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Taras Bulba: Edición completa y anotada
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Taras Bulba: Edición completa y anotada
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Taras Bulba: Edición completa y anotada

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Taras Bulba, arquetipo del caudillo cosaco que, al ver amenazada su religión y sus territorios, resiste con fiereza a las hordas turcas, polacas y tártaras, tiene profundas raíces en la historia de Ucrania, y de Rusia, y la base que permite construir a Nikolai Gogol su obra inmortal:

Taras Bulba, el viejo jefe, se reencuentra con sus dos hijos, Ostap y Andrés, que han estudiado en un seminario de Kiev; hay abrazos, peleas, un exacto fresco de lo que para un cosaco de ley significa la vida en familia. Más tarde, los tres se unen al ejército cosaco, que se lanza a la conquista de diversos dominios polacos. Asistimos a combates, historias de amor, asedios y traiciones, junto a una recreación de las costumbres de época en aquellas duras estepas rusas.
Las virtudes literarias de Taras Bulba supusieron el reconocimiento a la obra de Gogol y el inicio de su carrera literaria. Aunque Gogol no volvería a escribir este tipo de novelas, el tiempo ha convertido a Taras Bulba, como Como Ivanhoe o El jorobado de Notre Dame, uno de esos personajes inolvidables que siempre saben ganarse la tranquila admiración de todos sus lectores.

***

Nikolai Gogol (1809-1852) fue uno de los escritores rusos más controvertidos y admirados de la época. Polémico y enfermizo, sus obras siempre fueron más allá de lo que él mismo pretendía, convirtiéndose en maestro de un realismo incesantemente perturbado por arrebatos fantásticos, alucinaciones e infernales pesadillas. Si Pushkin sienta las bases de la originalidad literaria rusa, él las perfecciona, y a la categoría de obra maestra.
Original y compulsivo, brillante y contradictorio, Gogol ha escrito novelas y relatos que son imprescindibles para la comprensión del Siglo de Oro de las letras rusas. En él se armonizan todas las fuentes; su prosa y sus inolvidables personajes marcan, con meridiana claridad, el camino que deberán seguir Turgueniev, Dostoyevsky y Chejov.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 oct 2018
ISBN9788829524617
Taras Bulba: Edición completa y anotada
Autor

Nikolai Gogol

Nikolai Gogol was a Russian novelist and playwright born in what is now considered part of the modern Ukraine. By the time he was 15, Gogol worked as an amateur writer for both Russian and Ukrainian scripts, and then turned his attention and talent to prose. His short-story collections were immediately successful and his first novel, The Government Inspector, was well-received. Gogol went on to publish numerous acclaimed works, including Dead Souls, The Portrait, Marriage, and a revision of Taras Bulba. He died in 1852 while working on the second part of Dead Souls.

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    Taras Bulba - Nikolai Gogol

    Design

    Índice

    Introducción

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Sobre el Autor

    INTRODUCCIÓN

    En un principio, Gogol tenía pensado escribir una historia de Ucrania, su tierra natal; pero al fracasar como profesor adjunto en la Universidad de San Petersburgo decide redactar Taras Bulba. Entre el rigor que exige el análisis histórico y la nítida luz de la novela de aventuras romántica, su irregular temperamento —siempre proclive al rapto de inspiración— se decanta por el trabajo imaginativo. Con el modelo de relato histórico servido por Walter Scott, Nicolás Gogol escribe Taras Bulba de un tirón; más tarde confesará a su amigo Pushkin que se ha sentido verdaderamente feliz mientras daba cuerpo a su legendario héroe; su maravillosa prosa, dificilísima de traducir al castellano, había fluido con absoluta libertad y alegría.

    La historia de Taras Bulba, arquetipo del caudillo cosaco que, al ver amenazada su religión y sus territorios, resiste con fiereza a las hordas turcas, polacas y tártaras, tiene profundas raíces en la historia de Ucrania. Los apuntes de Gogol para ubicar al lector son elocuentes: «Era uno de aquellos rudos caracteres que sólo aparecieron en el siglo XV y en aquel seminómada rincón de Europa, cuando toda la primitiva Rusia del Sur, abandonada por sus príncipes, estaba devastada y saqueada por las invasiones de los indomables mongoles; cuando el hombre, sin techo y sin hogar, tuvo que hacerse valiente; cuando establecía su casa entre los escombros de un incendio, rodeado de peligros y frente a amenazadores vecinos, a los que se acostumbraba a mirar fijamente a los ojos, olvidando que el miedo existiese en el mundo; cuando el ánimo pacífico del antiguo esclavo se encendió en valor guerrero y dio vida a ese arrojo de la naturaleza rusa que constituyó la sociedad cosaca; cuando todas las regiones de las riberas de los ríos, los sitios aprovechables para el transporte y las orillas más agradables fueron asaltadas por los cosacos, en tan gran número que cuando el sultán de Turquía preguntó a sus audaces capitanes cuántos serían, éstos le contestaron: ¿Quién lo sabe? Están esparcidos por toda la estepa; hay uno en cada pequeña colina.» Gogol también da cuenta de que los cosacos, con su vida inquieta, poblada de incesantes y cruentos combates, salvaron a Europa más de una vez de las invasiones foráneas que hubieran podido diezmarla; no constituían una fuerza regular, ya que en tiempos de paz ignoraban la disciplina militar, pero en caso de conflicto podrían constituirse en un poderosísimo ejército en sólo ocho días. Según la tradición, desenvainaban el sable en tres ocasiones: cuando los comisarios polacos no respetaban como era debido a los jefes cosacos y permanecían ante ellos con la gorra puesta, cuando alguien se burlaba de la fe ortodoxa o de las costumbres de los abuelos y, por último, ante impíos y turcos, contra los cuales siempre les estaba permitido blandir las armas para mayor gloria del cristianismo.

    El argumento —relativamente breve para lo que estilaban los románticos— permite a Gogol exhibir su inefable dominio del lenguaje. Taras Bulba, el viejo jefe, se reencuentra con sus dos hijos, Ostap y Andrés, que han estudiado en un seminario de Kiev; hay abrazos, peleas, un exacto fresco de lo que para un cosaco de ley significa la vida en familia. Al día siguiente, Taras los acompaña hasta Siech; allí, y luego de curiosas vicisitudes, los tres se unen al ejército zarapogo, que se lanza a la conquista de diversos dominios polacos. Una sucesión de pasajes humorísticos —las charlas de Taras Bulba con el judío son de una gracia exquisita— apenas si atenúan las escabrosas andanzas de la tribu ucraniana que, poseedora de un valor admirable, pero sujeta a salvajes costumbres, saquea todo lo que encuentra a su paso. En el combate, Taras Bulba demuestra el coraje que le ha dado un puesto de privilegio y que, más tarde, lo convertirá en leyenda. A raíz del asedio zarapogo a una ciudad, sobreviene la inevitable historia de amor. Andrés, que en Kiev —y a causa de un accidente fortuito— ha conocido a la bella hija del Vaivoda de Kovno, se entera por una criada de que ésta se halla entre los sitiados y está a punto de morir de hambre; su familia sólo puede alimentarse de raíces, igual que el resto de los habitantes de la ciudad. Por ella, Andrés abjura de su religión, traiciona a su comunidad y, obviamente, a su familia. Sobrevienen los ataques y los contraataques de ambos ejércitos; en uno de ellos, Taras Bulba persigue a Andrés y le da muerte; el indómito cosaco no concibe que un hijo suyo pueda haberse pasado al bando enemigo. Su otro hijo, Ostap, que se ha revelado como un valiente soldado, es capturado por los refuerzos que reciben los asediados y se lo condena a muerte. Taras Bulba acude a la plaza pública, con evidente riesgo, y se mezcla entre el gentío para presenciar la tortura de Ostap; desea estar cerca de él, verlo morir como a un mártir de su causa, lo que da lugar a uno de los más bellos pasajes del libro.

    A pesar de que Taras Bulba es una novela de inspiración romántica (tendencia que ya no volverá a marcar las obras de Gogol), no hay que buscar en sus personajes introspección psicológica, sentimientos líricos o alguna pasión enfermiza que los conduzca a irremediables pasiones. En Taras Bulba todo es lineal, transparente; el autor sólo pretende efectuar un exhaustivo fresco. El anciano guerrero no hará nada que sorprenda al lector, que ya desde las primeras páginas comprende que para disfrutar del relato sólo debe limitarse a seguir las pautas que Gogol ha establecido. Por eso la figura de Taras Bulba es irrepetible; sus hábitos salvajes, su férrea moral, su proceder llano, sin rebuscamientos, hacen olvidar sus sanguinarias andanzas, su particular sentido de la justicia y de la libertad. Detrás, y apuntalando su heroica marcha, brillan Ostap y Andrés, con su infausto destino, los judíos, los camaradas de armas, su sufrida mujer; ninguno de ellos empeñará, ni siquiera levemente, su admirable figura.

    Las virtudes literarias de Taras Bulba no son pocas; como se ha apuntado, el texto es límpido y el relato «engancha» de inmediato al lector; la tragedia tiene un peso específico, pero no angustia, no pretende arrancar lágrimas. Esta viva tensión, que está referida con gran economía, hace que Taras Bulba sea una obra atípica en la producción del torturado Gogol; el humor reemplaza a la sátira, la emoción no se doblega ante la piedad y la caricatura no ofende. Como Ivanhoe o El jorobado de Notre Dame, el tiempo ha convertido a Taras Bulba en uno de esos personajes inolvidables que siempre saben ganarse la tranquila admiración de todos sus lectores.

    Capítulo I

    — A ver vuélvete… ¡Tiene gracia! ¿Qué significa ese hábito sacerdotal? ¿Así visten ustedes, tan mal pergeñados, en su academia?

    Con estas palabras acogió el viejo Bulba a sus dos hijos que acababan de terminar sus estudios en el seminario de Kiev y que entraban en este momento en el hogar paterno, después de haberse apeado de sus caballos.

    Los recién llegados eran dos jóvenes robustos, de tímidas miradas, cual conviene a seminaristas recién salidos de las aulas. Sus semblantes, llenos de vida y de salud, empezaban a cubrirse del primer bozo, aun no tocado por el filo de la navaja. La acogida de su padre les había turbado, y permanecían inmóviles, con la vista fija en el suelo.

    — Esperen ustedes, esperen; déjenme que los examine a mi gusto. ¡Jesús! ¡Qué vestidos tan largos! —dijo volviéndolos y revolviéndolos en todos sentidos. ¡Diablo de vestidos! ¡En el mundo no se han visto otros semejantes! Vamos, pruebe uno de los dos a correr: seguro estoy de que se enreda con él y da de narices en el suelo.

    — Padre, no te burles de nosotros —dijo por fin el mayor.

    — ¡Miren el señorito! ¿Por qué no puedo burlarme de ustedes?

    — Porque, porque… aunque seas mi padre, juro por Dios, que si continúas burlándote, te apalearé.

    — ¿Cómo, hijo de perro? ¿A tu padre? —dijo Taras Bulba retrocediendo algunos pasos asombrado.

    — Sí, a mi mismo padre, cuando se me ofende, no miro quién lo hace.

    — ¿Y de qué modo quieres batirte conmigo, a puñetazos?

    — Me es completamente igual de un modo que otro.

    — Vaya por los puñetazos —repuso Taras Bulba arremangándose las mangas. Voy a ver si sabes manejar los puños.

    Y he aquí que padre e hijo, en vez de abrazarse después de una larga ausencia, empiezan a asestarse vigorosos puñetazos en los costados, en la espalda, en el pecho, en todas partes, tan pronto retrocediendo como atacando.

    — Miren ustedes, buenas gentes: el viejo se ha vuelto loco, ha perdido de repente el juicio —exclamaba la pobre madre, pálida y flaca, inmóvil en las gradas, sin haber tenido tiempo aún de estrechar entre sus brazos a sus queridos hijos. ¡Vuelven los muchachos a casa, después de más de un año de ausencia, y he aquí que su padre inventa, Dios sabe qué bestialidad… darse de puñetazos!

    — ¡Se bate como un coloso! —decía Bulba deteniéndose—. ¡Sí, por Dios! Muy bien —añadió, abrochando su vestido—; aunque mejor hubiera hecho en no probarlo. Éste será un buen cosaco. Buenos días, hijo, abracémonos ahora.

    Y padre e hijo se abrazaron.

    — Bien, hijo; atiza buenos puñetazos a todo el mundo como lo has hecho conmigo; no des cuartel a nadie. Esto no impide que estés hecho un adefesio con ese hábito. ¿Qué significa esa cuerda que cuelga? Y tú, estúpido, ¿qué haces ahí con los brazos cruzados? —dijo, dirigiéndose al hijo menor. ¿Por qué, hijo de perro, no me aporreas también?

    — Miren que ocurrencia —decía la madre abrazando al más joven de sus hijos. ¿En dónde se ha visto que un hijo aporree a su propio padre? ¿Y es este el momento de pensar en ello? Un pobre niño, que acaba de hacer tan largo camino, y está tan cansado (el pobre niño tenía más de veinte años y una estatura de seis pies), tendrá necesidad de descansar y de comer un bocado; ¡y él quiere obligarle a batirse!

    — ¡Eh! ¡Eh! Me parece que tú eres un mentecato —decía Bulba. Hijo, no escuches a tu madre, es una mujer y no sabe nada. ¿Necesitan ustedes que les acaricien? Las mejores caricias, para ustedes son una buena pradera y un buen caballo. ¿Ven ese sable? pues esa es la madre de ustedes. Todas esas tonterías que tienen ustedes en la cabeza, no son más que sandeces; yo desprecio todos los libros en que estudian ustedes, y las A B C, y las filosofías, y todo eso; los escupo.

    Aquí Bulba añadió una palabra que no puede pasar a la imprenta.

    — Vale más —añadió— que en la próxima semana les mande al zaporojié [¹] . Allí es donde se encuentra la ciencia; allí está la escuela de ustedes, y también allí es donde se les desarrollará la inteligencia.

    — ¡Que! ¿Sólo permanecerán aquí una semana? —decía la anciana madre con voz plañidera y bañada en llanto. ¡Los pobres niños no podrán divertirse ni conocer la casa paterna! ¡Y yo no tendré tiempo siquiera para hartarme de contemplarlos!

    — Cesa de aullar, vieja; un cosaco no ha nacido para vegetar entre mujeres. Tú les ocultarías debajo de las faldas a los dos, como una gallina clueca sus huevos. Anda, vete. Ponnos sobre la mesa cuanto tengas para comer. No queremos pasteles con miel ni guisaditos. Danos un carnero entero o una cabra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos aguardiente, mucho aguardiente; pero no de ese que está compuesto con toda especie de ingredientes, pasas y otras porquerías, sino aguardiente puro, que bulla y espume como un rabioso.

    Bulba condujo a sus hijos a su aposento, de donde salieron a su encuentro dos hermosas criadas, cargadas de monistes [²] . Séase porque se asustaron por la presencia de sus jóvenes señores, séase por no faltar a las púdicas costumbres de las mujeres, el caso es que las dos criadas echaron a correr lanzando fuertes gritos, y largo tiempo después todavía se ocultaban el rostro con sus mangas.

    La habitación estaba amueblada conforme al gusto de aquella época, cuyo recuerdo sólo se ha conservado por los douma [³] y las canciones populares, que recitaban en otro tiempo, en Ucrania los ancianos de luenga barba, acompañados de la bandola, entre una multitud que formaba círculo en torno suyo, conforme al gusto de aquel tiempo rudo y guerrero, que vio las primeras luchas sostenidas por la Ucrania contra la unión [⁴] . Todo respiraba allí limpieza. El suelo y las paredes estaban cubiertos de una capa de arcilla luciente y pintada. Sables, látigos ( nagaï kas ), redes de cazar y pescar, arcabuces, un cuerno artísticamente trabajado que servía para guardar la pólvora, una brida con adornos de oro, y trabas adornadas con clavitos de plata colgaban en torno del aposento. Las ventanas, sumamente pequeñas, tenían cristales redondos y opacos, como los que aún existen en algunas iglesias; no se podía mirar a la parte exterior sino levantando un pequeñ marco movible. Los huecos de esas ventanas y de las puertas estaban pintados de encarnado. En los ángulos, encima de aparadores, había cántaros de arcilla, botellas de vidrio de color obscuro, copas de plata cincelada, y copitas doradas de diferentes estilos, venecianas, florentinas, turcas y circasianas, llegadas por diversos conductos a manos de Bulba, cosa nada extraña en aquellos tiempos de empresas guerreras. Completaban el mueblaje de aquella habitación unos bancos de madera chapados de corteza de abedul. Una mesa de colosales proporciones estaba situada debajo de las santas imágenes, en uno de los ángulos. El ángulo opuesto estaba ocupado por una alta y ancha estufa que constaba de una porción de divisiones, y cubierta de baldosas barnizadas. Todo eso era muy conocido de nuestros jóvenes, que iban todos los años a pasar las vacaciones al lado de sus padres; digo iban, e iban a pie pues no tenían aún caballos; por otra parte, el traje no permitía a los estudiantes el montar a caballo. Hallábanse todavía en aquella edad en que cualquier cosaco armado podía tirarles impunemente de los largos mechones de cabello de la coronilla de su cabeza. Sólo a su salida del seminario fue cuando Bulba les mandó dos caballos jóvenes para hacer su viaje.

    Bulba, con motivo de la vuelta de sus hijos, hizo reunir todos los centuriones de su polk [⁵] que no estaban ausentes; y cuando dos de ellos acudieron a su llamado, con el ï ésaoul [⁶] Dimitri Tovkatch, su camarada, les presentó sus hijos diciendo:

    — ¡Miren qué muchachos! Bien pronto les enviaré a la setch [⁷] .

    Los visitantes felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes, asegurándoles que harían muy bien, y que no había escuela mejor para la juventud que en

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