Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los asesinatos del complejo brava
Los asesinatos del complejo brava
Los asesinatos del complejo brava
Libro electrónico346 páginas5 horas

Los asesinatos del complejo brava

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Bruno Caballero, un antihéroe encantador, divorciado y con un trabajo que no le gusta, decide hacer un master en seguridad para reorientar su vida y su carrera profesional. En el trascurso de unas prácticas de empresa, en un complejo de ocio en construcción en la Costa Brava, se las tendrá que ver con cocineros con muy mala leche, ejecutivos sin escrúpulos, ladrones, vagos y maleantes. Su jefe directo, al estar de baja, le dejará solo ante el peligro y, poco a poco, golpe a golpe, se irá labrando un nombre dentro de la compañía. Hasta que aparece un cadáver en una de las montañas rusas a pocos meses de la inauguración. Todo apunta al director del proyecto, el jefe de seguridad está de baja y la subdirectora ha sufrido un ataque de ansiedad. El siguiente en la lista es Bruno Caballero, el de las prácticas.
IdiomaEspañol
EditorialParnass
Fecha de lanzamiento22 ene 2020
ISBN9788494313721
Los asesinatos del complejo brava

Relacionado con Los asesinatos del complejo brava

Libros electrónicos relacionados

Procedimiento policial para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Los asesinatos del complejo brava

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los asesinatos del complejo brava - Dimas Tamurejo

    siempre

    LOS PÁJAROS SIN JAULA Y LA PECERA SIN PECES

    Un mes antes de que apareciera el cadáver, la mañana del 15 de abril, Bruno se presentó a la entrevista de trabajo con la seguridad de que su vida iba a cambiar. Sin embargo, cuando abrió las puertas de la segunda planta del edificio Alfa y cincuenta y siete personas se callaron ipso facto para mirarlo fijamente, se le borró la sonrisa de la cara.

    El silencio se podía palpar. La tensión se podía mascar en el ambiente y el pobre Bruno pensó que toda aquella expectación se debía a que llegaba cuarenta y ocho minutos tarde.

    El tipo de la verja no le había dejado entrar con el coche en el complejo, o al menos eso fue lo que Bruno entendió, porque el fulano no hablaba ni español, ni inglés, ni con gestos. No hizo el mínimo esfuerzo por querer entender que Bruno tenía una entrevista de trabajo como estudiante en prácticas de director de Seguridad con un tal Bellenguer y ya iba justo de tiempo. El fulano se limitaba a decir: «Bellenguer no aún, aparque allí». Y Bruno, que nunca fue de discutir mucho, no tuvo más remedio que dejar su coche aparcado en un descampado lleno de condones usados y continuar su camino a pie.

    El complejo Brava era una obra descomunal, un despilfarro que hacía las delicias de las tertulias televisivas. Un proyecto patrocinado por la Generalitat de Cataluña y el Gobierno de España. Todo gestionado por una empresa estadounidense llamada Unlimited Botic. Los yanquis eran los mejores para estos proyectos. Millones de euros invertidos en un parque de atracciones, un centro comercial, un hotel de lujo y un centro de convenciones. Todo a menos de una hora de Barcelona y a cinco minutos de la playa.

    Bruno, sin embargo, tardó más de veinte minutos en rodear el parque de atracciones a pie para llegar al centro comercial. Según el fulano de la puerta, Bellenguer tenía allí sus oficinas, ya que el edificio Alfa estaba cerrado por algún motivo que no llegó a entender.

    Naturalmente, «Bellenguer no aún» en el centro comercial. En su lugar, en las oficinas del centro se encontró con una cocinera pelirroja. Discutía con alguien por teléfono. Al parecer los candidatos para los deseados puestos de «alta» cocina de perritos calientes del parque de atracciones no habían aparecido y la cocinera echaba fuego por la boca.

    La cocinera se llamaba Luz y los más valientes la llamaban Lucifer. Bruno le preguntó por el señor Bellenguer y ella, antes de contestar, se encendió un puro. Después le contestó que el director de operaciones, como siempre, estaba en el edificio Alfa. Y a Bruno ni se le pasó por la cabeza explicarle a la cocinera lo que le había dicho el fulano de la verja, simplemente le dio las gracias y se marchó por donde había venido.

    La noche anterior había llovido, estaba todo embarrado. Sin embargo, aquella mañana de mediados de abril hacía un calor sofocante. Bruno se quitó la americana. No estaba acostumbrado a llevar traje. Pero aquella era una ocasión especial; aunque fuera para unas prácticas de ayudante, era una oportunidad única para conseguir algo de lo suyo y, con suerte, aumentar la pensión de los niños. Pero a los cinco minutos no pudo más y se quitó también la corbata. Decidió entonces acortar y atravesar aquel parque de atracciones en obras para llegar antes y esquivar el calor. Rodeó varios andamios, saltó sobre un charco para esquivar un buldócer y, como guinda del pastel, se manchó la camisa de barro.

    Para colmo, al llegar al edificio, sudado, cojo y tarde, Bruno se topó con un aparcamiento enorme para visitantes y decenas de coches aparcados. El suyo no estaba allí.

    En la recepción del edificio todo estaba por instalar. Ni siquiera estaban los ascensores, pero a aquellas alturas a Bruno ya no le sorprendía nada. Pensó seriamente salir de aquel lugar para no volver jamás. Al fin y al cabo, ya tenía trabajo. Sin embargo, al verse reflejado en el cristal de una de las puertas y ver la enorme mancha marrón en su camisa, decidió continuar. No iba a rendirse después de tanto barro. Suspiró entonces y subió por las escaleras. Después de múltiples dudas, una fotocopiadora en el rellano del primer piso y muchos escalones, Bruno llegó a su destino: la segunda planta del edificio Alfa.

    Al otro lado de las puertas, se podía oír el murmullo de la gente. Bruno imaginó un montón de administrativos intentando sacar aquel despropósito de entretenimiento y ocio adelante. Se notaba en el ambiente que aquello era distinto.

    Antes de entrar para enfrentarse a la entrevista de trabajo, se quitó los calcetines embarrados y los tiró a la papelera. Escupió en los zapatos y se los limpió con un trozo de su currículum. Se quitó el polvo de los pantalones. Se colocó la corbata torcida para taparse con ella el barro de la camisa, se puso la americana para tapar las manchas de sudor y comprobó que tenía la bragueta subida. Se peinó. Respiró profundamente, y el futuro posible estudiante en prácticas de treinta y muchos años abrió las puertas dobles como si estuviera en una película del Oeste para comerse el mundo, al señor Bellenguer y, a la salida, de propina, al tipo de la verja. Y las cincuenta y siete personas allí de pie se callaron y lo miraron fijamente. Bruno se quedó petrificado. Muerto de vergüenza, rezaba para que no le vieran los tobillos mientras movía los dedos de los pies para comprobar que no había venido con las zapatillas de casa.

    Un grupo de personas indignantemente jóvenes lo miraban en silencio desde una diáfana sala principal. Tejanos, playeras, bermudas, piercings, perillitas, barbas largas, escotes y tatuajes. Todos y cada uno de ellos le recordaban que él era un señor de casi cuarenta años con traje que posiblemente se había equivocado de lugar y de época.

    —¡Buenos días! —dijo con la mirada perdida en el suelo.

    Una amalgama de cincuenta y siete buenos días le contestaron. Alguno hizo ademán de llamar su atención, por eso prefirió no establecer contacto visual y buscar un objetivo. Las mesas de oficina estaban todavía embaladas y apelotonadas en una pared; no había nada donde esconderse excepto la máquina de café al otro lado de la sala.

    Como Rod Taylor en la escena final de Los pájaros, se sintió Bruno al caminar entre la gente. Mientras avanzaba con cuidado y con la mirada en el suelo para no delatar su miedo, los chavales lo miraban como si fuera una presa. Al llegar a la máquina de café se encontró con una rubia recién salida del horno de la adolescencia. Más elegante que el resto. Vestía blusa blanca y pantalón tejano. Lozanía pura rezumaba por su escote mientras daba vueltas con una cucharilla de plástico a un brebaje recién sacado de la máquina.

    Con la calma de los que no tienen miedo a ser rechazados en una entrevista de trabajo y sin ganas de darse la vuelta para ver a los «pájaros», Bruno sacó una moneda del bolsillo y seleccionó un café de la máquina. Y, más por vergüenza que por otra cosa, se puso a mirar por la ventana para no tener que lidiar con las miradas de los pájaros.

    La visión era impresionante. Un parque de atracciones emergía de la nada. Centenares de obreros de diferentes nacionalidades trabajaban a destajo para terminar aquella locura a tiempo. Bruno suspiró al acordarse de los suyos. No hacía mucho había llevado a su amigo Jesús al aeropuerto. Emigraba a Estonia para trabajar de cocinero. Jesús era un tipo enorme y sin pelos en la lengua. Era tan grande como excelente cocinero. Siempre había sido un perfeccionista con muy mal genio. Y los cocineros geniales con mal genio terminan en televisión o en Estonia con el culo pelado de frío.

    Bruno recordó cómo su amigo se burlaba de él cuando le insinuó que tenía que hacer las prácticas y no sabía si daría abasto con el trabajo y los niños. Además, obligado por la crisis y las circunstancias a compartir piso con su exmujer, las cosas se podían poner calentitas.

    —¡ Nen, que en Estonia están a doce grados bajo cero! ¡No te quejes! —le dijo Jesús en el coche de camino al aeropuerto.

    Bruno no tenía previsión de quedarse en paro, pero la crisis pegaba con fuerza y su trabajo mileurista de turno de tarde era como una losa sobre la espalda que no lo dejaba avanzar. Por eso estaba allí, atento a las obras al otro lado de la ventana, sin querer darse la vuelta para enfrentarse a un grupo de chavales que continuaban callados, expectantes a cada uno de sus movimientos. Justo en ese momento, Bellenguer apareció por fin en escena.

    El señor Bellenguer era un tipo más recio que gordo y más alto que la media. Cincuenta años superados con mucha dignidad. Pelo canoso y gafas. Llevaba la corbata aflojada y las mangas de la camisa remangadas. Avanzó por la sala con largos pasos mientras miraba de arriba abajo a los pájaros como si la cosa no fuera con él y se fue directo a la máquina de café. Se agachó y, mientras buscaba calderilla en su bolsillo, miró a Bruno. —¿Qué tal está el café?

    —Creo que no pruebo un café tan malo desde los noventa —contestó Bruno.

    —Entonces, mejor un cortado. ¿Lleva mucho esperando?

    —Pues no mucho la verdad, acabo de llegar.

    —¿Me acompaña? —preguntó el señor Bellenguer a un desconcertado Bruno.

    Dejaron atrás a los pájaros imberbes para entrar en una de las tres enormes salas que rodeaban la zona principal. La sala elegida hacía esquina, las paredes estaban totalmente acristaladas por los cuatro lados y daban la sensación de que se hallaban en una pecera con vistas. Por un lado, un parque de atracciones; por otro, un centro comercial, y, por el interior, cincuenta y siete chavales expectantes. La pecera estaba totalmente vacía a excepción de la mesa de reuniones imperial que no habían desterrado de allí. Estaba cubierta de papeles, walkie-talkies, planos, cascos de obra y dos ceniceros atiborrados de colillas que indicaban que todavía no habían instalado los sensores de humo. Bellenguer cerró las persianas venecianas que daban al interior en busca de intimidad. Sacó unos prismáticos y un walkie de debajo de la montaña de papeles y se acercó a una de las enormes cristaleras que daban al exterior.

    —¿Greta? ¿Dónde estás? Explícame por qué cojones hay unos tipos allí abajo con pinta de tener una escoba metida por el culo haciéndole fotos a un extintor. Además, tu ayudante ya está aquí —bramó Bellenguer por el walkie.

    Bruno, con la impresión de que la entrevista ya había terminado, se acercó a mirar por el cristal. Bellenguer le cedió los prismáticos y le señaló dónde debía mirar.

    —Creo que están haciendo fotos a la chaqueta que hay colgada del extintor. Deben de ser de Riesgos Laborales o de Prevención —supuso Bruno en voz alta.

    —Dime algo que no sepa, chaval. Son de la Generalitat, llevan semanas detrás de nosotros. Se suponía que el tío de la puerta les tenía que haber dado largas, decirles que no estaba y haberlos mandado al descampado. Pero seguro que se ha quedado dormido en la garita.

    Bruno prefirió callar antes de quedar como un idiota.

    —Tengo allí abajo a cientos de trabajadores de diferentes empresas y con diferentes mutuas. Las piezas no llegan, los de Seguridad tampoco. Nos han robado ya seis bobinas de cobre, los de los sindicatos me están tocando los cojones todo el día, pero no más que los de Riesgos Laborales, los ecologistas, los de urbanismo… Se supone que esto es un hotel de más de mil habitaciones, pero ¿tú ves alguna cama?

    —Marcos, no lo entiendo, se suponía que los de Riesgos no tenían que haber pasado de la verja —lo interrumpió la tal Greta al entrar por la puerta con un montón de papeles y sin hacer caso a los chavales que esperaban fuera. Greta llevaba unos pelos que no le hacían justicia, un walkie en el cinturón, unos tejanos y unas deportivas negras llenas de barro.

    El señor Bellenguer se encendió un cigarro con alevosía y Bruno se fijó en los detectores de incendios del techo que, obviamente, no funcionaban.

    —Bruno, esto es la guerra. El encargado de Seguridad está de baja, el director general y los gerentes ni están ni se les espera. Yo no estoy para tonterías y Greta no tiene el chocho para farolillos.

    Greta negó con la cabeza mientras se ponía un chaleco y un casco homologado.

    —Si nuestros informes no están mal, necesitas experiencia y una carta de recomendación que lo acredite. Y este es el plan: yo te doy experiencia y las cartas de recomendación te las haces tú. Tenemos por aquí un contrato de formación, pagado por convenio…, y ya te daremos una propinilla en un sobre.

    Bruno permaneció callado por no demostrar el nerviosismo que le producían las palabras del señor Bellenguer, pero le delataba un temblor incontrolable en la boca.

    —Como ya sabrás, soy Marcos Bellenguer, director de Explotación, Obras, Operaciones y, en teoría, director de Seguridad en funciones. Y, como también debes saber, para ser director de Seguridad hay que tener un título…, y yo no lo tengo. Sin embargo, tú tienes ese título de director de seguridad y el de Investigación privada, ¿no?

    Bruno estaba sobrepasado. Todo iba demasiado rápido. —¿Y qué es lo que tengo que hacer? ¿Cuándo empiezo?

    —Ayer —soltó Bellenguer—. Tienes que ocuparte de los de prácticas, que cuenten las grapas, que ordenen las mesas, que se vayan a casa… Vienen todos por enchufe. Que no nos toquen los cojones con tonterías, pero intenta sobre todo que no los aplaste una excavadora.

    —¿Todos esos son los de prácticas?

    —Solo nueve —matizó Greta cotilleando a los chavales entre las lamas de una de las cortinas sin ningún decoro.

    —¿Y el resto?

    —El resto son un ejemplo de los temas que nos importan un carajo. Pero si están aquí es por algo. Así que ocúpate de ellos y llévalos al mundo al que pertenecen. Nosotros nos vamos a lidiar con los de Riesgos. Puedes comer en la cantina con esta acreditación. Toma también este walkie. Cuando te tengas que ir, te vas. Pero no antes de las tres y…

    —Cojonudo, vamos a trabajar —interrumpió el señor Bellenguer.

    —Te pasaré los papeles del señor Lisboa, el director de Seguridad, las fichas de los vigilantes, las taquillas, los turnos…, y puede que me tengas que ayudar con los pedidos… Por cierto, puede que algún día llame o se pase el señor Argilés; es un tipo un poco excéntrico —añadió Greta.

    —¿Quién es el señor Argilés?

    —Es nuestro jefe. Ahora está en Madrid por el tema del presupuesto y siempre está muy encima de nosotros.

    —Aunque nunca lo suficiente, ¿verdad, Greta? —interrumpió Bellenguer con una sonrisa.

    Greta le dio un codazo para que se callara y continuó con su explicación. —El señor Argilés es una eminencia, un mago de las finanzas, escribe en algunos periódicos y ha ganado varios premios de…

    —Sí…, y yo debo de ser gilipollas, porque a Argilés le dan premios y a mí solo me mandan becarios, estadísticas y balances de cuentas que no entiendo.

    Greta continuó entre risas. —Si alguna vez viene el señor Argilés sin avisar…

    —Lo envío al centro comercial —interrumpió Bruno sacando una sonrisa a Greta.

    Se dirigieron hacia la puerta. Bruno los siguió detrás un poco desorientado. Y, Greta, para acabar con sus dudas, sacó de su carpeta el contrato de Bruno para que lo firmara.

    Greta le quitó el cigarrillo a Marcos, le dio una calada y lo apagó en el vaso de café.

    —¿Algún consejo? —preguntó Bruno en voz baja a Greta mientras firmaba.

    —Improvisa —respondió ella.

    Antes de salir por la puerta, el señor Bellenguer ya había comenzado su discurso.

    —Buenos días. Soy Marcos Bellenguer. A los estudiantes en prácticas, quiero deciros que estamos encantados de contar con todos vosotros. Bruno Caballero será vuestro coordinador. Mañana os espero aquí a las diez. El resto, seguid las instrucciones del señor Caballero —anunció en voz alta antes de irse con Greta y dejar a Bruno solo ante la plebe.

    Unos pocos, los de prácticas, se marcharon; solo la rubia se quedó con el grupo de pájaros perdidos. Bruno tragó saliva. —¿Quién…? ¿Quién está aquí por la entrevista de trabajo? —preguntó.

    Todos levantaron la mano, menos la rubia.

    Bruno empezó a improvisar y los mandó a todos a una de las dos salas de conferencias libres. Y, mientras los chavales entraban y tomaban asiento, bajó a toda prisa hasta la fotocopiadora que había visto al subir por las escaleras. Al poco, regresó con un paquete de folios, y, antes de entrar en la pecera, la rubia lozana lo abordó. —No me importa quedarme, si necesitas ayuda… ¿Bruno?

    —Necesito bolígrafos, muchos.

    —¿Dónde hay?

    —Improvisa —respondió Bruno antes de entrar en la pecera, donde lo aguardaban los candidatos, y dejar a la rubia sin bolis y con la boca abierta.

    —Señores, escriban brevemente por qué creen que deberíamos contratarlos. Los que tengan bolígrafo pueden empezar, los que hayan traído el currículum me lo pueden entregar, los que quieran ir al lavabo aprovechen ahora —les indicó Bruno, rezando para que nadie le preguntara dónde estaban los servicios.

    Minutos después, mientras regresaban los últimos del aseo, apareció la rubia con un puñado de bolígrafos y a Bruno se le abrió el cielo. —Gracias. Quédate aquí, yo vengo en veinte minutos —susurró.

    —Y si me preguntan algo ¿qué les digo? —interpeló la rubia abrumada.

    —Diles la verdad.

    —Pues casi mejor improviso.

    Bruno salió del edificio Alfa con los currículums en la mano y atravesó el parque de atracciones en busca de la cocinera que fumaba puros. Por el camino, esquivó un buldócer y una furgoneta con un grupo de prevención de riesgos laborales acompañados de Bellenguer y Greta.

    —Ese tipo del traje no lleva casco de seguridad —comentó uno de los inspectores de Riesgos que iba en la furgoneta.

    —A ti te voy a hacer saltar el casco de una hostia —murmuró Marcos Bellenguer.

    —¿Cómo dice? —respondió el inspector.

    TODO EL MUNDO ODIABA A GRETA

    Meses atrás, en la delegación de Barcelona de Unlimited Botic todo el mundo odiaba a Greta. Treinta y seis años, cincuenta y dos quilos de puro nervio y un pelo castaño desorbitado que no le hacía ninguna justicia. Cada vez que aparecía con aquella larga melena tan alborotada daba la sensación de que se acababa de dar un revolcón. Vestía siempre con pantalones y trajes comprados de tres en tres en el centro comercial, así no perdía tiempo pensando por las mañanas qué trapito ponerse. La falta total de preocupación por ir a la última moda y aquellos pelos alimentaban entre las arpías de la empresa el mito de que Greta era una adicta al sexo que cada día amanecía en una cama distinta, que no tenía tiempo para pasar por casa ni siquiera para cambiarse las bragas. Aquellos chismes pululaban maliciosamente por la oficina sin importarle a Greta lo más mínimo. No tenía tiempo ni ganas de preocuparse por aquellas brujas incompetentes. De hecho, el día que se enteró, compró una caja de preservativos de la talla XXL y la dejó encima de su mesa. Eso le sirvió no solo para aumentar su leyenda entre las «rumoreadoras», sino para que los pesados de los compañeros que se tocaban en sus momentos de soledad pensando en ella se lo pensaran dos veces antes de invitarla a una copa o al asiento de atrás de su coche.

    Greta Luján era la product manager. Poca gente tenía claro lo que quería decir aquello y, sin embargo, lo habían sufrido en sus carnes trabajando con ella. Greta lo sabía todo sobre la empresa. Si no lo sabía lo preguntaba, lo robaba o lo compraba. Una noche se durmió en un sofá de la oficina cuando intentaba traducir la legislación de atracciones para el ocio del Estado de Florida, especialmente el apartado de montañas rusas, e hizo un estudio comparativo con la legislación española. Aquello fue la puntilla que le sirvió a la compañía para conseguir que el Gobierno invirtiera en la Costa Brava una cantidad indignante de dinero, recursos para la construcción del complejo Brava y una concesión a Unlimited Botic de cincuenta años para la explotación del complejo. A Greta le dieron una palmadita en la espalda y un despacho con sofá. Al coordinador de directores (el señor Argilés) le dieron un premio y una portada en la revista de economía más prestigiosa del país, con el titular: «David Argilés. Humilde en la cima: Solo trabajo con los mejores».

    El rumor de que Greta se había fornicado al señor Argilés encima de la mesa del presidente ejecutivo, y viceversa, era la comidilla de la delegación de Barcelona. El señor Argilés no ayudó mucho al coger de la mesa de Greta varios preservativos XXL para beneficiarse repetidas veces en su despacho a la periodista y tertuliana televisiva que le acababa de hacer una entrevista para una revista de economía. Los preservativos usados los dejó tirados en la papelera sin remilgo alguno y los que le sobraron, que no fueron muchos, se los «olvidó» encima de la mesa.

    Todo el mundo odiaba a Greta. Hablaba tres idiomas por parte de madre y cuatro por parte de padre. Estuvo tres días en el departamento gráfico para asegurarse de que los carteles identificativos del edificio de la empresa tenían el color cromático perfecto y que los de emergencia tenían los colores corporativos adecuados, así como las medidas necesarias para no pasar desapercibidos sin entrar en conflicto con la legislación vigente sobre las señales de evacuación. Tenía anotada en su agenda el día y la hora que debían ponerse los carteles para las conferencias, así como la posición exacta en la sala de los mismos y los nombres y apellidos de las parejas de los conferenciantes. Siempre iba tres meses por delante. Memorizaba su agenda cada mañana y ojeaba la del señor Argilés antes de que lo hiciera la jefa de secretarias y lo único que se preguntó Greta al ver sus preservativos en la mesa del señor Argilés era si iba de farol o los había utilizado de verdad.

    En Unlimited Botic Barcelona, todos odiaban a Greta. La habían rechazado en Madrid por su falta de experiencia, pero el señor Bellenguer se apiadó de ella y la puso como becaria en las oficinas de Barcelona. En tres meses ya era la reina del baile, por eso la odiaban los de Madrid, la odiaban los de Roma, incluso los de Boston le denegaron el traslado por miedo a que les quitara el puesto, las posibilidades de promoción y los maridos.

    Unlimited Botic compró en Barcelona una empresa de servicios y construcciones y en poco tiempo había doblado los ingresos de Madrid. No es que en la capital fueran malos, simplemente Greta era la mejor.

    El trabajo de Greta era asegurarse de que el producto final fuera perfecto. Ella era la encargada de que cualquier proyecto en que su empresa estuviera metida saliera adelante con elegancia y con un incremento en el valor de las acciones. Y todo el mundo odiaba a Greta porque lo hacía divinamente. Sabía cómo camelarse a los concejales, a la prensa y a quien fuera necesario para conseguir un proyecto. Sabía que la querida del alcalde de una ciudad colindante al complejo Brava era alérgica al látex, y así se lo hizo saber al alcalde. Le envió un grueso informe con la firma del presidente de la compañía, en el que le confirmaba que todo el material empleado en la construcción sería ecológico al cien por cien; una carta de puño y letra del director firmada ante notario en la que le prometía que el proyecto se levantaría de una manera sostenible al cien por cien y una caja de preservativos cien por cien libre de látex para recordarle que todos somos humanos y que su amante también. Todo se lo hizo llegar en una caja adornada con un lazo el mismo día que el alcalde tenía una sesión extra en el Ayuntamiento para decidir si la construcción del complejo era viable, ecológica y sostenible para la ciudad.

    Todo el mundo odiaba a Greta porque cuando le interesaba se pintaba la cara como una puerta y los labios se convertían en deseados besos sugerentes de rojo pasión. No se complicaba mucho la vida, blusa blanca con botón desabrochado lo suficiente para insinuar un virginal sujetador blanco de encaje, una falda ajustada y una sonrisa de oreja a oreja. Solo tenía que darse una vuelta por la oficina para que el señor Argilés y toda la plana mayor y menor de la compañía bailaran hipnotizados al son de los silenciosos movimientos de sus caderas. Ese numerito solo lo hacía cuando tenían que comprar o vender algo a gran escala.

    Greta era tan pesada y perfeccionista que se presentó en el solar que albergaría el complejo Brava el mismo día que entró la primera excavadora. El día que pusieron la primera piedra eligió la hora perfecta para el evento y les dijo a los fotógrafos dónde debían ponerse. Ella misma seleccionó las fotos que se podían publicar. Y posiblemente ese día empezó a sospechar que aquel proyecto hacía aguas. Se había preocupado como una idiota durante toda la semana de solicitar una excavadora norteamericana SK500 del modelo de 2014, preciosa a la par que perfecta. Para sorpresa de Greta, en su lugar llevaron una máquina SK400 de segunda mano.

    Nadie se dio cuenta, ni siquiera le hicieron una foto. A nadie le importaba lo más mínimo aquella mierda de excavadora.

    Según el resto de la plantilla, Greta era puntillosa, pesada y muy puta en todos los aspectos interpretables. Nada de todo aquello le importaba a ella. Lo de puntillosa y pesada le encantaba en demasía. Lo de puta le hacía mucha gracia, le daba morbo y lo utilizaba para ejercer poder sobre todos los hombres y todas las mujeres dentro y fuera de la compañía. Uno de sus deseos más ocultos y pecaminosos era montárselo con algún compañero o compañera a última hora de la noche en la mesa de una de las administrativas, de la jefa de secretarias o cualquiera de aquellas listillas que ponían en su currículum aquello «de nivel de inglés: medio alto», para luego a la mañana siguiente, mientras se estuviera preguntando por qué su mesa de trabajo había amanecido con todos sus objetos de escritorio desparramados libidinosamente por cualquier lado, pasar a su lado con la mirada perdida en un informe, recoger la grapadora del suelo y dejarla en la mesa delicadamente con una falsa sonrisa. Ese era uno de los sueños que a Greta le acompañaban en la soledad de su bañera.

    A Greta lo que le tocaba los ovarios era que hubiera estado toda la semana en contacto con los de obras y servicios para conseguir una de las excavadoras SK500 y en su lugar le entregaran una de segunda mano.

    Así que emplazó a todos los directores de todos los departamentos de Barcelona a una reunión urgente para

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1