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Miguel Strogoff: Edición Juvenil Ilustrada
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Miguel Strogoff: Edición Juvenil Ilustrada
Libro electrónico151 páginas1 hora

Miguel Strogoff: Edición Juvenil Ilustrada

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Miguel Strogoff, o el correo del Zar, es una de las novelas más aplaudidas de Julio Verne, y sin duda la más llena de acción y aventuras. 

Miguel Strogoff es uno de los correos del Zar, personaje noble y valiente, a quién el Zar de Rusia le encomienda una delicada misión: partir hacia la lejana ciudad de Irkutsk y entregar una misiva al Gran Duque, hermano del Zar. El objetivo es impedir la invasión de Siberia y la toma de la ciudad por parte de las hordas tártaras que comanda el sangriento Feofar-Khan, acompañado del traidor Iván Ogareff, quién ha jurado dar muerte al Gran Duque. 

Así, Miguel Strogoff emprende un viaje de más de cinco mil kilómetros a través de la dura estepa rusa, durante el cual le sucederán las más arriesgadas y trepidantes aventuras: se enfrentará a osos, será capturado por los tártaros y conseguirá escapar, cruzará ríos subido a un carromato... siempre acompañado por la joven y valiente Nadia, a quién conoce al poco de iniciar el viaje, y contando con la ayuda de amigos y familia.

Miguel Strogoff se publicó por primera vez en 1876 y fue un inmediato éxito de ventas, llevado muy pronto al teatro y al cine. En esta edición Juvenil Ilustrada es el perfecto acercamiento para los más jóvenes de la casa a la obra de Verne, y también una excusa para los adultos para rememorar de forma rápida un clásico de la literatura de aventuras.

*

Julio Verne (1828 - 1905) es considerado uno de los fundadores de la moderna literatura de ciencia ficción y un gran narrador de aventuras. Fue célebre por sus relatos de aventuras fantásticas, narradas siempre con un tono de verosimilitud científica. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jun 2019
ISBN9788834145302
Miguel Strogoff: Edición Juvenil Ilustrada
Autor

Julio Verne

Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito ense­guida y su popularidad le permitió hacer de su pa­sión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia fic­ción. Verne viajó por los mares del Norte, el Medi­terráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.

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    Miguel Strogoff - Julio Verne

    DECISIVA

    PARTE

    PRIMERA

    EL CORREO DEL ZAR

    Capítulo I

    Vestido con un sencillo uniforme de oficial de cazadores, el poderoso Zar de Rusia paseaba majestuoso entre los numerosos y distinguidos invitados que asistían a la fiesta del Palacio Nuevo. Los lujosos salones aparecían brillantemente iluminados y en ellos se había reunido lo más selecto de la alta sociedad rusa; damas de la aristocracia de Moscú, militares de alta graduación, embajadores de los más importantes países de Europa, todos vestidos de gran gala, conversaban, paseaban o bailaban por los suntuosos salones mientras las bandas de música de los regimientos de Preobrajensky y Paulowsky interpretaban alegres valses y polcas.

    Eran las dos de la mañana y la fiesta se encontraba en todo su esplendor, cuando el general Kissoff, del servicio secreto, se acercó discretamente al Zar y le entregó un mensaje urgentísimo, que el soberano leyó en el acto.

    —¿De dónde han enviado este despacho telegráfico? —preguntó el Zar sin poder reprimir un leve gesto de preocupación.

    —De Tomsk, Majestad —respondió el general Kissoff.

    —¿Han sido cortadas las comunicaciones a partir de esta ciudad?

    —Sí, Majestad: desde ayer.

    —Así, pues, hemos quedado incomunicados con mi hermano, el gran duque.

    —En efecto, Majestad, no es posible telegrafiar a Irkutsk; y mucho me temo que, en breve, las comunicaciones telegráficas no puedan trasponer la frontera siberiana.

    —No obstante, desde el principio de la invasión tártara hemos mantenido constante comunicación con los gobiernos de Yeniseisk, Omsk, Semipalatinsk y Tobolsk.

    —Exactamente, Majestad. Nuestros mensajes han llegado a su destino y sabemos que los tártaros no pueden atravesar el Irtiche y el Obi.

    —¿Qué se sabe del traidor Iván Ogareff?

    Nuestra Policía ignora si ha cruzado o no la frontera.

    —En tal caso, urge enviar su filiación a todas las estaciones telegráficas con las que aún podamos comunicar. Y otra cosa, general: haga que se envíe cada hora un telegrama a Tomsk y téngame al corriente.

    —Todo se hará como Vuestra Majestad desea.

    El general se inclinó profundamente y salió de los salones de la fiesta sin que nadie lo advirtiese.

    Aquella importantísima conversación había tenido lugar en secreto; sin embargo había varios entre los distinguidos invitados que conocían con bastante detalle la marcha de la alarmante invasión de Siberia por los tártaros y se comunicaban entre sí sus impresiones hablando en voz baja y con toda reserva. Particularmente, dos corresponsales de la prensa extranjera en Rusia, uno francés y otro inglés, charlaban entre sí y, por más que fingían no estar enterados de nada, lo cierto es que estaban mejor informados que el resto de los invitados. El francés, Alcides Jolivet, hablaba sin cesar, derrochando a juicio de su colega británico unas energías preciosas y acompañando sus interminables palabras con abundantes gestos de ojos, cejas y manos. Por el contrario, el inglés, Enrique Blount, era parco en gestos y palabras y publicaba sus noticias en el Daily Telegraph. En cuanto a su colega francés, nadie sabía para qué periódico trabajaba, pues si alguien le preguntaba sobre ello siempre declaraba que era corresponsal de su prima Magdalena.

    —Realmente, señor —decía a la sazón Alcides Jolivet—, es ésta una fiesta maravillosa.

    —Espléndida he dicho en el texto que he enviado a mi periódico —corrigió Blount con tono de suficiencia.

    —Por mi parte, me he permitido comunicar a mi prima...

    —¿Su prima? —preguntó asombrado el inglés.

    —Sí, es a quien envío mis noticias y siempre me exige rapidez y precisión. Pues bien, he comunicado a mi prima que algo parece preocupar al soberano.

    —Yo no he observado nada —mintió Enrique Blount con la evidente intención de ocultar cuanto sabía.

    —Amigo mío, recuerde que el emperador Alejandro permaneció también impasible cuando le comunicaron que Napoleón había cruzado el Niemen al frente de sus tropas.

    —Cierto: la misma serenidad que mostraba el soberano cuando el general Tissot le revelaba que las comunicaciones entre Irkutsk y la frontera estaban cortadas...

    —¿Lo sabía usted? —fingió sorprenderse el francés.

    —Lo sabía, señor —respondió Blount con falsa modestia.

    —Sospecho, míster Blount, que se avecinan operaciones en extremo interesantes.

    —Procuraré estar en ellas, Monsieur Jolivet.

    —Es indudable que yo haré lo mismo.

    En aquellos momentos, el general Tissot volvía a aparecer en los lujosos salones del palacio; tardó algún tiempo en encontrar al Zar, que se había retirado a su gabinete.

    —Majestad —le comunicó en cuanto le encontró—: los despachos telegráficos no pasan ya de Tomsk.

    —¡Qué venga un correo inmediatamente! —ordenó el Zar.

    Y se asomó inquieto a un amplio ventanal desde el cual se podía ver gran parte de la ciudad de Moscú.

    La inquietud del Zar estaba justificada: una invasión de tártaros al mando de Féofar-Kan amenazaba con despojar a Rusia de sus territorios asiáticos, de la extensísima Siberia. Dos gobernadores representaban al Zar en aquellas inmensas regiones: uno de ellos radicaba en Tobolsk, capital de la Siberia Occidental; y el otro en Irkutsk, capital de la Siberia Oriental, a donde se encontraba el hermano del Zar, a más de cinco mil kilómetros de Moscú. Ningún ferrocarril surcaba aquellas inhóspitas regiones y sólo se podían atravesar utilizando trineos en el invierno y durante el verano en tarentas o en talegas.

    Un hilo telegráfico de varios miles de kilómetros de longitud comunicaba Moscú con las dos Siberias hasta sus límites más distantes; y éste era el alambre que había sido cortado, primero al otro lado de Tomsk y poco después entre Tomsk y Kolivan.

    Las dos Siberias habían sido gobernadas con normalidad hasta que un ruso traidor, Iván Ogareff, había tentado la codicia de Féofar-Kan y de varios jefecillos kirguises incitándoles a invadir Siberia. Anteriormente, el traidor Iván Ogareff había sido coronel al servicio del Zar; pero por sus ambiciosas intrigas había merecido que el gran duque le condenara a vivir desterrado en Siberia. Mas apenas transcurridos seis meses de su condena, un indulto del Zar permitió al traidor regresar a Rusia. Desde entonces, conspiró incansablemente en secreto hasta que consiguió que las hordas tártaras y los kirguises invadieran Siberia al mando del sanguinario Féofar-Kan. Iván Ogareff era su lugarteniente, mas no era ya únicamente la ambición la que le empujaba en su desleal empresa: había jurado vengarse del gran duque y ardía en deseos de llegar hasta Irkutsk para entregar la real persona al furor de las salvajes hordas.

    El Zar conocía los proyectos del traidor, aunque ignoraba su paradero actual. De todos modos, urgía informar al gran duque de la invasión de la Siberia Occidental a fin de que, organizando la defensa en Siberia Oriental las tropas leales atacasen a los invasores; mientras tanto, los regimientos rusos habían partido desde los Urales intentando tomar contacto con las hordas tártaras.

    No se ocultaba al Zar la enorme dificultad que encontraría su correo para recorrer más de cinco mil kilómetros hasta llegar a Irkutsk, marchando por un territorio tan lleno de peligros incluso en tiempo de paz. Estaba el Zar ocupado en estos pensamientos cuando la puerta del gabinete se abrió dando paso al general Kissoff.

    —¿Qué hay del correo? —preguntó el soberano.

    —Espera ahí fuera, Majestad —contestó el general—. Creo que es el hombre que necesitamos. Tiene treinta años y tiene suficiente valor, inteligencia, vigor y sangre fría para acometer tan extraordinaria empresa. Su lealtad y eficiencia la ha probado repetidas veces coronando con éxito muchas difíciles misiones que se le han confiado.

    —¿Cómo se llama?

    —Miguel Strogoff.

    —Bien: hágale usted pasar.

    Momentos después entraba en el gabinete real Miguel Strogoff, capitán de los correos del Zar. Era un hombre de elevada estatura, de pecho vigoroso y anchas espaldas; su cabeza poseía una noble belleza varonil y bajo el vistoso uniforme se adivinaba un cuerpo fornido y bien proporcionado. Indudablemente era el único hombre capaz de acometer la dificultosa empresa con posibilidades de éxito, ya que, además de sus restantes cualidades, conocía a la perfección el terreno que debería cruzar así como varios de los dialectos que se usaban en aquellas apartadas regiones. Y es que Miguel Strogoff había nacido en Siberia y allí pasó su juventud. Su padre, Pedro Strogoff, había sido un famoso cazador de osos en Omsk; había muerto diez años antes y su viuda, Marfa Strogoff, vivía aún en aquella ciudad. Pedro Strogoff había educado a Miguel en la dura vida de cazador desde su más tierna edad; a los once años, Miguel empezó a acompañar a su padre en las cacerías de osos y a los catorce años ya había dejado sin vida al primer oso.

    Cuando cumplió veinte años, y obedeciendo los mandatos de su familia, marchó a Moscú para ingresar en el cuerpo de correos del Zar. Pero Miguel, para quien su madre constituía su mayor amor en el mundo, procuraba que no pasara más de un año sin ir a verla en Omsk, para lo cual debía recorrer varios miles de verstas ¹ . Pero a veces, sus deberes militares no le permitían visitarla; precisamente cuando el Zar le llamó a su presencia, Miguel llevaba ya más de tres años sin poder visitar a su madre.

    —¿Cómo te llamas? —le preguntó el soberano.

    —Miguel

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