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El debate sobre los valores en la escuela
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Libro electrónico348 páginas4 horas

El debate sobre los valores en la escuela

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En 1999 se inaguró en México la asignatura "Formación cívica y ética" en la enseñanza secundaria. Ello suscitó un amplio debate en torno a las orientaciones morales de la educación escolar. Esta obra reconstruye ese debate y analiza sus términos. Contiene también una aportación novedosa: por ptimera vez se reúnen y comentan los programas que en este campo aplican los gobiernos de veintiún estados de la República.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2014
ISBN9786071624291
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    El debate sobre los valores en la escuela - Pablo Latapí Sarre

    separado.

    I. ANTECEDENTES

    NO SE HA ESCRITO AÚN una historia de la educación mexicana que atienda a las concepciones pedagógicas y supuestos culturales que determinaban en cada época la práctica escolar; sería una obra que reconstruyera la relación entre la escuela y la cultura y, más concretamente, la manera como se han formado los valores de los mexicanos a través del tiempo.¹ Reconstruir los valores implícitos que inspiraban de hecho en cada época la enseñanza y la organización y disciplina escolar es una tarea aún pendiente, aunque algunos estudios particulares apunten en esta dirección.²

    Las ideas que inspiraron a los constructores del sistema educativo nacional en el siglo XIX seguían puntualmente las de otros países más evolucionados, que México quería imitar: junto a las finalidades políticas de educar a las nuevas generaciones en conformidad con los principios republicanos, figuraba el propósito de impartirles una formación moral que diera solidez y consistencia al proyecto político nacional.

    EL SIGLO XIX

    Ubiquemos el asunto en su marco histórico a partir de la independencia. Desde 1821 hasta el final del Porfiriato en 1911 el desarrollo del sistema educativo se explica por el propósito del Estado de impulsarlo, pero suelen distinguirse dos grandes etapas: una de preparación (1821-1867) y otra de consolidación (1867-1911) (Meneses, 1983: 647). En la primera predomina la idea de impulsar la educación por ser ésta necesaria para formar una sociedad homogénea y moderna; en la segunda se la percibe, además, como factor de orden y progreso y medio de integrar la sociedad y de afianzar la identidad nacional.

    La agitada vida política del país en la primera etapa impidió que se desarrollara un proyecto educativo mínimamente consistente; en esos 45 años se sucedieron 27 presidentes y dos emperadores, y fueron 78 los secretarios de Estado responsables de la enseñanza pública; se propusieron 12 proyectos educativos, algunos muy efímeros. A partir de la República Restaurada, hasta 1911, se logró imprimir a las acciones del Estado en el campo de la educación una tendencia más definida, gracias a una mayor estabilidad política; en esos 52 años se sucedieron sólo seis presidentes y 13 secretarios de este ramo, y se elaboraron 19 proyectos de planes de estudio correspondientes a lo que hoy llamamos educación básica.

    La enseñanza primaria, en la que se centran los esfuerzos, tarda bastante en adquirir su forma definitiva; aunque desde 1823 se propone un currículo detallado, todavía en 1878 se la somete a una reorganización: un tramo de duración variable (especie de preprimaria la llama Meneses) y otro de tres años para los niños y dos años para las niñas. Poco después (1887) se le asignan seis años pero es hasta 1896 cuando se formaliza la llamada primaria superior que se prolonga en 1901 a cuatro grados; más tarde, en 1908, se prescribe la primaria elemental de cinco años y la superior de dos. Al terminar la primaria se pasaba a la llamada preparatoria, que se organiza en 1867 y sufre diversas transformaciones curriculares, incluyendo la de su duración de cinco o de seis años.

    Si gradual fue la conformación de estos niveles escolares, variables fueron también las orientaciones y los rasgos que habían de caracterizarlos. La uniformidad de un currículo y una metodología comunes aparece en los propósitos gubernamentales desde 1823, pero varios sectores políticos la perciben como contraria a la anhelada libertad; ésta se establece también en la legislación desde 1823 en el sentido de que la educación no debe ser monopolio de nadie, y se promulga en la Constitución liberal de 1857.

    La gratuidad de la enseñanza pública aparece en los proyectos educativos de 1827, 1842 y 1865 (con Maximiliano) y se reitera en 1867. La obligatoriedad, mencionada en 1842 y ratificada en 1865, llega a sancionarse en forma de ley hasta 1888, aunque fue también objetada por temor a que se coartara la libertad de enseñanza consagrada en la Constitución. Finalmente la laicidad, contenida implícitamente en la Ley Orgánica de Instrucción Pública de 1867 al excluirse la religión de la enseñanza, es refrendada por el Congreso en 1874 y reforzada en 1888 con la prohibición a los ministros de culto y religiosos de participar en la educación; pero es hasta la Ley Reglamentaria de la Instrucción Obligatoria del 21 de marzo de 1891 cuando se utiliza por primera vez la expresión enseñanza laica, término que vuelve a aparecer en la Ley de Educación Primaria para el Distrito y Territorios Federales del 15 de agosto de 1908.

    Incluso el concepto fundamental que designa y orienta las tareas educativas del Estado sufre una profunda transformación. Al inicio del siglo xix predomina el empleo de los términos instrucción o enseñanza públicas que aluden a una transmisión del conocimiento, y sólo ocasionalmente aparece el de educación, que evoca la formación de las facultades de los niños y jóvenes. Viene a ser en las postrimerías del siglo cuando por influencia de Rébsamen y Sierra se distinguen claramente instrucción y educación, reservándose esta segunda palabra para referirse al desarrollo de las capacidades y la inculcación de valores morales y estéticos; en el lenguaje común prevalecía vagamente la idea de que la educación correspondía primordialmente a la familia y la instrucción a la escuela.

    EDUCACIÓN MORAL EN EL SIGLO XIX

    En este marco de ideas se ubica la educación moral, tema de preocupación central a lo largo del siglo. Afirma Meneses (1983: 652):

    Los grandes maestros —Carrillo, Flores, Hernández y Manterola, Pavía, Rébsamen, Sierra (quien habla de la antigua y sana moral de nuestros padres) y Torres Quintero— tratan el tema una y otra vez, diseñan técnicas para enseñarla, previenen que un hombre instruido carente de moral representa un peligro para los demás, y que una sociedad sin moralidad se desliza inevitablemente hacia su disolución.

    Si ya desde las leyes de Gómez Farías (1833) se había establecido en la primaria una clase de catecismo religioso y otra de catecismo político —y la dualidad se habría de introducir también en la formación de los maestros—, la asignatura de moral, con cambios de nombre, se mantuvo en el currículo de primaria a lo largo del siglo XIX, particularmente a partir de la República Restaurada.³ Los progresivos esfuerzos de los gobiernos liberales por combatir la influencia de la Iglesia católica en el orden educativo llevaron por una parte a suprimir la asignatura de religión en la enseñanza pública y, por otra, a consolidar una asignatura de moral sobre bases seculares, con independencia de las creencias religiosas.

    El propósito de los gobiernos republicanos al promover la educación moral de los niños y jóvenes derivaba de la relevancia de las conductas morales para la convivencia y la estabilidad política; estaban convencidos de que la vigencia de las leyes dependería del sentimiento de responsabilidad de los ciudadanos y éste del nivel de conocimientos que alcanzaran.

    Es usual reconstruir la evolución del sistema educativo en el siglo XIX a partir de los hechos legislativos más sobresalientes que implicaron virajes o innovaciones en las orientaciones que se imponían a la educación; a falta de estudios históricos de otra naturaleza —por ejemplo, sobre las prácticas escolares cotidianas en cada época— es inevitable hacerlo así. Pero sería un error suponer que las decisiones legislativas afectaban a un sistema educativo semejante al que hoy existe. No es así: se trataba de un sistema educativo apenas embrionario, constituido casi exclusivamente por escuelas primarias que funcionaban sólo en la ciudad de México y en las capitales de los estados; y de ellas las que dependían del gobierno federal eran un número muy pequeño.

    Hasta antes del Porfiriato todos los gobiernos carecieron de medios para impulsar la educación, por lo que las disposiciones legales tenían un alcance bastante limitado. Ignoramos si las escuelas municipales se sujetaban a ellas; los planteles sostenidos por la Iglesia seguían sus propias orientaciones en la formación religiosa y moral y las escuelas lancasterianas tenían sus propios reglamentos.

    Con el positivismo se dio nuevo sustento a la moral oficial: se invocaba a la razón como medio no sólo para conocer la verdad sino para fundamentar el progreso y estimular las conductas que lo harían posible. Así se afirmaba ya en 1867 en la introducción a la Ley Orgánica de Instrucción Pública del 2 de diciembre (llamada Ley Barreda): Considerando que defender la ilustración en el pueblo es el medio más seguro y eficaz de moralizarlo y de establecer de una manera sólida la libertad y respeto a la Constitución y las leyes…

    A los tres valores fundamentales del positivismo —libertad, orden y progreso— debe añadirse la moralidad (Barreda, 1973: 109); entendida como formación del carácter, era pilar fundamental en la filosofía educativa del Porfiriato; debía aprenderse más por el ejemplo que por el estudio de la asignatura. Los valores morales más destacados eran: la obediencia, la puntualidad, el respeto, la gratitud, el amor filial, el amor a los demás y el desinterés; en los anuarios gubernamentales figuran recomendaciones y ejercicios para cada grado de primaria, orientados a fortalecer los buenos hábitos y eliminar los vicios.

    La fe ciega en la razón y el sentido pragmático con que se manejaba el conocimiento, propios del positivismo, dejaron su impronta en la pedagogía de la moral. Se pretendía formar un hombre ordenado, confiado en su razón y en las evidencias demostrables, ajeno a las especulaciones metafísicas y teológicas, altruista, productivo y tolerante. A este ideal se abocaban los maestros para moldear, junto con la inteligencia, el carácter de sus alumnos, estimulándolos a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos e inculcando en ellos hábitos de vida ordenados, en una óptica marcadamente individualista.

    El Primer Congreso Nacional de Instrucción Pública (1889-1890) propuso un currículo que incluía tanto la moral como la instrucción cívica y esta propuesta pasó a la ley del 21 de marzo de 1891; pocos años después, en las postrimerías del Porfiriato (ley de agosto de 1908), desapareció la moral y quedó sólo la instrucción cívica; en la visión del Porfiriato la moral de los individuos interesaba al Estado sobre todo por cuanto afianzaba el cumplimiento de las leyes y este interés acabó por prevalecer en el currículo.

    En los escritos pedagógicos de los inicios del siglo XX la moral aparece como la ciencia que dirige las acciones humanas (Estrada y Zanea, 1905: 37); que contribuye a la formación del carácter y suministra a los niños hábitos de atención a sí mismos y a los semejantes (Martínez, 1905: 3). La educación moral depende principalmente del ejemplo del maestro, pero es necesario proporcionar también conocimientos que la arraiguen y refuercen. Debe enseñarse en forma expositiva, acompañándola de invitaciones a la reflexión y abarcarse todos los deberes hacia los demás; la moral trata del amor, de la obediencia, del respeto a los padres, a la vida, al cuerpo y a los bienes ajenos; también de las virtudes fundamentales como la justicia y la templanza (Sosa García, 1908: 117 ss).

    Un texto de corte catequético-dialogal, escrito por dos maestros de primaria, que tuvo muchas ediciones, permite acercarnos a la concepción de educación moral prevaleciente durante esos años:

    ¿Qué cosa es moral? —La ciencia de los deberes del hombre.

    ¿A qué se reducen estos deberes? —A obrar el bien y evitar el mal.

    ¿Qué cosa es el bien? —Todo lo que es conforme a la justicia, y cuanto tiende a la felicidad propia y ajena.

    ¿Qué cosa es el mal? —Todo lo que se opone a la justicia, y cuanto sea perjudicial tanto a nosotros como a nuestros semejantes.

    ¿Es lícito hacer el mal? —No, en ningún caso.

    ¿Cómo se sabrá si se hace mal? —Consultando la conciencia.

    ¿Qué es conciencia? —Un sentimiento interior que aprueba las buenas acciones y reprueba las malas, por cuya razón van acompañadas de satisfacción o de remordimiento.

    ¿De qué proviene este remordimiento? —De la razón.

    ¿Qué cosa es razón? —La facultad de que el hombre está dotado para distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo útil de lo perjudicial, y obrar en consecuencia.

    La moral se fundamentaba en la suficiencia de la razón y en la confianza en la capacidad de la conciencia individual para discernir el bien y el mal; se daba por supuesto que las normas morales eran objetivas, inmutables e incuestionables.

    La importancia del maestro para la formación moral era reiteradamente afirmada. Ya Díaz Covarrubias escribía (1875: 107): El profesor es el hecho capital de la educación al derredor del cual se centran todos los demás hechos educativos; es el que piensa, construye, reflexiona y vuelve a construir. Particularmente Justo Sierra (1977: 97 ss) recalcó que los maestros debían abrazar su profesión por vocación y prepararse tanto en el dominio de las asignaturas como en el arte de enseñarlas.

    La realidad, sin embargo, era distinta: la mayor parte de los maestros durante el Porfiriato provenían de la clase media, 63% eran autodidactos (la Escuela Nacional de Maestros se funda hasta 1887) y recibían sueldos comparables a los de los cocheros, que equivalían a 60% del de los obreros industriales; gozaban de poco reconocimiento social y tenían que enfrentarse a situaciones de enseñanza muy difíciles: la necesidad de trabajo de los niños, la pobreza y desnutrición de muchos de ellos, la arbitrariedad de los hacendados, la penuria de las escuelas y escasez de materiales didácticos, y entre los indígenas (cuando había alguna escuela) la ignorancia del español.

    LA REVOLUCIÓN

    Con la Revolución, la Constitución de 1917 y sobre todo la fundación de la SEP (1921) sobrevinieron grandes transformaciones a la educación nacional: el propósito educativo del Estado se concibió como expresión de la lucha por la justicia social, se creó la escuela popular, se emprendió la campaña nacional de alfabetización, se intentó —con espíritu misionero— llevar la educación a los medios más apartados incluyendo los indígenas y se acentuó el nacionalismo. Se incorporaron a la escuela las actividades artísticas y aun productivas y se continuó la conformación de un sistema educativo mejor adaptado a las necesidades de la población. La laicidad se convirtió en ideario y militancia y se empezó a formar un nuevo tipo de maestro.

    El proyecto educativo de los gobiernos revolucionarios habría de sufrir innumerables transformaciones: pasada la época de oro inaugurada por Vasconcelos, tuvieron profundas repercusiones sobre la educación las vicisitudes de la persecución religiosa de Calles y del socialismo cardenista. Fue con el gobierno de unidad nacional de Ávila Camacho (1940-1946) y particularmente por la obra de su secretario de Educación Pública Torres Bodet que la política educativa encontró cauces más tranquilos y constructivos.

    Visto en retrospectiva, el desarrollo educativo en el siglo xx representa una amalgama de iniciativas diversas que pueden sintetizarse en cinco proyectos sobrepuestos: el original de Vasconcelos (1921) adicionado con las experiencias de la educación rural en los años que siguieron; el socialista (1934-1940); el tecnológico orientado a la industrialización, puesto en marcha por influencia de Moisés Sáenz y de intensidad intermitente; el de la escuela de unidad nacional (1943-1958); y el modernizador cuyo despegue puede situarse a principios de los setenta, que reaparece con nueva fuerza y modalidades en los gobiernos neoliberales a partir de 1983 (Latapí, 1998 b: 22).

    MORAL Y CIVISMO EN EL SIGLO XX

    En el ideario educativo de la Constitución de 1917, la libertad y la democracia liberal quedaron desplazadas por los propósitos de hacer avanzar la justicia social a favor de la educación popular y de fortalecer un Estado centralista y autoritario. La formación moral y cívica recibió nuevos matices: por una parte, debía robustecerse la concepción de una moral laica, tan sólida como la fundamentada en la religión, y por otra la educación cívica debía enfatizar el sentido nacionalista y socializar a los alumnos en los valores de la vida ciudadana.

    La necesidad de autoafirmarse llevó poco a poco a los gobiernos revolucionarios a acentuar el civismo a costa de la moral, la cual perdió presencia en el currículo explícito; de hecho el término ética figuró por última vez en el programa de estudio de primaria en 1957 (Meneses, 1988: 407).

    La concepción del civismo en el nivel primario, en la segunda mitad del siglo xx, no obstante sus variantes,⁷ muestra tres constantes en sus contenidos: a) el conocimiento de las leyes e instituciones del país; b) la formación de los hábitos que requiere el funcionamiento de la sociedad, y c) el fomento del sentido de identidad nacional; en suma, cultura política, socialización y nacionalismo; así se lograría la formación del ciudadano, objetivo fundamental de la enseñanza primaria. En estas tres líneas, principalmente en las dos últimas, se debían promover valores, sentimientos y actitudes congruentes.

    Muchos de estos valores eran de carácter moral, si bien se prefería —en obsequio de una laicidad recelosa— no enfatizar demasiado el término. Por otra parte los planes y programas de estudio anteriores a 1992 no profundizaban en las implicaciones psicopedagógicas de la formación de actitudes y valores; predominaba en ellos un enfoque prescriptivo junto con el énfasis en adaptar a los educandos a los requerimientos sociales.

    El referente ideológico y valoral de la educación nacional en la segunda mitad del siglo XX ha sido el texto del artículo 3º constitucional reformado en 1946 (cuya redacción se debe a Torres Bodet); este texto (véase recuadro) puede sintetizarse en cuatro valores centrales a los que se subordinan algunos otros, que constituyen los fines de la educación (Barba et al., 1985: 12 ss).

    Los valores en el artículo 3º constitucional

    a) Desarrollo armónico de las facultades del ser humano

    b) Primacía del conocimiento científico y laicismo

    c) Nacionalismo y amor a la patria

    —Comprensión de nuestros problemas

    —Defensa de nuestra independencia política y promoción de la económica

    —Aprovechamiento de nuestros recursos

    —Continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura

    —Solidaridad internacional

    —Autoridad social del Estado

    d) Democracia como mejoramiento económico, social y cultural:

    —Dignidad de la persona

    —Integridad de la familia

    —Interés general de la sociedad

    —Fraternidad

    —Igualdad de derechos

    —Justicia

    Si bien la formación moral no se menciona explícitamente en este texto legal, hay referencias a varios elementos que le son esenciales: al aludir a la democracia se menciona el aprecio por la dignidad de la persona y la integridad de la familia, los ideales de fraternidad e igualdad y la superación de las hostilidades y exclusivismos; al explicar el nacionalismo se establece la preeminencia del interés general de la sociedad; y al insistirse en la convivencia se destacan los valores que implica: fraternidad, igualdad y tolerancia. Estos principios y valores constituyen referentes fundamentales para orientar la tarea de formación moral que debe realizar la educación nacional.

    La laicidad, por otra parte, no implica necesariamente prescindir de formar valores puesto que la educación se propone el fomento del amor a la patria y de la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y la justicia y los criterios que norman la educación mencionan un conjunto de valores deseables en los educandos. Por laicidad debe entenderse prescindir de toda doctrina religiosa y complementar el criterio científico que orienta la educación; supone el respeto a la libertad de creencias, por lo que no debe ser antirreligiosa; y es un apoyo al desarrollo armónico de las facultades del ser humano.

    Tanto la Ley Federal de Educación (1973) como la Ley General de Educación (1993) explicitaron con mayor detalle los fines de la educación nacional; esta última, actualmente en vigor, establece en su artículo 7º varios referentes para encauzar la formación moral: siendo el fin de la educación el desarrollo integral del individuo para que ejerza plenamente sus capacidades humanas (I), se sugieren como medios la reflexión crítica (II), el conocimiento y la práctica de la democracia como forma de convivencia que permite a todos participar en la toma de decisiones (V); y se proponen como orientaciones de la educación la justicia, la observancia de la ley y el respeto a los derechos humanos (VI). De esta manera se confía en formar en los educandos actitudes solidarias, fomentar la libertad y el respeto absoluto a la dignidad humana, y afianzar el rechazo a los vicios (X); también se mencionan la conciencia ecológica (XI) y las actitudes positivas hacia el trabajo, el ahorro y el bienestar general (XII).

    LAS REFORMAS DE 1992

    El Acuerdo Nacional para la Modernización de la Enseñanza Básica y Normal (ANMEB), firmado por la SEP, los gobiernos estatales y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) en 1992, contenía como una de sus líneas fundamentales la renovación de los planes y programas de estudio. La SEP asumió su tarea con responsabilidad, publicó los nuevos planes y programas, recuperó el ordenamiento por asignaturas y trabajó asiduamente en la elaboración de nuevos libros de texto y materiales didácticos. A civismo le correspondió en primaria una hora a la semana de tercero a sexto grados, con el nombre de educación cívica;⁸ y en la secundaria, hasta antes de la introducción de formación cívica y ética (FCYE), le correspondían tres horas a la semana en primero y segundo grados (llamado civismo), reservando tres horas semanales a la orientación vocacional en el tercer grado. Un espacio curricular optativo de tres horas a la semana, previsto en tercer grado, se aplicaba también en muchos estados a actividades relacionadas con la formación humana y cívica.

    La expresión formación de valores (FV) aparece explícitamente en estos planes y programas de civismo; esta asignatura implica ideas, actitudes y valores principalmente para que el educando defina su identidad cultural y su interacción social con base en juicios y conductas responsables, y así se procure la cohesión política, social, económica y cultural de nuestro país (SEP, 1992: 17). En el enfoque de la asignatura se asienta que aspira a configurar las bases conceptuales, emotivas y de comportamiento con las que (el educando) enfrentará el hecho de ser interdependiente, aunque desde luego con creencias y características propias.

    Esta asignatura sigue vigente hasta ahora;⁹ su concepción curricular se resume en cuatro tendencias: formación de valores, conocimiento de los deberes y derechos, familiaridad con la organización política del país, y fortalecimiento

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