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Los Tres Mosqueteros
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Libro electrónico949 páginas19 horas

Los Tres Mosqueteros

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En “Los tres mosqueteros”, novela llena de peripecias e intrigas que se ha convertido en la quintaesencia del género de aventuras, se puede apreciar ese sabor único e inolvidable que poseer las obras universales.

La acción se sitúa durante el reinado de Luis XIII, en Francia. D'Artagnan es un joven de 18 años, hijo de un noble gascón, antiguo mosquetero, de escasos recursos económicos. Se dirige a París con una carta de su padre para el señor de Treville, jefe de los Mosqueteros del Rey. En una posada, durante su ruta, D'Artagnan desafía a un caballero que acompaña a una bella y misteriosa dama, que no es otra que la misteriosa Milady. Así comienza esta historia en la que el gascón D’Artagnan y los mosqueteros Athos, Porthos y Aramis, deberán enfrentarse a multitud de aventuras. Pero a los mosqueteros, que tienen presentes los conceptos del honor y la caballerosidad, los mueve también la astucia y el afán de poder y riqueza, así como la búsqueda del triunfo que encarna la célebre divisa «Todos para uno y uno para todos».


Alejandro Dumas padre (1802-1870) es uno de los escritores franceses más leídos y populares. Dentro de su prolífica obra destaca, junto con Los tres mosqueteros -llevada al cine y televisión numerosas veces-, la novela "El conde de Montecristo", así como las continuaciones de las aventuras de D'Artagnan, "Veinte años después" y " El hombre de la máscara de hierro ".

Se incluye una extensa biografía del autor y láminas ilustradas a color.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 nov 2020
ISBN9791220218702

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    Los Tres Mosqueteros - Alejandro Dumas

    Epílogo

    Introducción:

    Sobre Alejandro Dumas y Los Tres Mosqueteros

    A

    lejandro Dumas nace en Villers-Cotteréts (Aisne) un 24 de julio, en el año 1802. Su padre, el general de división Tomás Alejandro Dumas, fallece cuatro años más tarde, y su muerte deja a la familia en una precaria situación económica. La no demasiado esmerada educación de Alejandro Dumas se ve interrumpida prematuramente: a sus doce años se ve obligado a trabajar como pasante de abogado, primero en su pueblo natal y después en Crépy-en-Valois. Pero ni la vida sedentaria ni la oscura claustrofobia del bufete pueden hacer mella en el ánimo impulsivo y aventurero del adolescente. A los veinte años, con unas pocas monedas en el bolsillo y una carta de recomendación para el general Foy, decide probar fortuna en París, exactamente como —en su no tan ficticio relato— haría D’Artagnan veintidós años más tarde.

    Dejar su puesto de pasante para convertirse en escribiente, aunque fuera al servicio del duque de Orléans, no podía colmar las vastas ambiciones de Alejandro, pero le serviría al menos para completar su incipiente formación humana y para intentar relacionarse —como tantos otros— con el influyente mundo de la corte. Efectivamente, tres años de aprendizaje y de sondeos cortesanos le bastan para lograr que le sean editados algunos poemas y novelas. Estos sugestivos presagios tienen lugar en el año 1825, cuando el joven contaba apenas veintitrés años.

    Bien es verdad que sus primeras narraciones en prosa reúnen todas las características de comedietas intrascendentes, y como tales, tras la necesaria adaptación, son representadas sin éxito en los pocos selectos teatros del «Boulevard». Su primer aldabonazo como dramaturgo lo constituye el estreno, en 1829, de «Enrique III y su corte» (Henri III et sa Cour), y su consagración definitiva llegaría, dos años más tarde, con su drama en cinco actos «Antony», que le abre las puertas del Teatro Francés y del Odeón. Los temas histórico-retrospectivos de la agitada andadura de su país son su inagotable fuente de inspiración: «Carlos VII» (1831), «Don Juan Maraña o la caída de un ángel» (1836), etcétera.

    Simultáneamente, cultiva la novela, si bien un tipo de novela de corte eminentemente teatral, sello inconfundible que marca las típicas escenas preparatorias del golpe escénico que integran toda su trayectoria narrativa. Fiel a esta línea literaria, son frecuentes sus adaptaciones de uno a otro género.

    Profundo admirador de Walter Scott, y de formación autodidacta, el hecho histórico es contemplado por Alejandro Dumas desde una perspectiva personal, que sólo se detiene en los pasajes grandiosos e inhabituales del pasado, los cuales exalta hasta el límite de lo verosímil. «La torre de Nesle» (1832), «Kean, o desorden y genio» (1836), «Mademoiselle de Belle-Isle» (1839), «Juana de Arco» (1842), «La reina Margot» (1845), y su continuación, «La dame de Monsoreau» (1846), constituyen ejemplos representativos de esa tendencia. Pero el espaldarazo del éxito narrativo sobreviene sin duda con su famosa trilogía «Los tres mosqueteros» (1844), «Veinte años después» (1845) y «El vizconde de Bragelonne» (1850), sin olvidar una de sus obras más polémicas, «El conde de Montecristo» (1846), cuya magistral sacralización del espíritu de venganza ha levantado airados clamores entre los medios clericales más conservadores.

    Si bien Dumas sentía una patente predilección por los temas históricos —«El collar de la reina» (1850) no es sino otro ejemplo más—, su capacidad literaria no queda restringida a esa parcela; aborda con la misma seguridad el documento biográfico — «Memorias de un médico, Joseph Balsamo» (1848)— que el reportaje costumbrista y descriptivo —«Impresiones de un viaje a través de Europa» (1835-1859). En su repertorio se cuentan más de ochenta novelas, que, sumadas a sus dramas, tragedias y comedias, casi alcanzan la nada despreciable cifra de trescientas obras. Se ha de dejar constancia, sin embargo, de que en su tarea libresca contó con la ayuda de algunos colaboradores, singularmente Augusto Maquet, profesor del Instituto Carlomagno, quien le prestó su valiosa asistencia durante doce largos años, desde 1839 hasta 1851, precisamente la época más fecunda de Alejandro Dumas.

    No contento con sus éxitos literarios, su espíritu ambicioso e inquieto le impulsó hacia la política; entre el 26 y el 29 de julio de 1830 participa en algunos escarceos revolucionarios; se presenta a las elecciones legislativas en 1848, sin conseguir su propósito, y de nuevo en 1851, con idénticos resultados negativos. Tras esta última intentona frustrada, la coyuntura histórica del momento le aconseja huir a Bélgica; pero este exilio no obedece tanto a razones políticas como económicas. En efecto, si resultaba razonable alejarse por un tiempo de Luis-Napoleón, más imperioso y urgente era librarse cuanto antes de los numerosos acreedores que le acosaban. El insigne escritor había acumulado ingentes sumas de dinero —llegó a tener más de 15 millones de francos oro—, pero su incontenible ambición le arrastraba a acometer empresas fabulosas y casi utópicas: se hace edificar un lujoso castillo y, en su megalomanía irrefrenable, construye un grandioso Teatro Histórico, que dedica exclusivamente a la representación de sus obras dramáticas. En ese monumento personal, cuyo coste se elevó a 300 millones de francos, pone en escena, entre otras obras, «La reina Margot», en 1847, y la adaptación teatral de «El conde de Montecristo», en 1851. Sin embargo, pese a la masiva afluencia de un público entusiasta que le consideraba «el autor del siglo», sus escasas dotes para los negocios, su despreocupada y extremada prodigalidad con el dinero y los elevadísimos gastos que suponía el mantenimiento de su teatro le conducen finalmente a la ruina, a una bancarrota que ni siquiera el mismo Maquet pudo detener.

    En Bruselas escribe interesantes crónicas noveladas, como «Ange Pitou» y «La condesa de Charny», ambas en 1853. En noviembre del mismo año regresa definitivamente a París y, sin escarmentar con los descalabros pasados, emprende la realización de dos grandes proyectos: la fundación del diario «Le Mousquetaire» (1853), que llega a alcanzar una considerable tirada, y, cuatro años más tarde, la creación del seminario «Le Monte-Christo», que, con su habitual egocentrismo, es redactado exclusivamente por su creador. Ambas realizaciones provocan su enfrentamiento ideológico con Napoleón III.

    En 1858 realiza un viaje a Rusia, del que dará cuenta en sus «Impresiones de un viaje a Rusia». En 1860, en compañía de Emilio Cordier, sale para Italia y brinda sus servicios a Garibaldi, a quien acompañará a Sicilia; en esta isla colabora activamente con la facción revolucionaria en el contrabando de armas. Garibaldi, para agradecerle más tarde su dedicación a la causa, le nombrará Conservador del Museo de Nápoles. Mientras desempeña este cargo sin desaprovechar ninguna de las prebendas y beneficios que su buena situación le brindaba, funda la publicación «L’Independente», que es redactada en italiano y en francés. La ambición y el espíritu oportunista de Alejandro Dumas le acarrea la enemistad del pueblo napolitano.

    Regresa a París y escribe una serie de narraciones de contenido político —«Los garibaldinos», «Bric-á-Brac», «Los muertos caminan deprisa», en 1861— y erótico —«La Dame de Volupté» y «Memorias de Mademoiselle de Luynes», en 1863—, que le crean enconados opositores en los medios eclesiásticos; ese mismo año, la Iglesia incluye en el «índice» la mayor parte de la producción literaria de Alejandro Dumas.

    Los últimos años de su vida registran la creación de nuevas obras políticas, «Los blancos y los azules», «El terror prusiano» y «Los hombres de hierro», las tres en 1867. Esos postreros tiempos también son testigos de sus relaciones sentimentales con la actriz americana Ada Menken, a través de la cual conocerá a Whitman, a Mark Twain, a Dickens y a otros grandes colegas, y de la iniciación de un «Diccionario de cocina» (1869), que nunca podrá terminar.

    Al estallar la guerra franco-prusiana ha de refugiarse en casa de su hijo Alejandro —que más tarde llegaría a ser también un afamado escritor—, en la localidad de Puis. Allí, arruinado y enfermo, fallece el día de Navidad de 1870. Doce años más tarde, sus restos recibirían el definitivo reposo en Villers-Cotteréts, su tierra natal.

    «Los tres mosqueteros», novela escrita en la época de mayor madurez cronológica e imaginativa del autor, no puede considerarse una obra de total ficción. Por una parte, el relato queda enmarcado dentro de una realidad histórica, el reinado de Luis XIII (1601-1643), aunque la narración finaliza en 1629, con la toma de La Rochela. Igualmente real es la figura de Ana de Austria, a la que Alejandro Dumas idealiza como víctima inocente, mientras los historiadores la consideran culpable de conspirar contra el Estado y de traicionarlo abiertamente, en 1837. Y la misma autenticidad reza para el cardenal Richelieu, influyente y astuto primer ministro de Francia, de quien el autor exagera los defectos —la ambición de poder, la crueldad y la intolerancia ideológica— y margina las innegables virtudes de gran estadista, hábil estratega en las confrontaciones exteriores y decidido impulsor de la economía y las artes. Sin duda, Dumas, influido por sus propias concepciones y deseando delimitar perfectamente la línea de conducta de sus personajes, presenta a Richelieu como «el malo de la película»; circunstancia que, si bien difiere un tanto de la verdad histórica, es preciso reconocer que hace más apasionante la lectura de la obra. Por otra parte, como el propio autor confiesa en su Prefacio, el personaje de D’Artagnan ha sido sacado de los tres volúmenes escritos en 1709 por Courtilz de Sandraz de una novela más o menos histórica, que llevaba por título «Memorias del señor D’Artagnan» (Mémoires de M. D'Artagnan). Sin embargo, ninguno de estos extremos puede restar un ápice a los méritos literarios del autor de «Los tres mosqueteros». Su brillante estilo, la pujanza y el vigor transmitidos al desarrollo de la acción y la singular maestría de que hace gala para lograr los golpes de efecto (reveladores de su dominio de la estrategia novelesca y de sus dotes como dramaturgo) hacen de él un monstruo sagrado de su época, «un Encélade, un Prometeo, un Titán», en palabras de Lamartine, y «más que un escritor, una de las grandes fuerzas de la naturaleza», en opinión de Michelet.

    Si la narración mantiene al lector en una apasionada cúspide del interés, ello se debe también a la brillante y amena descripción de las situaciones y de los personajes, y a la consiguiente impresión de realidad que es capaz de transmitir. Si comparamos la biografía de Dumas con la conducta atribuida a sus personajes, fácilmente captaremos un innegable paralelismo. Hijo natural de los amoríos de su padre con una lencera, probablemente su amor filial sublimó el recuerdo de su madre en la inefable señora Bonacieux. Al igual que D’Artagnan, el aparente protagonista de su relato, acude a París en busca de fortuna, con el mismo escaso bagaje de unas monedas, una carta de presentación y una ambición y audacia ilimitadas. Impulsivo e inmaduro como D’Artagnan, vanidoso y narcisista como Porthos, envidiaba sin duda el misticismo de Aramis y, por encima de todo, la nobleza, la fuerza arrolladora y la seguridad indestructible de Athos, del conde de la Fére, el verdadero protagonista de la obra; si algo en común tenía Alejandro con él, era su elegante prodigalidad, aunque no su menosprecio por el dinero.

    Alejandro Dumas era imaginativo, inquieto, de espíritu creativo y dotado de una enorme capacidad de trabajo —una cualidad que olvidó realzar en Richelieu—; pero también, como la mayor parte de los grandes genios, era un tanto megalómano y egocéntrico, como fruto de una ambición que desbordaba los límites de sus posibilidades terrenas; ahí quedan los ejemplos de sus empresas más fabulosas, como su castillo personal, su teatro particular, su semanario exclusivo «Le Monte-Christo» y sus abortadas pretensiones de protagonismo político. Tal vez, en alguno de sus momentos de amarga desilusión habría deseado para sí la sublime modestia de D’Artagnan al ofrecer a sus amigos, uno tras otro, su merecido despacho de teniente...

    La agitada vida sentimental del autor se rememora en el personaje de Ketty, la joven enamorada por antonomasia, de cuya devoción ciega se saca provecho sin grandes remordimientos y a la que Dumas minimiza como mujer —siempre la llama «niña»—, porque se entrega a D’Artagnan con la sincera ingenuidad de una adolescente. Probablemente, Alejandro prefería la aventura robada de Milady o el incierto misterio de la joven e inteligente mercera, con la que es preciso emplear todas las armas de la galantería y la tenacidad.

    Pero por encima de toda consideración circunstancial, más allá de cualquier análisis objetivista —las verdaderas obras de arte siempre escapan al examen racional—, «Los tres mosqueteros», más que una novela es una epopeya, un poema caballeresco en prosa, en el curso del cual, cuatro personajes heroicos y semilegendarios desprecian tenazmente sus vidas en aras de las empresas más nobles. Y, sin embargo, los personajes de Dumas nos quedan más cercanos que los inaccesibles paladines de Homero o de Virgilio. A las virtudes modélicas del género épico —la fuerza, la audacia y la nobleza— es preciso añadir en este caso otras, no tan excepcionales y particularistas, pero mucho más próximas a la convivencia, a la conducta relacional del grupo humano. En efecto, los mosqueteros de esta historia integran algo así como una comunidad religiosa no sistematizada, en donde los bienes materiales son de todos y los espirituales de cada miembro se brindan generosamente al resto; una «comuna» solidaria en la que reina la camaradería, en la que se toman como propias las desazones de los demás: «Uno para todos y todos para uno».

    Sólo la magnitud de las emociones que despierta en nuestra alma puede darnos la verdadera medida de la grandeza de un escritor.

    Prólogo

    En el que se establece que, a pesar de sus nombres terminados en «-os» y en «-is», los héroes de la historia que vamos a tener el honor de relatar a nuestros lectores no tienen nada de mitológicos.

    Hace aproximadamente un año que, mientras me hallaba recopilando datos en la Biblioteca Real para mi «Historia de Luis XIV», me encontré por casualidad con las Memorias de M. D'Artagnan, impresas —al igual que la mayor parte de las obras de esta época, cuyos autores tenían a gala decir la verdad sin verse obligados a realizar una visita más o menos prolongada a la Bastillaen Ámsterdam, a cargo de Pedro Rouge. El título me sedujo; me las llevé a mi casa —por supuesto, con el permiso del bibliotecarioy las leí con gran avidez.

    No es mi intención hacer aquí un análisis de esa interesante obra; me contentaré con remitir a ella a aquellos de mis lectores que se confiesen admiradores de los cuadros de época. En efecto, allí podrán encontrar retratos pintados con mano maestra; y, aunque la mayoría de ellos hayan sido dibujados sobre puertas de cuartel y paredes de taberna, serán perfectamente reconocibles —tanto como en la historia de Anquetillas imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la inmensa mayoría de los cortesanos de la época.

    Pero, como es bien sabido, aquello que llama la atención al espíritu caprichoso del poeta no siempre se identifica con lo que causa impresión a la masa de lectores. No obstante, al admirar, como lo harán otros sin duda, los detalles señalados, lo que más nos preocupó fue algo en lo que nadie había reparado antes.

    Cuenta D’Artagnan que, en el transcurso de su primera visita al señor De Tréville, capitán de los mosqueteros del rey, halló en la antecámara a tres jóvenes que servían en el mismo ilustre cuerpo en que él deseaba ser admitido; sus nombres eran Athos, Porthos y Aramis.

    He de reconocer que esos tres nombres llamaron mi atención, y enseguida se me ocurrió que no eran sino seudónimos, bajo cuyos términos D'Artagnan había camuflado tal vez a personajes ilustres, o bien que los designados con tales apelativos supuestos los eligieron ellos mismos en la fecha en que, por capricho, descontento o falta de fortuna, se vistieron con la casaca de mosqueteros.

    Desde ese momento, no descansé hasta tratar de hallar, dentro de las obras contemporáneas, algún vestigio de esos curiosos nombres que tan fuertemente habían excitado mi curiosidad.

    La simple relación de los títulos que leí para lograr ese objetivo ocuparía todo un capítulo, lo que quizá resultara muy instructivo, pero, a buen seguro, escasamente entretenido para los lectores. Me contentaré, pues, con decirles que, cuando desalentado de tantas investigaciones infructuosas, me disponía a abandonar el intento, hallé al fin, guiado por los consejos de mi ilustre y sabio amigo Paulino Paris, un manuscrito in folio, señalado con el número 4772 ó 4773 —no lo recuerdo muy bien—, cuyo título rezaba: «Memoria del señor Conde de La F'ere, referida a algunos acontecimientos ocurridos en Francia hacia finales del reinado de Luis XIII y comienzos del de Luis XIV.»

    Es fácil adivinar mi alegría, cuando, hojeando el manuscrito que era mi última esperanza, encontré en la vigésima página el nombre de Athos, el de Porthos en la vigésima séptima y el de Aramis en la trigésima primera.

    Descubrir un manuscrito totalmente ignorado, en una época en que las ciencias históricas han alcanzado tan altas cotas, me pareció casi un milagro. Por tanto, me apresuré a solicitar permiso para imprimirlo, con la esperanza de poder presentarme un día, con el bagaje de los demás, en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, si es que no conseguía —cosa muy probableentrar en la Academia Francesa con el mío propio. Debo dejar constancia de que el permiso en cuestión me fue gentilmente concedido; y doy aquí fe de ello para desmentir públicamente a los malintencionados que afirman que vivimos bajo un régimen poco propicio para los hombres de letras.

    Así pues, esta es la primera parte de ese precioso manuscrito que hoy ofrezco a mis lectores, devolviéndole el título que le corresponde, y comprometiéndome, siempre que esta primera parte obtenga el éxito que merece —de lo que no albergo la menor duda—, a publicar inmediatamente la segunda.

    Mientras tanto, puesto que el padrino es el segundo padre, invito al lector a pedirme cuentas a mí, y no al Conde de La Fére, de su contento o de su enojo.

    Y, dicho esto, pasemos a nuestra historia.

    I

    LOS TRES PRESENTES DEL SEÑOR D’ARTAGNAN, PADRE

    E

    l primer lunes del mes de abril de 1625, la aldea de Meung, cuna del autor de la Romanza de la Rusa, parecía inmersa en una revolución de tal naturaleza que hubiera podido creerse que los hugonotes habían hecho de ella una segunda Rochelle. Algunos aldeanos, al ver huir a sus mujeres por la calle Mayor, al oír el llanto de sus hijos en el umbral de las puertas, se apresuraban a vestir sus corazas y, agarrando con actitud perpleja un mosquete o una parnasa, se dirigían hacia la hostería de Franc Menier, ante la cual se arremolinaba una multitud compacta, impaciente y llena de curiosidad, que crecía a cada minuto.

    En aquella época era frecuente que cundiera el pánico, y no transcurría mucho tiempo antes de que alguna población registrara en sus archivos algún suceso de este género. Estaban los señores, que guerreaban entre ellos; estaba el rey, que hacía la guerra al cardenal; estaban los españoles, que hacían la guerra al rey. Aparte de estos conflictos ocultos o públicos, secretos o patentes, estaban también los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos, que guerreaban contra todo el mundo. Los aldeanos se aprestaban a luchar siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos; a menudo contra los señores y los hugonotes; en alguna ocasión contra el rey; pero jamás contra el cardenal ni los españoles. De tales hábitos comunes hubo de resultar que, en el citado primer lunes de abril de 1625, al escuchar el estrépito, pero no ver ni la bandera roja y gualda ni la librea del duque de Richelieu, los aldeanos se precipitaran sobre la hostería de Franc Meunier.

    Llegados allí, todos pudieron ver y comprender la causa de tanto movimiento.

    Un joven... Pero tracemos su retrato de una sola pincelada: figuraos a Don Quijote a los dieciocho años; un Don Quijote libre del casco, de la coraza y del escudo; un Don Quijote cubierto con un capote de lana, cuyo primitivo color azul se había transformado en una indefinible mezcolanza entre el poso del orujo y el azul celeste. El rostro alargado y moreno; los pómulos prominentes, signo de astucia; muy desarrollados los músculos maxilares, típica característica del gascón, aunque no lleve birrete; pero es el caso que nuestro joven sí llevaba uno de estos aditamentos, adornado con una especie de pluma; la mirada franca e inteligente; la nariz abultada, pero finamente trazada; excesivamente desarrollado para ser un adolescente y demasiado joven para ser un hombre hecho. Cualquier mirada poco experta le habría confundido con el hijo de un granjero finalizando un viaje, de no ser por su larga espada que pendía de un tahalí de cuero y que golpeaba sobre las piernas de su propietario cuando éste se hallaba de pie y sobre el duro pelo de su caballo cuando cabalgaba.

    Y es que nuestro joven poseía una montura tan notable que no podía pasar inadvertida: se trataba de un rocín de Bearn, de doce a catorce años, de pelaje amarillo, carente de crines en su cola, pero mostrando los gabarros de sus extremidades; que siempre caminaba con la cabeza por debajo de la altura de las rodillas, lo que hacía inútil la aplicación de la amarra, pero que se hacía sin esfuerzo sus ocho leguas diarias. Desafortunadamente, las cualidades de tal caballo quedaban tan bien escondidas bajo su extraño pelaje y su desaliñado aspecto que, en una época en que todo el mundo estaba habituado a esos animales, la aparición de tal ejemplar en Meung, en donde un cuarto de hora antes había penetrado a través de la puerta de Beaugency, causó una impresión tan desfavorable que afectó al propio jinete.

    Y esta sensación había resultado tanto más penosa para el joven D’Artagnan (así se llamaba el Don Quijote que montaba a este Rocinante), cuanto que era consciente del extravagante aspecto que le confería aquella montura, y más sabiéndose un buen jinete; por eso, hubo de aceptar, no sin un suspiro resignado, aquel presente del señor D’Artagnan, su padre. No ignoraba que un animal como ése podía valer más de veinte libras; pero lo cierto es que las palabras que acompañaron al regalo no tenían precio:

    —Hijo mío —había comenzado el caballero gascón en ese cerrado dialecto bearnés del que Enrique IV nunca logró deshacerse—, este caballo nació en la casa de tu padre, hace ya trece años, y ha permanecido en ella durante todo este tiempo, lo cual es suficiente motivo para que cuente con tu aprecio. Nunca lo vendas, déjale morir tranquila y honrosamente de vejez; si haces una campaña con él, cuídale como lo harías a un viejo servidor. Si alguna vez tienes el honor de hallarte en la corte —prosiguió el señor D’Artagnan padre—, a lo que, por otra parte, te da derecho tu rancia nobleza, mantén dignamente tu nombre de caballero, al igual que lo hicieron tus ancestros durante más de quinientos años. Jamás soportes una ofensa contra ti o los tuyos, y entiendo por los tuyos tus padres y tus amigos, a menos que provenga del cardenal o del rey. Por su valentía, entiéndelo bien, sólo por su valentía hace su carrera hoy un caballero. Cualquiera que tiemble un segundo dejará tal vez escapar la ocasión que, justamente en ese instante, la fortuna le tendía. Eres joven y debes mostrarte valeroso por dos razones: la primera porque eres gascón, y la segunda por ser mi hijo. No temas los riesgos y persigue las aventuras. Te he enseñado a manejar la espada; posees piernas de hierro y puño de acero; bátete por el menor motivo; bátete porque los duelos están prohibidos y eso te hará ser doblemente valiente. Lo único que puedo darte, hijo mío, son quince escudos, mi caballo y los consejos que acabas de escuchar. Tu madre añadirá a esto la receta de cierto ungüento que le entregó una gitana y que posee virtudes milagrosas para curar cualquier herida, a menos que afecte al corazón. Saca provecho de cuanto puedas, vive feliz y largamente. Sólo me queda por decir una cosa más, y es un ejemplo que te propongo, no el mío, puesto que nunca estuve en la corte y no hice más campañas que las de religión como voluntario; quiero hablarte del señor De Tréville, que en otro tiempo fue mi vecino y que, siendo niño, tuvo el honor de jugar con nuestro rey Luis XIII, al que Dios guarde. Algunos de sus juegos degeneraron en batallas y, en estos lances, no siempre el rey resultaba el más fuerte. Los golpes que éste recibió le infundieron gran estima y amistad por el señor De Tréville. Más adelante, el señor De Tréville se batió contra otros en cinco ocasiones, durante su primera estancia en París; desde la muerte del anterior monarca hasta la mayoría de edad de Luis XIII, lo hizo otras siete veces, sin contar las guerras y asedios; y, desde entonces hasta hoy ¡tal vez cientos de veces! De este modo, no obstante, los edictos, las ordenanzas y los decretos, es hoy el jefe de los mosqueteros, es decir, de una legión de césares, a los que el rey tiene en gran estima y a quienes teme el mismo cardenal, cuando todo el mundo sabe que éste no teme muchas cosas. Además, el señor De Tréville gana diez mil escudos por año; por tanto, es un gran señor. Pero comenzó igual que tú, ve a su encuentro con esta carta y trata de imitarlo, a fin de que llegues a ser como él.

    Dicho lo cual, el señor D’Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, le besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su bendición.

    Al abandonar la casa paterna encontró el joven a su madre, quien le hizo entrega de la famosa receta, la cual habría de ser ampliamente empleada de seguir los consejos que acabo de relatar. Los adioses fueron, en esta ocasión, más prolongados y más tiernos que antes, no porque el señor D’Artagnan no amara a su hijo, que era su único descendiente, sino por ser hombre y estimar indigno de tal. condición el dejarse arrastrar por sus emociones; sin embargo, la señora D’Artagnan era una mujer y, además, una madre. Lloró abundantemente, y en cuanto a su hijo, diré para honra suya que, no obstante los esfuerzos para mantenerse firme como convenía a un futuro mosquetero, la naturaleza le venció y le hizo derramar algunas lágrimas, de las que a duras penas pudo esconder una parte.

    Ese mismo día, el joven, con los tres presentes paternos, que consistían, como queda dicho, en quince escudos, el caballo y la carta para el señor De Tréville, se puso en camino; como puede suponerse, los consejos le habían sido dados por añadidura.

    Con un vademécum como éste, D’Artagnan se asemejaba, tanto moral como físicamente, al héroe de Cervantes, con el que tan acertadamente lo hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador hicieron necesario trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos; D’Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación. Consecuente con tal actitud, desde Tarbes hasta Meung, mantuvo siempre el puño cerrado y, por una u otra razón, empuñó su espada diez veces por día; sin embargo, ni su puño llegó a golpear ninguna mandíbula, ni la espada abandonó su vaina. Y no sería porque la visión del extravagante jamelgo amarillo no suscitara sonrisas en los rostros de cuantos pasaban; pero, dado que por encima del rocín se balanceaba una espada de considerables proporciones, y, más arriba de ésta, brillaba una mirada más feroz que altiva, los transeúntes reprimían sus risas, o bien, cuando la hilaridad dominaba a la prudencia, trataban de reír por un solo lado, como las antiguas máscaras. Así pues, D’Artagnan pudo llegar, majestuoso e intacto en su susceptibilidad, a la desventurada ciudad de Meung.

    Pero ya en ella, como al desmontar del caballo a la puerta de la hostería Franc Meunier, ningún hospedero, mozo o palafrenero se acercó a sujetarle las riendas de la montura, D’Artagnan, viendo a través de una ventana entreabierta de la planta baja a un caballero de hermoso aspecto y actitud arrogante, aunque con el ceño ligeramente fruncido, conversando con dos personas que parecían escucharle respetuosamente, creyó, como era de esperar según su costumbre, que él era el objeto de la conversación; así que escuchó con atención. Por esta vez, D’Artagnan sólo se había engañado a medias: no era de él de quien se hablaba, sino de su caballo. El caballero parecía enumerar a sus oyentes todas las características del animal, y estos últimos, de los que ya dije que parecían mostrar un gran respeto por su narrador, estallaban en ruidosas carcajadas. Si sabemos ya que una simple sonrisa era suficiente para despertar la ira del joven, podremos suponer el efecto que en él desencadenó tal escandalosa hilaridad.

    Sin embargo, D’Artagnan quiso ante todo percatarse de la fisonomía del impertinente que osaba reírse de él. Clavó su altiva mirada en el extraño y vio que se trataba de un hombre entre cuarenta y cuarenta y cinco años, de ojos oscuros y penetrantes, tez pálida, nariz muy prominente, bigote negro y perfectamente recortado; vestido con un jubón y calzas color violeta, con cordones a juego, y sin más adornos que los acostumbrados ojetes, a través de los cuales pasaba la camisa. Estas calzas y este jubón, no obstante ser nuevos, se mostraban arrugados como si hubieran estado largo tiempo en un baúl de viaje. D’Artagnan constató todos estos datos con la rapidez del observador más minucioso, y sin duda impulsado por un sentimiento instintivo que le decía que ese desconocido habría de tener una gran influencia sobre su vida futura.

    Ahora bien, como en el momento en que D’Artagnan clavaba sus ojos sobre el caballero del jubón violeta, éste hacía a propósito del jamelgo beamés una de sus más hirientes y profundas observaciones, sus dos acompañantes estallaron en nuevas risas, y hasta él mismo, en contra de su costumbre, dejó traslucir, por decirlo de algún modo, una pálida sonrisa en su rostro. Esta vez no cabía la más mínima duda: D'Artagnan había sido claramente insultado. Por tanto, con esta convicción, se caló el sombrero hasta los ojos y, tratando de emular el continente cortesano que había visto mostrar a algunos señores que viajaban por Gascuña, avanzó unos pasos con una mano en la empuñadura de su espada y la otra en la cintura. Desgraciadamente, a medida que se acercaba, la cólera le cegaba cada vez más, y, en lugar del discurso digno y altanero que había preparado para formular su provocación, no halló en su lengua sino una frase grosera, acompañada de un gesto furioso.

    —¡Eh, caballero! —gritó—. ¡El que se oculta tras esa ventana! Sí, vos: decidme de qué os reís, y nos reiremos juntos.

    El caballero paseó lentamente su mirada de la montura al jinete, como si precisara de un cierto tiempo para percatarse de que era a él, a quien iban dirigidos tan extraños reproches; después, cuando no pudo albergar la menor duda, frunció ligeramente las cejas y, tras una calmosa pausa, con un acento irónico e insolente imposible de describir, respondió a D’Artagnan:

    —No hablo con vos, caballero.

    —¡Pero yo sí que hablo con vos! —gritó el joven, a quien exasperaba esta mezcla de insolencia y de buenos modos, de conveniencias y de desdén.

    El desconocido siguió mirándolo un instante con su imperceptible sonrisa y, apartándose de la ventana, salió lentamente de la hostería hasta llegar a dos pasos de D’Artagnan y detenerse frente a su caballo. Su continente tranquilo y su fisonomía burlona habían hecho redoblar las risas de sus acompañantes, los cuales permanecían ante la ventana.

    D’Artagnan, viéndole aproximarse, tiró de la espada y la sacó un palmo de su vaina.

    —Decididamente, este caballo es, o mejor, ha sido en su juventud botón de oro —reanudó el desconocido el hilo de sus investigaciones interrumpidas, dirigiéndose a sus oyentes de la ventana y sin parecer haber reparado en la exasperación de D’Artagnan, a pesar de que éste se erguía entre los interlocutores—. Se trata de un color muy conocido en botánica, pero, hasta hoy, muy raro en los caballos.

    —¡Quien se ríe del caballo no se atrevería a reírse del amo! —gritó, furioso, el émulo De Tréville.

    —Yo no río muy a menudo, caballero —contestó el desconocido con más calma que nunca—, como podéis comprobar vos mismo por el aspecto de mi cara; pero quiero conservar el privilegio de reír cuando me plazca.

    —¡Y yo —replicó D’Artagnan— no quiero que nadie se ría cuando a mí me desagrade!

    —¿De veras, caballero? —continuó el desconocido acentuando su calma—. Pues bien, es perfectamente justo.

    Y, girando sobre sus talones, se dispuso a regresar a la hostelería por aquella gran puerta, junto a la cual D’Artagnan, al llegar, había visto un caballo ensillado.

    Pero nuestro joven no era hombre que dejara marchar así a quien había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó totalmente su espada de su vaina y arremetió tras él gritando:

    —¡Volveos, señor burlón, volveos para que no os hiera por la espalda!

    —¿Herirme a mí? —dijo el otro volviéndose y mirando al joven con tanto asombro como desprecio—. Vamos, vamos... ¡Estáis loco!

    Después murmuró como si hablara consigo mismo:

    —Es lástima. ¡Qué hallazgo para Su Majestad, que busca bravucones por todas partes para reclutar a sus mosqueteros!

    Apenas había concluido estas palabras, cuando D’Artagnan le lanzó tan furiosa estocada que, de no haber dado el desconocido un rápido salto atrás, es probable que aquella hubiese sido su última burla. Comprendiendo entonces que el asunto iba más allá de la broma, desenvainó su espada, saludó a su adversario y, gravemente, se puso en guardia. Pero, en el mismo momento, sus dos interlocutores, acompañados del hospedero, cayeron sobre D’Artagnan propinándole una lluvia de golpes con bastones, palas y atizadores. Fue un trueque tan rápido y completo del ataque, que el adversario de D’Artagnan, mientras éste trataba de esquivar la tormenta de golpes, envainó su arma y, dejando el papel de actor que debió desempeñar, se convirtió en espectador del combate, función que realizó con su acostumbrada impasibilidad, mientras barbotaba entre dientes:

    —¡Apestosos gascones! ¡Ponedle sobre su jamelgo anaranjado y que se vaya!

    —¡No antes de haberte matado, cobarde! —vociferaba D’Artagnan, mientras hacía frente como le era posible, y sin retroceder un paso, a sus tres enemigos, quienes le molían a golpes.

    —Otra gasconada —murmuró el caballero—. ¡Por mi honor, que estos gascones son incorregibles! Seguid con el baile, puesto que lo desea. Cuando esté harto, ya nos lo avisará.

    Pero el desconocido aún ignoraba contra qué clase de obstinado se estaba enfrentando; D’Artagnan no era hombre capaz de pedir clemencia. Así pues, el combate continuó durante unos pocos segundos. Finalmente, D’Artagnan, agotado, dejó escapar su espada, que un bastonazo había partido en dos. Un golpe más le alcanzó en la frente, casi al mismo tiempo, y le derribó, ensangrentado y casi desvanecido.

    Fue entonces cuando comenzó a acudir la gente, corriendo desde todas partes, hasta el lugar del suceso. El hospedero, temiendo el escándalo, se llevó al herido a la cocina, con ayuda de sus criados, y allí se le dedicaron algunos cuidados.

    En cuanto al caballero, volvió a tomar su lugar en la ventana y observaba con cierta impaciencia al grupo de curiosos que, permaneciendo allí, parecían causarle una gran contrariedad.

    —Y bien, ¿cómo está ese joven rabioso? —preguntó al oír abrirse la puerta y dirigiéndose al hospedero, que venía a interesarse por su salud.

    —¿Vuestra excelencia está sano y salvo? —preguntó el hospedero.

    —Sí, perfectamente sano y salvo, y os pregunto cómo está ese joven.

    —Está mejor —contestó el interpelado—, perdió el sentido por completo.

    —¿De veras?

    —Pero antes de perderlo ha hecho acopio de todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros de nuevo.

    —¡Es el diablo en persona ese atrevido!

    —¡Oh, no, excelencia! No es el diablo —corrigió el hospedero con una mueca de desprecio—, pues, mientras estaba desmayado, le hemos registrado, y no lleva en su hatillo más que una camisa y, en su bolsa, doce escudos, lo que no le ha impedido decir, poco antes de desmayarse, que, si esto hubiera sucedido en París, vos os habríais arrepentido enseguida, mientras que aquí os arrepentiréis más tarde.

    —Entonces —replicó fríamente el desconocido—, se trata de algún príncipe que viaja de incógnito.

    —Os digo esto, mi señor —continuó el hospedero—, para que toméis precauciones.

    —¿Y no ha nombrado a nadie en su cólera?

    —Por cierto que sí. Golpeaba su bolsillo diciendo: «Veremos qué opina el señor De Tréville de la afrenta inferida a su protegido».

    —¡El señor De Tréville! —repitió el caballero, prestando toda su atención—. Así que golpeaba su bolsillo pronunciando ese nombre... Veamos, amigo mío, mientras vuestro hombre seguía desmayado, estoy seguro de que vos no habréis dejado de registrar ese bolsillo. ¿Qué contenía?

    —Una carta dirigida al señor De Tréville, capitán de los mosqueteros.

    —¡Qué me decís!

    —Lo que tiene el honor de escuchar vuestra excelencia.

    El hospedero, que no estaba dotado de mucha perspicacia, no advirtió la expresión que sus palabras habían hecho aflorar al rostro del desconocido. Éste dejó de apoyar el codo sobre el marco de la ventana y frunció el ceño con inquietud.

    —¡Diablo! —murmuró entre dientes—. ¿Me habrá enviado Tréville a este gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es una estocada, cualquiera que sea la edad de quien blande la espada, y se desconfía menos de un niño que de cualquier otro; a veces, es suficiente un pequeño obstáculo para modificar un gran designio.

    Y el desconocido se enfrascó en unas meditaciones que se prolongaron durante algunos minutos.

    —Veamos, amigo hostelero —dijo finalmente—. ¿Podréis vos librarme de este frenético? En conciencia, no puedo matarle, y, sin embargo —añadió con un tono de fría amenaza—, sin embargo, me incomoda. ¿Dónde se halla?

    —En la alcoba de mi mujer, en el primer piso. Allí están vendándole.

    —¿Tiene con él sus alforjas y su hatillo? ¿No se ha despojado de su jubón?

    —No, por cierto, todo está abajo, en la cocina. Pero ya que os incomoda ese joven loco...

    —Sin duda. Está causando en vuestra hostería un escándalo que las gentes honorables no soportan. Subid a vuestra estancia, hacedme la cuenta y avisad a mi lacayo.

    —¡Cómo! ¿Es que nos deja vuestra excelencia?

    —Vos lo sabéis bien, puesto que antes os ordené ensillar mi caballo. ¿Es que no se me ha obedecido?

    —A fe mía que sí. Como vuestra excelencia habrá podido comprobar, el caballo se encuentra ante la puerta principal, dispuesto para la marcha.

    —Está bien. Entonces, haced lo que os he dicho ahora.

    «¡Vaya!», dijo para sí el hospedero. «¿Tendrá miedo del muchacho?»

    Pero un ademán imperativo del caballero vino a interrumpir sus meditaciones. Hizo un humilde saludo y salió.

    «No conviene que Milady sea vista por ese cretino», se dijo el caballero. «No puede tardar, y ya se retrasa. Decididamente, más vale que suba al caballo y vaya a su encuentro. Aunque si pudiera conocer lo que dice esa carta dirigida a Tréville...»

    Y el desconocido, sin dejar de murmurar, se dirigió a la cocina.

    Entre tanto, el hospedero, que no dudaba de que la presencia del joven era la causa de la marcha del caballero, había subido a la alcoba de su mujer, hallando allí a D’Artagnan, quien había recuperado ya su sentido. Entonces, tratando de convencerle de que la policía podría ponerle en dificultades por haberse atrevido a retar a un gran señor —pues, en opinión del hospedero, el desconocido no podía ser sino un gran señor—, le persuadió, a pesar de su debilidad, de que se levantara y prosiguiera su camino. D’Artagnan, medio aturdido, sin jubón, y con la cabeza llena de vendas, se incorporó y, ayudado por el hospedero, comenzó a descender la escalera. Pero, al llegar a la cocina, la primera cosa que pudo ver fue a su provocador, que charlaba tranquilamente en el estribo de un gran carruaje, precedido por dos hermosos caballos normandos.

    Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la ventanilla, era una mujer de veinte a veintidós años. Ya hemos constatado con qué rapidez investigadora asimilaba D’Artagnan toda una fisonomía; desde el principio, se percató de que la mujer era joven y bella. Pero esa belleza le llamó, sobre todo, la atención porque resultaba totalmente extraña en los países meridionales en donde, hasta entonces, había vivido D’Artagnan. Era una joven pálida y rubia, con largos cabellos que le caían sobre los hombros, con grandes y lánguidos ojos azules, con labios rosados y manos de alabastro. La joven conversaba animadamente con el desconocido.

    —De modo que su eminencia me ordena... —decía la dama.

    —Regresar inmediatamente a Inglaterra y avisarle sobre si el duque ha abandonado o no Londres.

    —¿Y el resto de mis instrucciones? —inquirió la bella viajera.

    —Están guardadas en esta caja, que no debéis abrir hasta haber traspasado el Canal de la Mancha.

    —Muy bien. Y ¿qué haréis vos?

    —Regreso a París.

    —¿Sin castigar a ese insolente chiquillo? —preguntó la dama.

    El desconocido iba a responder. Pero, en el momento en que abría la boca, D’Artagnan, que lo había oído todo, se adelantó rápidamente hasta la puerta.

    —Es este insolente chiquillo quien va a castigar a los demás —gritó—, y espero que esta vez aquel a quien he de castigar no huya como en la primera ocasión.

    —¿Que no huya? —replicó el desconocido, frunciendo el ceño airadamente.

    —No; delante de una mujer, confío en que no osaréis escapar.

    —Reflexionad —interrumpió Milady al ver que el caballero echaba mano a su espada—; pensad que el menor retraso puede echarlo todo a perder.

    —Tenéis razón —se sosegó el caballero—. Partid, pues, hacia vuestro destino, que yo lo haré hacia el mío.

    Y, saludando a la dama con una inclinación de cabeza, saltó sobre su montura, mientras que el cochero del carruaje fustigaba vigorosamente a sus caballos. Así pues, ambos interlocutores partieron al galope y se alejaron en distintas direcciones.

    —¡Eh! ¡Vuestra cuenta! —vociferó el hospedero, cuya deferencia por el viajero se convirtió en desdén al verlo alejarse sin pagar la cuenta.

    —¡Págale, patán! —gritó a su lacayo el viajero, sin dejar de galopar.

    El criado tiró a los pies del hospedero dos o tres piezas de plata y se lanzó al galope tras su amo.

    —¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso caballero! —se desgañitó D'Artagnan lanzándose a su vez detrás del lacayo.

    Pero el herido se encontraba todavía demasiado débil para soportar semejante persecución. Apenas hubo dado diez pasos, comenzaron a zumbarle los oídos, fue presa de un vahído, una nube de sangre oscureció su vista y cayó en medio de la calle, aunque sin dejar de gritar:

    —¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde!

    —Muy cobarde es, en efecto —murmuró el hospedero acercándose a D’Artagnan, y tratando, por medio de esta lisonja, de ponerse a bien con el pobre muchacho, al igual que la garza de la fábula con su caracol nocturno.

    —Sí, muy cobarde —repitió D'Artagnan—, pero ella, muy hermosa.

    —¿Quién es ella? —preguntó el hospedero.

    —Milady —balbució D’Artagnan.

    —No importa —dijo el hospedero—. He perdido dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar al menos durante unos días. Siempre serán once escudos ganados.

    Sabía muy bien que esos once escudos era cuanto quedaba en la bolsa de D’Artagnan. Así que había contado once días de convalecencia, a escudo diario; pero se olvidó de contar con su viajero.

    Al día siguiente, D'Artagnan se levantó a las cinco de la mañana, bajó por sí mismo hasta la cocina y allí pidió, aparte de otros ingredientes cuya enumeración no ha podido llegar hasta nosotros, vino, aceite y romero, y, con la receta de su madre en la mano, elaboró un bálsamo, con el que untó sus numerosas heridas, cambiándose él mismo sus vendajes y rechazando el concurso de cualquier médico. Gracias, sin duda, a la eficacia del bálsamo de la gitana, y, quizá también, gracias a la ausencia del doctor, D'Artagnan se encontró mucho mejor esa misma noche, y casi curado del todo al día siguiente.

    Pero, cuando se disponía a pagar el romero, el aceite y el vino, únicos gastos del amo, quien había observado una dieta absoluta, mientras que. por el contrario, o al menos en opinión del hospedero, su caballo amarillo había consumido el triple de lo que su talla podía hacer suponer, D’Artagnan, digo, no halló en sus alforjas sino la raída bolsa de terciopelo y los once escudos que ésta contenía; pero la carta dirigida al señor De Tréville había desaparecido.

    El joven, con infinita paciencia al principio, comenzó a buscarla, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsillos, registrando una y otra vez sus alforjas, abriendo y cerrando su bolsa. Pero, cuando se hubo convencido de que la carta no estaba, entró en un tercer acceso de rabia, que bien podía haberle ocasionado una nueva aplicación de vino y aceite aromatizados. En efecto, viendo a este joven testarudo darse a los diablos y amenazar con destrozar todo el establecimiento si no se llegaba a encontrar su carta, el hospedero ya se había armado de su horquilla, su mujer de su palo de escoba y sus criados de los mismos garrotes que habían hecho su servicio la víspera.

    —¡Mi carta de recomendación! —se desesperaba D'Artagnan—. ¡Quiero mi carta de recomendación! ¡O vive Dios, que os ensarto a todos como calandrias!

    Desafortunadamente, una circunstancia se oponía al cumplimiento de las amenazas del joven, y es que, como ya sabemos, en su primera lucha, la espada resultó partida en dos pedazos, cosa que él había olvidado. Y resultó que, cuando D’Artagnan fue a desenvainar, se encontró pura y simplemente armado de un trozo de hoja que no sobrepasaría las ocho o diez pulgadas, y que el hospedero había enfundado cuidadosamente en su vaina. En cuanto al resto de la hoja, el cocinero se la había llevado para hacerse con ella un cuchillo de cortar tocino.

    Sin embargo, esta decepción no habría, probablemente, detenido a nuestro fogoso joven, a no ser porque el hospedero, tras un momento de reflexión, comprendiera que la reclamación de su viajero era perfectamente justa.

    —Pero, entonces —dijo arriando la horquilla—, ¿dónde está esa carta?

    —Sí, ¿dónde está esa carta? —siguió gritando D’Artagnan —. Os prevengo, ante todo, que la carta era para el señor De Tréville, y hay que encontrarla. Porque, si no aparece, ¡él mismo se encargará de encontrarla!

    Esta amenaza acabó de intimidar al hospedero. Después del rey y del cardenal, el señor De Tréville era el hombre más respetado por los militares e incluso por los paisanos. También estaba el padre José, es cierto, pero su nombre nunca era pronunciado sino en voz baja. ¡Tal era el terror que inspiraba «la eminencia gris», como solían llamar al pariente del cardenal!

    En consecuencia, tirando la horquilla lejos de sí, y ordenando a su mujer y criados que hicieran lo propio con el palo de la escoba y los garrotes, comenzó a predicar con el ejemplo iniciando la búsqueda de la carta perdida.

    —¿Acaso contenía algo precioso esa carta? —inquirió el hospedero al cabo de unos momentos de inútiles investigaciones.

    —¡Pardiez! ¡Ya lo creo! —contestó el gascón, que confiaba en aquella misiva para hacer carrera en la corte—. Contenía mi fortuna.

    —¿Bonos sobre España? —preguntó interesado el hospedero.

    —Bonos sobre la tesorería particular de Su Majestad —respondió D’Artagnan, quien, contando con entrar al servicio del rey gracias a esta recomendación, creyó que podía dar sin mentir esta respuesta algo aventurada.

    —¡Diablo! —se lamentó el hospedero, totalmente desesperado.

    —Pero no importa —continuó D’Artagnan con su aplomo provinciano—; no importa, el dinero no es nada; esa carta lo era todo. Hubiera preferido perder mil pistolas antes que esa carta.

    No arriesgaba más diciendo «veinte mil», pero le contuvo un cierto pudor juvenil.

    De pronto, un rayo de luz iluminó la frente del hospedero, quien se daba a todos los diablos al no encontrar lo que buscaba.

    —La carta no se ha perdido —dijo.

    —¡Cómo! —exclamó D’Artagnan.

    —No. Os la han sustraído.

    —¿Sustraído? Pero ¿quién?

    —El caballero de ayer. Bajó a la cocina, en donde estaba vuestro jubón. Estuvo allí solo. Apostaría a que fue él quien os la robó.

    —¿Lo creéis así? —respondió D’Artagnan no muy convencido, pues conocía mejor que nadie la importancia estrictamente personal de aquella misiva y no veía ninguna razón que excitase la codicia de poseerla. Lo cierto es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros habría ganado nada con la posesión de ese papel.

    —Así que decís —prosiguió D’Artagnan— que sospecháis de ese caballero impertinente.

    —Os digo que estoy seguro de ello —continuó el hospedero—. Cuando yo anuncié a ese caballero que su señoría era el protegido del señor De Tréville y que incluso llevabais una carta para tan ilustre personaje, se mostró muy inquieto, me preguntó dónde se hallaba esa carta y descendió inmediatamente a la cocina, en donde él sabía que estaba vuestro jubón.

    —Entonces, él es el ladrón —dijo D’Artagnan—. Me quejaré de la afrenta al señor De Tréville y él se quejará al rey.

    Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsa y los entregó al hospedero, el cual le acompañó, con el sombrero en la mano, hasta la puerta; acto seguido, el joven montó a lomos de su caballo amarillo, y así llegó, sin más incidencias, hasta la puerta

    Saint-Antoine de París, en donde, desoyendo la recomendación de su padre, vendió su rocín en tres escudos, lo que era un buen precio habida cuenta del tremendo esfuerzo al que le había sometido D’Artagnan durante su última etapa. Desde luego que el tratante que lo compró por las citadas nueve libras explicó al joven que si pagaba esa suma exorbitante no era sino por la originalidad de su color.

    Así pues, D’Artagnan entró en París a pie, llevando el pequeño paquete bajo el brazo, y hubo de caminar mucho hasta encontrar una habitación cuyo precio conviniera a la exigüidad de sus recursos. El cuarto en cuestión fue una especie de buhardilla, situada en la calle de Fossoyeurs, cerca del Luxembourg.

    Tan pronto como hubo satisfecho el precio del alquiler, D’Artagnan tomó posesión de su alojamiento y pasó el resto de la jornada cosiendo a su jubón y sus calzas unas pasamanerías que su madre había quitado de un jubón casi nuevo del señor D’Artagnan padre, y que había entregado a su hijo a escondidas. Después fue al muelle de la Ferralla para reponer la hoja rota de su espada; más tarde volvió al Louvre para informarse, a través del primer mosquetero que encontró, sobre la situación del palacio del señor De Tréville. Así pudo saber que estaba situado en la calle del Viejo Palomar, es decir, justamente al lado de la casa en la que él había alquilado su habitación, circunstancia que le pareció un feliz augurio para el éxito de su viaje.

    Tras lo cual, contento de su modo de comportarse en Meung, sin ningún tipo de remordimientos por el pasado, confiado en el presente y lleno de esperanza en el futuro, se acostó y se durmió con el sueño de los valientes.

    Este sueño, todavía muy provinciano, concluyó justamente a las nueve de la mañana, hora en la que se levantó dispuesto a ver a ese famoso señor De Tréville, el tercer personaje del reino en importancia, de acuerdo con la apreciación de su padre.

    II

    LA ANTECÁMARA DEL SEÑOR DE TRÉVILLE

    E

    l señor De Troisville, como aún se llamaba su familia en Gascuña, o el señor De Tréville, como acabó llamándose a sí mismo en París, realmente había comenzado igual que D’Artagnan, es decir, sin un sueldo fijo, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que determina que el más humilde hidalgo gascón suela recibir más en esperanza de la herencia paterna que el más rico caballero del Perigord o de Berry. Su insolente valentía, su suerte más insolente aún en una época en que los golpes llovían como granizo, le habían izado hasta la cima de esa compleja escala llamada «el favor de la corte», cuyos peldaños había escalado de cuatro en cuatro.

    Era amigo del rey, el cual, como todo el mundo conoce, honraba sobremanera la memoria de su padre, Enrique IV. El padre del señor De Tréville había servido tan fielmente a este monarca en sus conflictos armados contra la Liga que, a falta de dinero contante —cosa que en toda su vida tuvo el beamés, quien no tenía más remedio que saldar sus deudas con lo único que nunca precisó pedir prestado, es decir, el ingenio—, a falta de dinero contante, digo, le autorizó, tras la rendición de París, a tomar como escudo de armas un león de oro, en cuyas fauces abiertas figuraba esta divisa: fidelis el fortis. Esto significaba mucho en cuanto al honor, pero muy poco en lo tocante al bienestar. Así pues, cuando murió el ilustre compañero del gran Enrique, dejó como única herencia a su hijo su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre intachable que lo acompañaba, el señor De Tréville fue admitido en la mansión del joven príncipe, en donde le sirvió tan bien con su espada y se mantuvo tan fiel a su divisa que Luis XIII, conocido como uno de los mejores espadachines del reino, acostumbraba a comentar que, si tuviera un amigo que debiera batirse, le aconsejaría que le tomara a él mismo como primer padrino, y, como segundo, al señor De Tréville, si es que no debía colar a éste en primer lugar.

    En efecto, Luis XIII profesaba un verdadero afecto al señor De Tréville, un afecto de rey y, por tanto, egoísta, es verdad, pero que no por ello dejaba de ser un verdadero sentimiento amistoso. Y es que, en aquella agitada época, todos trataban de rodearse de hombres del temple de Tréville. Es cierto que muchos podrían tomar como divisa el calificativo de fuerte, que figuraba en segundo lugar en su escudo de armas, pero muy pocos caballeros merecían el de fiel, que aparecía en el primero. Tréville era uno de estos últimos; constituía una de esas raras combinaciones entre inteligencia obediente como la de un dogo, valentía ciega, ojo rápido, mano pronta; su mirada sólo parecía hecha para observar si el rey estaba descontento de alguien y su mano para golpearlo, se llamara Besme, Maurevers, Poltrot de Méré o Vitry. En fin, a Tréville sólo le había faltado hasta entonces la ocasión; pero la buscaba y estaba decidido a cogerla por los cabellos, en cuanto se pusiese al alcance de su mano. En consecuencia, Luis XIII había hecho del señor De Tréville el capitán de sus mosqueteros, los cuales eran para este rey, por su fidelidad o más bien por su fanatismo, lo que fueron sus ordinarios para Enrique III y, para Luis XI, su guardia escocesa.

    El cardenal, por su parte y a este respecto, tampoco se quedaba atrás. Cuando vio el formidable grupo del que se había hecho rodear Luis XIII. este segundo, o, por mejor decir, este primer rey de Francia, quiso asimismo poseer su propia guardia. Consiguió, pues, tener sus mosqueteros, al igual que el rey tenía los suyos, y pudo verse cómo estas dos potencias rivales iban reclutando para su servicio, en todas las provincias de Francia e incluso en todos los países extranjeros, hombres celebrados por su maestría con la espada. De este modo, Richelieu y Luis XIII discutían a menudo acerca de los méritos de sus respectivos servidores, cuando jugaban su partida nocturna de ajedrez. Cada uno elogiaba la presencia y el valor de los suyos, y, mientras se expresaban en voz alta en contra de los duelos y de las riñas delante de los mismos, por debajo les excitaban a la pelea, y sentían verdadera pesadumbre o una alegría desbordada por cada derrota o victoria de ellos. Al menos, así lo relatan las memorias de un hombre que participó en algunas de esas derrotas y en numerosas de esas victorias.

    Tréville manejaba a su señor por el lado débil, y a esta destreza se debía el largo y constante favor por parte de un rey que no fue conocido por su reputación de ser demasiado fiel a sus amigos. Hacía desfilar a sus mosqueteros ante el cardenal Armando Duplessis, con un talante burlón que conseguía erizar de cólera el gris bigote de Su Eminencia. Tréville comprendía a la perfección la guerra de esa época, en la cual, cuando no se vivía a costa del enemigo, se vivía a expensas de los propios compatriotas; sus soldados formaban una legión de diablos contenidos, indisciplinados para todo el mundo, excepto para él.

    Desaliñados, borrachos, mal hablados, los mosqueteros del rey, o más bien, los del señor De Tréville, se presentaban en las tabernas, en las zonas de paseo y en los lugares públicos de juego, vociferando y retorciéndose los bigotes, haciendo sonar sus espadas, enfrentándose gustosamente contra los guardias del cardenal cada vez que los encontraban; escandalizando en plena calle con mil galanteos; muertos a veces, pero seguros, en tal caso, de ser llorados y vengados; matando en otras ocasiones, y seguros entonces de no pudrirse en una prisión, estando allí el señor De Tréville para evitarles el castigo. Por tal causa, éste había sido alabado en todos los tonos y cantado en todas las tesituras por esos hombres que le adoraban y que, aun siendo gentes de soga y de saqueo, temblaban ante él como colegiales, obedecían su menor insinuación y siempre estaban prestos a hacerse matar para lavar la menor afrenta.

    El señor De Tréville los había utilizado como una poderosa palanca, primero para el rey y los amigos del rey, y luego para sí mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las memorias de esa época —y fue un tiempo abundante en memorias— se tiene constancia de que ese digno caballero haya sido acusado, ni siquiera por sus enemigos —y los tenía a montones, tanto entre las gentes de pluma como las de espada—; en ninguna parte, digo, se vio que ese digno caballero haya sido acusado de haberse hecho pagar la ayuda de sus secuaces. Dotado de un extraño ingenio para la intriga, que le colocaba a la altura de los más famosos intrigantes, supo, sin embargo, ser hombre honesto. Aún más, no obstante las terribles estocadas que derrengarían a cualquiera y los penosos ejercicios que le dejaban exhausto, se había convertido en uno de los más galantes aventureros, uno de los más refinados donjuanes y uno de los más alambicados decidores de requiebros de su tiempo; se celebraban los éxitos amorosos de Tréville como se había hecho, veinte años antes, con las de Bassompierre, y no es poco decir. El capitán de los mosqueteros era, por tanto, admirado, temido y amado a un tiempo, lo que constituye el apogeo de la humana fortuna.

    Luis XIV supo absorber a todos los pequeños astros de su corte dentro de su inmensa radiación luminosa; pero su padre, sol pluribus impar, respetó el esplendor personal de cada uno de sus favoritos y el valor individual de cada uno de sus cortesanos. De este modo, además de la aurora del rey y del cardenal, podían contarse en París más de doscientas pequeñas auroras, bastante deseadas. Y, entre tantas alboradas, la del señor De Tréville era de las más celebradas.

    El patio de su palacio, emplazado en la calle del Viejo Palomar, semejaba un campamento, desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en la temporada invernal. Entre cincuenta y sesenta mosqueteros, que parecían estarse relevando sin cesar para presentar siempre un número imponente, se paseaban continuamente, armados como guerreros y prestos a todo. A lo largo de una de esas amplísimas escaleras, en cuyo espacio nuestra civilización levantaría todo un edificio, subían y bajaban los solicitantes de París, que pretendían cualquier

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