Viajeros: Historias urbanas
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“Viajeros” es pues, un rompecabezas y un fresco, crónica y homenaje, tratado y guía última para valientes y descarriados que podrán perderse sin miedo entre sus letras, sabedores como algún poeta griego y ciego, que lo importante siempre es el viaje y no el destino.
Estamos ante una gran alego
Miguel Ángel Ortega Mejía
Nace en el estado de Chihuahua en 1954. Abogado de profesión y con estudios en economía, ha conjugado su desarrollo profesional con el mundo de las letras, escribiendo en su primera experiencia estos cuentos urbanos que él mismo denominó: Viajeros, su primera obra publicada.
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Viajeros - Miguel Ángel Ortega Mejía
Viajeros
© 2013 Miguel Ángel Ortega Mejía
De esta edición:
©D.R., 2013, Ediciones Felou, S.A. de C.V.
Amsterdam 124-403, Col. Hipódromo Condesa
06170, México, D.F.
sabermas@felou.com
www.felou.com
Diseño de portada e interiores: Nora Mata
norite2005@hotmail.com
ISBN: 978-607-7757-84-9
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Prólogo
De la pertinencia del viaje y el que lo observa
Un viejo poeta griego y ciego, decía que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que contar.
Yo que soy un descreído de los destinos manifiestos, en esta ocasión tengo que dar, inevitablemente, mi brazo a torcer. Pero lo haré con gusto. Esa red de pequeñas tragedias cotidianas que se tejen de forma inexorable, todos los días en las grandes ciudades, son sin lugar a dudas la manta en la que reposa nuestra sociedad, la que la mantiene viva, latente, alerta, despierta, estremecida.
Es ese intrincado cúmulo de mínimas desventuras, es la que a la larga da la sensación de certeza de nuestro paso por la tierra. La seguridad que seguimos aquí, y sobre todo, pese a todo, seguimos siendo humanos. Y que de manera cotidiana y vil, estamos expuestos a la catástrofe. Aunque nadie se entere.
Somos pues, no más que viajeros en las carreteras del designio de los dioses. Y estamos solos. Con un boleto de ida a ninguna parte.
Pero de vez en cuando, tenemos el raro privilegio de ver llegar alguien que viene a contarnos como fueron tramadas las desdichas, y a contarnos a nosotros mismos; un viajero singular, diferente, el que tiene el don de la palabra escrita y los ojos prestos para ver alrededor.
Y eso, hay que celebrarlo.
Pero, parecería que estoy hablando de antropología social y no es así, nadie se llame a engaño. Estoy hablando de literatura, esa que se compromete más allá de la forma, la estética y la arquitectura narrativa, y logra de forma valiente y arriesgada, crear un lienzo curioso de pasiones humanas que hacen frágil equilibro en la delgada línea roja que divide la comedia de la tragedia. La vida misma.
Miguel Ángel Ortega Mejía es, desde mi punto de vista, mucho más que un cuentista; prefiero verlo como un fabulador con un extraordinario manejo del idioma, y dotado además, cual entomólogo de nuestro tiempo, de una perspicacia dura que disecta, desmenuza, atomiza los símbolos de nuestro tiempo y los transforma, ya deconstruidos, como si fuese un modelo para armar, en asombrosos y en ocasiones alucinantes pasajes que todo tienen que ver con la ciudad y con su gente.
Y tal vez sea la ciudad misma, este infame y sin embargo maravilloso hormiguero, el personaje central del libro que ahora mismo tienes entre tus manos. Una ciudad inmensa, absurda, bella y fatal, que se traga todos los días a sus hijos y los devuelve por las noches hechos jirones o los desaparece para siempre.
Viajeros
es pues, un rompecabezas y un fresco, crónica y homenaje, tratado y guía última para valientes y descarriados que podrán perderse sin miedo entre sus letras, sabedores como el poeta griego y ciego del que hablaba antes, que lo importante siempre es el viaje y no el destino.
Estamos ante una gran alegoría sobre el viaje y los viajeros, sobre el transporte público y las pasiones privadas que de vez en cuando confluyen y estallan en una erupción incontenible que muestra y desnuda nuestras más íntimas carencias o nuestras mayores virtudes. Pero también, el retrato de ciudadanos comunes que a pesar de haber sido consumidos por el fuego, cual Fénix, se levantan de entre sus cenizas, sorprendidos para comenzar un nuevo y farragoso viaje a través de la existencia.
Creo que la clave mayor, definitiva, de Viajeros
de Miguel Ángel es la otredad, ese guiño amigable o suicida, desde donde se quiera, que nos permite mirarnos a través de los ojos de los otros. Descubrir en un ligero destello en la pupila del personaje, el espejo que nos devuelve la imagen completa de nuestra propia humanidad en todo su esplendor.
Mi oficina queda en el centro de la ciudad de México. A veces tomo el metro. Pero a veces, el metro me toma a mí.
Quiero decir que el poderoso embrujo provocado por esa marea de gente subterránea que fragorosamente transita por sus oquedades, me obliga a pensar en otras vidas distintas a la mía, me hace un ser inevitablemente social. Me pone en la piel, contra la piel de mis pares, viajeros también que saben a ciencia cierta que todos estamos de paso por el mundo.
Siempre he pensado que la diferencia entre un simple turista y un viajero, estriba en la capacidad del segundo para mirar a través de los ojos de los otros, lo que va encontrando en el camino, probando y descubriendo, perdiéndose.
Y es, sin lugar a dudas, Miguel Ángel un viajero que propone un texto de viajeros. Podría ser un sueño, muchos sueños, pero simultáneamente muchas pesadillas.
Un viajero es pues, aquel que se despoja de atavismos culturales, de prejuicios morales, de amarras terrestres, de confabulaciones caseras y se va a ver el mundo a través de los ojos del asombro. A través de los ojos de los otros.
Un libro de cuentos (o fábulas, para no desdecirme), ágil, mordaz, cercano, bello y terrible, escrito con inusitada y singular prosa que nos envuelve y quema.
Tiene Viajeros
una enorme pertinencia en un mundo donde la sorpresa y el asombro se diluyen ante la enormidad de las catástrofes. Siempre he creído que las grandes historias deben ser acerca de pequeños personajes. Miguel Ángel lo sabe también, y se nota como disfruta creando a cada uno, dotándolo de voz y de palabras propias, haciéndolo cercano.
Sí cómo decía Ungaretti: Me ilumino de inmenso
. Los hombres y mujeres que pasan por estas páginas lo hacen, con un brillo propio y merecido.
García Lorca decía que él escribía para que lo quisieran. Confío en que Miguel Ángel tenga el mismo fin al escribir sus libros.
Encontrará en muchas miradas su reflejo.
Los dioses, dije antes, tejen desdichas para que las futuras generaciones tengan algo que contar; Viajeros
es una prueba fehaciente de ello. Al fin y al cabo, sí creo en el destino manifiesto.
Lo celebro.
Benito Taibo
Para leer estos cuentos…
Las novelas deben ser cortas, como la vida.
Deben ser historias que se disfruten y diviertan.
Una reflexión espontánea y al final,
la convicción de ser viajeros.
Viajeros permanentes
obligados al tránsito en una concepción de tiempo confusa.
Una espontánea concepción de vida que llega y pasa, como el viento,
con sólo una forma y tiempo: VIVIR.
A fuck day
Al bajar del minibús me estiré como gato con el deseo de despejar una repentina sensación de cansancio producto de la jornada recién concluida. Fastidio de un día que termina con la mexicana sensación de estar hasta la madre
o para decirlo en una brillante acepción en inglés: ¡A fuck day!
En la estación del subway, metro
para los ignorantes, (segunda etapa del trayecto oficina-hogar), un acceso se encuentra en la parte media alta de un puente vial. Al terminar la obligada aventura entre suicida y masoquista en un camioncito conocido como micro
(primera etapa del trayecto oficina-hogar), eventualmente y cuando el tiempo despejado lo permite, es posible relajar los nervios observando la parte sur-poniente de la ciudad. Una ciudad que cada noche se prepara para su danza nocturna; agazapada y acechando; provocativa y coqueta como buena hija de puta.
Esa tarde, inusualmente clara, «aún cuando en el horizonte se aprecian nubes de lluvia que el viento acerca rápidamente», vale la pena perder unos minutos en la contemplación del Valle de México. A su vista, con todo y su horrible faz urbana, me obligo a reivindicar a los sufridos aztequitas por su acierto, premeditado o no, de escoger lo que debió ser un bello lugar para fundar su metrópoli. —Mi teoría al respecto es, que así como hace unos momentos lo único que deseaba con fervor místico y agonía nasal era bajar del autobucito, la insigne raza de bronce de aquel entonces lo único que deseaba era detener su criminal peregrinación después de una obligada y multitudinaria mentada de madre al tal Tenoch por la larga caminata (quien seguramente se había extraviado en la ruta)—. En fin...
A la ciudad la circunda una cadena montañosa, que remata si se gira la cabeza unos veinticinco grados a la izquierda (desde mi ubicación con vista al suroriente) con los emblemáticos volcanes. Estampa que inevitable transporta al recuerdo de lecturas primarinfantiles, tatuadas con enjundia en nuestras tiernas mentes por perseverantes mentores; historias donde se narra las pasadas grandezas de