las sociedades democráticas como, por ejemplo, la necesidad de superar desacuerdos profundos, la ignorancia política de los ciudadanos o la baja calidad de la deliberación pública. Desafortunadamente, todos esos atajos no democráticos requieren que la ciudadanía defiera ciegamente a las decisiones de actores sobre los que no puede ejercer ningún tipo de control (mayorías electorales, expertos políticos o ciudadanos elegidos al azar). Implementar dichas propuestas socavaría, por tanto, la democracia.
Además, dichas concepciones asumen ingenuamente que una comunidad política puede avanzar más rápido si ignora las creencias y actitudes de sus ciudadanos. Desgraciadamente, no hay atajos para hacer que una comunidad política sea mejor que sus miembros, ni puede una comunidad progresar más deprisa dejando atrás a sus ciudadanos. El único camino para mejorar los resultados políticos es el largo camino participativo en el que los ciudadanos transforman mutuamente sus opiniones y actitudes para forjar una voluntad política colectiva.
Al hilo de esta convicción, el libro defiende una concepción de la democracia "sin atajos". Esta concepción ofrece nuevas respuestas a viejos debates sobre el alcance de la razón pública, el rol de la religión en la política y la legitimidad democrática de la revisión judicial de la legislación. También propone nuevas formas de utilizar innovaciones institucionales como los minipúblicos deliberativos para empoderar a la ciudadanía.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento13 sept 2021
ISBN9788413640464
Democracia sin atajos: Una concepción participativa de la democracia deliberativa

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    Democracia sin atajos - Cristina Lafont

    Parte I

    ¿POR QUÉ UNA DEMOCRACIA DELIBERATIVA?

    1

    EL IDEAL DEMOCRÁTICO DE AUTOGOBIERNO

    «El proceso democrático es una apuesta sobre las posibilidades de que un pueblo, al actuar autónomamente, aprenda a actuar correctamente».

    Robert Dahl, La democracia y sus críticos

    Este proyecto defiende una interpretación participativa de la democracia deliberativa sobre la base de una interpretación ecuménica del ideal democrático de autogobierno, es decir, una interpretación que puede ser respaldada por ciudadanos democráticos con diferentes puntos de vista acerca de por qué la democracia es valiosa, cómo se relaciona con otros valores e ideales, etc.1. Por esta razón, mi objetivo en lo que sigue es simplemente identificar los elementos centrales del ideal democrático de autogobierno sin proporcionar una concepción comprehensiva (detallada y específica) de ese ideal. Esto es importante, ya que mi principal argumento en contra de las concepciones alternativas de la democracia que analizaré es que no pueden dar cuenta del ideal democrático de autogobierno bajo ninguna interpretación mínimamente plausible de ese ideal.

    Para mis propósitos, también es importante no descartar interpretaciones minimalistas del ideal democrático. Esto es así, no solo para poder mantener un enfoque ecuménico, sino también para asegurar que el ideal democrático pueda mantener su relevancia y capacidad de orientar la acción en sociedades complejas como la nuestra. Bajo la interpretación más densa y exigente, el ideal de autogobierno podría entenderse como la exigencia de que, literalmente, todos los que están sujetos a la ley sean al mismo tiempo sus autores. Exigir que todos los miembros de la comunidad política participen directamente en la toma de todas las decisiones políticas a las que están sujetos haría que el ideal democrático fuera incompatible con el gobierno representativo e inadecuado para sociedades complejas. Esto no equivale a negar que la autoría en la toma de decisiones políticas es un componente inextricable del ideal democrático. Ciertamente, sistemas políticos en los que no se permite a los ciudadanos tomar ninguna decisión política importante (por ejemplo, mediante el voto) no cuentan como democráticos. Pero los sistemas políticos con estructuras de representación en las que los ciudadanos participan en la toma de decisiones cuentan como «democráticos», aunque, como ocurre en todas las democracias contemporáneas, esa participación sea bastante limitada. Así pues, si el ideal de autogobierno no exige literalmente que los ciudadanos participen en la adopción de todas las decisiones políticas, entonces, aparte de la autoría, necesitamos identificar algún otro aspecto de la participación de los ciudadanos que pueda iluminar lo que el ideal de autogobierno exige de las democracias representativas.

    1.1. Igualdad política versus control democrático: el problema de la deferencia ciega

    El ideal de no estar sujeto a leyes de las cuales uno no pueda entenderse como su autor está motivado por la preocupación de evitar ser coaccionado a obedecer ciegamente. Dicho de otra manera, el ideal busca evitar ser coaccionado a obedecer leyes que uno no podría aceptar como al menos razonables tras la debida reflexión. Evitar la pura coacción no requiere que uno sea literalmente autor de las leyes, pero sí requiere que uno pueda obedecerlas basándose en la comprensión de su razonabilidad. Uno tiene que ser capaz de identificarse con las leyes o aprobarlas reflexivamente. En Republicanismo, Philip Pettit ofrece una clara expresión de esta idea. Como él lo expresa, la diferencia entre las formas democráticas y no democráticas de toma de decisiones políticas es que las primeras

    responden a los intereses y las ideas de los ciudadanos a los que afectan [...] Debe ser un modo de tomar decisiones que podamos poseer y con las que nos podamos identificar: una forma de decidir en la que podamos ver nuestros intereses fomentados y nuestras ideas respetadas. Ya sea que las decisiones se tomen en la legislatura, en la administración, o en los tribunales, deben llevar las marcas de nuestras formas de mostrar interés y nuestros modos de pensar2.

    Según esta idea, los ciudadanos pueden verse a sí mismos como participantes en un proyecto colectivo de autogobierno en la medida en que puedan identificarse con las leyes y políticas a las que están sujetos y aceptarlas como propias. Una desconexión permanente entre los intereses, razones e ideas de los ciudadanos y las leyes y políticas que están obligados a obedecer los alienaría de la comunidad política. Es esta noción de alienación política o extrañamiento la que necesitamos explorar para articular una interpretación del ideal democrático de autogobierno que pueda servir de guía para la acción en sociedades complejas como las nuestras.

    Aunque Pettit ofrece una descripción precisa de este aspecto clave del ideal democrático de autogobierno, su análisis se presenta como una explicación de lo que es necesario para promover la libertad como no dominación. Estoy de acuerdo con Pettit en que el control democrático (en el sentido específico de evitar una desconexión entre los intereses e ideas de los ciudadanos y las políticas a las que están sujetos) es suficiente para evitar la dominación. Sin embargo, mi preocupación es que puede no ser necesario. Como argumentaré en el capítulo 4, las propuestas de conferir a los minipúblicos deliberativos autoridad para tomar decisiones podrían dar lugar a un proceso político que exhibiría no dominación, pero no impediría la alienación política y, por lo tanto, no aseguraría el control democrático en el sentido específico de Pettit3. Por muy interconectadas que puedan estar en la práctica, la dominación y la alienación son fenómenos distintos. La preocupación por la dominación política es una preocupación por la distribución del poder político. Estoy políticamente dominado por otros en la medida en que pueden (arbitrariamente) imponer sus decisiones sobre mí, mientras que no estoy dominado por ellos (al menos no políticamente) si tengo tanto poder de decisión como ellos. Sin duda, la preocupación por la igualdad política o la no dominación es esencial para el ideal democrático de autogobierno. Sin embargo, como veremos en el capítulo 4, la igualdad política (sustantiva) no excluye la alienación política. Esto se debe a que la preocupación por verse alienado de leyes que uno está obligado a obedecer, pero que no puede respaldar reflexivamente, es una preocupación que concierne a la sustancia de las leyes y no solo a la distribución de poder entre los responsables de la toma de decisiones. Una preocupación sustantiva con el contenido adecuado de las leyes y políticas que estoy obligado a obedecer es diferente de una preocupación interpersonal por estar en una relación política adecuada con otros que también participan en el proceso de toma de decisiones. La igualdad política es necesaria pero no suficiente para el autogobierno democrático. Tenga o no el mismo poder de decisión que otros, puedo estar alienado de leyes y políticas que estoy obligado a obedecer, pero con las que no puedo identificarme o aprobar reflexivamente. Requerir que uno defiera ciegamente a decisiones que no podría respaldar reflexivamente es una idea esencialmente opuesta al ideal de autogobierno. De hecho, ser parte de un proyecto político colectivo que no es receptivo a mis intereses e ideas, a mis formas de pensar y mis formas de interesarme, probablemente lleve al extrañamiento.

    En La constitución de la igualdad, Christiano ofrece una caracterización detallada de la importancia de evitar la alienación política o el distanciamiento en términos del interés fundamental de los ciudadanos de «sentirse en casa en la sociedad». Describe este interés de esta forma:

    El interés por sentirse en casa en el mundo es fundamental porque está en el centro del bienestar de cada persona [...] Estar en casa en el mundo [...] es la condición en la que uno tiene una sensación de ajuste, conexión y significado en el mundo en el que vive y es, por lo tanto, la condición en la que uno puede experimentar el valor de las cosas que lo rodean [...] En la medida en que hay intereses relacionados con este sentido de sentirse en casa y sus juicios sobre la justicia reflejan este sentido, los individuos tienen intereses en que el mundo en el que viven esté en conformidad con sus juicios. [...] Vivir en un mundo que no se corresponde en absoluto con el propio juicio de cómo debería estar organizado el mundo es vivir en un mundo que es opaco y tal vez incluso hostil a los intereses de uno. Es vivir en un mundo en el que uno no ve cómo volverlo legítimamente receptivo a los propios intereses. Es como jugar un juego cuyas reglas no tienen ningún sentido para uno. Uno se encuentra perdido4.

    Esta rica descripción de la idea de «sentirse en casa en la sociedad» indica varios sentidos en los que los ciudadanos tienen un interés en evitar la alienación o el extrañamiento del mundo social en el que viven. Dado que no pretendo ofrecer un examen completo del fenómeno de la alienación política, no es necesario analizar el tratamiento específico de la alienación o su importancia relativa en relación con otros intereses (por ejemplo, la igualdad, la publicidad, la posición moral, etc.) que ofrece Christiano. Para mis limitados propósitos es suficiente con centrarse en dos de los sentidos de alienación que menciona en este pasaje. Como él señala, hay dos fuentes principales del interés fundamental de los ciudadanos de vivir en un mundo social que se ajuste a sus propios juicios: su sentido de la justicia y su capacidad de experimentar el valor de las cosas que los rodean. Para expresarlo en términos rawlsianos, podemos decir que el interés fundamental en evitar la alienación política está anclado en los dos poderes morales de los ciudadanos, es decir, su capacidad para tener un sentido de la justicia y para desarrollar una concepción del bien5. Llamemos a este último la dimensión identitaria y al primero la dimensión de justicia de la alienación política.

    Con respecto al aspecto identitario, la importancia de que los ciudadanos puedan vivir en un mundo que se ajusta a sus juicios tiene que ver en parte con su capacidad para desarrollar un sentido de ajuste y conexión al ver sus valores plasmados en la sociedad en la que viven, sus ideas reconocidas y reflejadas en su cultura compartida, etcétera. Es importante para la identidad y la autoestima de los ciudadanos el ser capaces de configurar el mundo social en el que viven para que puedan encontrar significado en lo que hacen y valor en sus formas de vida6. Sin embargo, hay límites a la posibilidad de configurar el mundo social de manera que se ajuste a los valores y las concepciones del bien de todos. Ninguna sociedad puede afirmar todos los valores y formas de vida simultáneamente. Como Rawls expresa esta observación berliniana, no hay mundo social sin pérdida7. Ciertamente, no puede haber democracia sin pérdida en este sentido particular, ya que, para mantener los compromisos democráticos de igualdad política, inclusión, igualdad de estatus, etc., no todos los valores que importan a los ciudadanos o incluso todos los aspectos valiosos de sus diferentes formas de vida pueden verse reflejados en las leyes y políticas a las que los ciudadanos están sujetos8. Además, para muchos ciudadanos, sus identidades sociales, culturales o religiosas pueden ser fuentes de significado y valor más importantes que su identidad política. Algunos ciudadanos pueden no estar interesados en formar una identidad política en absoluto.

    Sin embargo, es una situación diferente cuando las leyes y políticas a las que están sujetos los ciudadanos no se ajustan a sus juicios sobre la justicia. Cuando los ciudadanos no pueden aceptar las leyes y políticas que están obligados a obedecer como justas o al menos como razonables, pueden verse a sí mismos forzados a consentir con la injusticia o a actuar directamente en contra de su conciencia. Evitar este tipo de alienación es un interés fundamental de los ciudadanos, independientemente de la importancia relativa que la política pueda tener para su identidad. Los ciudadanos no pueden desarrollar y mantener un sentido de la justicia si se les obliga a obedecer ciegamente leyes y políticas que violan sus derechos y libertades fundamentales o los de otros. Así pues, desde el punto de vista de los ciudadanos, que sus intereses, razones e ideas estén alineados con las leyes y políticas a las que están sujetos es además una parte ineliminable de evitar verse obligados a aceptar ser dañados o dañar a otros. Tanto si los ciudadanos valoran la política como si son políticamente pasivos, tienen un interés fundamental en no verse forzados a deferir ciegamente a las decisiones políticas de otros que ellos no pueden aceptar reflexivamente como al menos razonables, pero que, sin embargo, están obligados a obedecer9. Sin duda, su interés en evitar la alienación política probablemente será todavía mayor cuando las leyes y políticas que están obligados a obedecer conciernan cuestiones de justicia básica o esenciales constitucionales, por utilizar la expresión de Rawls.

    Es esta preocupación sustantiva por el contenido de las leyes y políticas que los ciudadanos están obligados a obedecer lo que toda interpretación plausible del ideal democrático de autogobierno ha de poder explicar10. Sin embargo, como ya indiqué, una concepción del ideal de autogobierno que se articule simplemente en términos de un ideal de igualdad política no puede expresar adecuadamente la importancia de la participación democrática para garantizar que los ciudadanos puedan aceptar las decisiones políticas como propias. A los ciudadanos no les preocupa simplemente su condición de iguales políticos. Están igualmente preocupados por que las leyes y políticas que deben obedecer sean razonables. Ningún nivel de igualdad de poder político puede compensar o reemplazar el interés fundamental de los ciudadanos por preservar su sentido de la justicia, es decir, su interés en evitar verse forzados a dañarse a sí mismos o a otros por tener que obedecer ciegamente leyes que, en su opinión, violan sus derechos fundamentales o los de otros. Waldron señala este importante aspecto de la participación democrática (aunque en un contexto argumentativo diferente) con referencia a las históricas luchas políticas por el derecho al voto:

    La participación [...] concierne tanto a principios como a políticas. Aquellos que lucharon por el voto (ya sea para los trabajadores, los desposeídos, las mujeres, los antiguos esclavos u otros privados del derecho a voto por motivos de raza) tenían en mente el derecho a participar no solo en cuestiones de política, sino también en las grandes cuestiones de principios que enfrentaban su sociedad [...] Entendido de esta manera, la demanda por la igualdad de sufragio equivalía a la demanda de que las cuestiones de derechos fueran determinadas por toda la comunidad de titulares de derechos en la sociedad, es decir, por todos aquellos cuyos derechos estuvieran en juego11.

    Centrarse en la preocupación sustantiva de los ciudadanos de asegurarse de que las leyes y políticas que deben seguir no violen sus derechos fundamentales o los de otros ayuda a iluminar por qué el ideal democrático de autogobierno no es solo un ideal de igualdad política, sino también un ideal de participación política en la toma de decisiones. Esto es así porque solo un sistema político democrático en el que los ciudadanos pueden participar en la configuración de las leyes y políticas a las que estarán sujetos puede asegurar que estas leyes y políticas se ajusten a sus juicios sobre la justicia. Solo de esta manera pueden los ciudadanos desarrollar y mantener su sentido de la justicia en lugar de ser obligados a obedecer ciegamente leyes y políticas que les dañan a ellos o a otros12. La participación democrática en la toma de decisiones es esencial para evitar una desconexión alienante entre las decisiones políticas a las que están sujetos los ciudadanos y sus opiniones y voluntad políticas. Un sistema político que requiere que los ciudadanos defieran ciegamente a las decisiones políticas tomadas por otros es fundamentalmente incompatible con el ideal democrático de autogobierno.

    Si este breve análisis del ideal democrático de autogobierno es plausible, entonces podemos identificar un sentido en el que la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas es esencial para la democracia, pero al mismo tiempo no excluye al gobierno representativo. La democracia debe ser participativa, pero no en el sentido de requerir que los ciudadanos se involucren en todas las decisiones políticas. Por el contrario, una democracia debe ser participativa en el sentido de que cuente con instituciones que facilitan una alineación constante entre las políticas a las que están sujetos los ciudadanos y los procesos de formación de la opinión y la voluntad políticas en la que ellos (activa y/o pasivamente) participan. Los ciudadanos pueden deferir muchas decisiones políticas a sus representantes siempre y cuando no se les requiera hacerlo a ciegas. Mientras haya posibilidades efectivas y continuas de que los ciudadanos configuren el proceso político, así como de que eviten y contesten los desajustes significativos entre las políticas que están obligados a obedecer y sus intereses, ideas y objetivos políticos, entonces podrán seguir viéndose a sí mismos como participantes en un proyecto democrático de autogobierno. Entendido de esta manera, el ideal democrático es factible y capaz de orientar la acción en el contexto de las democracias representativas.

    Ahora bien, por «factible» no quiero sugerir que se pueda llegar a un alineamiento perfecto entre las políticas reales y los procesos de formación de la opinión y la voluntad políticas en los que participan los ciudadanos. Simplemente quiero decir que el ideal de aproximarse a tal condición no es equiparable a la inviabilidad de aproximarse al ideal de que los ciudadanos participen en la elaboración de todas las decisiones políticas. Mientras que este último ideal requeriría el desmantelamiento de todas las formas de gobierno representativo, el primero es perfectamente compatible con la representación política. El ideal es también capaz de guiar la acción en la medida en que nos incita a evaluar las instituciones democráticas actuales y las propuestas de reforma institucional con miras a si aumentarían o disminuirían la posibilidad de control democrático de los ciudadanos (es decir, el alineamiento entre los procesos de formación de la voluntad y la opinión políticas en los que los ciudadanos participan y las políticas a las que están sujetos). Esta evaluación de ninguna manera depende de asumir que se pueda alcanzar una alineación perfecta. Por lo tanto, el ideal puede ser a la vez factible y orientador para la acción en la medida en que requiere que las instituciones y prácticas democráticas proporcionen a los ciudadanos la mayor cantidad (efectiva) de oportunidades posible para evitar una desconexión permanente entre las políticas a las que los ciudadanos están sujetos y sus opiniones consideradas y voluntad política. Ni que decir tiene que cuanto más importante sea lo que está en juego, más importante será que tales oportunidades estén disponibles para todos los ciudadanos. Entendido de esta manera no totalmente utópica, el elemento clave del ideal democrático que ayuda a identificar déficits democráticos es la desconexión potencial o el desajuste permanente entre los intereses, valores y opiniones consideradas de la ciudadanía y las decisiones políticas a las que están sujetos. El estándar apropiado para evaluar la calidad democrática de las instituciones políticas es si están diseñadas con el objetivo de prevenir o minimizar esa desconexión, o si por el contrario la aumentan al exigir a los ciudadanos que defieran ciegamente a las decisiones políticas tomadas por otros. Este es el criterio que utilizaré en los capítulos siguientes para evaluar cuán atractivas son las diferentes concepciones normativas de la democracia y sus respectivas propuestas de reforma institucional13. Pero antes de entrar en esa discusión, permítanme aclarar brevemente a continuación cómo utilizo los términos «participación» y democracia «participativa».

    1.2. La democracia desde una perspectiva participativa

    De acuerdo con el análisis anterior, considero que una concepción de la democracia es «participativa» si concede un lugar privilegiado al ideal democrático de autogobierno, es decir, a la idea de que los procesos de formación de la opinión y la voluntad políticas en los que participan los ciudadanos (de forma activa y/o pasiva) deben influir efectivamente y configurar las leyes y políticas a las que están sujetos. Mi interpretación participativa de la democracia deliberativa se apoya en la concepción del control democrático de Habermas, la cual requiere una retroalimentación continua entre los procesos de formación de la opinión y la voluntad política en la esfera pública y las decisiones políticas adoptadas por el sistema político. Este modelo dinámico permite concebir el control democrático como una cuestión de receptividad del sistema político no a la opinión pública actual, que puede constatarse en un momento determinado, sino a la opinión pública considerada que se va configurando y evoluciona con el tiempo14. Aun así, diferentes concepciones de la democracia pueden interpretar esta idea democrática fundamental de diferentes maneras y también pueden combinarla de diferentes maneras con otros valores esenciales al ideal democrático (igualdad política, justicia, libertad, etc.). Además, una alineación constante entre las leyes y políticas a las que los ciudadanos están sujetos y sus intereses, valores y opiniones consideradas puede lograrse por diferentes medios y puede requerir diferentes tipos de acción o intervención política por parte de una variedad de actores e instituciones en situaciones o momentos diferentes. Tener en mente esta distinción entre los fines y los medios es importante para evitar la suposición errónea de que todas las concepciones «participativas» de la democracia requieren que todos los ciudadanos sean políticamente activos y estén comprometidos con los procesos de toma de decisiones políticas para realizar el ideal democrático. Para ver por qué esto no es así, es importante evitar equiparar participación política con activismo político15.

    Participación política versus activismo político

    La participación activa en actividades políticas por parte de ciudadanos comunes es, ciertamente, un caso paradigmático de participación política. Sin embargo, en las sociedades contemporáneas no es ni la única ni la más significativa forma de participación política. De hecho, aunque los demócratas participativos de todas las tendencias son generalmente favorables al activismo político de los ciudadanos comunes (o incluso propensos a incentivarlo), es muy importante que las teorías de la democracia articulen una concepción amplia de la participación política, de modo que todas las formas relevantes en las que los diferentes actores de hecho participen en la configuración del sistema político y sus resultados sean acomodados y sus credenciales democráticas examinadas críticamente.

    La participación de los ciudadanos en la formación de la opinión y la voluntad políticas

    Un aspecto muy importante de la participación política de los ciudadanos en las sociedades democráticas es su involucramiento en los procesos de formación de la opinión y la voluntad política en la esfera pública. Los famosos comentarios de George Orwell sobre la importancia de la opinión pública destacan ese punto:

    El punto es que la relativa libertad de la que disfrutamos depende de la opinión pública. La ley no es una protección. Los gobiernos hacen leyes, pero si estas se implementan y cómo se comporta la policía, depende del temperamento general del país. Si un gran número de personas están interesadas en la libertad de expresión, entonces habrá libertad de expresión, incluso si la ley lo prohíbe; si la opinión pública es floja, las minorías inconvenientes serán perseguidas, incluso si existen leyes que las protejan16.

    Los comentarios de Orwell sobre la importancia de la opinión pública en las sociedades democráticas apuntan hacia una concepción amplia de la participación ciudadana en la configuración del proceso político. Esto es especialmente claro si comparamos a los ciudadanos de sociedades democráticas con ciudadanos de sociedades bajo regímenes autoritarios. En la medida en que la opinión pública influye en las decisiones políticas de las sociedades democráticas y refleja las opiniones plurales de la ciudadanía, todos los ciudadanos se encuentran involucrados en la determinación del proceso político, sean o no políticamente activos o participen en formas específicas de acción política. En una democracia, incluso los ciudadanos que nunca votan ni participan en ninguna forma de actividad política pueden influir en las decisiones políticas, al menos en la medida en que las opiniones de todos quedan reflejadas en las encuestas de opinión y en la medida en que los políticos tienen en cuenta la opinión pública al adoptar decisiones políticas17. Las decisio- nes políticas en una democracia pueden incluso verse afectadas por el simple hecho de que una mayoría de las opiniones de los ciudadanos están «a favor» o «en contra» en algunas cuestiones controvertidas, como el matrimonio entre personas del mismo sexo, la inmigración ilegal o los cuartos de baño para transexuales, incluso si la mayoría de los ciudadanos no emprenden ninguna acción política específica con respecto a esas cuestiones. En la medida en que la opinión pública está moldeada por las opiniones de todos los ciudadanos, ya sean creadores o receptores de opinión, todos los ciudadanos participan en el proceso político en un sentido mínimo pero crucial. Evidentemente, este no es el caso en sociedades no democráticas en las que los gobernantes autoritarios pueden permitirse el lujo de ser altamente indiferentes a la opinión pública.

    Esta forma más difusa de participación política ayuda a ver por qué sería un error pensar que la participación política de los ciudadanos se limita a votar cada cierto tiempo o asumir que los ciudadanos que no votan o no se involucran en cualquier otra forma de acción política son no participantes o políticamente inertes. Ciertamente, respecto a los ciudadanos cuyos puntos de vista pertenecen a la cultura mayoritaria, sería bastante erróneo asumir que su falta de activismo político significa que están políticamente desempoderados. Como cualquier activista político sabe, las mayorías silenciosas pueden influir poderosamente en la formación y el mantenimiento de la dirección política de un país. De manera similar, sería erróneo asumir que los ciudadanos que se involucran en el activismo político disfrutan por ello de poder político. De hecho, los ciudadanos y los grupos que participan en formas políticas de resistencia activa, protesta y contestación, a menudo lo hacen para tratar de remediar sus exclusiones y desigualdades políticas. Es precisamente porque ellos no se ven a sí mismos como participantes en igualdad de condiciones para influir en las políticas a las que están sujetos por lo que consideran necesario participar en formas específicas de activismo político, mientras que los miembros de la cultura mayoritaria pueden no sentir ninguna necesidad de hacerlo.

    Por todas estas razones, la participación política no debe equipararse o identificarse con el activismo político. En la medida en que todos los ciudadanos son participantes (al menos pasivos) en la configuración de la opinión pública, identificar la participación política con el activismo político sería un error conceptual. Además, dado que las opiniones, actitudes y acciones de los ciudadanos determinan colectivamente el alcance, consecuencias y nivel de cumplimiento de las leyes y políticas de su comunidad, también sería un error asumir que los ciudadanos que no son políticamente activos en la formación de opinión o en la toma de decisiones no están por ello configurando activamente el proceso político en tanto que receptores de opinión y de decisiones políticas. Que se promulguen o no determinadas leyes y políticas puede depender en gran medida de las acciones de los que toman las decisiones. Pero que dichas leyes y políticas logren sus objetivos políticos suele depender en gran medida de las actitudes y las acciones de los receptores de opiniones y decisiones. Como cualquier activista político sabe, una cosa es conseguir que se promulguen leyes antidiscriminatorias, por ejemplo, y otra cosa muy distinta es conseguir el objetivo de eliminar de hecho las acciones y actitudes discriminatorias de una comunidad política. Los ciudadanos comunes pueden participar o no en el primer proceso, pero sin duda participan en este último, que es en última instancia el que más importa.

    Si tenemos presente esta comprensión más amplia del proceso político, también podemos ver por qué sería erróneo equiparar la apatía política con la falta de impacto político. De hecho, en una amplia variedad de casos, los defensores de la democracia participativa pueden no estar terriblemente preocupados por los ciudadanos pasivos que se muestran apáticos y se abstienen de participar activamente en la política. Más bien, la preocupación en muchos casos puede que venga de que algunos de esos ciudadanos están participando «demasiado» en la medida en que, juzgados estrictamente por los méritos sustantivos, sus actitudes y opiniones tienen más peso e impacto en la configuración del proceso político de lo que merecen. La principal preocupación de los demócratas participativos debe ser la calidad y no solo la cantidad de influencia de los ciudadanos en el proceso político. Así pues, una concepción participativa de la democracia debe 1) identificar todas las formas relevantes en las que los ciudadanos participan en la configuración del proceso político para 2) articular propuestas con objeto de mejorar las instituciones y prácticas democráticas, de modo que 3) proporcionen a todos los ciudadanos oportunidades iguales y efectivas de participar en la configuración de las decisiones políticas a las que están sujetos.

    ¿La participación política requiere demasiadas tardes?

    El uso de una noción más amplia de participación política también es útil para cuestionar dos supuestos que a menudo llevan a los teóricos de la democracia a descartar las concepciones participativas por considerarlas irrealizablemente utópicas. En primer lugar, equiparar la participación política con el compromiso político activo lleva a suponer que la democracia participativa es una especie de democracia directa y que, por lo tanto, es inviable en sociedades complejas como la nuestra. La participación directa en la toma de decisiones puede que sea factible en grupos sociales muy pequeños, pero, reza el argumento, no es ni deseable ni factible en las democracias de masas. Dado que las democracias de masas han de ser, por necesidad, de una manera u otra, democracias representativas, el ideal de la democracia participativa es simplemente imposible. Bajo esta interpretación, una concepción participativa del ideal democrático de autogobierno no es viable en sociedades complejas. Si la participación política requiere un compromiso político activo y constante de todos los ciudadanos, el problema con la democracia participativa —parafraseando la objeción de Oscar Wilde al socialismo— es que requeriría demasiadas tardes.

    El segundo supuesto concierne a las concepciones deliberativas de la democracia en particular. Dentro de ese campo, equiparar la participación política con el compromiso político activo puede generar razones aún más fuertes para rechazar la democracia participativa. A menudo se supone que la democracia deliberativa requiere un modo específicamente deliberativo de participación política activa, a saber, la deliberación cara a cara. Dado que la participación de las masas es incompatible con la deliberación cara a cara, parecería que, por motivos puramente conceptuales, los defensores de la democracia deliberativa han de descartar la democracia altamente participativa18. Incluso si la participación activa en la deliberación cara a cara pudiera organizarse en pequeños grupos a los que todos los ciudadanos pudieran tener acceso (como sería el caso, por ejemplo, con el «día de la deliberación» propuesto por Ackerman y Fishkin19), sería igualmente insostenible para las democracias de masas como modelo político permanente. Una democracia deliberativa participativa de este tipo requeriría definitivamente demasiadas tardes.

    Ahora bien, de acuerdo con la interpretación del ideal democrático ofrecido anteriormente, para superar los déficits democráticos, lo que se requiere es evitar una desconexión entre los procesos de formación de la opinión y voluntad políticas en los que participan los ciudadanos, por un lado, y las leyes y políticas a las que están sujetos, por el otro. Lo que esto indica es que el modelo sincrónico de deliberación cara a cara no es apropiado para entender los procesos diacrónicos y macrodeliberativos de formación de la opinión y la voluntad políticas en los que los ciudadanos (activa y/o pasivamente) participan a lo largo del tiempo, un proceso que, según el ideal democrático, debería influir decisivamente en la toma de decisiones políticas si es que los ciudadanos han de verse a sí mismos como participantes iguales en un proyecto colectivo de autogobierno. Si el ideal democrático requiere que el sistema político sea receptivo a (y facilite la formación de) la opinión pública considerada, entonces nuestra atención debe centrarse en los procesos diacrónicos y continuos de formación de la opinión y la voluntad políticas en los que participan los ciudadanos20. Las teorías sobre la democracia deben centrarse en el sistema deliberativo en su conjunto y no simplemente en las ocurrencias sincrónicas de deliberación cara a cara en pequeños grupos que puedan tener lugar en dicho

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