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Oro En Lingotes
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Era, sin duda, la mayor acumulacin de oro en poder de un solo hombre: dos mil toneladas en lingotes, depositadas en una cmara acorazada de Zurich. Casi el 2% de las reservas existentes en el mundo.



El griego propietario del oro haba decidido venderlo, pero la aparicin de semejante cantidad en el mercado libre provocara un hundimiento de los precios y la consiguiente crisis financiera mundial.



Dos hombres, separadamente, reciben un encargo casi irrealizable: vender el oro a inversores privados en el ms absoluto secreto. Se trata de Eddy Polonski, un metalrgico genial acosado por el omnipresente cartel sudafricano del oro, que necesita su asesoramiento, y de dan Daniels, abogado internacional, brillante pero en la ruina. Ambos comprendan que el oro del griego era su oportunidad para ganar millones. La lgica de las circunstancia hace que pronto se encuentren y decidan colaborar. Pero no sospechaban que haba alguien ms involucrado en el negocio, y que deberan enfrentarse a una fuerza ponderosa e implacable: un gran banco de la City londinense, controlado por hombres que se

IdiomaEspañol
EditorialiUniverse
Fecha de lanzamiento13 jul 2012
ISBN9781475936261
Oro En Lingotes
Autor

John Goldsmith

John Goldsmith nació en Londres en 1947, y estudio en Winchester y en la universidad de Aix-Marsella. He publicadohasta la fecha cuatro novelas, y escrito varios libros infantiles, asi como “Viaje en el Beagle” (1978), relato autobiográfico de la reconstrucción de la vuelto al mundo efectuado por Charles Darwin. Tambien he realizado guiones para muchas series de televisión. Donald R. Bernard nació en San Antonio, Texas y estudió en la Universidad de San Carlos, ciudad de Guatemala, la Universidad de Michigan y la Universidad de Texas. Es un ex comandante, servicio de submarino de Armada de los Estados Unidos, profesor de derecho internacional y el abogado, que ahora es un consultor de negocios internacionales.

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    Oro En Lingotes - John Goldsmith

    Copyright © 2012 por John Goldsmith & Donald R. Bernard.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright, excepto en el caso de breves citaciones en artículos de crítica literaria y revistas.

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    ISBN: 978-1-4759-3625-4 (tapa blanda)

    ISBN: 978-1-4759-3626-1 (libro electrónico)

    Fecha de revisión de iUniverse: 08/23/2012

    Contents

    Prologo

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

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    26

    27

    28

    Epílogo

    PROLOGO

    La carrera del oro se inició a primeros de diciembre de 1979, pero al principio no fue noticia.

    El 4 de diciembre, las páginas de economía del Times de Londres informaban de una repentina alza en el precio del oro, de 415,75 dolares la onza a 432,25; mas no daban excesiva importancia a este hecho. Durante las tres semanas siguientes, el precio del lingote continuó aumentando, pero el tratamiento de esta noticia en la prensa seguia limitándose a las pdgfnas financieras. S610 cuando el precio rompió la barrera de los 500 dole-res» el 27 de diciembre, el oro pasó a ocupar las primeras páginas. En la primers semana del nuevo afio de 1980, el lingote de oro era noticia de primera plana.

    «PANICO EN EL MERCADO AL ALCANZAR EL ORO UN PRECIO RÉCORD de 630 DÓLARES», informaba sin aliento el Times. Para algunos fueron unas Navidades escepcio-nalmente felices y un Año Nuevo lleno de doradas promesas. En un importante artículo se declaraba que quienes habían invertido en lingotes entre 1971 y 1980 podían esperar unos beneficios de basta el 1700 por eiento,

    Se produjo entonces un breve período de calma, y poco después se reanudó la escalada. El jueves, 17 de enero de 1980, el precio del oro en el mercado londinense quedó fijado en 755 dólares la onza, Ese mismo dfa, en Washington, se reunían en secreto los ministros de finanzas de cinco países—Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania Federal y Japón-para discutir la situación. Ante la subida del oro, aumentaban de manera alarmante los precios de otras mercandas, millones de pequeños inversores se subían al carro de la especulación del oro y la estabilidad del sistema financiero internacional pareda amenazada.

    El 18 de enero, el precio del oro alcanzó los 800 dólares. Los suministradores predecian que sobrepasaría la cota de los 1000. El precio del lingote se habla duplicado en seis semanas, con un asombroso aumento de 308,5 dolares desde principios de año. El mundo sehabia vuelto loco por el oro.

    Quizás en ninguna parte fue más evidente esta locura que en la flemática Inglaterra. En .la londinense calle Hatton Garden, donde se encuentran los principales comerciantes de oro y pie-draspreciosas, ocurrían escenas grotescas, Ante las oficinas de compraventa se formaban largas colas de gente de todo tipo y condición, contagiada súbitamente de una fiebre común: ?ender su oro. Ancianas con impermeables de plástico asían bolsas de papel donde tintineaban sus más preciadas joyas, el viejo medallón y los anillos de la abnela, los trofeos de golf de tío Arthur,,, Hombres de negocios de la city, con sus abrigos de corte Impecable» llevaban sus carteras repletas de reliquias de familia» Antigüedades de exquisita artesania, cuyo valor histórico y artístico resultaba muy superior a su contenido en oro, eran analizadas, desmontadas y fundidas en lingotes.

    Los propios comerciantes se dejaron llevar por las desbordadas emociones y convirtieron Hatton Garden en una casbah. Aparecieron rotulos escritos a mano con la leyenda «Aquí pagamos los mejores precios» en los escaparates de discretos establecimientos cuyos propietarios s6Io trataban por 10 general con la flor y nata de la sociedad. Comisionistas de altos vuelos, cuyc trahajo habitual consistía en abrir y cerrar las puertas de sus limusinas blindadas a los multimillonarioa, se encontraron derepente controlando muchedumbres y ofreeiendose como intermediaries, cual buhoneros en las afueras de una aldea,

    Pero si existía una fiebre de vender oro, también se registraba un ansia frenetica de comprarlo. A nivel callejero, las ventas de krugerrands, soberanos, joyas, lingotes y barritas batieron sus records en todo el mundo. A un nivel más alto, el mercado del oro enloquecía. Los especuladores se peleaban, se arañaban para subirse al tren del oro, y los administradores de pensiones-e inversiones—, responsables de miles de millones de dólares pertenecientes a gentes sencillas, se lanzaron a invertir en oro.

    Entretanto, los columnistas de las páginas de economía de los periódicos y los portavoces gubernamentales intentaban explicar el fenómeno. El Wall Street Journal atribnfa la repentina subida a rumores sobre una gran concentracidn de tropas soviéticas ante la frontera de Irán» haciendo hincapié en que el Pentágono había negado tales rumores, El secretario del Tesoro norteamericano, William Miller, argumentaba que la csrrera por el oro «era un signo de tiempos difíciles». El Washington Post apuntaba que corrfan rumores de una concentración de tropas chinas en la frontera de Afganistán. El Financial Times de Londres citaba también Afganistán. La invasión soviética, así como el continuo punto muerto en la cuestión de los rehenes norteamericanos en Teherán, habían causado, segdn e1 periodico, la súbita carrera por el oro.

    Entre otras explicaciones que se ofrecieron cabe señalar un temor psicologico, a escala mundial, a la inflación, el clima general de tension politica y una huida del papelmoneda orquestada por los países de la OPEP; en otras palabras, se terminó por echar la culpa a los cocos internacionales más a mano: los árabes.

    Algunos comentaristas, sin embargo, insinuaron otras causas menos cósmicas. El ó de enero de 1980, el londinense Sunday Times publicaba un artículo del colectivo «Estudios». Con el título de «Por qué el precio del oro seha vuelto loco», el artículo citaba al consejero de finanzaa neoyorquino Harry Schultz, un experto que coma su consults a 2000 dolares la hora. El señor Schultz declaraba que la subida del oro era totalmente artificial y aconsejaba a los lectores que no invirtieran en oro. El articulo seguía diciendo que la causa inmediata de la carrera del oro había sido un diluvio de órdenes de compra que había arrollado el mercado mundial. Tales órdenes habían sido tramitadas por diversos bancos en nombre de clientes anónimos. La identidad de dichos clientes quedaba oculta por una densa niebla de silencios que no pudo ser despejada ni siquiera por un intento en tal sentido de las máximas esferas de la CIA.

    Y entonces, e1 26 de enero, el precio del oro cayó de repente a 670 dólares. A las pocas semanas habra retroeedido otra vez hasta situarse por debajo de los 500 dólares.

    Cientos de miles de inversores, grandes y pequeños, perdieron incalculables sumas de dinero. AI estudiar el desastre, la prensa repitió que habra sido causado por fuerzas que eseapaban al control de los individuos e incluso de los gobiernos. Se habló mucho de la locura que representaba especular con el oro, pero pecos fueron los comentarios sobre el hecho de que si algunos Habían perdido millones, otros debían haberlos ganado, ya que, después de todo, lo que uno pierde otto 10 gana. Era como si el dinero se hubiera evaporado, Sin embargo, el dinero no se esfuma, sino que cambia de manos. Curiosamente, pecos £neron, en marzo de 1980, los que se preguntaron a qué bolsillos habían ido a parar los colosales beneficios de la fiebre del oro.

    No obstante, había dos hombres que conocían la respuesta, Uno, Dan Daniels, buscaba un rincón en el mundo donde esconderse, El otro, Eddy Polonskl, tenia en sus manes todos los hilos de 10 sucedido,. pero todavía debfa tejer con ellos una soga 10 bastante fuerte para colgar a un hombre superpoderoso y carente del menor escrúpulo. Nueve meses antes, Eddy no había ofdo hablar nunca de Anthony Melldrum. Por aquel entonces, Eddy había estado a punto de ganar su primer millón de dolares, Todo empezó para él la neche en que perdiócuanto tenia, en que 10 que había conseguido en treinta y ocho años quedó anisado en una bora,

    1

    Eddy estaba en cuclillas junto a la única vela que llenaba de sombras el fdo sotano; su padre trataba de preparar e1 samovar, a la espera de los tanques rusos que rechinaban por entre el montón de escombros a que habra quedado reducida Varsovia. Cada uno percibfa el miedo del otto, e-incongruentemente-se dejó oír e1 zumbido de un teléfono. Era un sonido moderno, norteamericano, el característico ring-ring de la compañía de teléfonos Bell, que trataba de despertar a Eddy, arrancarle de su suefio,

    Permaneció quieto un memento dejando que su mente pasara de la pesad.illa ala realidad, de la Polonia de 1945 al Houston de 1979, al tiempo que maldecía al comunicante extranjero que no tenía en cuenta las diferencias horarias, aunque algo le decía que la llamada no procedia de Londres o de Hong Kong. Debfa de tratarse de algo peor, Se volvi6, encendi6 Ia Iuz y a1z6 el auricular.

    -Polonski.

    —¿Señor Polonski? Aquí el departamento de Bomberos de South West Houston.

    Era la voz suave y profesional de una telefonista, y a Eddy se Ie hizo un nudo en Ia garganta.

    -Hemos recibido un aviso de incendio en sus locales corner-dales de…-hizo una pausa-Fork Road, Westpark Drive. El jefe Groder desea que acuda 10 antes posible.

    El nudo en la garganta se hizo aún más acentuado. Eddy se obligó a respirar profundamente tres o cuatto veces,

    —¿Señor Polonski?-insistió la voz de la muchacha, dubitativa y algo perpleja.

    Eddy logró responder en su tono normal, bastante suave.

    —¿Sabe usted si es muy grave? ¿Cuándo se ha iniciado?

    -1 O aiento. No tengo información al respecto, No había tiempo que perder,-Muy bien-contestó-. Voy hacia allí. Gracias. Colgó el teléfono, saltó de la cama y descorrió las cortinas. En efecto, se vefa un resplandor blanco anaranjado a diez calles de la casa. Se puso unos téjanos y una camiseta, se calzó un par de zapatillas, cogió las llaves, y salió a toda prisa del aparta, mente,

    Puso en marcha su Chevrolet, giró bacia Landren y apretó el-aceleredor. Eran las tres de la madmgada, las calles estaban desiertas-no había a la vista ni siquiera un camión-y puso el eoche a eiento veinte, manteniéndolo a esa velocidad hasta que tuvo que frenar para tomar una curva a la derecha, hacía Red Creek. Pasó ante el restaurante Noche y día de Denny a ciento cuarenta, redujo, patinó al tomar Westpark y volvió a acelerar hacia el caos de destellos rojos y azules que rode abala antorcha de fuego que iluminaba el eielo en Fork Road. Apenas habían pasado cinco minutos desde la llamada.

    En el instante en que saltaba del automóvil, el techo del edificio que albergaba el laboratorio, detrás de las oficinas, se hundió y una lengua de llamas se alzó a más de diez metros de altura. Sin embargo, las oficinas todavía no ardfan, El instinto le dijo: entra ahí ahora, antes de que sea demasiado tarde.El sentido común le respondió: el jefe,de bomberos te detendrd, tienes que hablar antes con

    Dos camiones de bomberos y cuatro o cinco vehículos más estaban aparcados de cualquier modo en la calzada y sobre el cesped de St Augustine. Gruesas mangueras serpenteaban por todas partes» hombres con impermeables amarillos corrían y daban voces, y cinco arcos de agua eafan impotentes sobre el Incendio, Eddy se introdujo en el bullicio y el calor le azotó el rostro.—¿Dónde está Gruder?-gritó.

    Alguien alzó una mana sefielando a un hombre con un uniforme azul de algodón y que se apoyaba en la portezuela abierta de uno de los eocbes; hablaba quedamente por un radioteléfono. Era un hombre grande como un oso, con el típico aspecto de los buenazos téjanos, exeepto por un destello de su mirada, inteli.. gente y lleno de humor,

    —¿Jefe Groder? Soy Polonski.

    -iGracias al cielo! Bien, señor Polonski. Primera preguntas ‘¿hay alguien dentro?.

    -No.

    -Aleluya. Dos: ¿hay algún modo de llevar los camiones a

    18 parte trasera?

    "-No creo. Justo por ahí pasa el canal,-Mierda. Tres: quiero saber qué tiene usted ahí dentro. Productos químicos, combustibles, explosives.*.

    -Hay" una lista complete de todo ello en el departamento de Bomberos,

    Gruder se rascó su cabello eanoso.

    -Muchacho, si pudiera sacar algo de esa maravillosa computadora nuestra, 10 harfa. Pero no es asi, por eso pregunto.

    Mientras hablaba, se oyó una explosión en el interior del laboratorio. Las bombonas de butane, pensd Eddy.

    -Le estoy hablando-insistió Gruder,

    Eddy se volvió hacia las oficinas, Un humo espeso formaba volutas bajo el techo, pero no habfa signos de llamas. Todavía habfa tiempo, Tenía que haberlo, Pero antes tenia que poner a Gruder de su parte, ¿Cómo? Miró fijamente al hombretón.

    -Hay tanques de ácido nftrico, gas butano y una lista de combustibles más larga que la polis de un senegales, Piense en una catástrofe, duplfquela, añada el primer holocausto que se le ocurra y…-Eddy se encogi6 de hombros y una lenta sonrisa inundó el rostra de Groder. AI instante, se echó a reir,

    -De-acuerdo, señor Polonski. Lo siento.

    -Jefe, usted puede ayudarme. ¿Cuánto calcula que resistí-tán las oficinas?

    Los ojos de Groder se hicieron más pequeños,

    •—¿Hay puertas contra incendios entre las oficinas y 10 demás?

    Groder miró, pensdy se encogióde hombros,

    -Cincominutos, quizá diea,

    -Si entrara, ¿qué posibilidades tendría?

    Groder miró a Eddy de soslayo.

    -Ninguna, muchacho, porque no voy a dejar quenadlese aeerque, y fíjese que digo naaie, a menos de diez metros de esta bomba de relojería. De hecho, voy a retirar incluso a mis hombres.

    -Tengo que entrar si existe una sola, posibilidad de poder salir despues, ¿La hay?

    Habfa hablado con tranquilidad, suavemente, perohabfa he-c:ho la pregunta con todas sus energías.

    -No puedo permitírselo, señor Polonski, Sabe que no puedo. Seria una estupidez por mi parte.

    -Usted no sabe nada. Ni siquiera me ha visto. Esta conver-sadón no se ha celebrado nunca.

    —¿Qué demonios tiene ahí que pueda set tan importante?

    -EI resto de mi vida-respondi6 con serenidad Eddy.

    Gruder volvi6 la mirada.

    -Tendrfa que ponerse un traje de astronauta.

    -No hay tiempo. Lo que tengo que hacer s610 me llevara un minute, Menos incluso.

    Gruder tenía la mirada clavada en el suelo.

    -No contenga la respiración. Respire con normalidad, pero superficialmente,

    -Gracias, Gruder.

    Eddy corrió por el césped. De cerca, el fuego resultaba insoportable, El calor era tan intense que le pareció que el cabello y la barba le ardfan. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta exterior, entró en el vestíbulo y cerró rápidamente la puerta tras él.

    A! instante disminuyó el calor y se sintió rodeado de una extraña quietud. El rugir del incendio parecía distar un kilómetro. Había una luz rojiza, como la de un cuarto de revelado, Capas horizontales de homo cambiaban lentamente de forma; le lloraban los ojos, Sindó que se ahogaba. Calma y control absolutes y saldrás de ésta, se dijo, Avanzó a grandes zancadas, sin correr. Pasó ante el escritorio de Linda-Lee (con su máquina de escribir perfectamente tapada) y llegó a la puerta de su despacho. Se detuvo un instante. ¿Habría tras la puerta un homo o una camara de gas?

    Asió el picaporte, 10 hizo girar y empujó. Se abatió sobre él una ola de calor que le cegó por un memento. Se cubrió los ojos, parpadeando. Una niebla acre invadía el familiar despacho. La pared de enfrente, que daba directamente a los laboratorios y contenfa la caja fuerte, humeaha y ardia en algunos puntos. La tentadón de contener la respiración era abrumadora, perc la resistió, pese al ácido que le quemaba la garganta y los pulmones, Se obligó a avanzar hasta la caja fuerte sin prisas, como SI fuera el inicio de una jornada de trabajo normal y estuviera buscando los expedientes de Andrews y Miller.

    El metal del disco de aperture estaba caliente al tacto y se quemó las yemas de los dedos al marcar la combinación. Ignoró el dolor. Su tínico temor era que e1 calor hubiera afectado el mecanismo de apertura y que la caja no se abriera, Lo hizo.

    Introdujo una mano y soltó ua aullido de dolor, mientras pensaba: ahora, a correr.

    La puerta contra incendios saltó hecha añicos en el vestíbulo. Eddy estaba a medio camino de la puerta del despacho cuando un remolino de calor seco le derribó y le lanzó contra la pared. Estaba acabado. Sus pulmones se ensancharon automáticamente, absorbiendo puto veneao, y supo que había perdido.

    De manera lejana se oyó a sí mismo vomitar y entrevió una figura como de astronauta que avanzaba pesadamente hacia él.

    Gruder se arrodilló junto a él y trató de asir su brazo derecho pata cargárselo sobre los bcmbzcs, Sin embargo, los brazos del loco polaco estaban aferrados a su estómago. Asía algo con tanta fuerza que resultaba imposible separarseloa, Con una sarta de blasfemias» Gruder empujó a Eddy hacia delante, le levantó con un abrazo de oso y le sacó del despaeho, cruzando con él el vestíbulo en llamas. Hubo un memento dramático en que tuvo que sostener a Eddy con un solo brazo mientras luehabe con la otra mano contra el picaporte. Un instante después estaban fuera y otros hombres los ayudaban a cruzar el eesped hasta el refugio de los camiones, donde cclocaeon una máscara de oxígeno sobre el rostro del polaeo.

    Gruder se quito el casco y dijo en voz alta;

    —¡Estúpido hijo de perra!

    Luego se arrodilló junto a Eddy y le examinó. Estaba sin sentido pero reapitaba con normalidad. Se encontraba tendido de espaldas y de repente los brazos cayeron hacia los cestados. Allí» sobre el estómago, habie una barra de metal de veinticinco centímetros de largo» ocho de ancho y quizá cuatro de grueso. A la confusa luz del incendio, los destellos de los eamiones y los far ros de los coches, brillaba con una luminiscencia mortecina y uniforme que parecía salir de 8U interior.

    -Vaya, debe de estar… <—«comenzó Gruder.

    —¿Qué diablos es eso, jete?-le interrogó una vea,

    —¿Y tú qué crees, despistado? Es oro.

    Se quitó, los guantes protectores y alargó una mana para tocar la barra, AI contacto con el metal, retiró la mano rápidamente.

    —¡Jesús, está al rojoJ

    Volvió a ponerse el guante, asió la barra y la despegó del cuerpo de Eddy.

    -Mirad eso-exclamó alguien.

    La barra había quemado totalmente el algodon de 1a camlse-tade Eddy y le había marcado la piel delestomago.

    Eddy volvió en sf cuando el aullido de una sirena anunciaba 18 llegadade una ambulancia. Con un ademan automatico, se llevó las manos al estomago y no encontrd nada. Trató de levantarse y se desvaneció otra vez. Solo estuvo un instante sin sentido; cuando su conciencia volvió a abrirse camino, encontro a Groder inclinado sobre él.

    -,Tranquilo. Goldfinger-le informó-, Estdaqui, a salvo.

    Y levantó una bolsa de papel en la que figuraba un anuncio. Uno de los enfermeros de la ambulancia se dirigió a Eddy:

    -Bueno, amigo, ahora vamos a ponerle en una camillav Procure estar tranquilo. , ,

    -Aldiablo-rechazó Eddy, luchando por incorporarse-. Ayúdeme, Gruder.

    Eddy se negó a ser conducido al hospital Herman, perc dejó que los camilleros le limpiaran y vendaran las heridas, A continuación, se jcercó a Gruder S contemplo junto a él cómo se consumía-el incendio. No habla más edificios en cien metros a .la redonda y el riesgo de que se extendiera era nulo, de ahí que Gruder hubiera optado, segiin sus propias palabras, por «dejar que se 10 comiera todo»,

    Salió el sol, amortiguando el rojo coralino de las llamas, y el ainanecer pareció borrar los últimos rescoldos de hurno negruzco. Los camiones y caches de bomberos abandonaron el lugar, doride só10, quedaron Eddy y Gruder; contemplando el montón deescombrosennegrecidos.

    -Hasta estamafiana, esos edificios albergaban el sistema más avanzado de Norteamerica para la extracción de metales predo-sos-anuncló Eddy.

    Gruder respiró profundamente.

    —Eso debía de darle mucho dinero.

    -As! es.

    —Quizá demasiado-prosiguió Gruder, encogiendose de hombros-; Ha sido obra de profesionales, Polonski, aunque no encontraremos pruebas. Tal vez no tenga importancia-prosiguió—, pero habra un tipo merodeando mientras usted estaba desmayado. Dijo que era de la prensa, mas no le reconocí entre los habituales. Parecía muy interesado en su oro. Le dije que se

    largase.

    —Gradas» Groder. Y gracias también por 10 que hizo.

    Groder le observó.

    —Sea modesto, Polonski. Es mejor así. Podrá dormir por las noches y apostar a que se despertará por la mañana.

    Eddy condujo despacio de welta a casa, Abrió las ventanillas del coche y deja que entrara el aire, suave y húmedo; los setos de arrayanes que bordeaban Red Creek formaban una masa de crespones de un color rosa intenso. El tráfico empezaba a ser considerable en la autopista, y la ciudad se desperezaba y volvfa a la vi da. Sin embargo, pese al tráfico, al cansaacioy las heridas, Eddy advirtid que tenía compañía: un coche rojo con dos ocupantes le seguía, AI dar la vuelta para tomar la calle donde vivía, cuya salida estaba cortada, y mientras aparcaba, vio que el coche rojo continuaba unos metros Landren abajo y se detenia juntó al bordillo.

    Se preparó una buena cantidad de té y, pot una vez, le añadid azúcar, para aliviar el shock, Se lavó cuidadosamente, evitando los vendajes recientes, se enfundó unos téjanos claros y una camisa y sesentó a llamar a cada uno de sus ocho empleados,

    El telefono de Miller no comesto, 10 cual no sorprendió demasiado a Eddy.

    Resumió las noticias a los demás del modo más tranquilo y sudnto que pndoy les pidioque se acercaran por su apertamen-to a las cliea, La pequeña reunion tuvo caracteres de funeral: el aire era solemne, pero pronto a levantar risitas nerviosas, Linda-Lee, la secretaria de Eddy, habra estado llorando y todavía suspiraba, con un pafiuelito rosa en las manos. Como todos los demás, a excepcidn del investigador jefe, Ben Andrews, se habra acercado a los Jaboratorios y habra visto los restos con sus propios ojos.Lo único que acertaba a decir era: «No puedo creerlo. No puedo creerlo,»

    Lamarque, el gerente, intervino brevemente:

    -Es unasunto para la casa de seguros, ¿verdad, Eddy? eVolveremos a abrir en Malibú?

    Billy, uno de los tres negros ayudantes técnicos, dijo:

    -Maldita sea, dejé allf dentro el regalo de cumpleaños de mi vieja, jCristo, un brazalete de quinientos dólares! Nada de café, señor Polonski. Tomaré un bcnirbon.

    Ben Andrews no decfa nada, y Eddy le observó con atención. Andrews había trabajado para la Westmacott. Conocía el negocio del oro desde dentro y le comprendería,

    -Bien-empezó Eddy, en voz alta-. Así estamoe, Nunca he tenido secretos con vosotros y no voy a haeerlo ahora» Ayet tenfa unos beneficios netos de dieeiseis mil dólares diarios, Hoy por la mañana estoy sin blanca.

    -Un momento-intervino Andrews-. ¿Dónde está Miller?

    -No ereo que el señor Miller se retina con nosottos esta mañana.

    —Comprendo-asintió Andrews-. 10 sieneo, Eddy, continúa,

    Eddy comenzó a hablarles con su voz suave, en la que sólo quedaba un asomo de acento polaco, Le eseueharon en sileneio, pues siempre había conseguido imponerles respeto, Debfa dinero al banco» a los mineros de Nevada y Nuevo México, a la compañía de transportes, a los fenocarriles del Pacífico y a tres compañías de alquiler de muebles, El seguro cubriría quizá tres cuartas parte» de la» deudas con un poco de suerte, pero dejó bien claro que la® compañías de seguros solían hacer tode 10 posible por quedar al margen en cases como aqueíloi Los abogado» podían retrasar el pago de indemnizaciones durante meses, años incluso*

    —Bien, todos vosotros habéis firmado un contrato conmigo que da derecho a una indemnización por despido sin aviso previo .—añadió—» Tengo suficiente efectivo para ello, por 10 que nadie debe preocuparse por su situación económica inmediata, También haré algunas llamadas, y no ceeo que estéis mucha tiempo sin empleo.

    -AI diablo los contratoa-exclamó Billy—. Puede comenzar de nuevo, señor Polonski. Esperaremos.

    Se volvió hacia los demás, que asintieron,

    —Así es-afirmó una voz. Eddy sontió.

    Gracias, Billy. Gradas a todos, perc no es posible.

    -No 10 entiendo-intervino Lamarque-. Ya 10 ha hecho anteriormente, Eddy, y puede volvet a hacerlo. Todo* nosotros le apoyaremes hasta que e1 infierno se hiele,

    —Bueno, Tom, para mí el infierno ya se ha helado. Aprecio tu oferta en lo que vale. Quizás algia día…

    -No consigo entenderle.

    -Un minuto, Eddy-dijo Andrews—. Seguramente podríamos empezar a menor escala, No es ningiin secreto que la casa donde vivo me la compraste cuando vine a trabajar contigo, Hipotécala. Consigue efectivo. ;Diablos!, podemos seguir adelante,

    Eddy miró fijamente a Andrews.

    -No 10 creo, Ben-respondió finalmente.

    De repente hubo una barabúnda de comentarios, la mayor parte salvajes e irracionales: participaciones, cooperativas… Todos estaban dispuestos a empeñarse por ayudarle. Aquella reae-cion le conmovio. Sin embargo, al fin logrd convencerlos de que la compañía estaba acabada. Poco a poco, fue despidiéndolos con la promesa de que pronto se pondría en contacto con ellos. Sólo Ben Andrews se quedo rezagado. Eddy le sirvió un whisky y se preparó otra taza de té.

    -Muchas gracias por haberme ofrecido la casa, Ben, pero guardala, Te la has ganado.

    Ben tomo un trago y miró de soslayo a Eddy.

    -Han intervenido en el memento oportuno para ellos, ¿verdad?

    Eddy asintió.

    -En tres meses hubiera quedado libre de deudas, En seis meses hubiera tenido dinero suficiente para adquirir un sistema de seguridad a toda prueba. En un año hubiera resultado inexpugnable. Han dado el golpe cuando más vulnerable era.

    -Miller. Ha sido él.

    -Eso parece,

    -j Bastardo!

    —Quizá no fue él, Ben. No 10 sabemos,

    -jDios mío!-—exclamó Ben, moviéndose inquieto en su asiento-. ¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo, Eddy?

    Éste se encogid de hombres otra ves,

    —Sabía que podía suceder, también deberías haberlo Sabido. Ambos hemos asistido a cosas semejantes con anterioridad. Acuerdate de Markstein.

    Ben asintió. Markstein tenía una pequeña refinería en Dallas, muy parecida a la de Eddy. Igual que éste, se habra dedicado a comprar a los mineros desperdicios, ganga ya utilizada, y mediante la aplicscion de las técnicas más avanzadas de lavado habra conseguido la misma eantidsd de oro y mucho más platino del que obtenian las compañías con la ganga de primera. Igual que Eddy, Markstein había ido rápidamente hacia arriba, Una tarde, un hombre entró en su despacho y le dijo: «Tiene tres minutos, señor Markstein.» Exactamente tres minutes más tarde, una ■ explosion controlada demolía el edificio. Una encuesta estableció con posterioridad, de manera «oficial», que el desas-tle había sido causado por un escape de gas.

    -Markstein se tomó algunas plldorae para dormir y se 01-vidó de eontarlas-comentó Ben.

    -No te preoeupes, Ben. Yo no voy ahacerlo,

    Eddy se dirigid al escritorio, abrió un cajón y sacó

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