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Sagradas compañías: Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección
Sagradas compañías: Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección
Sagradas compañías: Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección
Libro electrónico308 páginas2 horas

Sagradas compañías: Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección

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Tres grandes poetas cubanos del siglo XX sufrieron el ostracismo, la soledad y la negación de sus valores literarios, durante una época de euforia revolucionaria. Dulce María Loynaz, José Lezama Lima y Virgilio Piñera: cada uno de ellos tuvo que atravesar con su obra y con sus fantasmas ese infierno terrenal, donde aparentemente nunca más encontrarían el reposo ni la salvación de una compresión positiva. La misma literatura, sin embargo, les deparó el calor humano necesario para que sus pasos no se perdieran en el vacío. Este es el asunto que sirve como hilo de Ariadna a los autores de Sagradas compañías, para acercarse a relaciones, a veces ocultas, lealtades, invenciones y amistades fundadas en la historia de la poesía cubana, donde vemos surgir otras extrañas presencias: Juana Borrero, Carlos Pío Urbach, José Martí, Rubén Darío a su paso por la isla... y sobresale la permanencia misteriosa de Julián del Casal a través del tiempo como paradigma de mártir de la poesía, enfrentado al vulgar realismo.

En este libro se entretejen, con los mismos hilos de la emoción poética, vidas, memorias, pesadillas y textos de autores que, a pesar de quienes intentaron condenarlos para siempre, ya están en el canon de la literatura cubana y universal.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento12 jul 2017
ISBN9781524304799
Sagradas compañías: Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección
Autor

Francis Sánchez

Francis Sánchez (Ceballos, Ciego de Ávila, 1970) es un poeta, narrador y ensayista cubano, definido por algunos críticos como uno de los más significativos autores de su generación y un “eterno disidente”. Se caracteriza por una indagación incisiva en las problemáticas del ser humano y de su país. De forma dramática, se enjuician en su obra las circunstancias sombrías por las que ha transitado Cuba en las últimas décadas, otorgándole voz a la angustia, la resistencia, el miedo, la frustraciones y también los sueños pospuestos de los nacidos con la revolución. El diálogo iluminador con aquellas zonas de la tradición menos cómodas para la crítica académica está en el centro mismo de los motivos que aborda su ensayística; figuras como Julián del Casal, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cabrera Infante, Reynaldo Arenas y Raúl Hernández Novás son problematizados de forma vivencial, a través de un renovador uso del lenguaje poético y recursos propios de la narrativa y la autoficción. Si algo pudiera definir su obra es la manifiesta, por veces obsesiva inconformidad con las formas literarias, de ahí las variedad de géneros por los que transita.

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    Sagradas compañías - Francis Sánchez

    Dulce María Loynaz. Ruinas y presencias en la casa de la palabra

    I. El don natural

    En la búsqueda de justicia literaria que se organiza a contracorriente de las modas, las épocas y las luchas por el poder, hay una clase de poetas tutelares que generalmente no se instalan en el cielo sin antes descender a la muerte, no se convierten en canon sin antes pasar por la expiación de las incomprensiones. En virtud de la medida del sacrificio previo, a través de un acto purificador, se suelen conceder a posteriori los beneficios del culto, o sea, los lazos duraderos de una revisión de las lecturas más o menos justas que pueden subyacer implícitas en sus obras cuando en definitiva aparecen recuperadas para la tradición. Los milagros de tales reconquistas o renacimientos, como el de Góngora, abundan en la historia de la lírica.

    La trascendencia de un texto literario, como la de un autor, puede no ser otra que la necesidad de aclarar un acertijo por parte de sus lectores o críticos; relación recurrente que dependería de la fortaleza con que el objeto de estudio se niegue a ser agotado, es decir, conocido, hasta sus límites esenciales. Se acostumbra a consagrar esa fidelidad cuestionadora mediante la prueba moral que significa la reinvención de un mito o el rescate de una potestad injustamente condenada al infiernillo literario del olvido y a las clasificaciones estériles. Esta reinvención, de una manera particular, podría lograrse por la lectura especial que de un poeta realiza otro poeta, que lo trae a la luz de su contemporaneidad con un análisis nuevo de viejos tópicos o visualizando zonas pasadas por alto, o sumidas en el olvido durante un gran lapso.

    En Cuba, algunos mártires de la poesía han debido ofrendar importantes cuotas de sacrificios antes de que se les permitiera ocupar el altar simbólico. Casal, incomprendido en su época y aún más acá, es el ejemplo clásico. También en el siglo XX, figuras como Virgilio Piñera (1912-1979) y José Lezama Lima (1910-1976) tuvieron su prueba de fuego, pagaron su genialidad y sus diferencias con una condena infame de maledicencia, soledad y mofa hacia el final de sus vidas, que, aunque fuese una reprobación breve en cuestión de años, parece increíblemente desproporcionada porque la sufrieron en la cúspide de sus trayectorias literarias y no varió antes de que murieran.

    Respecto a esta pareja arquetípica, Lezama y Piñera ―castigados, el uno por maldito, el otro por sublime―, he aquí una diferencia curiosa con Dulce María Loynaz (1902-1997), a quien de igual modo le tocó padecer ese descendimiento que implica el abandono de las glorias pasajeras. La Loynaz sufrió durante una suma de años mayor ―desde el inicio de la Revolución, cuando quedó aislada en su hogar―, aunque, a pesar de haber nacido varios años antes que los otros dos poetas, los sobrevivió por casi dos décadas; lo que a la postre fue un lapso suficiente para que pudiese comprobar el cambio de signo temporal y regresasen, en su vejez, los homenajes de que había disfrutado cuando era una dama de la alta sociedad habanera. Luego, llegada la hora de las apologías ―como le ha ocurrido a otros importantes autores con quienes la comunidad lectora y crítica se siente en deuda―, con la apoteosis de recibir el Premio Cervantes en 1992, se activó para Dulce una magna labor de revisiones de su mito, y estudios de ánimo iconoclasta escarbaron entre los vestigios de contextos presentes en su obra.

    Todo aquello que aparentemente se le opuso, sin embargo, ¿lo sufrió la Loynaz? Lo que hay de drama y paradoja en su vida y obra ¿apareció, de pronto, como algo ajeno, o no era ya fruto de su estoica naturaleza? La paciencia y resignación con que atravesó décadas grises, relegada, minimizada, y la serenidad con que, ya una anciana, dejó alzarse alrededor el edificio absurdo y siempre equívoco de la fama, hacen pensar en su entrega a un destino cumplido, gracias al cual no sentía la necesidad de reconvenciones. Todo permanecía en ella nítido, coherente, sin doblez; sin embargo, al mismo tiempo, por debajo del manto pérfido de la crítica y el desdén que la sumió en la sombra durante casi medio siglo, se abocetaba una fisonomía enigmática y fuerte.

    Hay algo que trasciende de Dulce María Loynaz, en apariencia intocado, y aparece, paradójicamente, como lo que se niega al escrutinio o ni siquiera soporta la luz del conocimiento positivo. ¿Y no es esto contradictorio? Fue su vida la de una familia de gran prosapia, legendaria, ligada por la raíz paterna a mitos fundacionales de la construcción identitaria nacional; vida de imponentes casas, con visitantes ilustres. Heredera de inmensa fortuna, el clímax de su éxito temprano se basa en la labor de su esposo, importante movilizador de la prensa y la opinión pública, a través de grandes viajes que la llevan a publicar sus principales libros no en Cuba, sino en España, donde encontró aplausos y vidrieras que la mostraban en medio del glamour de una novedad social.

    Si la comparamos con sus tres hermanos escritores, vemos que no encarnó ella la conciencia extraviada, sino que superó la inmanencia y desarrolló la fuerza necesaria para transformar en acto creador una energía que en los otros mantuvo su sentido de introspección mística ―es el caso de Enrique―, o se convirtió en autodestructiva ―Carlos―, o sencillamente, como hiciera Flor, optó temprano por recogerse. A esta última, ni Juan Ramón Jiménez logró arrancarle unos poemas que hubieran presentado al cuadro familiar completo, como era su deseo de coleccionista exótico, para la selección La poesía cubana en 1936, por lo que tuvo que exclamar: Flor luego, etérea, se nos evaporó.¹

    Dulce escribió su último poema en 1960, e inmediatamente, según sus palabras, dejó de sentirse apta para la poesía. De ahí en lo adelante se sumergió con resignación en un retiro que se oponía al orden social y estético dominante dentro de la vida pública cubana; no había para ella otro lugar más cómodo y propicio que el de intramuros. Cierto que volvería a escribir, pero fueron otro tipo de textos que, siendo ella en lo esencial una poeta, no podemos considerar sino como auxiliares ―el testimonio Fe de vida, y algunas conferencias eventuales―, mientras acarició proyectos curiosos como el de escribir una historia del Vedado. En este momento, en esta otra parte de su escritura, prima el sentimiento de nostalgia y el afán rescatista ante los desastres de la memoria en medio de un mundo incendiado por los cambios sociales, cuando el estilo de vida al que pertenece va desapareciendo.

    Entonces podemos apreciar su experiencia particular del infierno recibido como una lección de resistencia. Así, lo que va a emerger o permanecer de sus textos, y de su misterio vital, en el futuro, radica en la clave de esa fuerza o pequeña ilusión que fue capaz de conservar durante el tránsito por la sombra que separó sus años juveniles o más activos del momento de la cosecha de altas distinciones llegadas en la extrema vejez; ilusión o voluntad que le bastó para sostenerse y darse abrigo.

    No obstante, ese acto de resistencia que significa habitar la ruina, escogerla, o lo que es lo mismo, aceptarla a modo de prueba de una naturaleza interior, había comenzado en Dulce desde mucho antes. Por ejemplo, en la novela lírica Jardín (1951), su poética dramatizada, nos habla de la lucha del espíritu por mantener el centro irreductiblemente humano y consciente, a pesar de que la pérdida ya esté cumplida según la fatalidad de una tragedia en la que el sueño es su único exceso creativo, el arma con que enfrentar desde adentro la realidad ante el avance depredador del elemento vegetativo.

    El largo poema Últimos días de una casa (1958), es el relato del espacio vivido, corporizado, que se siente en peligro mortal, invadido por la sociedad mercantil moderna. Ofrece, de cierto modo, el estertor de la utopía de una república criolla que se basó en la forma idílica de habitar nuestros campos, con una casa a modo de paisaje amniótico, poseedora del ritmo y el romanticismo de la naturaleza domesticada o reconstruida, en representación de un estado de realidad natural y subjetiva: el paisaje convertido en galerías interiores, que había tenido su modelo en la quinta criolla como remedo insular del castillo medieval, pero cuyos muros perimetrales, distancias y mediaciones, habían empezado a caer bajo la penetración de la vida citadina al estilo norteamericano.²

    La entrega a una profunda intransigencia literaria en Dulce María, resulta inseparable de su atracción por las ruinas y el momento postrero. En una entrevista que resume muchas otras ―Conversación con Dulce María Loynaz, que abre la Valoración múltiple preparada por Pedro Simón―, después que aparece sobre el tapete el hecho de que ella levante tanto o más interés por la obra que posiblemente esconda o mantenga inédita que por los libros publicados, se refiere a lo que el entrevistador sugiere sería una biografía de Pablo Álvarez de Cañas. Ahí deja claro que la vida del hombre que amó ha terminado convirtiéndose, entre sus manos de escritora, solo en la imprescindible punta de un hilo cuyo desentramado debe presentar otra madeja mayor, la de un mundo desaparecido, aquel extraño sistema de relaciones o construcciones humanas ya caduco; y afirma: [...] no se trata propiamente de una biografía del que fue mi esposo, sino más bien de su ámbito y de sus relaciones con ese mundo ya desaparecido, relaciones que se producían muchas veces detrás del telón; para terminar de manera contundente, con aquella acostumbrada lucidez crítica que traspasaba y vigorizaba sus inclinaciones crepusculares: Las ruinas siempre son interesantes.³

    Su longevidad ―de la que a veces se quejó, porque a pesar de ser la mayor sobrevivió a sus hermanos, y esto la hizo terminar convertida en única habitante y custodio no solo de sus memorias, también de las de sus seres queridos―, al cabo le depararía un reconocimiento público que de otra manera quizás nunca hubiese recibido en vida; pero no es menos cierto que también le obligó a atesorar casi todas las pérdidas posibles, en primer lugar las de sus hermanos menores, con la carga de extrañamientos y soledades que cada uno había tejido. Su modo resignado, orgulloso, de vivir en ese límite, con el silencio de su voz poética, asistiendo además a la declinación definitiva de la fortuna familiar; sin duda revistió para ella una prueba de dignidad que por medio del tormento y el desinterés se emparentaba con el sacrificio fundacional de aquellas familias aristocráticas que buscaron la ruina en pos de ideales sagrados y quemaron haciendas, empezando por las propias, en las guerras contra el colonialismo español, actitud que Dulce María siempre tuvo como prenda de herencia mítica. A esta fidelidad trágica también pertenece la decisión de permanecer en su patria sin esperar nada a cambio, a no ser el cumplimiento de su destino, como en el verso que cierra el libro-poema Últimos días de una casa, cuando dice con énfasis: Y es hora de morir.

    Recuerdo que la primera vez que escuché hablar sobre Dulce María Loynaz, fue al gran poeta cubano Manuel Díaz Martínez, allá por 1986, en un hotel de Manzanillo donde se celebraba un Encuentro Nacional de Talleres Literarios y él fungía como jurado. En una de esas pláticas subrepticias, se me quedó grabada la figura de esta mujer que nunca había vuelto a publicar en su país, por resultarme particularmente extraña y patética la alusión a su presencia en la sociedad

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