Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Luz, cámara...elección
Luz, cámara...elección
Luz, cámara...elección
Libro electrónico540 páginas5 horas

Luz, cámara...elección

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

“La biblioteca de las campañas presidenciales en Chile está formada por estantes casi vacíos. Poco y nada se ha escrito sobre cómo exactamente se ganan y se pierden las elecciones. Las grandes obras periodísticas sobre nuestra política contemporánea apenas sobrevuelan las campañas como un elemento más de la lucha por el poder. Una escasez que contrasta brutalmente con la abundancia del país al que le hemos copiado en gran parte el concepto de lo que llamamos carrera presidencial. Lo descubrí una mañana del otoño de 2011, cuando entré a la biblioteca de la Universidad de Columbia, en Nueva York, a buscar libros sobre campañas presidenciales. En Estados Unidos son un subgénero por derecho propio. Hay de todo, absolutamente de todo. Obras periodísticas que reconstruyen en detalle cada día; otras centradas en las estrategias en terreno; en las comunicaciones. Autobiografías de los candidatos, donde las más sabrosas son siempre las de los perdedores. Recuentos de estrategas; versiones oficiales y de las otras. Investigaciones apasionantes y también ladrillazos insufribles. ¿Y sobre los debates? También, por supuesto. Son momentos cúlmines de las campañas presidenciales que tienen su propio campo de estudio, y sus propios libros con el recuento de su historia.

¿Y en Chile? Un gran, un enorme, un elocuente vacío. Hasta ahora. Por eso el libro que usted se apresta a leer es una joya para cualquier ciudadano interesado en la política. Marcelo Hilsenrad es el autor preciso en el momento exacto. Me atrevo a decir sin ninguna duda que no hay nadie en Chile que sepa más que él sobre debates presidenciales. No hay, tampoco, nadie que haya dedicado más tiempo y esfuerzo a pensar seriamente en cómo tener buenos debates en Chile.

El rescate de estas historias tras bambalinas es valiosísimo. Hay aquí una experiencia acumulada que corría el riesgo de perderse junto a sus protagonistas. Queda ahora a disposición de políticos, investigadores, periodistas y de la ciudadanía en general, para que cada uno haga su propio análisis”. (DANIEL MATAMALA, prólogo).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2018
ISBN9789563245387
Luz, cámara...elección

Relacionado con Luz, cámara...elección

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Luz, cámara...elección

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Luz, cámara...elección - Marcelo Hilsenrad

    siempre

    Prólogo 

    UN VACÍO MENOS

    La biblioteca de las campañas en Chile está formada por estantes casi vacíos. Poco y nada se ha escrito sobre cómo exactamente se ganan y se pierden las elecciones. Las grandes obras periodísticas sobre nuestra política contemporánea, como Historia oculta de la transición, de Ascanio Cavallo, o Crónica de la transición, de Rafael Otano, apenas sobrevuelan las campañas como un elemento más de la lucha por el poder. 

    Hay algunas obras de análisis electoral (como Los dos Chiles, de Cristóbal Huneeus, Marta Lagos y Antonio Díaz). También autobiografías que pasan circunstancialmente por el tema electoral (La travesía del desierto, de Andrés Allamand). Y casi nada más.

    Una escasez que contrasta brutalmente con la abundancia del país al que le hemos copiado en gran parte el concepto de lo que llamamos carrera presidencial.

    Lo descubrí una mañana del otoño de 2011, cuando entré a la biblioteca de la Universidad de Columbia, en Nueva York, a buscar libros sobre campañas presidenciales. Buscaba inspiración para un proyecto todavía embrionario, que terminaría escribiendo y titulando Tu cariño se me va.

    Pero no imaginaba lo larga que sería aquella mañana.

    Es que en Estados Unidos las obras sobre campañas son un subgénero por derecho propio. Hay de todo, absolutamente de todo. Obras periodísticas que reconstruyen en detalle cada día; otras centradas en las estrategias en terreno; en las comunicaciones. Autobiografías de los candidatos, donde las más sabrosas son siempre las de los perdedores (Hillary Clinton acaba de publicar la suya, con el elocuente título de What Happened). Recuentos de estrategas; versiones oficiales y de las otras. Investigaciones apasionantes y también ladrillazos insufribles.

    The Making of the President 1960, de Theodore White, es un hito ineludible en estas historias. Un relato vívido, novelesco a la vez que profundamente reporteado, del triunfo de John Kennedy sobre Richard Nixon en 1960. En varios sentidos, esa fue la primera campaña contemporánea: la primera con debates presidenciales, la primera marcada por un decisivo rol de la televisión, y, tal vez por lo mismo, enfocada en dar una relevancia primordial a la apariencia, personalidad e historia de los candidatos. White repitió el esquema con libros del mismo nombre sobre las elecciones de 1964, 1968 y 1972. 

    Mientras, el escritor Joe McGiniss daba una vuelta de tuerca a la idea de White, y al nombre de sus libros. En The Selling of the President, McGiniss se concentró en el equipo de marketing que preparaba la revancha de Richard Nixon, el candidato derrotado por Kenendy en 1960, abriendo las puertas tras las cuales los genios de las relaciones públicas lograron reinventar al viejo Nixon en un postulante atractivo, capaz de ganar la elección de 1968, en plena revolución de las flores.

    El siguiente hito lo causó Hunter S. Thompson, el heterodoxo autor de Fear and Loathing in Las Vegas, quien dedicó todo 1972 a seguir la campaña de ese año, en particular la caótica (y derrotada) estrategia del Partido Demócrata para desbancar al por entonces popular Nixon. Thompson llamó a su recuento, publicado como serie por la Rolling Stone, y luego como un libro, Fear and Loathing: on the Campaign Trail ’72. En su estilo de periodismo gonzo, Thompson contó las miserias de la campaña sin pretensiones de objetividad, usando la sátira a diestra y siniestra… no sin antes recorrer todo el país reporteando a sus personajes con una rigurosidad encomiable. 

    Pasamos a 1988 y a What It Takes, el monumental esfuerzo de Ben Cramer por documentar no solo los pormenores de la campaña presidencial de ese año, sino también las motivaciones y pensamientos más íntimos de los candidatos. Cramer llevó al extremo la obsesión por la personalidad de sus protagonistas, intentando responder la pregunta que él mismo se plantea al inicio del texto: ¿quiénes son estos tipos? 1.047 páginas después, llega tan cerca como es posible de esbozar una respuesta. 

    El último ineludible es contemporáneo. En 2008, Mark Halperin y John Heilemann siguieron la histórica campaña que llevó a Barack Obama a la Casa Blanca, y escribieron un libro impresionante por el nivel de detalle con que relata las situaciones más cotidianas: las discusiones internas, las luchas de poder, el caótico proceso de toma de decisiones en algunas de las candidaturas, en especial las de los derrotados Hillary Clinton y John McCain. Nunca el término fly on the wall (mosca en la pared) estuvo mejor usado para describir el tipo de periodismo, obsesivo con el detalle y prolífico en fuentes off the record, con que Halperin y Heilemann construyen su historia. 

    Publicado como Game Change en Estados Unidos, y como Race of a Lifetime en el Reino Unido, el libro fue convertido en una miniserie de HBO, tuvo su secuela en 2012 y somos muchos los que esperamos la anunciada tercera parte sobre la campaña más increíble de todas: la que ganó Donald Trump en 2016. Para los impacientes, esa elección ya tiene un celebrado recuento en Shattered: Inside Hillary Clinton’s Doomed Campaign, de Jonathan Alles y Amie Parnes. 

    Me he remitido solo a los más influyentes recuentos de campañas. Hay muchísimos libros más sobre el tópico que valen la pena. A los interesados en la formación de mayorías les recomiendo The Emerging Democratic Majority. Para los que busquen explicaciones conductuales, The Myth of the Rational Voter. Para una mirada crítica al rol de la prensa, All The Truth Is Out. Para tips ganadores, The Victory Lab, etc. 

    ¿Y sobre los debates? También, por supuesto. Este momento cúlmine de las campañas tiene su propio campo de estudio, y sus propios libros con el recuento de su historia.

    El profesor de periodismo y productor de TV Alan Schroeder escribió uno de los más completos, Presidential Debates: Fifty Years of High-Risk TV. La visión del insider está en los libros de Newton Minow, exdirector de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) y una de las figuras clave en la creación de los debates modernos. Es autor de Inside the Presidential Debates, Presidential Television y For Great Debates.

    Otra mirada desde dentro es la de Jim Lehrer, el legendario periodista que participó en once debates presidenciales y relató su experiencia en Tension City: Inside the Presidential Debates. 

    ¿Y en Chile?

    Un gran, un enorme, un elocuente vacío.

    Hasta ahora.

    Y por eso el libro que ustedes se aprestan a leer es una joya para cualquier ciudadano interesado en la política.

    Marcelo Hilsenrad es el autor preciso en el momento exacto. Me atrevo a decir sin ninguna duda que no hay nadie en Chile que sepa más que él sobre debates presidenciales. No hay, tampoco, nadie que haya dedicado más tiempo y esfuerzo a pensar seriamente en cómo tener buenos debates en Chile. A cómo sortear el campo minado de trampas que es la organización y producción de un auténtico debate presidencial en Chile.

    ¿Por qué es tan difícil? Hilsenrad examina el asunto en detalle en las siguientes páginas. Pero permítanme adelantar algunas explicaciones.

    El primer problema es cultural. La chilena no es una sociedad acostumbrada al debate. Más bien solemos pasar del silencio al insulto, de la indiferencia a la agresión (es cosa de revisar nuestras redes sociales). La controversia suele asimilarse al conflicto, y por lo tanto a algo negativo. Por falta de educación, por una sociedad vertical y jerárquica, por traumas del pasado, nos cuesta entender que el debate es positivo y necesario. 

    La política chilena no tiene grandes polemistas. A lo más, tenemos cuñeros, capaces de inventar una frase ingeniosa para la televisión. Pero esa retórica exquisita que puede disfrutarse en los debates del Parlamento británico o de las Cortes españolas resulta un ave rara en nuestro país. 

    El segundo problema está en la prensa. Los medios de comunicación han sido extraordinariamente tímidos en su forma de plantearse frente al poder político. En la transición, se acostumbraron a actuar más como voceros del poder que como cuestionadores de él. Ello se ha venido corrigiendo, provocando una creciente tensión entre una audiencia que exige actitud crítica, periodistas que buscan espacios de independencia en el ejercicio de la profesión, políticos que resienten este nuevo escenario y medios tironeados desde esos tres ángulos. 

    La tercera dificultad es la falta de tradición política. Nuestra república es tan nueva que no ha logrado asentar costumbres, ritos y plazos que se cumplan por sí solos. Los mecanismos para seleccionar candidatos varían de elección a elección. No hay fechas establecidas con anterioridad. Las normas legales mutan en cada ciclo electoral. Las primarias son frágiles, siempre en riesgo de no realizarse. 

    Buena parte del proceso electoral chileno se asemeja a esas pichangas en que los jugadores llegan a la cancha, y se pasan un buen rato discutiendo las reglas: ¿se juega con o sin off-side?, ¿valen o no los goles desde fuera del área? O, peor aún, en que las normas se van acomodando a los intereses de cada uno a medida que se juega el partido.

    Porque habíamos quedado en que último gol ganaba todo, ¿no?

    Y los debates sufren de esa misma incertidumbre. No hay una manera establecida de hacer las cosas y, por lo tanto, todo, incluso su misma realización, es precaria.

    La suma de esos tres elementos (una cultura que desconfía del debate, unos medios que dudan sobre su propio rol y la ausencia de tradiciones que ordenen la discusión) vuelve a los debates una especie frágil, en permanente peligro de extinción. Y da a los actores políticos gran espacio de maniobra para acomodarlos a sus intereses, usando su gran herramienta de presión: no participar, y con ello hacer fracasar todo el tinglado.

    Ese debate sobre el debate es la parte más sabrosa del proceso, y Hilsenrad la cuenta aquí con un detalle envidiable: hay revelaciones inéditas de los protagonistas de estas negociaciones, acceso a los documentos intercambiados en el proceso, minutas hasta hoy ocultas que sinceran la estrategia tras cada maniobra, verdades inconfensables que el paso del tiempo permite develar. 

    Las estrategias desnudas salen a la luz. El que va ganando no quiere debatir. Y si no puede evitar la realización de los foros, al menos presionará para que estos se vuelvan lo más inofensivos posibles. Para que sean pocos, llenos de reglas, limitados.

    En resumen: para que no sean debates. 

    Por eso, lo ideal es tener consensuadas con anterioridad normas impersonales. Mientras antes se fijen el cuánto, el cómo y el quién de los debates (cuántos se hacen, cómo es el formato, quiénes son invitados), menos margen de maniobra hay para que los candidatos lleguen a la mesa de negociaciones con una calculadora en la mano. 

    El rescate de estas historias tras bambalinas es valiosísimo. Hay aquí una experiencia acumulada que corría el riesgo de perderse junto a sus protagonistas, y que es rescatada para la posteridad por el trabajo de Hilsenrad. Queda ahora a disposición de políticos, investigadores, periodistas y de la ciudadanía en general, para que cada uno haga su propio análisis.

    Este libro es sin duda un punto de partida para pensar los debates de los próximos 25 años desde la perspectiva de los ciudadanos, que suelen ser los más descuidados. 

    Pero espero que sea algo más: un aliciente a periodistas, historiadores, analistas políticos, protagonistas de las campañas y a todos quienes tengan algo que escribir sobre la forma en que elegimos a nuestros presidentes. 

    En la medida en que lo hagan, irán aportando a nuestra escasa cultura de debate, apuntalando el rol de los medios en la indagación del poder, y asentando esa tradición política tan incipiente. 

    Al menos, desde la publicación de este libro, podemos celebrar que ya hay un vacío menos en la biblioteca de nuestra política. 

    Daniel Matamala

    Introducción 

    EL MITO

    El mito sobre el primer debate televisado de la historia dice que John Fitzgerald Kennedy lo ganó entre quienes lo vieron por televisión, y que el vicepresidente Richard Nixon triunfó entre quienes lo escucharon por la radio. 

    Suena épico. Legendario. Pero solo es eso: un mito. Uno muy atractivo, pero un mito, al fin y al cabo. 

    Han pasado más de 57 años desde ese evento, y los investigadores e historiadores siguen sin ponerse de acuerdo respecto a si esta maravillosa historia es cierta o no. Es verosímil, podría ser real, y por eso el mito ha sobrevivido a sus protagonistas.

    Sí se enfrentaron. Pero no fue en un único debate, como deja entrever la leyenda, sino que tuvieron cuatro encuentros antes de las elecciones: la mayor cantidad de debates televisados entre candidatos presidenciales en la historia de Estados Unidos, a propósito. El primero, el de  la fábula, fue en Chicago el 26 de septiembre de 1960. Al revisar los casi 59 minutos que duró el programa¹, muchos coincidirán —coincidiremos— en que fue muy parejo, posiblemente con una leve ventaja de Kennedy, quien sí se veía mucho mejor que su rival; de eso no hay duda. Sí es cierto que Nixon no quiso maquillarse; también que sudó mucho. Y que no detuvo sus actividades de campaña. Es verdad que al bajarse del Oldsmobile que lo llevó a los estudios de la CBS esa tarde, se pegó en la rodilla con la puerta del auto. Es efectivo que casi un mes antes se había golpeado la misma rodilla. También al bajar de un auto. Entonces, la herida que se provocó se infectó y estuvo 12 días hospitalizado; ese lunes cumplía recién dos semanas desde que el dieron el alta. En su convalecencia, bajó casi nueve kilos. No se veía bien. Es correcto que rechazó ensayar antes del debate, al que se presentó con un elegante traje gris claro. El fondo de la escenografía era de color beige. En tiempos de televisión en blanco y negro, el beige y el gris se ven iguales. Así, el acontecido vicepresidente Nixon quedó esa noche mimetizado con el fondo.

    Kennedy, por entonces casi un desconocido en la política, estuvo todo el fin de semana anterior en Chicago, aunque sin actividades de campaña. Cuando no estaba descansando en la piscina del hotel, estaba en su suite con sus asesores, repasando y leyendo en voz alta sus argumentos. Asistió al ensayo, donde conversó largamente con el director de la transmisión. Bronceado y sutilmente maquillado, vistió un traje oscuro y una camisa blanca, contraste perfecto para los inicios de la televisión.

    Frank Stanton, presidente de CBS en 1960 y anfitrión de esa histórica noche, los describió así cuarenta años después: Kennedy estaba bellamente bronceado... Nixon parecía muerto². 

    Todo eso es cierto. Por eso el broche de oro es perfecto: decir que Kennedy ganó entre quienes lo vieron por la pantalla y que Nixon se impuso entre los que solo lo escucharon. Un artículo llamado El mito de la discrepancia entre televidentes y auditores del primer debate entre Kennedy y Nixon argumentó sólidamente que la historia es falsa. Que se basaba en reportes de periodistas, citados por el entorno del candidato republicano —uno de ellos era Earl Mazo, autor de una de las biografías del entonces vicepresidente—, pero que se basaban en sus propias opiniones y no en datos reales para concluir algo así. Este reportero acordó con un número de personas que escucharan el ‘gran debate’ en la radio. Es interesante reportar que ellos, unánimemente, piensan que el señor Nixon lo hizo mejor,³ publicaba Ralph McGill, el otro de los citados, en The Atlanta Constitution. También solo una de las 31 encuestas publicadas después de los debates, de una empresa llamada Sindlinger & Co, dijo haber sacado conclusiones entre quienes vieron el primero y quienes lo escucharon: según explicaron, el 43% de la audiencia radial dio por ganador a Nixon y el 20,3% a Kennedy, mientras que el 27,8% de los televidentes dijo que lo hizo mejor Kennedy contra un 18,5% de Nixon.⁴ El estudio de marras, demostraron los desmitificadores, no permitía concluir nada. Tenía problemas metodológicos —las encuestas nacionales de la época usaban como referencia más de 3.000 casos, mientras que esta tenía 282 auditores entrevistados, de los que solo 178 optaron por un ganador—; tampoco estaba estratificada —podían haberla contestado niños— ni identificaba previamente favoritismos de los encuestados, como religión o partido político de preferencia, para validar la muestra⁵. 

    Cuando se conmemoraba el cincuentenario del histórico debate, Sander Vanocur, uno de los cuatro periodistas que lo protagonizó, hizo propio el mito: Aquellos que lo escucharon en la radio pensaron que Nixon había ganado.⁶ Un año antes, un destacado historiador norteamericano también aseguró que era cierto. Entre los oyentes de la radio, Nixon fue calificado como ganador, pero la mayoría de los espectadores de televisión, que se estimaba en más de 70 millones, una de las audiencias más altas de la historia, sentían que Kennedy había ganado.⁷ El mito seguía vivo. 

    ¿Pudo influir la imagen y el carisma que irradiaba Kennedy en los televidentes? Sí. Puede ser. De hecho, probablemente lo hizo. Es difícil que no haya sido así. A comienzos de siglo el politólogo e investigador James Druckman hizo una prueba: hizo ver ese primer debate a un grupo y escucharlo a otro. Ninguno de ellos conocía este mito. Cotejó el público conocimiento de la historia de ambos candidatos —uno, asesinado en 1963, y el otro, renunciando a la presidencia 11 años después por el escándalo del caso Watergate⁸— y llegó a la conclusión de que el experimento provee evidencia de que Kennedy pudo haberlo hecho mejor en televisión debido a su imagen superior.⁹ Por eso el mito es verosímil. Porque, aunque no es posible asegurar que quienes lo vieron por televisión dieron por ganador a Kennedy y quienes lo escucharon a Nixon, probablemente ese hubiera sido el resultado. Porque la imagen que irradia un candidato presidencial es esencial en toda su campaña. No solo en los debates.

    Si bien al comienzo fueron las mismas cadenas televisivas las organizadoras de los debates de 1960 —NBC, CBS y ABC—, pasaron 16 años hasta los siguientes, por la negativa de Lyndon Johnson en 1964 y de Richard Nixon en 1968 y 1972 a participar. Entre 1976 y 1984 los foros fueron patrocinados por la League of Women Voters¹⁰, y a contar de 1988 son organizados por la Comisión de Debates Presidenciales, CPD¹¹, una entidad privada, independiente, no partidista y sin fines de lucro que cada cuatro años organiza los tres debates entre los candidatos a presidente y un debate entre los postulantes a vicepresidente.

    En Chile, también fueron los canales de televisión quienes realizaron los primeros foros presidenciales, inspirados principalmente en la experiencia norteamericana. El pionero fue Canal 13, en 1989; el siguiente, en 1993, ya fue transmitido por todos los canales de la televisión abierta. A contar de 1999 es formalmente Anatel, la Asociación Nacional de Televisión, quien ha organizado el que se ha llamado el principal debate antes de cada elección —por tradición y alcance—, sumando, desde 2005, un debate más previo al balotaje. La irrupción de Anatel no ha impedido que sus mismos canales asociados organicen en paralelo otros foros presidenciales. Así, mientras en 1999 solo hubo un debate presidencial, para la elección siguiente, en 2005, fueron cinco los encuentros previos a la primera vuelta. Con los años y la madurez política del país y de los candidatos, los gremios de la radio y la prensa también se sumaron, patrocinando sus propios debates. Y los candidatos —aunque, principalmente, quienes los rodean— entendieron que los debates presidenciales no son de ellos ni parte de su campaña; son de la audiencia y de los electores. Son, finalmente, del país. Son la oportunidad para que los candidatos entren a las casas de los votantes y expliquen —aunque no necesariamente debatan— por qué cada uno cree que es la mejor opción para el país. 

    Así como las elecciones presidenciales en Estados Unidos cambiaron a contar de ese 1960, las de Chile lo hicieron desde 1989.

    ¿Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?

    Este texto busca escudriñar en los orígenes de los debates presidenciales en Chile en sus primeros 25 años. Qué motivó a los pioneros a importar este formato; entender cómo se negociaron, desarrollaron y produjeron los 20 debates presidenciales que se registran en el país, 16 de ellos antes de la primera vuelta y los otros cuatro previos al balotaje —además de 12 debates antes de primarias—, bajo la óptica de los medios y de los comandos; y cuál ha sido su importancia e influencia tanto en el desarrollo político como en la consolidación de nuestra democracia. Esta historia está reconstruida en base a la revisión de cada uno de estos foros —ya sea en su versión original o transcrita—; a más de 30 entrevistas —on y off the record— a ejecutivos y directores de medios, dirigentes gremiales, periodistas (que estuvieron tanto delante como detrás de cámara), moderadores, productores y directores de televisión, así como a jefes de campaña y generalísimos de distintos comandos; y por último en base a una exhaustiva investigación que permite develar las estrategias de distintas candidaturas y en qué se fundaron, lo que permite entender mejor el contexto político del país y, por extensión, de cada debate. Las frases entrecomilladas son citas de estas entrevistas personales, realizadas entre abril de 2016 y agosto de 2017.

    Bajo la premisa de que el debate presidencial es el medio y el candidato presidencial es el fin, ninguno de los 21 postulantes que han participado en al menos un debate presidencial en este cuarto de siglo fue entrevistado; 28, si incluimos a los que no pasaron de las primarias. El foco de este estudio no son los candidatos, sino lo que pasó con ellos, su entorno y la organización que los rodeaba antes, durante y después de cada debate; todas sus citas que aquí aparecen son reproducciones textuales de sus intervenciones o declaraciones a la prensa de la época, las que se encuentran debidamente citadas. 

    Antes de responder una pregunta que suena básica para seguir —¿qué es un debate presidencial?—, un dato: de los 21 candidatos, quienes más han debatido son Sebastián Piñera y Marco Enríquez-Ominami, con nueve intervenciones cada uno. El top 5 lo completan Michelle Bachelet, con ocho; Eduardo Frei, con siete; y Evelyn Matthei, con seis. Si consideramos los debates de primarias, Bachelet salta al primer puesto, con 12 participaciones, escoltada por Piñera y Enríquez-Ominami, que hasta 2013 nunca participaron en primarias.

    Para responder a la pregunta planteada, comenzaremos por entender qué no es un debate; una entrevista conjunta a dos o más candidatos, por ejemplo, no se convierte mágicamente en un debate presidencial. Tampoco cualquier evento que congregue a los presidenciables, incluso si llegan a discutir entre ellos; sí es indispensable que los candidatos se encuentren inscritos o nominados para participar en una elección. 

    Tres son los factores que permiten definir qué es un debate presidencial:

    (1) Organización. Quien invita, produce, financia y patrocina es un tercero no incumbente. Es decir, los promotores del debate no son ni los partidos políticos ni los comandos presidenciales ni los candidatos o sus allegados. Puede ser un medio de comunicación, un conjunto de ellos o una asociación gremial que los reúna; una organización sin fines de lucro, una fundación, una cámara o agrupación económica, e incluso el Gobierno a través de una institución autónoma e independiente, como el Servicio Electoral. 

    (2) Protocolo. Las condiciones y reglas del foro son conocidas con anticipación por todas las partes, y deben garantizar igualdad de condiciones entre todos los participantes. Implica desde las generalidades de las etapas previas y posteriores —como quiénes participan— hasta el formato que tendrá el debate propiamente tal; debe considerar tiempos predefinidos para cada intervención y un orden de precedencia sorteado aleatoriamente, independiente de las condiciones puntuales —e incluso legales— que acuerden los intervinientes. La aceptación del protocolo por todas las partes es parte fundamental del proceso, independiente del grado de negociación necesario para acordarlo.

    (3) Transmisión. Por norma, un debate presidencial debe ser emitido públicamente y como un espacio o programa independiente,

    es decir, es siempre un todo y no una parte de. La mayoría de la literatura sobre los debates presidenciales en el mundo se limita a los que son transmitidos por la televisión abierta. Sin duda, por su masividad y penetración, es hasta la fecha el medio por excelencia para emitir un debate presidencial, que busca llegar a la mayor cantidad de público posible; una de las pocas lógicas en que coinciden los organizadores y los candidatos, por cierto. Pero un debate es más que el tiempo en que está al aire, por lo que esta praxis no puede ser extrapolada sin un análisis un poco más profundo, tanto por la realidad chilena como por los cambios experimentados por los medios de comunicación a nivel global. La televisión abierta —gratuita, de libre recepción, y presente en más del 99% del territorio nacional— cuenta con el poder de negociación suficiente, gracias a esta misma masividad, para organizar un evento con la complejidad que obliga un debate. Pero la penetración del cable, primero, y el advenimiento de los medios digitales, redes sociales y nuevas plataformas de comunicación, después, obligan a abrir la caja y mirar más allá. O al menos a debatirlo.

    Si en el Chile de 1989 solo el canal líder de la televisión podía organizar un debate, aunque en 2017 pueda parecer difícil, los medios, los comandos y la sociedad deben (debemos) estar preparados para entender que un debate presidencial es en esencia contenido multimedia —se ve, se escucha, se lee—, y que todo contenido debe estar siempre al servicio de las audiencias, que gracias a estas nuevas plataformas se distribuye bajo otra lógica: se consume, se despliega, se interactúa y se comparte, aumentando exponencialmente su disponibilidad al disminuir las barreras de consumo y alcanzando nuevos públicos. Y el fin de los medios, de los comandos presidenciales y de los mismos candidatos es, justamente, aumentar su alcance. Los debates no pueden estar supeditados a un medio tradicional en un mundo cada vez menos tradicional.

    Por ello, este libro no hablará de debates presidenciales televisivos o televisados, sino que tratará de los debates presidenciales masivos o masificados, independiente por dónde se consuman, desplieguen, interactúen o compartan.

    De los 20 debates realizados en Chile, 15 han sido emitidos, al menos, por un canal de televisión abierta, dos de ellos por un canal de cable¹² y tres por una red nacional de radioemisoras¹³; la mayoría de ellos —en la última década— fueron transmitidos, además, por distintos medios digitales (streaming de audio, video y transmisión minuto a minuto en texto), tanto de los organizadores como de terceros, y por distintas redes sociales. Anatel es, en este cuarto de siglo, el principal patrocinador de debates presidenciales; ocho han sido organizados por la gremial y transmitidos por sus canales asociados. Lo escoltan, a respetable distancia, Canal 13 y la Archi. De los 12 debates de primarias, 11 fueron transmitidos por televisión abierta¹⁴ y uno por el cable.

    El debate sobre el debate

    La dinámica de cualquier período preelectoral cambia cuando los candidatos presidenciales debaten antes de las votaciones. No por lo que hacen, lo que dicen —o lo que no dicen— o por cómo se ven. Cambia porque se introduce un nuevo elemento al período de campaña; uno tan masivo que difícilmente es superado por los demás. El paisaje de propagandas, franjas políticas, puerta-a-puertas, de recorrer ferias, besar niños y de actos masivos se remece. Pasó en Estados Unidos desde 1960 y también en Chile desde 1989, donde los debates se integran a la fase previa a la elección como un hito que con los años se transforma en parte del ritual de la democracia.

    La importancia está dada porque, a diferencia de los demás elementos de la campaña, un debate presidencial no dura los 60, 90 o 120 minutos que está al aire. Menos en los tiempos de las multiplataformas. Uno de los hechos más distintivos de los debates presidenciales es que su emisión es solo una de sus etapas —la más importante, sin duda—, pero un debate —y su influencia— se extiende por días, semanas, meses e incluso por años (después de perder en 1960, Nixon se negó a debatir en 1968 y cuando fue reelecto en 1972). 

    Fijando la emisión del debate como el hito principal, su trascendencia se extiende a lo que pasa antes y a lo que pasa después: el predebate y el posdebate.

    En países con tradición arraigada en debates presidenciales —como Chile, Francia o Estados Unidos—, el predebate comienza para los comandos con la misma planificación de la campaña. No es discutible si habrá debates. La duda es cuántos y cómo serán. A nivel público, empieza cuando el o los organizadores comunican su decisión, la que es pública después de una probablemente larga conversación entre los medios o gremios para fijar los principales lineamentos. Sigue con las invitaciones, las negociaciones (respecto de temas tan diversos como el formato, la duración, la fecha y el protocolo o las reglas); también están la preparación de los candidatos y todo lo que rodea a la puesta en escena, desde el diseño del set hasta los sorteos previos, la designación de periodistas o moderadores que participan y hasta quiénes podrán acompañar a los candidatos al set. Esta fase incluye discusiones públicas y privadas, notas, declaraciones e incluso discusiones a través de la prensa, y generalmente concluye con más de alguna infografía que explique lo que se verá cuando se enciendan las luces. Esta etapa es clave para generar un elemento vital para el éxito del debate: la expectativa.

    El posdebate comienza en el segundo exacto en que el conductor del programa dice muchas gracias, buenas noches. Al salir del aire, se inicia la etapa que incluye en lo inmediato reacciones, análisis, opiniones, evaluaciones, encuestas, mediciones de audiencias, críticas y una generalizada sensación en que todos los participantes se sienten ganadores. La prensa se encarga, como en la etapa previa, de dedicar páginas y minutos para amplificar el debate y lo que lo rodea. La sobrevida de un debate depende de cuán satisfechas fueron las expectativas creadas.

    Como veremos, el peso relativo de cada parte (organizadores y comandos) varía a medida que avanzan los años. Como en todo proceso, hay evolución —en algunos casos, incluso involución— y los roles se ajustan a la realidad del país y de los candidatos que participan. Al comienzo (en el caso de Chile, en 1989) el equilibrio está dado por la novedad y la incertidumbre. De los organizadores, por que sencillamente funcione, y de los comandos, para tratar de salir bien parados de un desafío nuevo. Tras los resultados de esa primera experiencia, y por toda la década de los noventa, la balanza se inclinó hacia los comandos, que estaban convencidos de que los debates eran de su propiedad y que solo los entregaban llave en mano para que los canales los produjeran y transmitieran, por lo que eran ellos quienes decidían cuántos debates se harían, cuándo se harían, cómo serían y quiénes participarían. Pese a que los organizadores fortalecieron su estructura —en 1989 organizó y transmitió un único canal; en 1993 fueron todos los canales y en 1999 los mismos, pero agrupados en Anatel—, su poder de negociación fue mermado ante candidatos también organizados, aunque fueran rivales en las urnas, y ante el renacer de la clase política después de 17 años de dictadura. Pero no fue suficiente. Pese a que los roles comenzaron a equilibrarse para la elección del año 2005, hasta ese año realizar más o menos foros presidenciales no dependía de la voluntad de los medios, sino de la voluntad de los candidatos y de sus comandos para participar de ellos. 

    Recién en 2009, es decir, a los 20 años de debutar, los organizadores (televisión, radio y prensa escrita¹⁵) pudieron definir con mayor libertad el cuánto, cuándo, cómo y quiénes. Tal como los foros políticos no son una imposición de los comandos, tampoco lo son de los medios o de sus patrocinadores. Los debates, alrededor de todo el mundo, son invitaciones a participar y parte de su contenido —ya sea de fondo o forma— debe ser consensuado con los comandos y los candidatos. 

    Un debate no puede ser una imposición. Ni de unos ni de otros. Si bien en muchos aspectos prima el sentido común, son los detalles los que marcan las diferencias. Y esos detalles cobran importancia cuando se entiende que los objetivos de uno y otro son totalmente disímiles. Es que, mientras los medios y los organizadores buscan que los candidatos se enfrenten, rivalicen, polemicen y compitan para visibilizar sus diferencias y similitudes ante una audiencia masiva, bajo la lógica de que un debate es una manera —tal vez la mejor— de garantizar el derecho de los ciudadanos a votar informados, los candidatos —y sobre todo quienes los rodean— buscan algo totalmente distinto: quieren ganar.

    Por eso la importancia del formato. No es casualidad entonces que hayan sido por años los mismos comandos los que impusieran el debate que más les acomodaba. Debía ser funcional a ese objetivo. Y si la mirada de uno y otro era distinta, entonces lo más importante era minimizar la fuerza del debate, transformarlo en una entrevista conjunta o una secuencia de declaraciones sin mayor interés. Un debate menos estructurado, con menos reglas y más libertad muestra mejor las debilidades de cada candidato. También las fortalezas, pero cuando la meta es un empate sin goles, da igual ocultar esas fortalezas mientras las debilidades no afloren. 

    No existe un formato perfecto o ideal. Depende de los tiempos políticos, de la cantidad de candidatos e incluso de quiénes son los debatientes. Cuando son los medios los organizadores, van a privilegiar el debate, la interacción, la exhibición de esas fortalezas y debilidades que naturalmente los que rodean a los candidatos intentarán matizar. Así, el formato está al servicio de los candidatos, pero son los candidatos los que hacen el debate. Si uno o varios simplemente no quieren debatir, no lo harán, aunque el formato que se les presente les permita hacerlo. Sin la disposición de los candidatos, el formato simplemente da igual, aunque con un matiz: la responsabilidad. Si el formato permite el debate, pero los candidatos no discuten, entonces los culpables para la audiencia serán los mismos postulantes; si el formato es duro o estructurado, es la excusa ideal para que los candidatos —y sobre todo quienes los rodean—culpen al formato por el fracaso del debate.

    Influencia

    Una de las preguntas más comunes que rodea a los debates presidenciales es si influyen en los electores. La respuesta es sencilla: un debate, por sí solo, no influye lo suficiente como para cambiar la intención de voto o decidir un voto entre uno y otro candidato, pero sí puede influir en la decisión de ir a votar. De todos modos, un debate, por bueno o malo que sea, siempre tiene efectos que aunque no sean abrumadores tampoco son despreciables, sobre todo al cruzarlos con otras actividades de la campaña. 

    Sí hay una excepción. Un debate influye negativamente en un candidato si es que no cumple con uno de los dos desafíos que todo postulante tiene ante un debate: no cometer errores y tener un digno manejo escénico. Superando ambas vallas —bajas, para quienes quieren dirigir al país— es improbable que un debate los afecte negativamente. Pero casos ha habido. En Chile, en 1993, Arturo Alessandri afirmó haber aprobado un proyecto de ley sobre regionalización. Cuando la periodista lo interrumpe y le dice que él se abstuvo en esa votación, guardó un silencio tan incómodo que marcó el fin de su ya débil campaña. En Estados Unidos, en 1976, el presidente Gerald Ford, que buscaba su reelección, osó decir que no existía dominación soviética en Europa del Este. El moderador, perplejo, le preguntó si escuchó bien, y Ford reiteró su frase, algo que en plena Guerra Fría influyó en su posterior derrota ante Jimmy Carter. Pero los errores también son de forma. En 1992, el también presidente George H. Bush, en un debate con formato de town hall —es decir, donde es el público en el estudio el que los interroga—, miró la hora en su reloj con evidente desdén en el momento en que una mujer le hacía una pregunta sobre economía (que tuvo que aclarársela, ya que, además, no la escuchó bien). Este acto, que lo hizo ver lejano y arrogante, sin duda influyó para perder la reelección en mano de Bill Clinton¹⁶. De hecho, James Carville, uno de los asesores del futuro mandatario, dijo en ese momento tras bambalinas: Bush acaba de perder la elección¹⁷. Y tenía razón.

    Pero la influencia de los debates no está dada solo por lo que pasa en la pantalla y el desempeño de los candidatos, sino por la disposición y expectativas de la audiencia. Aquí es donde entra un factor no dominado por la razón: la percepción. O sea, qué espera ver el televidente en un candidato. El ejemplo tal vez más claro lo encontramos en el primer debate en que participó Michelle Bachelet, el año 2005, por las primarias de la Concertación. Estuvo poco certera —dio incluso malas respuestas—, se vio dubitativa y cometió un error que en cualquier otro candidato hubiera sido fatal. Olvidó una palabra; esta debilidad o inexperiencia en ella se vio se vio como cercanía, una de sus principales fortalezas como candidata. Pese a los evidentes problemas que tuvo —y al desánimo de sus cercanos—, las encuestas posteriores la dieron como amplia vencedora. El público vio lo que quería ver en ella. Y eso después la catapultó a la Presidencia.

    Si su influencia es limitada, ¿sirven entonces los debates? Categóricamente sí. Sin duda. Pueden ser más o menos útiles para los objetivos de uno y otro, pero servirán para que un mensaje llegue a una gran audiencia. Distinto es preguntar si ese mensaje sirve para definir un voto o para cambiar un voto. Primero, bajo la lógica de un debate televisivo, es improbable, pero en la nueva etapa de los debates masivos, existe un nuevo ingrediente que se suma en esta ecuación: quienes ven los debates —o parte de ellos— on demand, principalmente a través de los nuevos medios digitales, donde el consumo se nutre no solo del debate, sino también de los otros elementos de la campaña electoral. Tradicionalmente, el público que ve los presidenciales debates en televisión es, por lo general, el que está más informado o más interesado en los procesos electorales o políticos, y por ende su nivel de indecisión es más bajo, es menos influenciable y su preferencia ideológica está más definida. Pero la nueva audiencia —hoy invisible o difícil de caracterizar—, que probablemente no está dispuesta a ver un debate completo, y menos cuando se lo impongan, sí puede verse influenciada por lo que ve, escucha y lee. Entonces, si bien por sí solo un debate no influye en la definición del voto, sí puede ratificar una opción electoral o la decisión de ir o no a votar, factor clave con el fin del voto obligatorio. Un segundo aspecto que puede incidir es que en una sociedad más politizada —como la de Chile a fines de los ochenta— y con candidatos y votantes más polarizados, la posibilidad de cambio era menor; al existir postulantes similares a los ojos del público, la posibilidad de cambiar el voto —en una audiencia muy específica— sí puede aumentar. El desafío para los candidatos en una sociedad como la actual no es que la audiencia cambie su voto, sino movilizar a la gente a votar y así cambiar el destino de una elección.

    En Chile existen pocos estudios sobre los debates presidenciales. En general, hay pocas métricas para la política, lo que hace difícil comparar distintos debates con distintas encuestas. Eso limita, pero no anula, el análisis. Después del único foro entre Aylwin y Büchi, el Centro de Estudios Públicos (CEP) incluyó el debate presidencial entre las opciones al preguntar qué es lo que más ha ayudado a decidir la votación entre los encuestados. El 29,1%¹⁸ nombró al debate como el más importante; casi doblaba a los noticiarios de televisión y la franja política, sus más cercanos escoltas.

    Para la elección del año 2009, la Escuela de Gobierno de la Universidad del Desarrollo aplicó una encuesta¹⁹ antes y después del primer debate presidencial de esa campaña, la que permitió caracterizar, al menos en parte, al público (televidente). Antes de la emisión del debate, el estudio preguntó ¿Quién cree que va a ganar?:

    Candidato %

    Sebastián Piñera 37%

    Eduardo Frei 22%

    Marco Enríquez-Ominami 17%

    Jorge Arrate 2%

    Ninguno / No sabe, no responde 22%

    Los resultados fueron coherentes con la intención de voto, al comparar la respuesta anterior con la obtenida ante la pregunta ¿Por cuál de los siguientes candidatos votaría usted?:

    Candidato %

    Sebastián Piñera 39%

    Eduardo Frei 23%

    Marco Enríquez-Ominami 19%

    Jorge Arrate 4%

    Posterior al debate, realizado casi tres meses antes de las elecciones, el estudio preguntó por el ganador del foro. Estadísticamente, Piñera y Arrate compartieron el primer lugar:

    Candidato %

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1