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El libro de los milagros
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Libro electrónico207 páginas5 horas

El libro de los milagros

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lt;p>Este libro expone los principios de Un Curso de Milagros desde la perspectiva de las vivencias personales de la autora. Se trata de un libro bello, delicado y poético, en el que la sensibilidad de la doctora se recrea. Está escrito con un estilo muy personal y reflexivo, a veces intimista, y siempre con una nota muy positiva.

Esta obra puede pensarse como un camino hacia la paz interior. Es un faro que no recuerdo dulcemente el propósito de estar en este mundo inestable, caprichoso y a veces injusto.

Es un mensaje de la espiritualidad universal, una invocación escuchar nuestra propia Voz, una oportunidad de contemplar el contenido de nuestro corazón. Es, en última instancia, un apacible compañía el proceso de despertar a nuestra identidad en el amor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 abr 2018
ISBN9788494279683
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    El libro de los milagros - Patricia Besada

    Besada

    Agradecimientos

    Antes de comenzar a escribirlo, este libro requirió de mucho trabajo interior: evaluar si era necesario hacerlo, discernir su propósito. Alcanzar un estado de honestidad en donde cada una de las palabras fuera consciente, sentida, verdadera. Nada de clichés, frases o ideas acarameladas.

    Así que escribir un agradecimiento es fácil.

    Al Dr. Kenneth Wapnick, mi sincero reconocimiento y aprecio por su fidelidad y compromiso con los principios de Un curso de milagros. También mi profunda gratitud por haberme concedido permiso para utilizar las citas del Curso.

    A Milagros en Red, una idea compartida que transformó mis días.

    A todos los participantes de mis charlas de más de una década. Mi compromiso con la paz interior encuentra verdadera inspiración en cada uno de vosotros.

    Un entrañable y constante agradecimiento a María Ángela Ros Costa, Manuel Rodríguez Alejandre, Gabriel Molnar, Elsa Cortés, León Illidge, María Eugenia Guerrero, Carolina Corada, Adalberto Bravo y Chiqui; anfitriones de talleres y seminarios que he celebrado en distintos países. La experiencia de hermandad, la radiante generosidad y la calidez recibida ha sido una bendición en mi vida.

    A Robert Perry, que allá por el 2005 fue el primero en decirme que tenía que escribir un libro.

    A Jon Mundy que me dio el mejor consejo: «Siéntate y escribe».

    A Marcelo Ferrero de la Editorial Brujas de Argentina, a Silvia y Jorge Patrono de Creando tu vida, por creer en este proyecto.

    A Miguel Iribarren de la Editorial El Grano de Mostaza, por su impecable trabajo de corrección de este libro.

    A Jordi del Rey por las bendiciones que para toda el habla castellana significa su compromiso con la difusión de Un curso de milagros.

    Finalmente, a mi esposo Jorge y mis hijos Nani y Octavio. Sin ellos, jamás hubiera pensado que el Amor era posible.

    A mi Padre, mi padre y papucho

    Padre, déjame recordar que Tú estás aquí

    y que no estoy Solo.

    L-pII.348.1.1

    Prólogo

    Un libro es más que una disposición armoniosamente ordenada de verbos, sustantivos y adjetivos que le comunican a un virtual lector una concepción que el escritor no puede evitar compartir. Un libro es un diálogo silencioso, interior, que expresa una voz silenciosa, interior. El deber de cada persona, dijo el maestro Borges, es dar con su propia voz, sabiendo que las palabras que emplea son símbolos que postulan una memoria compartida.

    Marianne Williamson ha señalado con su natural talento e inspiración que al igual que existen estrellas y superestrellas, existen también libros y superlibros. Y dentro de esta categoría, se encuentran los Libros, inmortales documentos espirituales que contienen las palabras que revelan y acompañan el proceso de comprender las verdades supremas. Los Libros, cuya lectura muchas veces decide el rumbo de la vida de un ser humano. La Biblia, el Corán, el Talmud, el I Ching y varios otros sirven como ejemplo. Para muchos, Un curso de milagros es uno de estos libros.

    Soy estudiante de Un curso de milagros desde hace más de quince años y para mí, al igual que para millones de personas, es un milagro en sí mismo. Párrafos y párrafos con palabras que enlazan ideas que lenta pero inexorablemente transforman nuestro corazón. Una nueva mirada ha venido a reemplazar aquella que solo contemplaba estremecida y horrorizada un mundo plagado de infamias y crueldades.

    Seguramente conoces la anécdota del David de Miguel Ángel. Por si no: el magistral escultor señaló que, para esculpirlo, lo único que había hecho era quitar todo lo que no formaba parte del verdadero David, existente desde siempre en el interior del bloque de mármol. Ese mismo proceso se dispara en nosotros de la mano de Un curso de milagros. Cada vez que practicamos una lección o aceptamos una idea, retiramos los elementos que obstaculizan nuestra verdadera naturaleza. Al abrirnos a la potencialidad que encierra la perspectiva de vivir de otra manera, fragmentos, porciones, eslabones de lo que pensamos que somos comienzan a desvanecerse hasta que, en todas direcciones, refulge únicamente aquello que somos.

    Sin embargo, lo más sorprendente de esta práctica espiritual es que funciona. Más aún, funciona independientemente de que creas en sus ideas. Si hubo un concepto que me convenció para que comenzara a aprenderlo fue éste:

    Algunas de las ideas que el libro de ejercicios presenta te resultarán difíciles de creer, mientras que otras tal vez te parezcan muy sorprendentes… Es usándolas como cobrarán sentido para ti, y lo que te demostrará que son verdad. (L-pI.IN.8:1;6)

    Al practicar las ideas que el Curso nos propone, toda nuestra vida es transformada. Al poco tiempo, comenzamos a ver las cosas de otra manera, de una mejor. Tal como un sabio subrayó: no hay consuelo más virtuoso que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas. El enojo, la depresión, la ansiedad comienzan a desvanecerse. Las cosas que solían molestarnos en el pasado dejan de hacerlo. En un momento dado, reconocemos que somos más pacientes, más tolerantes, con una nueva capacidad de contemplar y abrazar el mundo, nuestro pasado, esta vida.

    Cada pensamiento de Un curso de milagros nos recuerda la constante presencia del Amor con mayor nitidez, una visión que lentamente va amaneciendo en nosotros; y una voz, gloriosa y celestial voz que, ciertamente, es la nuestra.

    Este es el camino espiritual que hace años recorro en gratitud. Y comparto contigo estas reflexiones en la seguridad que serán heraldos de bendiciones para todos.

    Patricia Besada Junio de 2013 La Plata, Argentina

    Primera parte

    Dos mundos

    1

    Este mundo no es nuestro hogar

    Prepárate hoy para los milagros

    Hace poco tiempo, encontré una reflexión de una escritora que bien puede servir como epítome de aquello que todos, sin excepción, pensamos y experimentamos en algún momento de nuestra vida.

    No recuerdo la cita con precisión, pero Caroline Adams señala que la vida es una jornada sagrada. Es expansión y crecimiento, revelación y movimiento. Es transformación interior, cambio en la visión, reconocimiento de nuestro espíritu. Es ver con claridad y profundidad. Es aprender a escuchar nuestra intuición.

    Para recorrer esa jornada, obviamente existen caminos. Muchos, similares a laberintos. Y si evocamos la imagen de un laberinto, seguramente pensaremos en confusión, enredo, caos; cuyo propósito para quien se adentre es, tal como lo define la Real Academia Española, confundirlo de forma tal que no pueda acertar la salida.

    Pero, para muchos, un laberinto es algo más que eso. Desde los albores de la humanidad, y para muchas culturas y espiritualidades, es un símbolo de la vida. Una vida con un propósito definido: primero recorrer el camino hacia nuestro centro interior y, desde allí, regresar al mundo con una mentalidad abierta, un corazón receptivo y una perfecta armonía con nuestro ser.

    El laberinto, como camino, es sinónimo de vida. Por ende, debe recorrerse en toda su extensión y no hay una receta para hacerlo. El abanico de actitudes es profuso. La caminata puede ser jubilosa o sombría, meditabunda o superficial. Se puede escuchar música, cantar o disfrutar del silencio. Se puede caminar por el sendero o por las piedras. Algunos caminarán solos, otros acompañados. Nada de esto importa porque lo verdaderamente importante es la experiencia.

    Un curso de milagros es un camino a un nuevo mundo. Un mundo que, tal como vamos a subrayar desde estas primeras líneas, ya se encuentra en nuestro interior. Un mundo que ha existido desde siempre y así permanecerá.

    En cada una de sus páginas se encuentran talladas las herramientas que nos permitirán contemplar de una manera mejor esta vida que, por momentos, aparenta ser un colosal laberinto, una especie de montaña rusa de emociones, pensamientos y vivencias varias. La experiencia ciertamente enseña, y la transformación interior que este camino espiritual propone nos conduce a una nueva clase de vida.

    Para comenzar a recorrer esta jornada de la mano de los milagros solo es necesario dar un primer paso en otra dirección. Alcanzamos este cambio gracias a un diminuto y pequeño instante de reconocimiento en donde aceptamos sin reservas que debe existir una manera mejor de relacionarnos, una manera sostenida en la apreciación, la dicha y la serenidad. El tamaño de ese primer paso no es importante, no es significativo. Lo fundamental es el compromiso con nosotros mismos, una promesa interior que pone en movimiento toda nuestra adormecida fortaleza y, casi inesperadamente, nos impulsa a dar ese paso de fe.

    Aprender a contemplar el mundo entero desde otro lugar es fácil, pues percibir desde la Bondad no entraña ningún esfuerzo. Ese otro lugar, esa manera mejor es nuestra conciencia natural, y lo único que nos hace sentir exhaustos y debilitados son las distorsiones que obstaculizan sus medios de comunicación, sus canales de expresión milagrosa.

    Permitir que nuestra conciencia o Voz natural nos guíe significa recordar un Principio infinito, jubiloso; pero, sobre todo, Uno.

    Escuchar nuestra Voz es también saber que se encuentra sin excepción en todos los que caminan por este mundo. De hecho, es tan poderosa que es el eterno regalo que hemos de dar a aquellos que han de venir después, así como a los que vinieron antes o a los que estuvieron con nosotros por algún tiempo.

    El camino de los milagros bien puede verse como una especie de guía a fin de que todas, todas las decisiones que tomamos desde la cotidianeidad de nuestra vida conduzcan siempre al mismo propósito de compleción, júbilo y, en última instancia, paz interior. Esta decisión de elegir a los milagros como camino tiene, además, una fantástica ventaja. No solo nos colma de bendiciones, sino que hace lo propio con todos aquellos que con nosotros comparten esta jornada. Y con los que no también.

    A medida que comenzamos a escuchar, confiar y aceptar la guía de nuestra Voz, un nuevo sentimiento, uno que sobrepasa nuestro entendimiento, despierta en nosotros. Ese sentimiento es la gratitud. Gratitud hacia nuestro Ser que nos enseña cómo liberarnos de las cadenas que nos mantenían cautivos en lóbregas prisiones.

    Elegir el camino de los milagros es despertar a la gratitud como estado pleno de la Existencia, gracias a la cual recordamos la profunda interconexión con todo el Universo. Es plenitud del corazón que acepta las bendiciones de la Inocencia solo para extenderlas. Esto es lo único que realmente podemos hacer, pues somos verdaderamente Santos y solo bendiciones traemos con nosotros.

    Muchos son los que necesitan de nuestra transformación interior para poder oír este llamado por sí mismos. Pero no a través de nuestra prédica, sino simplemente mediante nuestro sereno reconocimiento de que, en esta jornada, todas las cosas son igualmente bienaventuradas. Todas las cosas comparten la marca cósmica de la Creación. Todas las cosas son efecto de la Inspiración Universal.

    Toda relación —familiar, sentimental o laboral; permanente, casual o temporal— es una bendición, y la gratitud es entonces la forma más completa, más eficiente de ponernos en contacto con nuestra naturaleza. Y así, toda idea preconcebida en relación a nosotros y a los otros se desvanece ante la presencia de nuestro Espíritu en acción.

    Infierno personal

    Demoré unos treinta años el tomar la decisión de reconsiderar algunas ideas en mi vida. De hecho, cuando comencé ese proceso apenas voluntario, no tenía una idea clara de hacia dónde me dirigía.

    Pero estaba tan exhausta, tan enferma de todo, tan asqueada y vacía que cualquier sitio, por espantoso y yermo que fuera, seguramente sería mejor. Ni una sola vez detuve mi marcha porque, de alguna manera casi inexplicable, comencé a sentirme mejor.

    Mi infancia seguía igualita, tan igualita como siempre.

    El fantasma de Eduardito —mi hermano de seis años que partió cuatro meses después de que yo naciera— continuaba con su lento peregrinar por la casa. Ahí estaban sus juguetes y sus anteojos y su hucha de barro y su voluminoso álbum de fotos en blanco y negro, conmigo siempre en sus brazos.

    Yo tenía diez cuando mi abuelo dejó de acariciar mi largo cabello lacio y yo de contar las pecas de su calva cabeza.

    Tenía once cuando mi padre no regresó de su oficina a casa una noche de octubre. Pasamos dos días yendo y viniendo de la dependencia policial en donde denunciamos su desaparición. Yo estaba parada en un minúsculo pasillo de la casa y pude escuchar la voz de mi tía que decía que mi padre estaba en camino. Un compañero de trabajo reconoció su cuerpo en ese apagado e indiferente lugar de los hospitales.

    Recuerdo mi propio grito y cómo el dolor hizo que mi cuerpecito se doblara. Todo se volvió borroso y áspero; mi padre ya no me daría más el beso de buenas noches.

    Con mi madre logré tener una prolongada y tortuosa relación. Nada de lo que yo hacía estaba bien. Nada. No podía quererla, no me sentía querida. Me quería tirar a la basura. El infierno era tangible en la Calle 34.

    En la escuela era educada, cumplidora, siempre con las tareas al día. No buscaba sobresalir ni competir, no era tal mi condición. Me pensaba, eso sí, una buena compañera, pero mis generosidades pasaban desapercibidas para amigos y maestras, porteras y directivos.

    En los últimos años de mi niñez comenzaron a producirse los primeros atentados terroristas, tiñendo los años jóvenes de mi generación de una extraña amenaza silenciosa.

    La casa de mi infancia era modesta, escondida en un alejado barrio de calles de barro donde el progreso perdió su rumbo y tardó treinta años en encontrarlo. Recibía muy pocas, casi ninguna visita de mis compañeros; así que la idea de no ser aceptada, de no pertenecer, comenzó a convertirse en algo viscoso. Y persistente.

    Mis años de adolescencia fueron muy distintos. Naturalmente peores. La dictadura más cruenta, establecida como gobierno de facto, marcó uno de los momentos históricos más terroríficas y espeluznantes hasta el día de hoy. Fuerzas paramilitares irrumpían en las casas secuestrando a personas por motivos políticos o religiosos. Esto significaba tortura seguida de muerte en campos clandestinos de detención. Los cuerpos eran ocultados, las pruebas o rastros eliminados. Algunas mujeres secuestradas estaban embarazadas y los niños nacidos en cautiverio fueron apropiados. Y a pesar de todo, faltaba aún la última pincelada macabra del genocidio.

    Cuando las madres de los secuestrados comenzaron a preguntar dónde estaban sus hijos, el jefe de la junta militar explicó por televisión que no se sabía. No están ni vivos ni muertos —dijo— son una incógnita. No tienen identidad, están desaparecidos. En la Argentina hay treinta mil desaparecidos de una guerra sucia que nos mantuvo

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