El amigo de mi marido
Por Corín Tellado
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"—Es usted un hombre muy extraño.
—¿Extraño?
—Dominando varios idiomas no concibo que un hombre de su edad y sus conocimientos, se entierre en un lugar como éste.
Edd esbozó una tibia sonrisa.
—Tampoco yo comprendo cómo una bella y joven mujer entierra su hermosura y su juventud en esta campiña.
—¡Míster Ekiberg!
Edd no se inmutó.
—Perdóneme —dijo poniéndose en pie— si mis palabras le han molestado. Tenga en cuenta que si usted tiene sus razones para vivir aquí, yo tengo las mías para dedicarme a la educación de un niño. —Una rápida transición y preguntó amable—: ¿Puedo, entonces, disponer de los libros de E.?"
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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El amigo de mi marido - Corín Tellado
Índice
Portada
INTRODUCCION
CAPITULO PRIMERO
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
EPILOGO
Créditos
INTRODUCCION
Una camarera introdujo a Richard Hughes en el elegante apartamento. Richard la contempló con admiración y estuvo a punto de citarla para aquella noche, pero recordó que se iba a casar y dominó su deseo. Limitóse a depositar una espléndida propina en la mano femenina y lanzarle una sonrisa cautivadora. ¡Las famosas sonrisas de Richard Hughes!
—¿Estás ahí, Kant? —preguntó avanzando hacia el interior del salón.
El llamado Kant (que no se llamaba Kant, pero a quien Richard distinguía así, considerando a su amigo un filósofo de primera magnitud) apareció atando el cordón del batín.
—No te esperaba, Richard.
—A mí nunca se me espera —rió Richard burlona-mente—, pero siempre llego. ¿Puedo sentarme?
—Naturalmente.
Hughes se sentó y estiró las piernas. Era un hombre rubio, gracioso, de chispeantes ojos azules. Alto y elegante, impecablemente vestido, resultaba más que un hombre, un figurín. No tenía oficio alguno. Sus padres le dejaron una fortuna considerable, una casa de campo espléndida en las cercanías de Londres, con sus tierras inmensas rodeando aquella propiedad, una educación esmerada, una belleza nada común tratándose de un hombre y un deseo loco de pasarlo bien y gastar sin tasa la herencia de sus mayores. Todas estas circunstancias concurrían en Richard, y su amigo, el filósofo, lo sabía muy bien, como lo sabían todos aquellos que de cerca o de lejos conocían al joven Hughes.
—¿No tienes por ahí algo con que mojar la garganta? —preguntó, bostezando.
—Richard, considero que es demasiado temprano para beber.
—Ta, ta. Dame algo y luego te suelto la gran noticia.
El filósofo, cargado de dinero, de prestigio, de fama como autor moderno y de seriedad, encogió los hombros y buscó una botella de whisky y un vaso, y lo depositó en la mesa de centro frente a su amigo. Porque Richard Hughes era su amigo. Su mejor amigo pese a la diferencia de caracteres, de edad y de temperamento. Se conocieron en Corea al finalizar la contienda. Richard era un soldado alegre y feliz, sin ningún deseo de morir y dispuesto siempre a invitar a las cantineras. El otro era un prestigioso corresponsal de guerra inteligente, culto y serio. Dos contrastes, pero dos amigos. Los mejores consejos que recibió Richard los oyó de boca de su amigo. La mejor ayuda y el mejor apoyo moral. Y como el destino tal vez no deseaba que Richard viviera eternamente en deuda con su amigo, quiso que un día Richard le salvara la vida, y desde entonces aquella amistad se hizo fraternal y el filósofo hubiera dado su propia vida por la de su atolondrado amigo.
—Este whisky es excelente —ponderó.
El otro se sentó frente a Richard. Fumaba un cigarrillo largo, emboquillado y expelía el humo sin jactancia. No había afectación en la persona del llamado Kant, sino una gran sencillez y una inconmensurable humanidad.
—Te voy a enseñar algo.
Y diciendo así, Richard extrajo la cartera del bolsillo y de ella una fotografía...
—Mira. ¿No es encantadora?
La contempló con detenimiento.
—Bella en verdad. ¿Quién es?
—Mi prometida.
—¿Tu prometida? ¿Bromeas? ¿Te has vuelto loco? Tú no vales para casado. La harás desgraciada.
—¡Quiá! —rió Richard—. Esta vez voy a sentar la cabeza, a formar un hogar cristiano y a dedicarme a mis tierras.
—Esta mujer es muy joven y muy bella —susurró extrañamente impresionado el filósofo.
—En efecto, ¿pero no tengo yo derecho a poseer una mujer así, Kant?
—Me molesta que me llames Kant.
Richard rió a lo loco.
—Es un recuerdo a Manuel Kant, el gran filósofo. Tu rostro venerable, tu sonrisa indescifrable, tu seriedad... Todo me hace recordar las grandes obras de Kant.
—Tengo mis propias obras —rezongó—. Y no son precisamente filosóficas.
—De todos modos a mí me recuerdas los libros de Kant. No tus propios libros, sino tu persona. Pero nos apartamos de la cuestión. Me caso la semana próxima con Doris Bymes, una ideal joven como puedes ver, con dieciocho abriles, unos ojos como estrellas, una boca como el coral y una ingenuidad cautivadora.
—Y no la harás feliz —sentenció.
—¿Quién te lo ha dicho? A Doris hay que hacerla feliz sin’ remedio.
—¿Cómo y cuándo la conociste?
—Hace seis meses en una fiesta social londinense. Hube de presentarme en mi finca para tramitar unos asuntos. Asistí a una fiesta y me la presentó lady Murray. Simpatizamos, charlamos mucho aquella noche. Me dijo que era huérfana, pupila de lady Murray, la cotorrita de la alta sociedad. No la conoces. Tú no conoces a nadie en Londres, ¿no es cierto?
—A nadie.
—Bueno, como te iba diciendo, de aquella charla surgió un amor fulminante. Una semana después le pedí relaciones. Lady Murray averiguó en seguida mi nombre, mi posición, mis años... Debió de considerarme un buen partido y me aceptó por ahijado. He viajado durante tres meses para despedirme de mi soltería. He llegado esta mañana, hace un instante, a París. Por la Prensa me enteré que estabas aquí y vine a visitarte e invitarte a mi boda.
—Lo siento. Pero esta misma tarde salgo para el Japón.
—¿No serás mi padrino?
—No. Además me gusta demasiado tu prometida y la compadezco. ¿Cuántos días le serás fiel?
—¡Kant!
—Te he dicho que no me llames Kant. Tengo un nombre.
—¿Uno o dos? Porque por tu verdadero nombre nadie te conoce. ¿De dónde has sacado ese seudónimo para tus libros?
—No es un nombre —dijo el otro tranquilamente—. Es una letra.
—Ya. Una E, famosa en todo el mundo. Te aseguro que aunque yo diga que soy íntimo amigo de E., el gran escritor irlandés, nadie va a creerme.
—Nos apartamos de la cuestión.
—¿Quieres volver a regañarme? Pues es lo mismo. Me caso con Doris Byrnes. Es la única forma de lograrla y estoy loco por ella.
—Richard, si algún día me dicen que la haces desgraciada... no te lo perdonaré. Esa joven tiene expresión de buena. Quizá un poco orgullosa, pero sus ojos no guardan maldad.
—Tu psicología cartonil —rió Richard— me enternece. Te apuesto a que la hago feliz. ¿De veras no deseas ser padrino de mi boda?
—No lo deseo ni puedo.
* * *
Paul Woodward se acercó a la ventana. Miró al exterior. En la finca de al lado, Dick, el hijo de Doris Hughes jugaba con un caballito. Era un chiquillo de seis años, rubio y espigado. No lejos de él una doncella le vigilaba. Paul sonrió irónicamente.
—¿Puedo pasar, señor?
Paul se volvió.
—Pasa. Siéntate, James. Te he mandado llamar para tratar contigo de asuntos un tanto delicados.
—Usted dirá, señor —murmuró el abogado, dejando la cartera de piel sobre el tablero de la mesa—. Estoy a su disposición.
Paul se retiró de la ventana, no antes de lanzar una penetrante mirada a las ventanas de enfrente, y se sentó tras la gran mesa. Era un hombre de unos cuarenta años, fuerte y alto. Las facciones de su cara eran duras y la boca de pronunciado dibujo. Una boca de raya cruel y tenaz. Vestía a la última moda y aquella ropa no iba acorde con su aspecto de labrador súbitamente enriquecido.
—James, hace seis meses que ese tarambana de Richard Hughes ha muerto, lo cual no deja de ser una ventura para sus pacíficos vecinos.
—Sí, señor —asintió James, que se parecía al personaje de el D. D. T.
—Después de hacer infinitamente desgraciada a su orgullosa y bella esposa —añadió Paul con maligna sonrisa—, ha tenido la buena ocurrencia de montar un caballo sin domar, siendo brutalmente desnucado por la bestia. Le hicieron un entierro espléndido. La cotorra de lady Murray se vistió de luto y hasta tuvo el atrevimiento de derramar unas lágrimas cuando fui muy condolido a darle el pésame. En cuanto a la orgullosa viuda, no tuve la ventura de verla.
James no dijo ni siquiera «sí, señor». Consideró conveniente