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El cómitre y la chusma
El cómitre y la chusma
El cómitre y la chusma
Libro electrónico247 páginas3 horas

El cómitre y la chusma

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Información de este libro electrónico

El cómitre y la chusma es el relato de un hombre aferrado al presente de indicativo y a un lápiz, del que no se separa nunca, y con el que subraya las líneas de dos libros que guarda siempre en sendos bolsillos de su gabardina.
Es también la historia de un asesino a sueldo retirado que zozobra sobre las empantanadas aguas de un mundo que detesta, y que se mantiene a flote, únicamente, gracias a la presencia salvífica de su hija. La narración de cómo este hombre, con sus recuerdos emponzoñados en su estómago como un tumor, puebla el presente de sus propias palabras.
Con el eco inconfundible del Libro del desasosiego de fondo, Antonio Gallo nos regala esta descarnada obra posicionándose como una de las voces narrativas más poderosas de la actualidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2019
ISBN9788417709747
El cómitre y la chusma

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    El cómitre y la chusma - Antonio Gallo

    El cómitre y la chusma es el relato de un hombre aferrado al presente de indicativo y a un lápiz, del que no se separa nunca, y con el que subraya las líneas de dos libros que guarda siempre en sendos bolsillos de su gabardina. Es también la historia de un asesino a sueldo retirado que zozobra sobre las empantanadas aguas de un mundo que detesta, y que se mantiene a flote, únicamente, gracias a la presencia salvífica de su hija. La narración de cómo este hombre, con sus recuerdos emponzoñados en su estómago como un tumor, puebla el presente de sus propias palabras.

    Con el eco inconfundible del Libro del desasosiego de fondo, Antonio Gallo nos regala esta descarnada obra posicionándose como una de las voces narrativas más poderosas de la actualidad.

    El cómitre y la chusma

    Antonio Gallo

    www.edicionesoblicuas.com

    El cómitre y la chusma

    © 2019, Antonio Gallo

    © 2019, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-17709-74-7

    ISBN edición papel: 978-84-17709-73-0

    Primera edición: noviembre de 2019

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    I

    El siluro

    II

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    17

    18

    19

    20

    21

    22

    23

    24

    25

    26

    27

    28

    29

    30

    31

    32

    33

    34

    35

    36

    37

    38

    39

    40

    41

    Agradecimientos

    El autor

    A veces, aunque no quiera, me acuerdo de Fernando Polanco, Príncipe de La Navata que, siempre, al verme con mi hija por la calle, la llamaba por su nombre en inglés: Agnes.

    Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro y,

    saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque,

    comenzó a mosquear las espaldas de la chusma

    y a largarse poco a poco a la mar.

    Don Quijote de la Mancha, II, Capítulo LXIII.

    El dolor es el animal que más rápido os lleva a la perfección.

    Maestro Eckhart.

    (Tratados y sermones)

    I

    El siluro1

    Lo primero que hice al llegar a Málaga y bajarme del tren fue sentarme en la terraza de un bar y pedir un café con leche. En cuanto hube tomado el primer sorbo lo escupí, llamé al camarero y le pregunté si aquí tenían la costumbre de endulzar el café con sal. No me creyó. Debió pensar que estaba bromeando o que estaba borracho. Le obligué a que lo probara él mismo, y su reacción fue muy parecida a la mía: escupió el sorbo de café. Enseguida me pidió disculpas y fue a por otro. Al rato salí en busca de una pensión y la encontré muy cerca de allí. Me duché, descansé un poco y luego me fui a cenar. Me gusta hacer las cosas con tranquilidad, me gusta tomarme la vida con calma. Lo peor son las prisas, y a mí me gusta llegar con tiempo de sobra, incluso un día o dos antes: así todo se desliza, todo encaja, todo se resuelve por sí mismo sin que uno tenga que esforzarse demasiado.

    Entré en un restaurante muy pequeño con manteles a cuadros en las mesas. Aparté el florerito, abrí la carta y me decidí por un revuelto de espárragos, croquetas de pollo, ensalada, vino y pan. El revuelto me supo a rayos, el pan estaba duro y las croquetas agrias. Llamé a la camarera y le dije que el revuelto me sabía a rayos, que el pan era de ayer y que las croquetas sabían a muerto. Me preguntó si quería probar otra cosa. Le dije que no, que me trajese el libro de reclamaciones y una botella de agua mineral. Puso una cara muy rara y me dijo que no tenían libro de reclamaciones. Me encogí de hombros, me levanté y me fui sin pagar. No soy supersticioso ni creo en los augurios, pero mi llegada a la ciudad no podía haber sido más nefasta ni más absurda. Caminé durante media hora y luego entré en otro restaurante. Después de apartar el florerito y de consultar la carta pedí pollo con patatas, ensalada, vino y pan integral. Al terminar, el camarero me preguntó si iba a tomar postre. Le dije que sí, que me trajese un plátano y un café sin sal. Cuando salí a la calle era ya de noche, busqué una cabina y telefoneé a Darío. Le pregunté si había alguna novedad de última hora. Me dijo que no y volvió a insistirme en lo de siempre: que terminara cuanto antes y que no me entretuviera. Colgué enseguida para no soltarle una grosería y me fui a dar un paseo. Me tomé un coñac no sé dónde y luego me acerqué a ver el mar.

    No me gusta el mar. Nunca me ha gustado el mar. Me pone nervioso el mar. No hay puntos donde fijar la mirada, no hay nada en él que no sea más que eso: mar. Me ocurre con el mar como me pasa con la luz del sol: son superficies tan evidentes, tan planas, que no hay sitio para los volúmenes ni curvas donde acotar la mirada y prescindir de uno mismo. Por eso no me gustan las mañanas, y mucho menos las mañanas del sur. Prefiero las tardes porque en ellas se insinúa siempre lo posible (también lo imposible, o mejor dicho: lo improbable), prefiero los días de lluvia, prefiero el clima y la luz del norte: su gradación de matices, sus colores blandos están llenos de asideros, de tibias geometrías, de referencias que acarician.

    Volví a la pensión y me acosté. Tardé en dormirme. Extrañaba la cama, extrañaba los sonidos, hacía calor. Me desperté ya bien entrada la mañana, alrededor de las diez y media. Me sentía sofocado por la presencia del mar, por su olor a muerto antiguo, a cal viva, a sal amarilla, a engrudo, a salitre. Me dije a mí mismo que era la última vez que aceptaba un trabajo en una ciudad así, me volví a duchar y salí a la calle. El aire olía a polvo, a leña quemada, a leche. Entré en la primera cafetería que encontré, pedí un café solo, una tostada y un agua mineral. Traté de serenarme, traté de no pensar en los olores, traté de ignorar la lujuria de esa luz. Yo soy un hombre de penumbra, un hombre de agua dulce. Me repugna el agua que no se desliza, que no corre, que no se renueva a sí misma. El mar tiene eso: una quietud de balsa, una evidencia de sopa, una solidez de olvido que me deprime y que también me aturde.

    A las once y media estaba de nuevo en la calle. Me deslicé, de espaldas al mar, buscando siempre la sombra. Deambulé por la ciudad como tantas veces lo he hecho en otras ciudades extrañas a las que he viajado para matar a alguien: convirtiendo en niebla el paisaje de las calles, acotando cada mirada que se cruza conmigo, suponiendo que el muerto que me espera es ese hombre o esa mujer que doblan junto a mí la esquina, transfiriendo la vida de quien ya está muerto sin saberlo a todo aquello que me rodea, a todo aquello que palpo, huelo y miro.

    Me gusta mi trabajo, para qué voy a negarlo. Además está bien pagado. Matar sin odio, matar a quien no conozco, matar incluso con simpatía y no darle mayor importancia al hecho de hacerlo es una forma de vivir y de sentir: a la larga me ha ayudado a comprender que todos nacemos muertos y que la vida es sólo el parpadeo de un sueño que sueña.

    Jamás he utilizado arma alguna: me bastan las manos. Me asquea la gente que mata a distancia, la gente que utiliza armas de fuego y que se escuda tras ese espacio sin tacto. Sólo la piel que toca es capaz de sentir la nobleza del horror, sólo la piel justifica mi vida y me permite mirarme al espejo sin vergüenza. Vivir es oxidarse. Nunca he mitificado ese material de derribo. No entiendo qué diferencia hay entre matar a una mariposa o a un hombre, ni en qué se diferencia el aliento de un niño y de un geranio. Cuando he tenido que defender mi propia vida (lo que me ha ocurrido varias veces) lo he hecho sin apasionamiento, casi con desgana. Mi instinto de supervivencia se reduce al placer del tedio, a ese espacio amable que hay entre un sí y un no, entre un nunca y un tal vez. No soy, entiéndaseme bien, un hombre violento. Más violencia hay en vivir (y en su obstinación) que en matar. Más sufrimiento hay en una mirada de soslayo, en un tono de voz o en una simple palabra que en la propia muerte. Hay caricias, hay actos de amor que no son más que eso: un amago de olvido, un acabamiento sedado, un canibalismo intacto. En el amor y en la muerte el alma se exaspera de sus propias limitaciones físicas: el cuerpo, además de una herramienta de placer, es un obstáculo, un error. A ese obstáculo y a ese error lo llamamos vivir.

    A las doce y media, por hacer algo, entré en unos grandes almacenes y me compré una camisa. A la una y cuarto entré en una cervecería y a las dos el calor se me empezó a hacer inaguantable. Almorcé sin ganas en un restaurante del centro y regresé a la pensión. Me volví a duchar, me dormí un rato. A las seis, al fin, sentí que mis movimientos empezaban a tener sentido. Seguía teniendo tiempo de sobra, pero decidí adelantarme a mi propia sinuosidad, endulzarme un poco. Salí a la calle, me compré un helado de vainilla y chocolate, volví a telefonear a Darío. Me dijo que esta misma mañana acababa de recibir el cheque y que, de momento, no había vuelto a saber nada más del individuo. Yo le dije que me alegraba lo del dinero, que hacía un calor espantoso y que era la última vez que aceptaba un trabajo junto al mar. Lo oí reírse y después colgó.

    Terminé mi helado sentado en un parque a la sombra de un magnolio y mirando cómo una mujer propinaba a un niño pequeño una soberana paliza. La histeria y los llantos del chiquillo no estaban cargados de terror, sino de odio. El calor saca lo peor de nosotros mismos y sólo se necesita una chispa para que el incendio se propague. Un niño mimado, una madre exasperada y treinta y nueve grados centígrados a la sombra son una mezcla muy entretenida. El espectáculo me animó y me olvidé, momentáneamente, de mi propio calor y de la inmediata y pegajosa presencia del mar. La mujer se sabía contemplada, hubo un instante en el que me miró de reojo y yo le sonreí con simpatía. Era una mujer joven, hermosa, con el pelo color madera recogido en una sola trenza. El saberse contemplada no influyó para nada en su exasperación, incluso la aumentó. No había pudor en ella, tenía que haber rebasado alguna suerte de límite, porque sus azotes arreciaron después de mirarme, quizás le molestó el hecho de servirme de espectáculo. Todos nos ocultamos bajo una máscara, y una mujer hermosa más aún. Cuando esa máscara desaparece debido a cualquier circunstancia (un niño inaguantable, un dolor de muelas, lo que sea), el espectáculo de nuestra vulgaridad (de nuestra intimidad: todas las intimidades se parecen) nos desenmascara, nos desmenuza, nos desnuda y nos muestra tal y como somos, sin excepción: una planta carnívora vestida de soledad y de domingo.

    La mujer dejó de pegar al niño y éste, poco a poco, se tranquilizó y dejó de llorar. Entonces se marcharon, pero antes de hacerlo ella volvió a mirarme y no ya de reojo: fue una mirada rápida, fugaz, pero fue una mirada de frente, una llamada que ella sabía imposible, un reproche y, sobre todo, un desafío. «Sabe lo que quiere y lo demuestra», pensé. Estuve a punto de levantarme y de seguirla, y si no lo hice fue porque dentro de unas horas (pocas) tenía que matar a alguien y ese hecho era inaplazable. La vi alejarse con tristeza: llevaba un vestido blanco y corto, de algodón, muy fino. Sus piernas, muy poco bronceadas, dudaban aún entre una adolescencia tardía y una temprana madurez. Movía las caderas con una naturalidad ofensiva, con la seguridad de saberse contemplada y hermosa. Llevaba al niño de la mano y desaparecieron, al fin, tras una hilera de almezos.

    Me levanté, eché el palito de mi helado en una papelera y me fui hacia la estación de trenes. En un bar próximo pedí otra botella de agua mineral y me miré las manos: ya no me sudaban, y eso era buena señal. Recordé las instrucciones que me había dado Darío: Urbanización Los Álamos, chalet Las Adelfas, en primera línea de playa, con jardín y piscina. A diez minutos de la ciudad, dirección Fuengirola, no hay pérdida. Hay un tren de cercanías que sale cada media hora. La mujer está sola.

    A las ocho menos cuarto me subí al tren, y a las ocho menos dos minutos me bajé en el lugar indicado. La urbanización parecía lo que toda la Costa del Sol parece: un anuncio de compresas. El aire olía a plástico caliente, a crema bronceadora, a pescado podrido. Volví a darle la espalda al mar, atravesé un solar, atravesé una calle flanqueada por casitas adosadas y bordeé un edificio de apartamentos. Empecé a sentir náuseas y entré en una cervecería alemana. Pedí agua mineral, cerveza sin alcohol y café. No anochecería hasta las diez, de manera que me armé de paciencia. A las nueve y siete minutos pedí un bocadillo y más cerveza sin alcohol. El local empezaba a llenarse de turistas alemanes e ingleses. Algunos, los más alborotadores, estaban ya borrachos. Había muchachas en bañador o en biquini con las uñas de los pies pintadas de rojo, de azul o de negro. En oleadas sucesivas, en contracciones intermitentes, la presencia del mar era cada vez más poderosa, sobre todo a la caída de la noche. El olor a crema bronceadora, a sudor y a cerveza caliente era también parte de ese mar, pero había algo que me salvaba de su evidencia, y era el olor a hembra joven y barata, el olor a sexo inocuo, el color de esos hombros desnudos achicharrados por el sol, el reclamo vulgar de esos tatuajes, las manos que acariciaban y envolvían, las cinturas movientes, las risas juveniles. Recordé con melancolía a la mujer del parque y deseé que la muerta que me esperaba fuese como cualquiera de las que ahora me rodeaban junto a sus novios, maridos o amantes: carne de hipermercado, carne de vídeo pornográfico, carne de megafonía y sala de espera. Para matar (como para vivir) se necesita, entre otras cosas, una dosis justa de desdén, incluso de desprecio. Se puede amar y desdeñar al mismo tiempo lo que se destruye, y también lo que se construye.

    «Es una mujer de sesenta y cuatro años, pelo teñido de rubio. No suele trasnochar, se acuesta temprano». Darío me dijo también que el marido insistió en ese detalle: que se acostaba temprano. De todas formas yo tenía una copia de la llave, así que no había prisa, todo era cuestión de darle tiempo al tiempo, de hacer las cosas despacio. Le guiñé un ojo a la inglesa más reidora de la mesa contigua, lo que aumentó su hilaridad de forma alarmante. Pedí mi sexta cerveza sin alcohol, una hamburguesa y una bolsa de cacahuetes. La inglesa debía de tener entre veinticinco y treinta años. Llevaba el biquini (rojo) puesto y una camiseta (naranja) encima. No era hermosa, pero sus senos eran espectaculares y sus piernas duras y atléticas. La acompañaban un hombre y una mujer que de vez en cuando se besaban como si les fuera la vida en ello. La pareja besucona me daba la espalda, pero a ella la tenía enfrente, y de vez en cuando me miraba y se echaba a reír. Hubo un momento en el que le sostuve la mirada con los ojos entornados, levanté mi copa y bebí un trago a su salud. Luego le indiqué con un gesto que se acercara. Dejó de reír y me miró con incredulidad, también con suspicacia. Pero estaba borracha, estaba de vacaciones, había venido a España para eso. Se levantó, se acercó, tomó asiento a mi lado. De cerca me gustó menos, pero sus tetas me seguían impresionando. Olía a alcohol, a gel de baño, a sal.

    Hello, what’s your name?

    —Yo no hablo inglés y tú no hablas español. ¿Me equivoco?

    My name’s Cathy. Are you from around here?

    —Para ti me llamo Pepe. Pe-pe. Eres una puta graciosa, aunque un poco fondona.

    ¿Pepe? You have strange and beautiful eyes.

    —Eres una muerta con mucho futuro, Cathy, aunque algo mamarracha. Imagino que sabes chuparla muy bien. ¿Me equivoco?

    I don’t understand a word you’re saying, Pepe, but I love your voice. Will you buy me a Gin and Tonic?

    La invité a ella y a sus amigos a beber. Poco después pasé de la cerveza sin alcohol al agua mineral, y a las doce y veinte terminé bebiendo Coca-Cola. A la una menos veinte saqué a Cathy a la calle. Ya nos habíamos besado un par de veces antes, y ahora volvimos a hacerlo. Su boca me repugnó y me gustó al mismo tiempo: era como besar a una medusa, algo invertebrado, gelatinoso y blando. Tuve que sostenerla con fuerza porque apenas podía tenerse en pie. La muchacha estaba borracha de gin-tonic y yo de cerveza sin alcohol y agua mineral. La abracé, la insulté de nuevo al oído y ella rompió a reír como una endemoniada. La conduje (venciendo todos mis escrúpulos) hasta la playa, donde la oscuridad era casi absoluta. Su sexo era aún más oscuro que la noche, parecía tener vida (y luz) propia. Se abría y se cerraba como la boca de una estrella de mar, por un momento creí que nunca me dejaría salir de allí. Absorbido, masticado, digerido por un animal marino. Le mordí las tetas hasta sentir el sabor de su sangre en la boca mientras ella se retorcía como una posesa y me mordía, a su vez, los labios: también mi sangre en su lengua, también mi dolor dentro de su dolor. Cuando me corrí vomité sobre ella, no pude evitarlo. No pareció importarle, más bien al contrario: seguía convulsionándose como si se la llevaran todos los diablos, gimiendo y hablando a la vez, cómo me hubiera gustado entenderla. Al fin me separé de ella, me levanté. Estaba hecho un verdadero asco: lleno de arena, lleno de Cathy, su saliva en mi cara, parte de mi camisa empapada en mi propio vómito. Creí desfallecer. El mar estaba ahí, a ocho o diez metros. Hice entonces lo que nunca he hecho en mi vida, lo que nunca imaginé que sería capaz de hacer: me quité la ropa, corrí hasta la orilla y me lancé de cabeza al agua. Cuando salí oí la voz lastimera de Cathy llamándome desde la oscuridad. Regresé junto a ella (junto a mi ropa) y me vestí. El asco había sido más fuerte que todo mi sentido común, por eso busqué el agua, aunque fuese agua salada, pero enseguida me enfurecí conmigo mismo al sentir cómo la piel empezaba a escocerme de forma preocupante. A mis pies, Cathy gimoteaba, lloraba, intentaba levantarse

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