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Shakespeare
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Libro electrónico210 páginas3 horas

Shakespeare

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Sobre la figura de Shakespeare se sabe muy poco y se ha especulado mucho, probablemente demasiado. Con su habitual sabiduría, ironía y buen gusto, Bill Bryson prefiere explicarnos los hechos probados de la vida y la época de Shakespeare, y desmonta muchos de los mitos que lo rodean. Gracias a ello, este libro es quizás la mejor manera de introducirse en el universo del genial dramaturgo inglés.
IdiomaEspañol
EditorialRBA Libros
Fecha de lanzamiento30 abr 2013
ISBN9788490067345
Shakespeare
Autor

Bill Bryson

Bill Bryson's bestselling books include One Summer, A Short History of Nearly Everything, At Home, A Walk in the Woods, Neither Here nor There, Made in America, and The Mother Tongue. He lives in England with his wife.

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    Shakespeare - Bill Bryson

    A Finley y Molly y en recuerdo de Maisie

    I

    EN BUSCA DE WILLIAM SHAKESPEARE

    Antes de que le cayera del cielo, en 1893, una plétora de dinero, Richard Plantagenet Temple Nugent Brydges Chandos Grenville, segundo duque de Buckingham y Chandos, vivía libre de mayores sobresaltos.

    Había tenido un hijo bastardo en Italia, intervenido ocasionalmente en el Parlamento en contra de la revocación de las Leyes de Granos y demostrado un visionario interés en la lampistería (equipando su casa de Stowe, en Buckinghamshire, con nueve de los primeros inodoros de cisterna de Inglaterra); por lo demás, sólo se había distinguido por sus gloriosas perspectivas y sus numerosos nombres. Sin embargo, tras heredar sus títulos y una de las mayores fortunas inglesas, dejó atónitos a sus socios y, sin duda, también a sí mismo con su talento para perder hasta el último penique de esa herencia en escasos nueve años de sonadas y calamitosas inversiones.

    En el verano de 1848, arruinado y humillado, Richard dejó Stowe y todo cuanto contenía en manos de sus acreedores y se marchó a Francia. La subasta posterior fue uno de los acontecimientos sociales de la época. Era tal la riqueza que encerraba Stowe que un equipo entero de peritos de la firma londinense Christie and Mason tardó cuarenta días en completar el inventario.

    Entre los objetos menos destacados había un oscuro retrato ovalado de 55 × 45 cm que el conde de Ellesmere había adquirido por 355 guineas y que desde entonces se conoce como el retrato Chandos. El cuadro estaba muy retocado y la pátina del tiempo lo había ennegrecido tanto que se perdían (y aún se pierden) muchos detalles. En él se ve a un hombre de unos cuarenta años con la barba recortada y cierto atractivo a pesar de su calvicie incipiente. Lleva un pendiente de oro en la oreja izquierda. Su expresión es confiada, de una serena desfachatez. No es exactamente el tipo de individuo a quien uno le confiaría la mujer o una hija en edad de merecer.

    Si bien nada se sabe acerca del origen del cuadro ni de cuál fue su suerte antes de 1747, cuando se incorporó al patrimonio de la familia Chandos, durante mucho tiempo pasó por ser un retrato de William Shakespeare. No hay duda de que se parece mucho a Shakespeare... aunque no podría ser de otro modo, puesto que se trata de una de las tres imágenes de Shakespeare en las que se basa toda la imaginería posterior.

    En 1856, poco antes de morir, lord Ellesmere donó la pintura a la nueva National Portrait Gallery de Londres en calidad de obra fundacional. Ser la primera adquisición de la galería le ha proporcionado un cierto prestigio sentimental pero no la libró de las sospechas, casi inmediatas, sobre su autenticidad. Los más reticentes de la época alegaban que el retratado tenía la tez demasiado oscura y un aspecto demasiado extranjero —demasiado judío o italiano— como para ser un poeta inglés, y no digamos ya uno de ese calibre. A algunos, para citar al ya fallecido Samuel Schoenbaum, les inquietaba el aire «libertino» y los labios «lúbricos» del personaje (hubo hasta quien sugirió, quizás un tanto ingenuamente, que el dramaturgo había posado caracterizado de uno de sus personajes; de Shylock, por ejemplo).

    —Bueno, la pintura corresponde al período correcto, de eso al menos podemos dar fe —me dijo la doctora Tanya Cooper, curadora de la sección de retratos del siglo XVI de la galería, el día en que me propuse averiguar cuánto podía saberse y con qué grado de certeza acerca de la figura más venerada de la lengua inglesa—. El cuello es de los que se usaban entre 1590 y 1610, que es cuando Shakespeare gozó de mayor popularidad y por consiguiente bien pudo posar para un retrato. También podemos decir que se trata de un sujeto algo bohemio, lo cual es perfectamente acorde con su dedicación al teatro, y que su situación es desahogada, tal como debió de ser la de Shakespeare durante aquellos años.

    Le pregunté en qué se basaba para llegar a tales conclusiones.

    —Verá —me dijo—. El pendiente es un signo de su bohemia. Un hombre con pendiente significaba lo mismo entonces que ahora, es decir, que su portador era una persona más atenta a la moda que el común de los mortales. Tanto Drake como Raleigh fueron retratados llevando pendientes. Era un modo de anunciar su talante aventurero. Era habitual que, si el hombre podía permitírselo, usase bastantes joyas, casi siempre bordadas a la ropa. Así que nuestro sujeto es, o bien discreto, o bien no enormemente rico. Yo me inclinaría por esto último. Por otra parte, podemos inferir que era próspero (o que deseaba aparentarlo), pues viste enteramente de negro.

    Mi cara de asombro hizo sonreír a la doctora Cooper.

    —Hace falta mucho tinte para lograr un negro perfecto. Resultaba mucho más barato confeccionar ropa de color crudo, beis o cualquier otro tono claro. De modo que en el siglo XVI la ropa negra era casi siempre un signo de distinción.

    Luego pasó a evaluar la calidad del retrato.

    —El cuadro no es malo, pero francamente tampoco es bueno —continuó—. El artista sabía imprimar un lienzo, lo cual implica cierto oficio; sin embargo, el resultado es bastante corriente y tiene problemas de luminosidad. Ahora bien, si el retratado fuera Shakespeare, se trataría del único retrato conocido que se hizo en vida, es decir, que es así como era... suponiendo que fuera William Shakespeare.

    ¿Y qué probabilidades hay de que lo sea?

    —Sin documentación acerca de su procedencia, no puede saberse. Y es muy poco factible que, habiendo pasado tanto tiempo, esa documentación aparezca algún día.

    Pero si no es Shakespeare, ¿quién es?

    La doctora Cooper sonrió.

    —No tenemos ni idea.

    Si el retrato Chandos no fuera genuino, aún nos quedarían otras dos imágenes en las que basarnos para dilucidar qué aspecto tenía William Shakespeare. La primera de ellas es el grabado en plancha de cobre o calcografía que hacía las veces de frontispicio en la edición de 1623 de las obras de Shakespeare, el famoso Primer Folio.

    El grabado Droeshout (que debe su nombre a su autor, Martin Droeshout) es una obra de arte de una notable —e incluso magnífica— mediocridad. Casi todo en él es un error. Un ojo es más grande que el otro. La boca aparece extrañamente desplazada. El cabello se ve más largo a un lado de la cabeza que al otro y la propia cabeza, desproporcionada con respecto al cuerpo, parece flotar sobre los hombros como un globo. Y lo que es peor, el sujeto se muestra inseguro, culposo, casi con miedo; nada que ver con la figura galante y confiada que nos habla desde las obras.

    De Droeshout (o Drossaert, o Drussoit, como también se le conocía) se suele decir que pertenecía a una familia de artistas flamencos, si bien es cierto que los Droeshouts llevaban ya sesenta años y tres generaciones en Inglaterra cuando Martin nació. Peter W. M. Blayney, la máxima autoridad en lo relativo al Primer Folio, ha señalado que Droeshout, quien rondaría los veinte años y no contaba con una gran experiencia cuando realizó el grabado, pudo haberse hecho con el encargo por poseer no tanto un gran talento como los materiales adecuados para llevarlo a cabo: una prensa giratoria para hacer calcografías. En 1620 no abundaban los artistas con tales utensilios.

    A pesar de sus múltiples flaquezas, el grabado se acompañaba de un comentario de Ben Jonson, que en su homenaje a Shakespeare en el Primer Folio dice de él:

    De haber plasmado su talento

    tan bien en bronce como el gesto,

    sería esta efigie más enorme

    de cuanto se hubo escrito en bronce.

    Se ha conjeturado, no del todo gratuitamente, que Jonson pudo no haber visto el grabado de Droeshout antes de esbozar sus generosos versos. Lo que es indudable es que Droeshout no contó con un modelo vivo, pues Shakespeare llevaba muerto siete años cuando se publicó el Primer Folio.

    Lo cual nos deja con una última imagen fiable: la estatua pintada y de tamaño natural que ocupa el centro del monumento mural a Shakespeare en la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, donde está enterrado. Tal como el Droeshout, tampoco esta obra posee un gran valor artístico, aunque cuenta con el mérito de haber sido visitada y probablemente aprobada por gente que conocía a Shakespeare en persona. Su autor fue un cantero llamado Gheerart Janssen, y la instalaron en el coro hacia 1623, el mismo año en que Droeshout hizo su grabado. Janssen vivía y trabajaba cerca del Globe, en el Southwark londinense, y es bastante probable que hubiera visto a Shakespeare más de una vez, aunque uno desearía que no fuera así, puesto que el Shakespeare que retrata Janssen es un individuo de rostro rechoncho y pagado de sí mismo, con (como dijera Mark Twain con acerado ingenio) la «profundísima, sutilísima expresividad de una vejiga».

    En cualquier caso, no podemos saber cómo era exactamente la efigie porque en 1749 un alma anónima pero cargada de buenas intenciones «remozó» la pintura que la cubría. Veinticuatro años más tarde, el erudito shakesperiano Edmond Malone visitó la iglesia y, horrorizado al ver que alguien había pintado el busto, ordenó a los capellanes que lo blanquearan, devolviéndolo a su supuesto, y erróneo, estado original. Cuando, años después, volvieron a pintarlo, ya nadie sabía qué colores emplear. El asunto no es trivial porque gran parte del detalle de la efigie no estaba esculpido sino pintado, de modo que el color le proporcionaba mayor definición. Blanqueada, debió de parecerse a uno de aquellos maniquíes sin apenas rasgos que solía haber en el escaparate de las sombrererías.

    Todo ello nos pone en la curiosa situación de contar con tres posibles imágenes de William Shakespeare en las cuales se inspiran todas las demás. Dos de ellas de escasa calidad y llevadas a cabo años después de su muerte y una tercera algo más meritoria en cuanto a factura pero nada clara en lo que respecta a la identidad de retratado. Se da, por tanto, la paradoja de que todos reconocemos de inmediato cualquier imagen de Shakespeare sin que sepamos, a ciencia cierta, cómo era. Y algo similar ocurre con casi todos los aspectos de su vida y milagros: de nadie se sabe tanto y tan poco a la vez.

    Hace ya más de dos siglos, e imbuido de una sensación que se repetiría a menudo desde entonces, el historiador George Steevens observó que todo cuanto sabemos de William Shakespeare se reduce a un exiguo puñado de datos: nació en Stratford-upon-Avon, tuvo una familia allí, viajó a Londres, se convirtió en actor y autor, regresó a Stratford, hizo un testamento y murió. Una aseveración no del todo cierta entonces, y menos aún ahora, que sin embargo no dista mucho de la verdad.

    Tras cuatrocientos años de intensa cacería, los investigadores han ido encontrando un centenar de documentos relacionados con William Shakespeare y su familia más cercana. Actas baptismales, escrituras de propiedad, certificados de impuestos, compromisos conyugales, avisos de embargo, registros legales (numerosos registros legales: en aquel entonces adoraban los litigios), etc. Una cifra nada desdeñable, aunque a las escrituras, los certificados y demás papeleo les falta vitalidad. Nos proporcionan información cumplida sobre los aspectos más formales de la vida de una persona pero apenas nos dicen algo de sus emociones.

    En consecuencia, de lo mucho que desconocemos acerca de William Shakespeare, una gran parte es información esencial. No sabemos, por ejemplo, cuántas obras teatrales escribió exactamente ni en qué orden lo hizo. Podemos deducir cuáles eran algunas de sus lecturas pero no sabemos de dónde sacaba los libros ni qué hacía con ellos una vez leídos.

    A pesar de que dejó casi un millón de palabras de texto, sólo se conservan catorce de ellas de su puño y letra: seis firmas con su nombre completo y las palabras «por mí» rubricadas en su testamento; ni una sola nota, carta o página de manuscrito (algunos estudiosos afirman que una parte de la obra Sir Thomas More, que nunca llegó a ponerse en escena, fue manuscrita por Shakespeare, pero no hay certeza fehaciente de que así sea). Tampoco contamos con escrito alguno que lo describa estando él en vida. El primer retrato verbal de Shakespeare —«era un hombre apuesto y de buena constitución; agradable como compañía y de un ágil ingenio dispuesto y cordial»— fue escrito sesenta y cuatro años después de su muerte por John Aubrey, que nació cuando el dramaturgo llevaba muerto diez años.

    Si bien Shakespeare habría sido un sujeto de lo más afable, el primer registro escrito referido a él es una crítica a su carácter por parte de un colega. Muchos de sus biógrafos consideran que desdeñó a su mujer (a quien le dejó en herencia, como es sabido, su segunda mejor cama tras, según parece, pensárselo dos veces) y sin embargo no hay nadie que haya escrito de un modo tan elevado, apasionado y deslumbrante acerca del amor y la compenetración entre dos almas gemelas.

    No sabemos con certeza cuál es la grafía correcta de su apellido. Como si en ningún caso se tratase de él, de las seis firmas que dejó y se conservan no hay dos que coincidan (y así tenemos «Will Shaksp», «William Shakespe», «Wm Shakspe», «William Shakspere», «Willm Shakspere» y «William Shakspeare»; resulta curioso que no haya utilizado la única forma con la que su nombre ha pasado a la historia). Tampoco podemos aventurar cómo lo pronunciaba él mismo. Helge Kökeritz, autora del esencial Shakespeare’s Pronounciation, sugirió que tal vez Shakespeare lo pronunciaba con una a corta, como en la palabra inglesa shack. Quizá se decía de una manera en Stratford y de otra en Londres, o la pronunciación del propio Shakespeare variaba tanto como su ortografía.

    No sabemos si se marchó de Inglaterra en alguna ocasión. No sabemos a quiénes frecuentaba ni cómo se divertía. Su sexualidad es un misterio inescrutable. Hay sólo un puñado de días de los que se sabe con absoluta certeza dónde estaba. No hay nada que certifique su paradero durante los ocho años críticos de su vida en los que dejó a su mujer y a sus tres hijos pequeños en Stratford y se convirtió, con una facilidad casi inverosímil, en un dramaturgo de éxito en Londres. La primera mención impresa de Shakespeare como dramaturgo aparece en 1592, cuando ya ha atravesado el ecuador de su vida.

    En cuanto al resto, Shakespeare sería algo así como el equivalente literario de un electrón: siempre presente y ausente a la vez.

    Empecinado en entender por qué sabemos tan poco acerca de Shakespeare y qué esperanzas tenemos de ampliar ese conocimiento, me dirigí un día a la Oficina del Registro Público —que hoy pertenece al complejo denominado Archivos Nacionales— en Kew, en el sudoeste de Londres. Allí me recibió David Thomas, un hombre robusto y jovial de pelo cano, que era a la sazón el archivero jefe. Cuando llegué, Thomas estaba trasladando un atajo mal encuadernado de documentos (un fajo de memoranda del Tesoro [Exchequer] correspondiente al período invernal, o Hilary term, de 1570) a una mesa larga de su despacho. La carga, un millar de páginas de pergamino de piel de oveja mal ligadas y todas desparejas entre sí, era incómoda y le ocupaba ambos brazos.

    —En parte, los registros son excelentes —me explicó Thomas—. La piel de oveja es un soporte maravillosamente duradero, aunque se la ha de tratar con cuidado. Así como la tinta penetra en las fibras del papel, en la piel de oveja permanece en la superficie, más o menos como la tiza en una pizarra, y es por tanto fácil que se borre. El papel del siglo XVI también era de buena calidad. Se fabricaba con harapos y, al no tener casi acidez, ha podido conservarse muy bien.

    Sin embargo, para mi vista de lego, la tinta se había decolorado hasta adquirir una tenue e ilegible calidad acuosa y el tipo de letra era absolutamente indescifrable. Además, la escritura no estaba organizada en la página como para hacer más llevadera la lectura. El papel y el pergamino eran caros y no se trataba de andar derrochando espacio. No había separación entre los párrafos; de hecho, no había párrafos. Allí donde acababa una entrada, empezaba la siguiente sin solución de continuidad ni números o encabezamiento que identificasen cada caso o los separasen entre sí. Resultaba difícil de imaginar un texto menos escaneable que ése. El único modo de verificar si un volumen contenía referencias a una persona o acontecimiento determinados consistía en leer cada palabra, lo cual ni siquiera era sencillo para expertos como Thomas, pues la caligrafía de la época era sumamente variable.

    Los isabelinos eran tan liberales con su caligrafía como lo eran con su ortografía. Los cuadernos de caligrafía proponían hasta veinte maneras

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