Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una memoria sin testamento
Una memoria sin testamento
Una memoria sin testamento
Libro electrónico445 páginas8 horas

Una memoria sin testamento

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El largo ciclo de dictaduras militares en América Latina dio paso, hacia la década de los noventa, a regímenes que frente a las tareas democratizadoras mostraron importantes niveles de bloqueo y condicionamiento institucional o político. El presente texto busca realizar una reflexión sobre el legado de la violencia de Estado acaecida en nuestra región y sus manifestaciones desde el pasado reciente hasta la actualidad. Con ese fin se interroga a las democracias de América Latina respecto del trabajo de memoria o de olvido que están construyendo. Las voces de los testigos aparecen en primera escena, rompiendo el silencio que en el pasado les fuera impuesto, para transmitir sus experiencias. Ellas son refrendadas por un trabajo teórico que, desde la filosofía y diversas disciplinas de las ciencias sociales, piensa la memoria en relación a problemáticas que expresan las consecuencias del pasado dictatorial.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 oct 2016
ISBN9789560007896
Una memoria sin testamento

Relacionado con Una memoria sin testamento

Libros electrónicos relacionados

Ciencias sociales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Una memoria sin testamento

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una memoria sin testamento - Fedra Cuestas

    Fedra Cuestas y Patrice Vermeren (coordinadores)

    Javier Agüero, Rossana Cassigoli, Victoria E. Díaz, Louise Ferté,

    Antonia García, Humberto Giannini, Claudia Gutiérrez,

    Marie-Claire Lavabre, Manuel A. Marín, Nora Merlin,

    Pedro Miras, Astrid Molina, Francisco Naishtat, Georges Navet,

    María Soledad Nívoli, Maritza Quevedo, Guadalupe Santa Cruz,

    Patrick Vauday, Marcelo Viñar

    Una memoria sin testamento

    Dilemas de la sociedad latinoamericana posdictadura

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2016

    ISBN: 978-956-00-0789-6

    ISBN Digital: 978-956-00-0804-6

    Las publicaciones del área de Ciencias Sociales

    y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo.

    motivo de portada En base a fotografía de Paulo Slachevsky

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Homenaje a Humberto Giannini

    Yo tomo la palabra para evocar una (in)actualidad, aquella que surge con la muerte del gran filósofo chileno Humberto Giannini, sin duda el más importante de América Latina en nuestros tiempos. Fue miembro del Comité filosófico internacional de la revista del Collège International de Philosophie y lo sigue siendo hasta hoy aún. Pero tal vez la memoria de su compañerismo debe ser recordada. Fue en el momento de la fundación del Collège International de Philosophie que Pierre-Jean Labarrière estuvo invitado en Chile por su amigo Arturo Gaete (jesuita, hegeliano, cercano a Salvador Allende) para realizar un curso clandestino sobre Hegel en una sala del pequeño inmueble de los sindicatos cristianos contiguo a la Vicaría de la Solidaridad, en la sombra de la catedral de Santiago, único lugar que Pinochet no podía sitiar, bajo pena de ruptura con Roma. Regresó diciendo que no podíamos fundar el Collège International de Philosophie, ignorando que en Santiago de Chile, bajo la dictadura militar, los filósofos estaban excluidos de la universidad, sin estudiantes, sin libros, en la pobreza y el temor de desaparecer, como había ocurrido con muchos otros. Recuerdo que Jacques Derrida propuso hacer venir a París a algunos de ellos. Sin embargo, Rodrigo Alvayay dijo preferir que el Collège enviara filósofos franceses a Santiago, porque ello tendría alcances mayores en Chile. Es así que fuimos, después de Miguel Abensour y Jacques Rancière, con François Laruelle y Myriam Revault d’Allones al Primer Coloquio de Filosofía que fue organizado durante la dictadura. Siempre en ese pequeño inmueble sombrío de los sindicatos cristianos, que tenía a su abrigo el Centro de Realidad Contemporánea de la Academia de Humanismo Cristiano, dirigido por Enrique d’Etigny, donde se reunían todos los excluidos y los marginados de la universidad. Entre ellos (debo citar a Rodrigo Alvayay, Carlos Ruiz Schneider, Cecilia Sánchez, Olga Grau, Pablo Oyarzún, Gonzalo Catalán, Patricio Marchant, Marcos García de la Huerta, Gabriel Sanhueza, Rafael Parada, Carlos Contreras) estaba Humberto Giannini, quien venía de escribir La «reflexión» cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia, que no demoramos en traducir al francés y publicar con un prefacio de Paul Ricoeur. En la Universidad de Chile, antes del golpe de Estado, había construido y dirigía un departamento de filosofía único en América Latina, muy abierto al diálogo con la filosofía francesa contemporánea.

    Humberto Giannini había sido, al igual que Yvon Belaval o Michel Serres, un marinero. Él había hecho de la filosofía un oficio por elección existencial. Según el argumento por él desarrollado en un artículo de la revista Le Télémaque, que Stéphane Douailler ha resumido así:

    si el trabajo es una actividad contingente, simplemente encuentro, al cual yo afronto en intervalos regulares, permanece exterior a mí y no se plantea la cuestión de su dominio. Ella supondría la posesión, el conocimiento íntimo de un secreto, como es imaginable en un virtuoso. La reflexión, en su comprensión, como salida de sí y regreso hacia sí, da la clave de esta curvatura y de esta autopoiética, que ha hecho que, de manera terminal, yo pueda ser lo que yo hago: yo soy marinero, o profesor de filosofía.

    Es esta concepción de la filosofía como un oficio que hemos visto a prueba de la dictadura militar; ella podía ser un modo de vivir y de filosofar en común, que no ha cesado de ser una interrogación para mí durante los años chilenos del Collège International de Philosophie; es decir, esta manera de llevar un combate por el derecho a la filosofía, de organizar la circulación de personas y de escritos entre Chile y Francia, seminarios y coloquios entre Santiago, Valparaíso y París, con la participación activa de los exiliados (Patricia Bonzi, Pedro Miras, Cristina Hurtado-Beca), y hasta el envío a Chile de un avión de libros franceses de filosofía (con Evelyne Pisier, Francine Markovits, Georges Navet, Stéphane Douailler, Laurence Cornu, André Pessel, Alain Siberchicot).

    Daré un solo ejemplo: con ocasión de la caída de Pinochet, pregunté a Humberto qué esperarían los filósofos chilenos que los filósofos franceses ayudemos a organizar. Su respuesta fue: un coloquio Spinoza. Spinoza, de quien había traducido y comentado el Tratado político, materia de un número de la Revista de Filosofía de la Universidad de Chile, que permaneció en los cajones a causa de la cobardía de las autoridades académicas, paralizadas por la dictadura militar, y de quien había citado en epígrafe en su Breve historia de la filosofía, en uso en todos los colegios: «El bienestar no es la recompensa de la virtud, es la virtud misma». Se trataba de pensar cómo la tolerancia, potencia solidaria de la vida, es virtud bajo la condición del riesgo de la disponibilidad a escuchar al otro. Organizamos ese coloquio con la presencia de Marilena Chaui, Horacio González, Pedro Miras, Leiser Madanes, Gregorio Kaminsky, Pierre-François Moreau, Jacqueline Lagrée, Julie Saada, etc… sobre Spinoza y la politica, porque la obra de Spinoza, en tanto pensamiento de la potencia de la liberación, le parecía ineludible para pensar una transición política gobernada por el libre cambio y condicionado por los medios de comunicación.

    Esta posición de resistencia es la suya hasta el fin de su vida, ya que los efectos de la dictadura persisten en los espíritus como en el cuerpo de las instituciones, y la filosofía y su enseñanza no sabría más que ser tolerada incluso en democracia.

    Patrice Vermeren

    Dedicatoria

    Este libro está dedicado a nuestros amigos Humberto Giannini y Guadalupe Santa Cruz. Ella también participó activamente en esos bellos años de intercambios filosóficos franco-chilenos, y singularmente aquellos que han sido compartidos con los psicoanalistas y psiquiatras Rafael Parada, Alejandro Bilbao, Fedra Cuestas, Michel Tort, Monique David-Ménard y Marie-Catherine Durand-Py. Arrestada y torturada durante la dictadura, fue también ejemplo de resistencia hasta los últimos días de su vida. Deviene escritora y deja una obra literaria considerable, de la cual queremos citar las siguientes frases extraídas de Capitale de l’oubli (revue Chimères, número 41, 2000, retraducido por nosotros del francés), en las cuales ella evoca Pisagua –prisión y campo de concentración durante el régimen de Pinochet, con su fosa común descubierta al inicio de la transición política– como encerrando la imposibilidad de decir:

    Pueda la justicia, la justicia de los nombres, de los lugares y de las responsabilidades, devolvernos una parte de la falla –de la falta– que nos atraviesa: el hecho de trocar la desaparición de cuerpos por la inmunidad de otros cuerpos, de trocar el azar por el sujetamiento. Quizá la justicia no es más que una tentativa de devolverle al azar su libertad.

    Pensar en lo que queda después de las dictaduras en América Latina no debe evadir recordar la resistencia antes evocada.

    Patrice Vermeren

    Fedra Cuestas

    I. El imposible relato de la violencia

    Memoria e historia

    Pedro Miras

    I.- En el principio no fueron ni el verbo ni la acción; en el principio fue la repetición. Los primeros movimientos corporales lograron su armonía en la repetición: mover los brazos, alimentarse, aferrarse a un objeto, etc, hasta caminar. Pero esta armonía implica, ciertamente, un ritmo, es decir una repetición acompasada. Esta repetición en las cuerdas vocales pasa del grito a la sílaba, que a su vez se repite, y esta será prontamente el nombre y su significado: mamá. El ritmo se ha apropiado ya de todos los movimientos corporales; surgen movimientos corporales como la danza, que suele ser acompañada por el canto, es decir, la melodía, en la que el ritmo y la variación reemplazan a la repetición. Desde luego que, más allá de la repetición, cuando esta ya no es mecánica, entramos en la etapa de la transformación. Esto es, siguiendo el sentido del término, en la aparición de la forma: la danza, la melodía, la palabra son, más allá de la repetición, formas. Una forma es más que una suma de elementos. Varias líneas rectas de igual longitud, aunque las ordenemos en paralelo –como los palos en un barraca de madera– no van más allá de una mera repetición, pero si tomamos cuatro de ellas y formamos un cuadrado, tendremos, además de los cuatro ángulos iguales, una nueva entidad con nombre propio, un conjunto que es un nuevo ser, diría Heidegger, una individualidad que si acaso permanece y se instala en nosotros, será una imagen, un todo estructurado cuya producción constante se establece y crea nuestra memoria.

    Digamos, entonces que la memoria no comienza como un conjunto de líneas, colores o sonidos sino cuando de este abigarrado material se levantan formas; es decir, imágenes, estructuras con significado: una mano, un rostro, un animalito de verdad o de peluche. Nacimos verdaderamente a la luz de lo real el día en que de ese conjunto de imágenes, de recuerdos, que se han aposentado en la memoria, surge la secuencia natural: mis recuerdos.

    Permítasenos, antes de continuar, un breve paréntesis acerca de la teoría de conocimiento. Fue, sin duda, el filósofo Aristóteles quien utilizó, antes que otros, el concepto de forma y de su correlato materia o contenido como las bases de nuestro conocimiento de lo real. Todo cambio o movimiento es un cambio de forma, y así se explica, por ejemplo, el paso de la semilla al árbol, de la hoja a la flor y de esta al fruto. Esta doctrina, que no permite acceso al conocimiento verdadero, permanecerá vigente hasta que Galileo proclame que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático, afirmando el predominio de la cantidad sobre la cualidad o forma; dará origen así a nuestro mundo tecnológico. Poco antes habrá surgido el inventor de juguetes tecnológicos Leonardo da Vinci, otra figura señera, al igual que Descartes, del paso del mundo medieval al moderno…

    Volvamos a nuestro tema. Mi madre canta, yo trato de hacer lo mismo, buscando repetir aquello que me parece una imagen sonora. Mi padre me habla, me señala un objeto, me dice su nombre. Pero al mismo tiempo de que su palabra crea una imagen, un recuerdo, aparece el que habla, el otro, un semejante. Y ya estaremos verdaderamente instalados en la vida cuando la memoria se independice o, mejor, adquiera su madurez y podamos a voluntad salir y entrar en ella, cuando aflore la conciencia, el yo, el cual para ser debe apoyarse en el recuerdo y, por cierto también en el otro; es decir, en la memoria visitada y revisitada. En una actitud especular, el yo aquí se encuentra consigo mismo. Pero también, junto a ese yo que se va formando, aparece la circunstancia, etimológicamente, aquello que está a mi rededor (circumstare). Así se conforman –y se confirman– mis recuerdos que, como parte de mí mismo, crean mi identidad personal. Yo soy, en unidad, experiencia actual y memoria –presente y pasado–. Este es el sujeto –aquel que es– y frente al cual dialécticamente aparecen los objetos y, entre ellos, el otro.

    Finalmente, junto a la memoria aparece la invención. Esta actividad interior del sujeto consiste en imágenes que obtengo de la memoria pero que transformo a mi amaño. Hubo ya una primera transformación: cuando de mis primeras impresiones, y según su origen, surge la forma, la imagen estructurada de un objeto. La invención surge del intento de comunicar a otro las imágenes de mi memoria. En esta operación de lenguaje, el cual es ya una invención, traduzco para quien tengo al frente las imágenes de mi memoria: en este trayecto de imagen a palabra muchas veces esta requiere una adaptación de la imagen a la traducción. Si no, simplemente invento la palabra necesaria. Este interesante proceso de transformar en palabras mis recuerdos, la conjunción de memoria y lenguaje, es nada menos que la base de la creación de cultura, universal y personal.

    Podemos pensar que en esta etapa se inventa el juguete. El cual no es otra cosa que la repetición a escala de las formas de los objetos del mundo exterior para manejo de los niños. Recordemos ahora que el concepto de forma, con su correlato de materia o contenido, conforma la base de la teoría aristotélica del conocimiento. Así, por ejemplo, todo movimiento no es sino un cambio de forma. Volviendo al tema de los recuerdos como imágenes y a su traducción a las palabras, formas con materia (o contenido) diverso, desde hace no mucho tiempo este misterio del origen del lenguaje ha sido un problema filosófico. En este punto, recordemos el nombre de Humboldt. Pero hoy nos parece lógico que, para no caer en una petición de principio, no sea el propio lenguaje donde se trate del problema del origen del lenguaje. Es más bien un tema para las neurociencias o para las llamadas nano-ciencias, que, en lo que podríamos llamar neo-aristotelismo, se preocupan por establecer las leyes de la posición de los átomos en el espacio que producen formas.

    Esta relación de memoria y lenguaje tiene diversas etapas. En primer término, no todos los recuerdos aspiran a ser públicos. Ya desde muy temprano, especialmente en contacto con el agua del baño, nuestros órganos sexuales parece que pretendieran una cierta autonomía. Luego serán señalados por quienes están a nuestro lado como aquello que no se muestra, aquello de lo que ni siquiera se habla, o, a lo sumo, se le da no un nombre propio sino el más general posible: cosa o cosita, pues aun somos muy pequeños. Todo este sector de nuestra memoria se irá retirando de ella, pero de un modo ficticio e hipócrita. No se menciona, pero se irá haciendo presente cada vez más, dando origen a ese lenguaje soez con que suelen entenderse, cuando no se les observa, todos los niños; lenguaje que se hace presente también en amplios sectores de la cultura popular, por ejemplo en Carmina Burana o en nuestra actual televisión. También forman, no ya expresamente como recuerdos presentes, de lo que Freud llamó inconsciente. Pero una amplia cantidad de nuestros recuerdos aspiran, decíamos, a ser publicados.

    El dominio de la palabra, que seguramente proviene del tener que satisfacer mis necesidades con la ayuda de otro, desde las palabras pipí o upa, las primeras conversaciones o relatos escuchados y entendidos hasta llegar a las etapas más complejas. La primera de estas etapas ya complejas la llamamos charla y es un intento individual de comunicar los propios recuerdos. ¿Cómo olvidar esos atardeceres en el campo en que la abuela encendía un gran brasero y nos invitaba a tomarnos una taza de té o de café preparado en una vieja cafetera enlozada con un calcetín como filtro, mientras ella tomaba mate con el abuelo y repartía la tortilla al rescoldo que venía escondida entre la ceniza del brasero? Mientras transcurría esta hora de la oración o del ángelus, como decía mi madre, más urbana. Entonces el abuelo tomaba la palabra para relatarnos algunos avatares de su juventud. ¿Inventa o recuerda? Algunas veces nos preguntamos de dónde obtenía esas historias inverosímiles.

    La charla me pone en contacto con un mundo que no es mío. En el que mis recuerdos no aparecen sino como retazos o alusiones. Pero la necesidad de dar a conocer los recuerdos conduce a una etapa más avanzada: la escritura, la cual a su vez reconoce dos formas mayores: la crónica y la novela. La escritura me abre a otros mundos desconocidos, o no tan desconocidos en la medida que también habla de ámbitos o de historias que de alguna manera me atañen: mi ciudad, mi país, la gente que habla como yo.

    No sé si la poesía también procede de la memoria, pero, al menos, sí hay poetas de la memoria y nosotros tenemos dos de primera línea: Pablo Neruda y Jorge Teillier. Y creo que todos estaremos de acuerdo en que la poesía es un poderoso instrumento creador de identidades compartidas. En todo caso, así se va formando este amplio sector de nuestra memoria que comprende tanto recuerdos propios como ajenos. Ajenos, pero con la condición de estar unidos por el lazo común de la convivencia, aunque esta sea solamente histórica y geográfica. Todo ello, parte importante de la escritura, va formando la identidad colectiva: mi gente, mi historia personal pero inserta en una historia común. Y existen momentos singulares en nuestra existencia en que compartimos nuestros recuerdos, nuestras acciones, nuestros proyectos personales con aquellos de la vasta multitud, en que importante parte de nuestra identidad personal se corresponde con aquella que llamamos común, pues afecta a la comunidad y crea un clima a veces alegre, a veces triste, a veces trágico, como sucedió en nuestro país hace cuarenta años.

    Los clásicos no suelen hablar mucho de la memoria. Tal vez con la excepción de Platón, quien es más un teórico de lo que podemos calificar, avant la lettre, de inconsciente. Cuando se acerca sin resquemores al esclavo Menón en la plaza pública de Atenas (a diferencia de algún político de derechas que no le gustaría que lo vieran junto a un comunista), y usando la mayéutica socrática, piensa que logra extraer de la memoria de Menón toda la ciencia pitagórica, que éste habría aprendido antes de nacer y luego aparentemente olvidado. Aquí lo único que se evidencia es el talento pedagógico del filósofo.

    Respecto de San Agustín, la doctrina cristiana de la trascendencia en la inmanencia lo induce a visitar esos «amplios palacios de la memoria» de que habla en sus Confesiones y donde se hallan no tan sólo sus recuerdos, pecados y reflexiones, sino al mismísimo Ser Supremo. Otro visitante muy posterior de sus interioridades es Descartes, en sus Meditaciones. Pero a este filósofo no le interesan sus recuerdos personales, sino sólo los conceptos generales que le enseñaron los jesuitas. Claro está que el filósofo no encuentra a Dios, aunque sí el método para encontrarlo.

    Una filosofía de la memoria en la filosofía actual. Nietzsche, Husserl, Heidegger, Sartre. Estos cuatro nombres poseen, de manera fiel o no tanto, raigambre en la filosofía de la Ilustración y su idea del hombre. Pero ellos, especialmente Heidegger y Sartre, acentúan, en la triada temporal de la humanidad, pasado, presente y futuro, el papel del futuro entendido como proyecto. Es decir, una construcción posible de un avenir que se entronca con nuestra memoria como base de nuestra personalidad y con el presente, acción actual que realizamos con la vista puesta en el proyecto.

    Una reflexión sobre la memoria es, necesariamente, una vuelta sobre mi memoria en sentido global. No basta traer a la conciencia la multitud de recuerdos que puedo hacer aflorar, sino indagar sobre las funciones de este complejo aparato de mi vida mental. En este aspecto, más allá, o mejor más acá, de un análisis exhaustivo de este importante sector de nuestra actividad mental, sólo hemos destacado aspectos generales de su formación, de su función formadora de nuestra identidad personal y social, en fin, de nuestro proyecto de vida.

    II.- Finalizaré esta intervención haciendo referencia a varias situaciones existenciales ligadas a la memoria, digamos a nuestra memoria de hoy; aun mejor, a mi propia memoria. Porque la verdad es que a pesar de que la memoria nos parezca fundamentalmente depósito de experiencias ya vividas, lo cierto es que en ciertas circunstancias ella puede recibir embates que alteran lo que nos parece inalterable.

    La primera de estas situaciones la llamaremos «a solas con mis recuerdos»; la segunda es la memoria como refugio; la tercera, la memoria como vacío; la cuarta, la memoria como quebranto, y, en fin, la quinta, como relato necesario.

    El primer episodio, «a solas con mis recuerdos», se desarrolla exactamente en los últimos meses del año 1973. Es el momento de mi generación, que ha pasado los treinta años de edad, que se ha insertado plenamente en la vida profesional, que ha hecho de Jean Paul Sartre un mentor que le ha dado la guía espiritual para entender la vida como proyecto y que incluso, con su ejemplo personal, la ha incitado a embarcarse en un determinado plan de vida. Nuestra generación tiene ya a su haber una participación eminente en el profundo proceso de reforma universitaria que en 1968 recorrió desde Los Angeles, en California, hasta París y otras ciudades de Europa. Este proyecto revolucionario tenía raíces tanto marxistas como cristianas, pero era también un crítica profunda a ambas ideologías. El golpe militar chileno, aunque no nos pilló desprevenidos, terminó abruptamente con este plan político y también con nuestro presente. No sólo en nuestra generación, sino, como bien sabemos, en toda la sociedad. Sólo sé que a muchos de nosotros nos puso frente a una soledad profunda y a una desazón e inacción desesperadas. Algunas veces nos encontramos con algún colega en la calle o mercados del barrio. A la alegría de que estuviera aún vivo y libre solía agregarse la pregunta habitual de «¿Cómo te encuentras?». La respuesta era también habitual: «Aquí estoy, a solas con mis recuerdos». Si algunos de esos recuerdos podían ser compartidos, el sentimiento de soledad era exactamente el mismo para todos. No teníamos ni presente ni futuro. Estábamos solos. Pero no era la soledad que hizo exclamar al filósofo: ¡Soledad, mi patria soledad! Soledad en la cual, al menos, se encuentra con la riqueza de sí mismo de la que habla Neruda: «La soledad más espesa, la de la noche de fiesta», donde el poeta se desliga de la circunstancia inmediata para llegar a lo más profundo de sí.

    Pero nuestra situación distaba de ser desesperada. Nos dimos cuenta que lo inmediato consistía en la necesidad de crear otro proyecto de vida, más adecuado a la nueva situación. Es decir, hacer frente, según los medios, la edad y las posibilidades externas, a las fuerzas del mal. A partir de entonces, cada cual hizo lo suyo o lo que pudo.

    Las consecuencias fueron variadas: para algunos, la muerte; para otros, el exilio; para la mayoría, muchos años de plomo.

    Segundo; la memoria como refugio. Me es preciso, para presentar esta segunda situación, acudir a mis recuerdos personales. El grupo de chilenos que descendimos del avión Air France, a fines de julio de 1975, fuimos acogidos por el representante de una organización privada pero colaboradora del Estado, France Terre d’Asile, encargada de acoger y alimentar a los refugiados chilenos al menos durante seis meses, hasta que estos encontraran el modo de autonomizarse. Yo estaba destinado fuera de la capital, a una ciudad universitaria: Aix en Provence. Logré convencer al funcionario de que me permitiera permanecer en París. El problema era que aquí no había más cupos en el hogar que nos ofrecía. Si yo pudiera, me dijo, quedarme en París, por mi cuenta, durante algunos días, podría encontrar plaza en el hogar o foyer al que van los demás. Como ayuda me entregó el dinero del pasaje a Aix en Provence. Trato hecho. Todos partieron y quedé solo en esta gran ciudad de París. Pero, además del billete de 50 dólares que mi mujer me había pasado antes de subir al avión, tenía los francos que me entregaba France Terre d’Asile. Por suerte ya había estado un par de veces en París, de modo que podía moverme sin mucha dificultad. Tenía los teléfonos de algunos compatriotas que habían logrado instalarse en esta ciudad. La primera persona que llamé, Marie Claire Delgueil, me instó a ir inmediatamente a su casa, almorzaríamos juntos. Así lo hice.

    –Tienes suerte de haberme llamado hoy, –me dijo–. En un rato partiré hacia la Bretaña, donde vive mi madre, a pasar con mi familia las vacaciones de agosto. Si no tienes dónde vivir, te dejo el departamento, que es pequeño pero bien ubicado en el barrio latino, más lo que queda en el refrigerador, que es, en verdad, muy poco.

    –Gracias –repliqué–, es todo lo que necesito antes de que me reciban en el foyer al que estoy designado en mi calidad de asilado y para lo cual debo aun llenar ciertos papeles.

    Como Marie Claire tenía que recibir luego a ciertos pacientes para su tratamiento psicoanalista, nos despedimos hasta su vuelta, en un mes más, y salí a vagar por el centro tradicional del barrio latino, que estaba a la vuelta de la esquina.

    La siguiente mañana llamé a otro teléfono que traía, el del doctor Manuel Zúñiga. Me respondió él mismo. Me preguntó desde cuándo estaba en París y por cuánto tiempo venía. Le respondí «desde ayer» y que me quedaría casi hasta siempre. «Vente a almorzar con nosotros», dijo, dándome las instrucciones de cómo llegar a su casa, en los alrededores de París. Fue un almuerzo de recuerdos y camaradería. Al disponerme a partir, a media tarde, me preguntó si tenía documentos para manejar automóvil. Le respondí que traía un permiso internacional que me habían dado en el Automóvil Club. «Estupendo», acotó. «Porque nuestro auto va a permanecer un mes inactivo, pues mañana saldremos toda la familia en vacaciones al norte de África. Úsalo tú, pues de otra manera a la vuelta lo encontraremos sin batería ni bencina y con las ruedas desinfladas. Toma, aquí están las llaves».

    En el camino de vuelta no pude dejar de pensar: «Departamento en el barrio latino, un automóvil en el cual movilizarme y 50 dólares para gastar en comida y bencina. En todo esto tiene que estar el bueno de Bonifacio, mi ángel custodio, que hacía mucho tiempo que parecía haberse olvidado de mí».

    Después de algunos días de fastuosa vida en París, en lo que llamé «el amargo caviar del desterrado», telefoneé al foyer, donde me respondieron que a partir del siguiente día podría llegar a instalarme. Aparecí allí con mi vieja maleta y manejando un Fiat 125 relativamente nuevo. Mucho tiempo después me enteré de que al llegar al foyer un chileno manejando uno de los famosos automóviles de la guardia personal del Presidente, había sido tomado por uno de ellos que, de un modo raro, había logrado cruzar el Atlántico y pedir refugio en uno de esos vehículos, que nunca gozaron de buena fama entre nosotros. Al poco rato de instalarme en las dos piezas que nos designaron a mí y a mi familia por llegar, llegó la hora de almuerzo, en donde se hablaba de la situación económica causada por el alza del petróleo y su dominio absoluto por parte de los árabes. El punto principal era la gran dificultad para encontrar trabajo, especialmente entre quienes, transcurrido el plazo, deberían dejar el hogar de acogida. Alguno de ellos expresó que estaba dispuesto a trabajar de buitre. Después de que otros afirmaban que también para ellos era la última posibilidad, me enteré de que el término de buitre señalaba a los que llamamos basureros. Cuando me preguntaron por mi profesión respondí que me desempeñaba en la Universidad. «Te va a ser más difícil que a nosotros encontrar pega. Primero porque aquí tienes que ser francés. Segundo, que si tienes título universitario, no te aceptarán en ningún trabajo para el que estés sobrecalificado, como aquí dicen. Y no trates de modificar tu currículum, pues es delito».

    Terminamos de almorzar y me retiré a mi pieza. Al poco rato de haberme tendido sobre la cama, tuve el mayor acceso de soledad nunca sentido. Sólo tendría alojamiento y comida por un tiempo. No tenía a ningún familiar a mi lado. No tenía idea qué podría haber más allá de la puerta de entrada del foyer. Se me abría un presente poco prometedor. ¿Qué proyecto de vida podría imaginar en este país desconocido, cuya lengua sólo sabía a medias? ¿Con qué amigos podría contar? Nada tenía, nada, nada, nada. Pero una frase manida vino en mi ayuda: sólo me quedan los recuerdos. Y también el tiempo. Tiempo más que suficiente para revivir esta conciencia con todo lo que poseo en la memoria. Este será el refugio: mi niñez, las casas que me vieron corretear y la calle que iba descubriendo. Todo, todo. Este será mi refugio.

    Tercero, la memoria como vacío. El olvido no es vacío de memoria, siempre queda una traza que nos permite, a veces, recordar lo olvidado. No, ahora se trata de recuerdos que debieron existir, pero que, como las personas, primero fueron secuestrados y después hechos desaparecer: en nuestra memoria no hay nada; apenas, a veces, alguna imagen virtual, más inventada que percibida.

    Cuando salimos de nuestro país, quedaron atrás nuestros familiares, grandes y chicos. Algunos pequeños que recién iniciaban su vida escolar, que estaban aprendiendo a leer. Un día nos comunican que fulanito ha terminado con éxito sus estudios y ha logrado ingresar a la universidad. Con este motivo los padres le pagarán un viaje a Europa y que un día de estos llegará a visitarnos. Así, un día llaman a la puerta y al abrir nos encontramos con un muchacho alto, con leves rasgos familiares y que nos saluda, alegre: «¡Hola tíos! Aquí estoy. Les traigo este regalito que les envían mis padres». Al comparar la imagen presente de este sobrino con la del recuerdo, nos percatamos de que no existe continuidad entre ambas. Hay sólo un vacío donde deberían estar las imágenes que corresponden a esos años que no compartimos. Ni siquiera una traza, alguna fotografía. No es culpa nuestra que haya una parte de nuestra memoria que nos falte. Esta inédita situación no es olvido, puesto que éste, cuando lo hay, no destruye esa sensación de que nuestra memoria es una y continua y que ni siquiera la idea de un bache en ella parece concebible. Y sin embargo, estas situaciones existen.

    Pero esta situación también se presenta de otras formas: después que sacaron la infamante letra L de nuestros pasaportes, que nos impedía volver, muchos compatriotas viajaron para ver qué y cómo había cambiado el país. Pero, a pesar de ese proyecto, recuerdos inalterables se negaron a desaparecer. Una demostración: un retornado recorre una calle con muchos cambios, la avenida Providencia. A lo lejos viene una persona que conoce y estima; es el padre de un antiguo compañero de estudios y en cuya casa se celebraron inolvidables fiestas. «¡Don fulano!», exclama. «Qué gusto de verlo. ¿Qué es de fulanito? ¿Está en Chile?». La respuesta, brutal, le sorprende: «Idiota, me confundes con mi propio padre…». También está el otro lado de la medalla. Voy tal vez por la misma calle después de quince años de ausencia. Veo venir, a pocos pasos, a un antiguo amigo que parece no haberse percatado de mí. Lo detengo e interpelo: «Pero, fulano, ¿no te acuerdas de mí?». La actitud de sorpresa del personaje parece responder afirmativamente mi pregunta. Pero él me responde: «Perdone, señor, su cara me es familiar. Tal vez usted me toma por fulano, mi padre». Existen, pues, vacíos en la memoria. Estos vacíos no solo hacen referencia a personas cuya historia, debiendo estar instalada en nuestra memoria, ha sido reemplazada por un hueco, cuya nostalgia se extiende no sólo a todo un periodo de nuestra vida, sino también a todas las circunstancias que la acompañaban. Es cierto que fue reemplazado por otro paisaje, otras ciudades, otro idioma, pero la diferencia será siempre profunda. Vivíamos sentimentalmente fuera de estos, echando de menos lo que debería haber llenado el vacío que reemplazan.

    En cuarto lugar, la memoria como quebranto. A menudo la simple aparición de un sonido, de un color, desata un recuerdo doloroso que voluntariamente hubiésemos querido que pasara al olvido. Una vez estábamos conversando en nuestro hogar con una antigua amiga que vivía en otro país de Europa después de haber pasado un tiempo en la cárcel y luego ser expulsada del país. Al caer la tarde, mi mujer, para no dar aun la impresión de noche oscura, encendió una ampolleta que estaba por morir y que daba al pasillo, donde había una atmósfera algo tétrica. Entonces nuestra amiga, trémula y desasosegada suplicó a Patricia: «Apaga, apaga, por favor. Prefiero la oscuridad a esa luz, que me recuerda el pasillo que debíamos recorrer antes de llegar a la pieza de torturas». También la música puede hacer aparecer un recuerdo amargo. Nuestro hijo Pablo tenía seis años al momento del golpe; estábamos seguros de que muchas situaciones dramáticas habían pasado desapercibidas para él, pues teníamos cuidado de no tocar en su presencia situaciones cotidianas tales como: «lo llamaron en el último bando, ya se sabe con certeza que quienes acompañaban al Presidente están todos muertos: Enrique París, Georges Klein,Claudio Jimeno, etc». Pues bien, muchos años después, estábamos reunidos, como solíamos hacerlo, tomando té y escuchando France Musique a su llegada del liceo, cuando, al escuchar la Marcha de las Walkirias, se levanta demudado de su silla y apaga violentamente la radio. «Esa música me recuerda el golpe», dijo y permaneció callado. No sólo recordó la música oficial con que daban a conocer los bandos de la Junta Militar, sino que, nos explicó bastante después, la atmósfera de temor y expectativas dolorosas que invadían nuestro hogar a los primeros compases de la música de Wagner; todo era percibido entonces por ese niño que recién iba al colegio. Y esa misma actitud de rechazo a la famosa marcha la sufrimos nosotros al ver su inteligente empleo en el filme Apocalypse now.

    ¡Cuántas veces habremos visto a una persona relatar las circunstancias de su detención u otra situación similar y de improviso detenerse con un quebranto en su voz!

    En quinto lugar, la memoria como relato, es decir, crónica o novela; pero también charla. Dijimos que buena parte de nuestros recuerdos aspira a la comunicación, y que de esta forma el acervo cultural del grupo se acrecienta, su propia historia, su identidad. Es entonces un deber nuestro, de aquellos que hemos sobrevivido estos últimos cuarenta años, el sacar a la luz, desde las remembranzas a los quebrantos, todo aquello que pueda insertarse, con su verdad, en nuestra historia contemporánea. Pues al no querer nombrar una situación como lo que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1