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Borgeana
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Libro electrónico195 páginas3 horas

Borgeana

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Este libro reúne los ensayos de Grínor Rojo sobre Jorge Luis Borges, ocho en total, en una ordenación cronológica que va desde el joven Borges, el compadrito pituco de los años veinte, que baila tango, juega al truco y toma mate amargo, hasta el viejo maestro de los sesenta y setenta, conversando con ese que él fue alguna vez y enamorado en sus sueños de una misteriosa noruega. La cuestión de la engañosa flexibilidad identitaria del escritor trasandino es el centro de la discusión en Borgeana, las faltas de respeto de Borges para con el principio de identidad y que en estos tiempos postmodernos, de identidades “móviles” y “nómades”, han sido objeto de estimación y aplauso.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
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    Borgeana - Grinor Rojo

    Prólogo

    Entrego en este volumen ocho ensayos sobre Jorge Luis Borges que se me fueron juntando con los años. Escritos entre principios de los noventa y ahora, al releerlos descubro en ellos algunos motivos recurrentes, entre los cuales el de mayor relevancia pudiera ser el examen de la engañosa flexibilidad identitaria borgeana. Son conocidas las faltas de respeto del maestro para con el principio de identidad, el cómo sus cuentos desestabilizan las identidades fijas haciéndonos pensar que no lo son o que lo son bastante menos de lo que habíamos creído inicialmente. En estos tiempos de escepticismo postmoderno, de identidades móviles, nómades y demás, esto es algo que ha sido objeto de estimación y aplauso. Los ejemplos que Borges ofrece al respecto son copiosos y el procedimiento siempre o casi siempre el mismo: el despliegue del relato como la desconstrucción de una oposición binaria a primera vista irreductible. El jardín de los senderos que se bifurcan, Tema del traidor y del héroe, La muerte y la brújula, El fin, El Sur, El Aleph (sí, también El Aleph), Los teólogos, Historia del guerrero y la cautiva, Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto y, por supuesto, Borges y yo, El otro y Ulrica son todos relatos famosos que dependen del mismo modelo de sintaxis narrativa. Frente a eso, mis análisis me infunden la sospecha de que la falta de respeto de Borges para con la lógica de las identidades, además de ser un cazabobos planeado astutamente, desde otro punto de vista pudiera asociárselo a un anhelo de libertad que a él le resulta vicariamente posible a través de su frecuentación ansiosa de la letra y la literatura. El Borges colonizado y colonial, el de El Sur y El informe de Brodie, por ejemplo, es lo que es porque no puede sino serlo, porque frente a sus ojos infantiles se levanta una verja con lanzas que él no logra, y que sabe que no logra, trepar y trasponer. Así, cuando en la séptima estrofa de su Arte poética habla de su literatura como del río interminable/que pasa y queda y es cristal de un mismo/ Heráclito… inconstante muestra ahí la huella de un tironeo continuo, de un tratar de soltarse, de escapar del calabozo doméstico para galopar a campo traviesa, como lo hace Billy the Kid en El asesino desinteresado Bill Harrigan o como lo hace Otálora en El muerto, porque nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable. Pero todo ese esfuerzo es, al fin y al cabo, en vano. La desconstrucción borgeana de las identidades acaba siendo eso y nada más: una desconstrucción; no un desasimiento. La oposición binaria puede ser desafiada, puede ser contenida por un rato, puede disimulársela, se puede hacer como si ella no existiera, se puede fantasear incluso, como en Los teólogos, que se trata de discrepancias menores que la insondable divinidad desestima, pero a sabiendas de que, indefectiblemente y por debajo de todas las bravatas, el río pasa y queda y es cristal de un mismo/Heráclito… inconstante.

    Grínor Rojo

    La Reina, febrero de 2008

    Borges joven y después…

    Sabemos que cuando el joven Borges regresó a Buenos Aires, después de la tournée europea familiar por Suiza y España (1914-1921), se sintió poseído por una pasión argentinista y latinoamericanista de proporciones colosales, y que hasta tuvo que aguantar bromas pesadas a causa de eso.[1] Me imagino yo que a escondidas de la familia, sobre todo de doña Leonor Acevedo, de quien se dice que no podía ver las criolladas y que por eso no lo dejaba leer el Martín Fierro,[2] fue en aquella época cuando se relacionó de una manera consciente y directa con esa ciudad cuyo trato le había estado prohibido durante su niñez, una ciudad que él abandonara casi una década antes y a la que debía redescubrir, según declaró años más tarde en el Autobiographical Essay (Autobiografía, 63). Coincide por cierto ese afán redescubridor suyo, nada casualmente al parecer, con el llamado nacionalismo del Centenario en la historia política y cultural de la Argentina moderna, en el que se combinan la sensación de desengaño y fracaso que experimenta la vieja oligarquía rioplatense respecto del proyecto de desarrollo nacional decimonónico, el que había apostado con más fuerza que cualquiera otro en América Latina a la doble estrategia de desecho del elemento originario y de estímulo (consecuente) del flujo inmigratorio, con la prédica restauradora (que ahora está en Gálvez, en Rojas y en Lugones, entre otros) de una comunidad anterior, que había sido interrumpida por la inmigración masiva y por sus elementos disruptivos.[3]

    Todavía vaciando la problemática nacional en la contradicción sar-mientina entre civilización y barbarie, los próceres del Centenario han descubierto con espanto cómo los inmigrantes europeos, aquellos que según todos sus cálculos iban a ser los protagonistas del esfuerzo civilizador, se les están transformando ni más ni menos que en los promotores de los desórdenes sociales. No eran esos los inmigrantes que ellos habían previsto, evidentemente, no eran esos los gringos dóciles, genuflexos y agradecidos que se imaginaran en sus ensueños progresistas, sino otros harto distintos, los que, disconformes y belicosos, les hacen sentir su presencia en las huelgas que estallan en el país desde 1895 en adelante, de una manera tal que el viejo esquema de don Domingo Faustino Sarmiento acaba dándose vuelta como una campana. El resultado es el llamado a volver atrás, al retorno a las raíces, a la pascua del gaucho. El estanciero Ricardo Güiraldes, que escribe la Bildungsroman del patroncito nuevo en Don Segundo Sombra, publicado en 1926, sabía muy bien de qué estaba hablando.

    Claro está que Borges no fue, que no podía ser, impermeable a este espíritu de desencanto y regresión, el que desde la realidad de verdad se acomodaba con tanta justeza al despliegue de sus personales inquietudes identitarias. Como no tenía gauchos a mano (la verdad es que se habían acabado hacía treinta o más años, ya que el de Güiraldes, según lo reconoce él mismo, era más una idea que un hombre),[4] caminó entonces por dentro y fuera del perímetro de la capital federal, pero dando preferencia a aquellos sitios en que Buenos Aires iba perdiendo su aspecto ciudadano aunque sin transformarse aún en un dominio del campo. Tomó nota de personas y de objetos, recopiló discos con milongas polvorientas, se hizo amigo de un antiguo caudillo y jugador profesional del Barrio Norte, de don Nicolás Paredes (Autobiografía, 100), aprendió a bailar tango, a jugar al truco y a tomar mate amargo; y, como si eso fuera poco, se aficionó al sabor de un brebaje sospechoso denominado guindado oriental mientras que al mismo tiempo intentaba trasladar la oralidad del lenguaje popular al lenguaje literario, todo eso amén de algunas otras iniciativas por el mismo estilo. En un retrato poco caritativo de la revista Martín Fierro, en su Parnaso Satírico de 1925, se lo describe como un señorito de buena familia al que le gusta suprimir la d final en las palabras que la llevan de acuerdo a las exigencias de la Gramática… de la Real Academia, tratando de aproximar así su dicción a la del pueblo: decir y escribir "usté por usted, amistá por amistad o voluntá" por voluntad.

    De todo eso están llenos sus siete primeros libros, Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), Inquisiciones (1925), El idioma de los argentinos (1928), Cuaderno San Martín (1929) y, por supuesto, Evaristo Carriego (1930). Incluso al investigador le resulta posible identificar una suerte de peak en el despliegue del criollismo borgeano de aquellos años mozos cuando, hacia mediados de la década del veinte, publica los ensayos de El tamaño de mi esperanza y los poemas de Luna de enfrente. En este último libro es donde la embriaguez nacionalista y americanista se sale de tiesto, y es él mismo quien lo recuerda: [El libro] fue publicado en 1925 y es un verdadero derroche de color local. Entre otras tonterías, mi primer nombre aparecía escrito, a la manera chilena del siglo XIX, como Jorje (un desganado intento de grafía fonética); usaba la i en vez de y tratando de ser lo menos español posible (Sarmiento, nuestro mayor escritor, había hecho lo mismo); y omitía la d final en palabras como ‘autoridá’ y ‘ciudá’.[5] En cuanto al primero de esos dos volúmenes, al trabajo que le da su título pertenece la guapeada siguiente:

    A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican a la realidá de este país.[6]

    Pero el entusiamo criollista de Borges no se limitó a ese tercer decenio del siglo, como algunos creen. Si nosotros le echamos nada más que un vistazo al índice de Discusión, el importante libro de ensayos de 1932, descubriremos allí dos títulos fundamentales, que corresponden a artículos que, aun cuando sea a contrario modo, echan agua en este mismo molino. Me refiero a La poesía gauchesca y a El escritor argentino y la tradición. Por otra parte, existe constancia de que Hombre de la esquina rosada se escribe (y se reescribe) durante una trayectoria larga, que se extiende desde 1927, cuando con el título Leyenda policial apareció en la revista Martín Fierro, que pasa por una segunda versión en 1928, la que se recoge en El idioma de los argentinos y que Borges titula Hombres pelearon, y que llega hasta 1933, cuando, habiendo logrado la que le pareció que era la forma definitiva del cuento y titulándola esta vez Hombres de las orillas, se resignó a publicarla en el suplemento literario del periódico Crítica.

    Ahora bien, para no insistir demasiado por ahora en las reincidencias o recaídas en este voluntarioso criollismo que se prolongan más allá de los años veinte e incluso de los treinta, que las hay y profusas, como la de El muerto, de 1949; o la del fiero nacionalismo lingüístico que se inaugura con El idioma de los argentinos, del 28, y que es el mismo que rebrota en Las alarmas del doctor Américo Castro, del 52 (A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable ejercicio de la zalamería, de la prosa rimada y del terrorismo…);[7] o la de los cuentos martinfierristas de las décadas del cuarenta y del cincuenta, que Guillermo Gotschlich estudia con dedicación y esmero, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. 1829-1874, de 1944, y El Sur y El fin, ambos de 1953;[8] o la de las letras milongueras de los años sesenta (Para las seis cuerdas, 1965); o la del expreso suburbanismo de La intrusa (1966), que según nos informa su narrador aspira a ser un cristal de la índole de los orilleros antiguos (O. C., II, 401); y aun la de un cuento tan desembozadamente continuista como es la Historia de Rosendo Juárez, de 1970, así como la vuelta sobre las letras de milonga en sus tres libros postreros, La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985), lo que aquellos escritos de la década del veinte y principios de la del treinta nos están revelando es que el argentinismo y el latinoamericanismo del escritor Jorge Luis Borges no fueron una entretención pasajera e inconsecuente, sino que, por el contrario, constituyeron una fiebre genuina y de vastas repercusiones, la que, por lo menos en lo que toca a su etapa de mayor virulencia, le duró doce o quince años. Demasiado por cierto para ser solo el frívolo pasatiempo de un señorito agauchado y sin mucho más que hacer.

    No faltará quien me replique que ese juvenil criollismo borgeano es solo un recurso esteticista, que los personajes populares del escritor son figuras de cera, que su Buenos Aires suburbano o de las orillas (como le gustaba decir a él, como anota Olea Franco y productiviza Beatriz Sarlo)[9] es una construcción de papel, que su biografía de Evaristo Carriego es pintoresquismo puro y que Hombre de la esquina rosada, según lo despectivó él mismo en su Ensayo autobiográfico, no pasa de ser un relato teatral, amanerado y rebosante de falsos personajes (Autobiografía, 101. El original en inglés, que para mi gusto es mucho mejor, dice stagy, mannered y bogus). Con algo más de finura, el crítico que haya adquirido cierta familiaridad con los textos de Borges detectará seguramente una mudanza y a la postre una inversión en la actitud del escritor hacia esa materia referencial argentina durante el transcurso de los doce o quince años a los que aquí nos importa remitirnos. Desde un tratamiento directo y hasta apologético, que hasta donde yo alcanzo a percibirlo y como también lo señaló James E. Irby obtiene su desiderata y su crisis en Evaristo Carriego,[10] al irónico y desembozadamente desacralizador que queda en evidencia en El escritor argentino y la tradición. Sylvia Molloy, que ha leído Evaristo Carriego con más detenimiento (y con seguridad con más perspicacia) que yo, fue uno de los críticos que se dieron cuenta del carácter transicional de ese libro, de que en él se narraba una biografía que no era propiamente una biografía, ya que el individuo en cuestión, el que debió anclar el discurso del biógrafo, el poeta popular, autor de Misas herejes y amigo personal de don Jorge Guillermo Borges Haslam, no es más que un personaje perfilado por sombras. Y concluye Molloy su penetrante lectura del libro sobre Carriego con estas palabras: "El texto Evaristo Carriego es, por excelencia, lugar de encuentro y de desencuentro: lugar (vida, página) contingente, como lo será más tarde el Quijote para Pierre Menard. Lugar donde el biógrafo –el futuro autor de ficciones– inaugura la posibilidad de recrear y fijar un personaje rotundo, como los que proponía Forster, pero donde sobre todo inaugura la posibilidad de borrarlo".[11] Por nuestra parte, se nos ocurre que podrían obtenerse conclusiones parecidas a las de Molloy, y a lo mejor con menos esfuerzo, limitándonos a contrastar nada más que los primeros versos del primer poema del primer libro poético de Borges, de Fervor de Buenos Aires,

    Las calles de Buenos Aires

    Ya son mi entraña.

    No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo,

    sino las calles desganadas del barrio,

    casi invisibles de habituales,

    enternecidas de penumbra y ocaso

    y aquellas más afuera

    ajenas de árboles piadosos

    donde austeras casitas apenas se aventuran,

    abrumadas por inmortales distancias,

    a perderse en la honda visión

    de cielo y de llanura…

    Las calles (I, 17)

    con estas observaciones de El escritor argentino y la tradición:

    La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación.

    […]

    La idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países […] El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

    […]

    Los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos solo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

    […]

    ¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental (O. C., I, 269, 270, 271 y 272).

    La diferencia salta a la vista. Borges debuta como un escritor poseído por el prurito nacionalista y se sacude de él (sería mejor decir que lo desestabiliza, que lo pone en entredicho) hacia 1930. Si en los textos anteriores a Evaristo Carriego rinde pleitesía a la argentinidad, a la latinoamericanidad, o a lo que él entiende que tales nociones significan, lo que desde un punto de vista personal es aquello que en el

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