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Septimania
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Libro electrónico465 páginas7 horas

Septimania

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Septimania, la primera novela de Jonathan Levi tras su aclamado libro A Guide for the Perplexed, es una gran obra: una historia al mismo tiempo personal y mítica, con temas tan grandes como el universo y tan pequeños como una semilla de manzana.

"Septimania es una obra maestra: un libro que rompe las reglas y se sale de todas las categorías. Un trabajo brillante." – Bill Buford
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2018
ISBN9789588969749
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    Septimania - Jonathan Levi

    parte uno

    «Confortadme con manzanas, porque estoy enferma de amor.»

    Cantar de los Cantares

    1/0

    3 de septiembre de 1666

    Un jardín. Un árbol. Dos espaldas contra el tronco, dos nalgas sobre el césped, dos bocas compartiendo una pipa después de la cena.

    Arde Londres. La peste cabalga sobre las llamas y el humo y el sol de comienzos de septiembre irradia muerte hacia el norte, hacia Cambridge. Desde su rigidez de piedra, Enrique VIII monta guardia sobre el silencioso Patio Principal de Trinity College, las clases suspendidas hasta nueva orden. Más al norte, en el jardín de la señora Hannah Newton Smith, uno de aquellos estudiantes en asueto forzado, su hijo, un peculiar y erudito joven, está allí sentado con un amigo. Ese amigo soy yo, un extranjero —algunos rasgos no pueden soslayarse—. Pero un extranjero a quien no se le ocurre una mejor manera de sobrellevar el cierre de la universidad que compartiendo una pipa y un árbol con el amigo Isaac.

    —Fui un hijo póstumo —dice Isaac soltando una bocanada, dejando que el humo se mezcle como té oriental con los gránulos de la luz solar, y me extiende la pipa—. No tuve el gusto de conocer a mi padre, ni él tuvo el gusto de conocerme a mí. Nací la mañana de Navidad, tan pequeño, me dijeron, que cabría en un vaso de cerveza, y tan debilucho que cuando dos mujeres fueron enviadas a casa de Lady Pakenham en North Witham a traer fortalecedores herbales para mi agónico espíritu, se sentaron a descansar en unos escalones por el camino, seguras de que no tenía caso apurarse pues yo estaría muerto antes de que regresaran.

    —Eso explicaría tu apetito insaciable —mientras le retiro la pipa.

    —Y sin embargo —Isaac se queda mirando el humo que asciende hacia lo alto del árbol entre frisados y florituras—, estoy persuadido de que, a pesar de la acrimonia de mi madre, tuve que tener, en un momento dado, un padre.

    —¿Y un Espíritu Santo?

    —A la mierda con la Trinidad —Isaac me retira la pipa y le da una calada.

    —¿La de Trinity College? —le pregunto— ¿o el concepto?

    —Padre, Hijo, Espíritu Santo… para un huérfano como yo, no existe más que un solo Padre, un Dios, y todo lo que sabemos, todo lo que somos, irradia a partir de esa Unidad igual que los rayos del Sol. Supongo que de corazón —sonríe con una sonrisa que a esta hora del atardecer me infunde valor—, debo ser judío.

    —No es el corazón lo que interesa a este judío —devuelvo su sonrisa, mirando de reojo su entrepierna.

    —Un verdadero cristiano, como un verdadero judío, cree en el Dios único.

    —¿El Dios de Abraham?

    —E Isaac.

    —Ahí ya tenemos dos dioses —digo entre risas—. Olvídate de tus Trinitarios. Te Sorprendería saber cuántos de mis hermanos circuncidados son Cuatenarios.

    —¿Cuaternarios?

    —Gente que cree, abiertamente, en cuatro deidades. ¡Algunos estudiosos de la Cábala incluso tienen la hipótesis de que existen siete dioses!

    —¡Herejía!

    —Septimaniacos —le digo—. Septimaniacos, con un dios para cada uno de los siete cielos, para cada día de la semana, para cada dirección del espacio, cada planeta, cada pléyade, cada color, cada virtud...

    —Y cada pecado capital —agrega Isaac. Una manzana se desprende del árbol y aterriza entre mis piernas.

    —Dale un mordisco —se la ofrezco sin moverme.

    —Primero tú —replica Isaac—. Son muchas las manzanas.

    —Precisamente —le digo—. Bienvenido a Septimania.

    1/1

    Un rayo de luz.

    Louiza.

    La cabeza dorada de Louiza doblando la esquina del salón de té Orchard Tea Garden, el mentón pálido de Louiza alzándose en dirección del viento, decidiendo una dirección, advirtiendo el aire sorprendentemente apacible de mediados de marzo de 1978. Louiza cruzando Cambridge Road, los codos pegados al cuerpo, su espalda ofreciendo un cauce marmóreo para los tirantes descoloridos de su vestido floreado. Louiza, con sus dedos mordisqueados levantando el pestillo de la puerta del camposanto, las pantorrillas de Louiza, de tono frambuesa, perdiéndose de vista.

    Malory.

    Malory el del atuendo de pana. Malory el de bota de campana. Malory con cabello a lo Beatle.

    Malory en lo alto del campanario de la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler. El dubitativo Malory con su metro sesenta y siete de estatura encaramado en la punta de sus botas sobre una pila de himnarios abandonados, con su Manual de Órganos en una mano y su aliento en la otra.

    Mirando.

    Malory buscando el demonio que estaba estrangulando el órgano de la iglesia, dejándolo desafinado y a él sin almuerzo. Malory subiendo por el campanario, mirando a través de los listones a una joven que nunca había visto, de cuya existencia no había sospechado.

    Louiza buscando el retrete, pero atraída hasta el otro lado de la calle, hacia una iglesia y una escalera.

    —¡Hola allá arriba! —Louiza.

    —¿Sí? —la voz de Malory con el registro agudo de un cromorno.

    —¿Puedo subir?

    Louiza y Malory.

    Encontraron refugio a su azoramiento en la visión de aquel fuego jaspeado a través de las ventanas del salón de té Orchard. Luego, del otro lado del campanario, el espectro del agostado árbol de tejo —plantado cuatro mil años atrás, aseguraba el vicario, dos veces más antiguo que Nuestro Señor— en cuyo tronco hueco Malory había enseñado a los mocosos más jóvenes de la parroquia himnos elementales. Malory le indicó a Louiza el extremo norte de la abadía Whistler y, en la distancia, los caseríos de Rankwater y Silt, recuperados de la ciénaga, que ahora comenzaba a descongelarse con el sol de principios de primavera. Malory se esforzaba denodadamente para no ser pillado mientras examinaba la corona de luz solar alrededor del mentón de Louiza, la nevisca de pelillos dorados que suavizaba los bordes de sus orejas, la manera en que su nariz, al seguir la dirección del dedo de Malory hacia alguna lejana iglesia normanda, apuntaba hacia un delgado labio superior y un mentón que se proyectaba un poco más de lo que los cánones de belleza clásica habrían recomendado. Malory forcejeaba con la atracción magnética del seno izquierdo de Louiza, su silueta refractada por el prisma de su vestido de algodón, su parábola firme con la rebeldía de la juventud, negándose a aceptar la fuerza de la gravedad y elevando el pezón hacia un asombroso y esperanzador cenit. Pero por encima de todo, Malory pugnó por proyectar inteligencia, consciente de que mientras más le hablaba a esta joven sobre la historia de Cambridgeshire y el drenaje de los pantanos, más desafinada se escuchaba su propia voz.

    —¿Puedo hacerte una pregunta? —Louiza desvió la mirada del paisaje y se concentró plenamente en el rostro de Malory. Durante un momento, sus ojos trajeron a la torre el azul de la tarde con una fuerza que Malory nunca creyó posible, al menos no dentro del universo de la física newtoniana, el cual era, después de todo, su universo. El poder de los ojos de Louiza, la unidad de su atención, tan desprovista de color y tan llena de esperanza, convencieron a Malory de lo que ya había decidido. Louiza era la chica más hermosa que había visto en la vida, o al menos, la más hermosa que alguna vez había visto de tan cerca. Y ese descubrimiento lo volvió incapaz de decir otra cosa que...

    —¿Sí?

    —¿Qué estás haciendo aquí arriba?

    Malory le contó a Louiza cómo había venido en bicicleta desde Cambridge y cómo había llegado a la iglesia de Saint George justo después de las ocho de la mañana, con la intención de afinar el órgano y regresar al salón de té de la biblioteca de la universidad, a tiempo para probar los primeros bizcochos del día. Era el organista asistente de Trinity, masculló, sin entrar en muchos detalles acerca de los fríos maitines y las inconvenientes vísperas en las que tenía que tocar, ni los acrobáticos ensayos cada vez que el Coro de Trinity decidía estrenar alguna optimista composición de su director.

    Afinar el órgano del siglo xix de la iglesia de Saint George era un acuerdo privado, un trabajo que normalmente le tomaba apenas una hora. Pero esa mañana después de quince minutos intentando afinar el órgano, Malory encontró que había una avería en el re sostenido en los tubos. Deslizó la lengüeta un cuarto de pulgada y logró afinar el tubo, pero descubrió enseguida que el problema había migrado al sol sostenido. Afinar el sol sostenido solo logró extender la anomalía a otros dos tubos. A veces se trataba de una alteración en el tono, y otras veces el sonido quedaba totalmente estrangulado. Llevaba toda la mañana buscando el bloqueo, desde los tubos hasta las perillas, desde los fuelles hasta el tablero. Los tubos estaban a solo cuatro metros y medio de las piedras que formaban el suelo de la nave y se podían examinar fácilmente utilizando una escalera de tijera que el sacristán guardaba junto con el trapero y el balde detrás del arca en la Capilla de Nuestra Señora. Pero mientras los bizcochos perdían terreno frente al almuerzo, Malory seguía sin salir de la iglesia, pues el demonio del órgano seguía eludiéndolo.

    Ya eran más de las tres de la tarde cuando Malory se trepó desde el presbiterio, empleando una escalinata que estaba detrás de los tubos y luego una escalera vertical —cincuenta y dos travesaños, según le dijo a Louiza, mientras ella se enrollaba un mechón de cabello alrededor de una oreja del color del trigo—, hasta alcanzar el campanario. No estaba seguro de lo que encontraría allá arriba entre las telarañas y el guano. No existía una conexión clara con el órgano seis metros más abajo. Ciertamente los fuelles tomaban el aire de allá arriba a través de los cuatro conjuntos de tablillas recortadas que formaban el techo inclinado de la torre, aunque uno podría decir que tomaba el aire de todas partes. Necesitaba un cambio de escenario, pero no estaba preparado para irse de Saint George sin haber matado al dragón. Tal vez si no tocaba el órgano, el demonio no aparecería.

    —Es como el gato de Schrödinger —dijo Malory.

    —No conozco ese señor. —Louiza bajó la cabeza, dejando caer un mechón dorado sobre sus ojos, en un gesto de turbación que Malory lamentó de inmediato.

    —No, no. Schrödinger era un físico, alemán, por allá en los veintes, que trató de describir por qué era, bueno, pues, tan difícil investigar cosas. De qué manera al mirar se alteraba lo que uno estaba buscando. —Malory estaba tan nervioso tratando de dar una explicación que apenas podía mirar a Louiza—. Schrödinger planteó un problema: un gato está en una caja, junto con una botella de gas venenoso y un pequeño trozo de uranio. El uranio emite partículas radioactivas al azar, como una máquina de palomitas de maíz en el Festival de Strawberry Fair. Nunca podemos saber en qué momento saldrá volando una partícula, o qué dirección tomará. Pero cuando haya recibido el impacto de suficientes partículas de uranio, la botella de gas venenoso explotará.

    —¿Y qué pasará entonces? —preguntó Louiza.

    —El gato morirá —dijo Malory—. Sin dolor —agregó, aunque se alegró de ver que Louiza estaba más interesada en el problema intelectual que en la sensibilidad felina—. Así que hacemos nuestro experimento: ponemos el gato en la caja, con el gas y el uranio, y la sellamos bien y dejamos correr el tiempo. Después de un minuto o un poco más, preguntamos: ¿el gato está muerto o vivo?

    —Sí —dijo Louiza.

    —¡Sí! —celebró Malory—. Esa es la respuesta de la física antigua. Sí, la física antigua habría dicho que el gato estaba o muerto o vivo.

    —Mmmm —dijo Louiza.

    ¿Mmmm? ¿Acaso Louiza se estaba burlando de él, o ya conocía el chiste, o simplemente estaba aburrida y él la estaba perdiendo?

    —La nueva física —siguió diciendo Malory—, la mecánica cuántica, dice que, hasta el momento en que abrimos la caja, el gato posiblemente está muerto y posiblemente está vivo.

    —¿O mordisqueando una palomita de maíz en Strawberry Fair? —Louiza sonrió y Malory sintió que los tubos de su pecho se elevaban medio tono.

    —Cualquier cosa es posible —murmuró Malory— hasta que miremos.

    —¿Y después? —preguntó Louiza.

    —¿Qué quieres decir? —Malory no había contado con que le hicieran preguntas, solo esperaba despertar un poco de simpatía por un afinador de órganos que se había quedado sin bizcochos por buscar un gato muerto.

    —Después de que se abre la caja —dijo Louiza, con la simplicidad de Pandora—, cuando miramos dentro, ¿todavía es posible cualquier cosa?

    —Bueno —dijo Malory—, algunos físicos creen que hay dos mundos que existen al tiempo después de abrir la caja. En un mundo está el gato que vemos, en el otro, el gato que no vemos. En un mundo, el gato es pasto de los gusanos. En el otro, está ávido de cazar ratones. El único problema es que ninguno de los dos mundos sabe acerca del otro. El Félix vivo no sabe que el Félix muerto existe. Pero los dos existen.

    —¡Ah! —dijo Louiza y aplaudió—. Esa era mi esperanza.

    —¿De veras? —preguntó Malory complacido, aunque turbado por su capacidad de provocar tanta dicha en este ángel.

    —¡Sí! —dijo Louiza, saltando hacia la viga más alta del campanario—. Verás, de ahí es de donde yo vengo, de un mundo de gatos muertos a medias.

    Fue en ese momento que Louiza le explicó a Malory lo que nunca había explicado a los demás. Le contó sobre las escuelas y los patios de recreo empapados en la zona de las marismas de Norfolk, donde los maestros y los niños insistían en leer y escribir en un lenguaje de letras que no tenía ningún sentido para ella. Habló sobre su madre, que trató de meter por la fuerza los rudimentos del lenguaje en el cerebro cerrado de su hija, mientras que su padre rezongaba frente un pastel de carne recalentado. Y por último Louiza le contó a Malory sobre las matemáticas y cómo ellas la conectaron con el mundo.

    —Fue muy sencillo —dijo—. Si puedo relacionar una palabra con un número, digamos la palabra gato con el número negativo 65, si puedo convertir una palabra en una fórmula, entonces puedo leer el mundo.

    —¿Por qué el número negativo 65?

    —Porque el mundo de mis maestros, mis enemigos, mi propio padre era siempre tan negativo: Louiza no sabe leer, negativo; Louiza no sabe escribir, negativo; No se concentra en clase, negativo; Nunca llegará a nada, negativo. Toda mi vida, un gran negativo. Naturalmente, cuando empecé a pensar en números definí la z como −1; la y como −2, y así sucesivamente hasta llegar a −26 para la a. Así que gato es −20 más −26 más −7 más −12, igual a −65.

    —Yo soy uno negativo —dijo Malory, buscando hacer un comentario ingenioso para demostrar su empatía con Louiza.

    —No, —dijo Louiza— i es la raíz cuadrada de −1 —y levantó las cejas para hacer énfasis en las letras cursivas.

    Hasta Malory, aturdido por el contragolpe de Louiza, sabía que, desde los tiempos de Newton los matemáticos denotaban con una i minúscula y en cursivas al rey de los números imaginarios. La fuerza que animaba la forma como Louiza pronunciaba la letra provenía, tal vez, del vértigo de aquellos primeros matemáticos mientras cavilaban acerca de la raíz cuadrada de −1, temerosos de perder ellos mismos la razón a causa del esfuerzo de imaginar algo así. Después de todo, las raíces cuadradas de los números negativos eran tan ajenas al mundo real como los gatos muertos a medias. ¿Qué número, multiplicado por sí mismo, te daría un cuadrado con un área de −1? Cuando se eleva un número al cuadrado, un número positivo o uno negativo, este da un resultado positivo. +2 por +2 igual +4. −2 por −2 igual +4. Así eran las cosas. Así era el juego. Esas eran las reglas. Todos los números, cuando los elevabas al cuadrado, cuando los multiplicabas por ellos mismos, arrojaban un número positivo. Así que la pregunta: ¿Cuál es la raíz cuadrada de −1? simplemente era, bueno, una pregunta que no se hacía. No obstante, era bastante fácil garabatear, con un trozo de tiza y un tablero, o un lápiz y un papel, ecuaciones como:

    x² + 1 = 0

    Para mucha gente, estos garabatos, estas ecuaciones no solo existían sino que exigían respuesta. Al sustraer un 1 de los dos lados de la ecuación, ya fuera en la sala llena de humo y con muebles de flores de la granja de Louiza en Norfolk, o en el aula gótica y cruzada por el viento de la Escuela Coral de King’s College de Malory, el resultado sería:

    x² = −1

    Y luego:

    x = √−1

    Lo cual fue bautizado por un matemático del siglo XVI con una i en cursivas, tal vez para evitar que infectara los números reales, aquellos que se podían ver, tocar y masticar.

    i = √−1

    x = i

    —Tenía ocho años —dijo Louiza— cuando le pregunté a mi padre cuál era la raíz cuadrada de −1. Él pensó que la pregunta era absurda. Mi padre podía entender los números negativos como años en una línea de tiempo, como antes negativos que se oponían a después positivos. Pero ¿la raíz cuadrada de −1? También podría haberle preguntado cuál era la raíz cuadrada de la Carta Magna, o de una remolacha. Fue mi madre, a quien no le molestaba su propia ignorancia, quien le preguntó al maestro de matemáticas de la escuela.

    "Louiza, te presento a i —me dijo el maestro—, i, ella es Louiza". Y después de i, sus hermanos, los primos lejanos, el árbol familiar de los números imaginarios que se cimentan en torno a i. De repente i se volvió mi forma de escapar. Encontré un hogar en un mundo poblado de historias y futuros y mascotas muertas y vivas, un recoveco en medio del universo en el cual leer y escribir tenían sentido.

    —¿Y eso es lo que estás estudiando para obtener tu Maestría? —preguntó Malory.

    —Doctorado, en realidad. —Louiza bajó los ojos—. Lo que estudiaba. Esta mañana hice la defensa oral de mi tesis.

    —¿Esta mañana? —Para no perder el equilibrio, Malory apoyó una mano contra las burdas tablas del techo.

    —¿Te gustaría escuchar mi tesis? —Louiza agarró a Malory del cinturón y lo jaló hacia abajo hasta que los dos quedaron en cuclillas, como un par de conspiradores, y el ruedo del vestido de algodón de ella cayó sobre un par de rodillas que Malory pensó que podrían caberle en la boca.

    —¡Desde luego! —dijo Malory, todavía aturdido con la noción de que esta jovencita (¿llegaría siquiera a los veinte?) estaba a punto de recibir un doctorado y acababa de subir a la torre de la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler, y de encontrarse con él, Malory, que llevaba diez años evitando obtener su propio doctorado sobre sir Isaac Newton valiéndose de una dieta en la que alternaba el teclado de los órganos con los bizcochos.

    i = u

    —¿Yo igual tú?¹

    yo = . —Louiza tomó el Manual de Órganos de Malory y escribió la fórmula en una página en blanco, con mano firme y clara—. yo = —repitió, trazando lentamente las letras sobre el receptivo pecho de Malory—. En cursivas.

    —Cursivas —repitió Malory como si estuviera en medio de un trance, al sentir el dedo de Louiza sobre la tela de su camisa.

    —Yo —dijo Louiza—, Louiza. ¿Tú?

    Malory le contó. Le contó sobre sus habitaciones en el Patio Mayor, cerca de la capilla; como organista asistente de Trinity College —de guardia para tocar desde maitines hasta vísperas, desde bautizos hasta funerales—, la proximidad a la capilla era esencial. Le contó sobre su sala de estar, que daba sobre la calle Trinity, y sobre el manzano plantado en 1966 en homenaje a los 300 años del annus mirabilis de Newton, el año en que aquel gran hombre huyó de La Peste, se refugió en el jardín de su madre en Lincolnshire e hizo el descubrimiento de la ley de gravedad, de la naturaleza de la luz, del cálculo y de otra media docena de tesoros prometeicos. Le contó sobre las mañanas de verano en las que se despertaba con el desesperado ruido de los ratones de campo que se apiñaban en su papelera, y las mañanas de invierno en las que un prisma de hielo en proceso de descongelación rodaba sobre el trineo de la gravedad desde el cristal de la ventana hasta su cabeza. Como estudiante de posgrado en proceso de escribiendo una tesis doctoral sobre el gran sir Isaac, era predecible y apropiado que las habitaciones de Newton, si no su genio, le fueran adjudicadas a Malory.

    —Pero tú —dijo Louiza—. ¿Quién eres tú?

    Malory le contó que su nombre de pila era Hercule (su madre, Sara, había nacido en Francia) y que el apellido que aparecía en su certificado de nacimiento era Emery (el único de su madre).

    —Pero todo el mundo me dice Malory, con una sola l —le dijo a Louiza, cuyos ojos se abrieron en un gesto que Malory solo pudo interpretar como una señal de asombro—. Ya sé lo que estás pensando —se apresuró a decir—. Malory como en Thomas Malory, quien escribió sobre el Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. Ya sabes, ¿Lancelot y Ginebra, Galahad el Puro?

    —No —susurró Louiza—, no es ese el asunto. —Pero Malory no oyó el mensaje, ansioso por confesar algo que nunca le había dicho a nadie. Que Malory era el apellido de un padre que nunca había visto a su hijo. Que Malory, al igual que el gran sir Isaac, era hijo póstumo, pues su padre, de oficio pescador, había muerto al juzgar erróneamente la verdadera velocidad del ferry irlandés en el que su madre estaba llegando para casarse con él. Eso era todo lo que sabía sobre su padre: el apellido, el ímpetu fatal con el que había amado a la joven Sara, y era lo único que había logrado sacarle a su madre, y solo después de que se hizo evidente, poco antes de su décimo cumpleaños, que ella también lo iba a abandonar y sin dejarle mucho más que esta única historia.

    —Malory —susurró de nuevo Louiza y enseguida lo miró, pensó, como si realmente estuviera interesada en él, en su apellido y en su historia. Y entonces Malory pensó, deseó, temió que Louiza lo besara: su primer beso (le daba vergüenza incluso pensarlo), su primera chica. Tenía 26 años y por fin iba a besar a una chica. Aunque tampoco había sido mucho de andar entre chicos. Siempre había sido demasiado pequeño e insignificante como para convertirse en blanco de los chicos mayores de la Escuela Coral de King’s College, o después. Había habido docenas, millones de veces, en realidad, desde la infancia hasta el presente, en que con gusto se habría apretado contra algo humano: hombre, mujer o niño. Pero nunca había existido la ocasión. Tuvo que contentarse con lápices, piedritas, castaños, los extremos de suéteres usados que, con sus olores y texturas, evocaban una cierta imagen de afecto que lograba mantener a raya su carencia. Pero ahora esta chica, esta Louiza, de números imaginarios y gatos...

    —¿Será esto el asunto? —Louiza estiró los brazos por detrás de Malory.

    Malory se quedó inmóvil un momento, todavía esperando el beso, todavía tratando de entender la breve ecuación que Louiza había trazado y la confesión suya igualmente breve. Y luego, en un intento por recuperar el equilibrio, se concentró en la mano un poco empolvada que sostenía una pepita de manzana frente a su rostro, en medio de la luz oblicua de la torre. Una pepita de manzana. Entre dos dedos perfectos, aunque de uñas mordisqueadas, Louiza sostenía una pepita de manzana que había extraído de entre dos tablillas de la contraventana. Y si bien Malory necesitaría diez minutos de variaciones cromáticas sobre el Ven, salvador de los gentiles, de Bach, para comprobar que esa sola Pepita singular era el demonio que había estado asfixiando el órgano, el demonio que él había perseguido de una tecla a la otra, supo sin duda alguna en ese momento, que Louiza —en cualquiera de sus muchos mundos posibles— podría resolver cualquier problema sin necesidad de mirar.

    El beso, el momento en que se quitaron la camisa de franela y el vestido de algodón, la exploración y todo el resto procedieron con calma, con pasión y con una sensación de inevitabilidad musical. Sin embargo, había tanto de imprevisible en los movimientos de Louiza, una matriz tan grande de respingos y lances, de insospechados alejamientos y acercamientos, que fue solo después, cuando el sol de la tarde proyectaba una última sombra de cinco líneas sobre la pared oriental de la torre, que Malory se detuvo para preguntarse por qué. ¿Por qué él? ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahí, en el campanario de la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler?

    —Tu nombre —dijo Louiza—. Malory, tu nombre da −78. —Louiza trazó la ecuación, sin cursivas, sobre el pecho desnudo de Malory—. Igual que mi nombre, Louiza. −78. Yo igual tú.

    Malory hizo el cálculo. Desde luego, ella estaba en lo cierto: m más a más l, etc. era igual a l más o más todas las cosas maravillosas que acababan de ocurrir, que le acababan de ocurrir a él. Pero siendo Malory, y siendo un estudioso de Isaac Newton y un afinador de órganos con un oído difícil de satisfacer, tenía que preguntar.

    —¿Qué significa, mi ecuación? —La mejilla de Louiza descansaba sobre la pierna de Malory y aunque ella no levantó la voz, sus palabras resonaron por el cuerpo de él como si le estuviera susurrando al oído—: ¿De qué forma mi ecuación, yo = , puede cambiar el mundo?

    —Sí —respondió Malory—. Algo así.

    —Las implicaciones —empezó a decir Louiza—, las implicaciones son extraordinarias. Y muy posiblemente peligrosas.

    —¿Peligrosas? —Malory se enderezó.

    —Te lo explicaré la próxima vez —dijo Louiza, poniéndose de pie de un salto y dirigiéndose a la escalera.

    —¿La próxima vez? —dijo Malory con cierta desesperación al sentir que este momento parecía estar llegando a su fin—. ¿Dónde? ¿Cuándo?

    —Donde sea que encuentres ese gato —dijo Louiza—. Cuando sea. —Le entregó la Pepita singular a Malory con esos dedos esbeltos y de uñas masticadas—. Recuerda: yo = . —Y desapareció.

    1 Aquí continúa el juego de palabras basado en la coincidencia, en inglés, de la vocal i con el pronombre personal ‘yo’ y la vocal u con el pronombre personal ‘tú’. En adelante, usaremos la traducción yo = tú [N. del Trad.]

    1/2

    ¿Por qué Malory dejó que Louiza desapareciera? ¿Por qué no se levantó de un brinco? ¿Por qué no actuó como Galahad y se puso en acción de inmediato, o al menos se apresuró escaleras abajo desde el campanario y salió tras ella, dondequiera que la hubiese llevado la brisa de finales de la tarde?

    Tenía el sol en los ojos. O, más bien, había una visión, un velo entre el suelo en que estaba sentado y la trampilla por la que Louiza había desaparecido. Un velo, o mejor aún, una dulce cascada de luz fluía desde las tablillas oblicuas del techo hasta el entablado de madera del suelo del campanario. Una hueste empolvada de ángeles subía y bajaba por ese rayo de sol de media tarde, aleteando con un Aleluya como ritmo de fondo sobre la Bolsa de utensilios de Malory, su Manual de Órganos y su Afinador Universal.

    Nada de extraño tenía ninguno de estos tres objetos. Estaban tan gastados y descoloridos como cualquiera de los millones de souvenirs que otros adolescentes solitarios han adaptado al uso adulto a lo largo de sus propias historias. El Afinador Universal era una pieza de metal retorcido de unos treinta centímetros de largo que a sus diez años Malory había encontrado entre un túmulo de piedras en las colinas de las afueras de Narbona, durante el último verano que pasó con su madre. Nunca había sentido la suficiente curiosidad para averiguar de qué materiales estaba hecho, aunque claramente era más duro que el plomo con el que se fabrican los tubos de los mejores órganos. Malory agradecía las excentricidades angulares del Afinador Universal, su capacidad de raspar y golpear y hacer palanca y someter a miles y miles de tubos a una precisión armónica, y su singular economía, tan compacta como una navaja suiza y tan ingeniosa como un contador de Geiger para diagnosticar y curar las múltiples aflicciones de los tubos de los órganos, en toda su multitudinaria variedad. El Manual de Órganos era lo más parecido a un diario que Malory hubiese tenido en la vida y registraba el nombre, la ubicación, el año de nacimiento, el día del bautizo y cada afinación y peculiaridad posterior de cada órgano que él había tocado, afinado, limpiado o pasado la aspiradora para liberar de polvo y excremento de ratón, empezando por el órgano de la catedral de Narbona.

    Los dos, el Afinador Universal y el Manual de Órganos tenían un bolsillo especial en la Bolsa de utensilios de Malory, que ciertamente no escaseaba en lo que a bolsillos se refiere. Podía albergar emparedados a medio comer, pasteles envueltos en papel parafinado, folios de música y betún para los zapatos. La Bolsa de utensilios era el único recuerdo que Malory poseía de su fallecido padre pescador, aunque la razón por la cual su padre tenía esa bolsa era un enigma. Hasta donde Malory sabía, su padre nunca había sido soldado. En todo caso, la bolsa era demasiado pequeña para servir como bolso de viaje o morral de provisiones. La lona verde no era realmente el tipo de tela resistente al agua que necesitaría un pescador para llevar anzuelos y equipo, además de uno o tres pescados, independientemente de la cantidad de bolsillos que tuviera. Pero la Bolsa de utensilios, el único vínculo verdadero con su paternidad, estaba marcada en la tapa, con letras mayúsculas separadas:

    MALORY

    A pesar de que Malory sabía lo tenues y pueriles que eran esos vínculos, había momentos, en los áticos atravesados por corrientes de aire que albergaban los órganos de East Anglia, en los cuales el hecho de trazar estas letras con la punta de sus dedos producía una cierta calidez. Los tres —el Afinador Universal, el Manual de Órganos y la Bolsa de utensilios— eran sus compañeros permanentes. Sin embargo, algo le había ocurrido a Malory en el campanario de la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler. Y en caso de que estuviese demasiado atontado para entender el significado, los serafines de la Naturaleza se movilizaban para hacer que sus ojos se enfocaran en lo obvio.

    Lo obvio yacía en su propio estanque de tarde atomizada, encima de la tapa áspera y gastada del Manual de Órganos. La Pepita, la Pepita que Louiza había extraído de entre dos tablillas de la contraventana, la Pepita que había traído la armonía para afinar la vida de Malory. Aquel diminuto huevito de cáscara marrón que constituía aquella Pepita y que concentró la luz de la tarde en el nuevo núcleo del universo en expansión de Malory. La Pepita era la causa evidente del cambio de Malory, o al menos la causa obvia para él, quien solo podía interpretar los latidos de su corazón, el flujo de sus venas, el vértigo de lo que otros llaman simplemente amor, a través de la luz y la gravedad de su Newton. La Pepita reunió a Louiza y a Malory, la Pepita fue testigo de todo lo que sucedió entre ellos. La Pepita fue el Sol que atrajo a la Luna hasta la Tierra y que los hizo girar uno en torno al otro. La Pepita volvería a reunirlos para toda la vida. La Pepita acompañaría al Afinador Universal y al Manual de Órganos en su Bolsa de utensilios. La Pepita sería su guía.

    Malory empacó la Pepita en el tubo plástico para película de 35 milímetros que normalmente usaba para guardar resina, lo aseguró en un bolsillo de la Bolsa de utensilios, guardó también el Afinador Universal y el Manual de Órganos y dejó que la gravedad lo hiciera bajar la escalera hasta la nave de la iglesia. Cuando sus pies tocaron las piedras del suelo, parecía tener el doble de la estatura que cuando había ascendido por la mañana. Estaba seguro de que Louiza estaría esperándolo afuera de Saint George, o en el salón de té Orchard, o, si no estaba ahí, entonces no estaría lejos.

    —Buenas tardes.

    No era Louiza. En la luz más fresca de la segunda banca estaba sentada la Dama vieja.

    —Buenas tardes, Hercule —dijo de nuevo la Dama Vieja.

    —Buenas tardes...

    —Por favor —dijo la Dama Vieja—. Ven y siéntate un momento.

    Malory no tenía deseos de sentarse, no tenía deseos de hablar con ninguna dama vieja; quizá, aún menos con esta.

    —Por favor —dijo de nuevo la Dama Vieja—. Yo no muerdo. —Las migajas de francés que se pegaban a los extremos del acento de la Dama Vieja le daban a la invitación una cierta fuerza que Malory, siendo Malory y, por lo tanto, incapaz de ofender a alguien, no podía pasar por alto. Se sentó—. Tú sabes quién soy, supongo.

    Estaba envuelta en una nube de polvo azul y gris, aunque el polvo, a los ojos de Malory, no era el polvo de los ángeles ni el del descuido, sino más bien un polvo que suavizaba los hilos de su traje de lana, que moldeaba la seda que le rodeaba el cuello alrededor de las viejas arrugas de la piel y convertía el blanco polvoriento de su cabello en un sombrero que Malory solo recordaría como costoso, en la forma en que deber ser la historia misma. Pero la sensación que impactó a Malory con mayor agudeza —con una fuerza que pronto se vería obligado a recordar en muchas ocasiones— fue el olor a pino y a sol, el olor del árbol de tejo de cuatro mil años del patio de la iglesia, un olor que él no había vuelto a percibir en otro ser humano desde la muerte de su madre, hacía casi veinte años.

    —Señora Emery —dijo Malory—. Buenas noches. —Malory sabía que ella era la señora Emery. La vieja señora Emery que vivía sola, según se decía, en la parte gótica de la abadía Whistler, una mansión que daba sobre el tejo. La vieja señora Emery, quien nunca le había dirigido la palabra, hasta donde Malory podía recordar, pero que le ponía un chelín en la palma de la mano después de cada servicio. Si lo hubiesen puesto a elegir, Malory habría preferido pasar una noche en el patio de la iglesia que pasarla en la abadía Whistler con la vieja señora Emery.

    —Señora Emery —repitió ella. Malory vio entonces otra iglesia, en la región de Cathar en el Sur de Francia, cuando su madre todavía estaba viva, una tierra llena de colinas que contrastaba con las tierras planas de los pantanos. La iglesia en la que un Malory más joven corría hacía la calidez y las absorbentes vibraciones del órgano, donde él bailaba sobre los pedales porque los pies no le alcanzaban a llegar desde la banqueta, mientras su puño se relajaba en un preludio de Bach o una fantasía de Saint-Säens—. Hercule —repitió la señora Emery—. Sé que tenemos una relación compleja.

    Malory había sobrevivido evitando la complejidad, buscando la simplicidad, en Newton, en Bach. Pero la complejidad era claramente el tema del día: primero Louiza con su yo = , su compleja naturaleza envuelta en una red de números construidos a partir de la raíz cuadrada de −1, y ahora la señora Emery, que cada vez que respiraba le recordaba a Malory que nunca había conocido a su padre y que había perdido a su madre a una edad en que el mundo estaba empezando a parecer insoportablemente complejo. Tanto Louiza como la señora Emery lo habían encontrado en la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler. Malory necesitaba un té. Con urgencia.

    —Hercule —dijo la señora Emery—. Estás apurado, según veo.

    —Sí —dijo Malory—. Lo siento.

    —No quisiera demorarte. —La señora Emery no se movió y era evidente que en realidad

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