El invierno de la novia
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A través de un estilo distintivo, Manuel González Busto denuncia la crudeza de un invierno de época con la seguridad de quien espera un milagro. Libro evocador que desborda los moldes de una contemporaneidad signada por la moda de turno.
Poemario donde la belleza emerge con una intensidad que encanta y convence. Porque en el amor no siempre todo sale bien, ni falta que hace. También perdiendo se ama.
Manuel González Busto
Manuel González Busto (Sancti Spíritus, 1957). Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Licenciado en las especialidades de Español y Literatura. Autor de una extensa obra lírica que, a través de diversas formas estróficas, propone una cuestionadora, reflexiva y enriquecedora mirada a la propia condición del hombre como parte del universo. Graduado en los idiomas francés, ruso e inglés. Ha superado una veintena de cursos de postgrado relacionados con temas del arte y la cultura. Se ha desempeñado en labores docentes, de asesoría literaria y de promoción cultural en diversos centros e instituciones de su provincia natal. Integra, actualmente, el Consejo Asesor de Ediciones Luminaria y conduce los programas de promoción literaria Sed de Luz y Espacio de Confrontaciones, en la Escuela de Economía y en el Hogar Materno de Sancti Spíritus. Es autor de infinidad de poemarios. Por su obra lírica ha recibido, asimismo, más de una decena de reconocimientos.
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El invierno de la novia - Manuel González Busto
El inicio del cuento
El hombre llegó a la plaza una mañana de fiesta. Espada al cinto, bolsa de viaje, armadura bajo un manto con capucha y un instrumento musical sin nombre conocido. Los niños lo rodearon en busca de diversión, seguros de que era un artista disfrazado. Entre los zancudos, malabaristas y payasos no resultaba extraño el músico sonriente, que tomó asiento en uno de los bancos de mármol y alentó a los pequeños a imitarlo. Tras un rápido rasgueo a las cuerdas de su artefacto comenzó a hablar con voz profunda y agradable:
―Mucho he viajado y mucho he visto, desde el inicio de los tiempos hasta hoy…
―Ah, viejo, corta la muela esa ―interrumpió uno de los niños―. O nos hablas claro o vamos echando, que hay cosas más divertidas que hacer. Mira, mejor préstanos la espada para jugar.
El juglar alzó una ceja y suspiró.
―Los niños nunca cambian… Bueno, si no quieren oír el cuento que iba a hacerles…
Una expresión desilusionada se apoderó de las caras infantiles.
―Bah, un cuento ―suspiró una niña con trencitas―. Yo creí que era algo mejor.
―Déjanos ver la espada, anda. De todas formas los cuentos siempre son iguales ―volvió a intervenir el primer niño.
―¿De verdad? ―sonrió el hombre. Desenvainó la espada y la clavó ante sí, entre los adoquines de la plaza―. Miren sin tocar, está afilada. Así que todos los cuentos son iguales… ¿Y de qué tratan siempre los cuentos, según ustedes?
El niño se encogió de hombros. Otro, un poco mayor, lleno de pecas, respondió en su lugar:
―De lo mismo. Siempre es lo mismo, una princesa en una torre, un dragón y un idiota ahí con armadura que quiere fajarse con el dragón, en vez de buscarse una mujer menos complicada.
―¿Idiota con armadura? ―murmuró el juglar, llevando una mano al peto que lucía.
―No siempre tratan de eso ―negó una muchachita de pelo rizado―. La Sirenita, por ejemplo.
―¿Y qué? Es lo mismo, la princesa, la bobería… Yo quisiera saber quién fue el primero al que se le ocurrió.
―¿Quieres saberlo? ―volvió a sonreír el hombre, acariciando su bolsa de viaje―. Yo puedo contarte… yo sé sobre el inicio del cuento.
Los niños callaron, atraídos por la magia en la voz del narrador. Satisfecho de haber logrado la atención de su público, el juglar tocó una suave melodía en el instrumento sin nombre y siguió hablando.
―Aunque la mayoría de mis relatos los he escuchado y no vivido, he aquí uno en el que me vi envuelto. Es un cuento que hizo nacer muchos cuentos, es el inicio del cuento. Es una historia sobre una princesa, un dragón y un caballero…
La princesa
No se trata de que no quiera ser princesa. Claro que me gusta tener ropas bonitas y buena comida, y dormir en una cama suave. Decididamente, ser princesa está muy bien. Lo que no está bien es que todo lo decidan por mí, como si fuese idiota, o peor, una cosa sin sentimientos ni ideas propias. Es tu deber como princesa
, me dicen, y se supone que eso lo arregle.
Mi vida se volvió patas arriba cuando papá me dijo que estaba comprometida.
―¿Cómo, comprometida? ―en el primer momento creí que había oído mal―. ¿Qué quieres decir con eso?
―Comprometida, claro.